domingo, 20 de enero de 2019

CAPÍTULO 7,59 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,59

LA HUMILDAD

El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».

Umberto Eco pone en boca de su personaje, el monje benedictino Jorge, en la novela “El nombre de la rosa”, estas frases: “El reír es debilidad, la corrupción la insipidez de nuestra carne… El reír libera al campesino del miedo del demonio… El reír distrae, por unos momentos, al campesino del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo nombre verdadero es el temor de Dios… Al campesino que ríe, en aquel momento no le importa morir, pero después, acabada su licencia, la liturgia se vuelve a imponer, según el designio divino, el miedo a la muerte”

San Benito enseña a no reír fácilmente ni precipitadamente. ¿Quiere esto decir que debemos estar tristes? No. Se refiere a la risa necia, grosera, simple, en la que tan a menudo caemos en la tentación, y que nos lleva a perder el temor de Dios, que debemos mantener siempre y no olvidarlo nunca (RB 7,10)

Nos lo dice también san Benito en el capítulo VI dedicado al silencio. “Ya nos enseña el profeta, que si en ocasiones debemos abstenernos de conversaciones buenas por razón del silencio, mucho más debe ser la abstención de conversaciones malas, por el castigo del pecado. Por tanto, aunque se trate de conversaciones buenas y santas y de edificación, por la importancia del silencio que no se conceda a los discípulos perfectos el permiso de hablar sino raramente, porque está escrito: “Si hablas mucho no evitarás el pecado”. Y otro lugar: “la muerte y la vida están en poder de la lengua

Por eso san Benito condena a la eterna reclusión las groserías y palabras ociosas y que dan lugar a la risa, y no quiere que abramos la boca para estas expresiones (Cf RB 6).
La “scurrilitas” que san Benito condena tan severamente, es una disipación interior, ligera y vulgar que no se corresponde con un tomarse la vida con seriedad, o un estar atentos a vivir cada cosa, cada gesto, cada palabra o mirada, cada encuentro, incluso cada pensamiento en plenitud. (cf P. Mauro Giussepe Lepori, La liturgia, centro e la vida monástica, Lilienfeld, septiembre 2018)

Nuestra alegría debe ser otra, porque su razón de ser, su origen es más profundo que lo de una risa fácil. Porque la alegría, si no es para siempre no es verdadera alegría. San Benito nos invita ya en el Prólogo a acoger cada día el nacimiento de una nueva vida como un anticipo de la resurrección que tanto deseamos. Y en este camino, empezamos cada día pidiendo tres veces que abra nuestros labios para proclamar la alabanza del Señor. Es vivir ya desde el principio del día aquel “ya si, pero todavía no” de la presencia de Cristo entre nosotros, y esta vivencia nos lleva a vivir verdaderamente la alegría.

La humildad, la pureza de corazón es el secreto de la alegría, porque la humildad vivida con sinceridad no tiene nada que ver con la frustración. La frustración es nostalgia,  porque aquello que deseábamos caprichosamente no lo hemos conseguido, y nos muestra que no hemos sido capaces de renunciar por amor de Cristo, y eso todavía nos causa más amargura. Aquel que es verdaderamente humilde vive en paz, porque se tiene como amado por Dios y por los hermanos. Lo podemos reconocer por la claridad de su mirada, por la sencillez de sus palabras, por la afabilidad en el trato; no hay afectación en su comportamiento, no hay aspereza en él, ni necesidad de defender sus derechos, y menos todavía de enfrentarlos con los de los demás.

Ciertamente, la imagen de algunos de los hermanos que hemos conocido, nos vienen ahora a la memoria y la identificamos con el verdaderamente humilde, y, por lo mismo, alegre.

Nosotros podemos pensar que la humildad que nos pide san Benito es entristecernos, menospreciarnos, arrastrarnos…, y, por tanto, la rechazamos, nos defendemos apelando  a una mal entendida dignidad, o nos refugiamos en la risa necia, la bufonería egocéntrica  o la jovialidad sin amor de la que hablaba nuestro Abad General en Lilienfeld en Septiembre. Es todo eso que debemos huir de ello, según san Benito.

