
fray Octavi, O. Cist. (Poblet) Comentarios sobre la Regla de San Benito «Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanza la verdad.» San Bernardo de Claravall.
domingo, 31 de marzo de 2019
domingo, 24 de marzo de 2019
PRÓLOGO 39-50
PRÓLOGO 39-50
Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá
hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para
poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40Por
tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en
el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41Y como esto no es posible
para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne
concedernos la asistencia