Así como hay una risa que viene de la amargura, de la frustración, de la falsa superioridad, que nos hace olvidar el temor de Dios y lleva al infierno, también hay una alegría buena que nos aleja de los vicios y nos lleva a Dios y a la vida eterna.
Los monjes debemos buscar esta alegría, que encontraremos en el amor ferviente, avanzando a honrarnos los unos a los otros, soportándonos con gran paciencia nuestras debilidades, tanto físicas como morales, obedeciéndonos con emulación mutuamente, no buscando aquello que nos parezca útil a nosotros, sino para los demás, practicando desinteresadamente la caridad fraterna, temiendo a Dios con amor, no anteponiendo absolutamente nada a Cristo, al que deseamos que nos lleve todos juntos a la vida eterna. (cf RB 72)

Una de las tentaciones más serias que tenemos es la conciencia de derrota que nos hace pesimistas, quejosos, desencantados, poniendo mala cara, incluso en una cosa tan fútil como un plato en la mesa que no nos viene de gusto. Para superar esto necesitamos ser conscientes de nuestras fragilidades y de las de los demás, estar ciertos de que hemos recibido, de que tenemos el amor de Cristo, un amor que tiene necesidad de ser mostrado, compartido. “Unidos a Jesús, buscamos lo que él busca, amamos lo que él ama” (EG 267)

Escribe Umberto Eco: “El monje Jorge en voz baja… añadió -Juan Crisóstomo dijo que Cristo nunca rio. -Nada en su naturaleza humana se lo impedía – observó el franciscano Guillermo -, porque el reír, como enseñan los teólogos, es cosa propia del hombre. Forte potuit sed non legitur eo usus fuisse (seguramente pudo, pero en ninguna parte se lee que fuera su costumbre) – dijo sin circunloquios el benedictino Jorge, citando a Pedro Cantor. -Manduca, jam coctum est (come que ya está aliñado). Murmuró Guillermo el franciscano. – Son las palabras que, según san Ambrosio, pronunció san Lorenzo en la parrilla, convidando a sus verdugos a que le diesen la vuelta, como también recuerda Prudencio. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas con humor, aunque solo fuera para humillar a sus enemigos. Replicando con un gruñido el monje Jorge añadió -Lo que demuestra que el reír está bastante cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo -he de admitir que su lógica era irreprochable, concluyó Adso”.


San Benito nos quiere siempre alegres, nos quiere siempre en camino, ceñidos nuestros lomos con la fe y la observancia de las buenas obras, con la guía del Evangelio, deseando de ver Aquel que nos ha llamada a su reino (Cf. RB. Pr. 21). En una tensión escatológica que no excluye de vivir con plenitud la vida presente, sino que estimula a vivirla con mayor intensidad, conscientes de su sentido final. Vivirla con alegría verdadera, sincera, no con cara de fruta acida.

Tenemos la tentación de entristecernos o de caer en la risa fácil. Ser felices, estar alegres solamente lo conseguiremos poniendo en ejercicio la doctrina de Cristo. La alegría cristiana debe caracterizar nuestra vida, no se puede reducir a un día semanal o una determinada hora del día. La alegría del creyente debe mostrarse siempre y tan solo se puede mostrar haciendo actual y de modo permanente una palabra: servicio.

Servir, es el camino de la felicidad, el de la santidad de cada día; así se transforma el amor que recibimos de Dios en un amor a nuestros hermanos.

Nuestra alegría será plena sirviendo con alegría. El Señor nos ha llamado al monasterio, le hemos respondido positivamente, ¿qué más podemos pedir si nos sentimos llamados y amados por él?

En palabra de san Agustín: “nos ha prometido la vida eterna, donde nada hay que temer, donde nada nos perturbará, de donde no seremos excluidos, donde ya no moriremos, donde no lloraremos al que se va, ni desearemos la llegada de nadie” (Sobre el Evangelio de Juan 32,9).

Que el Señor nos ayude a vencer la tentación de la modorra, de la bufonería egocéntrica y la risa fácil, y que nos llene la verdadera y única alegría que nos viene de su amor.

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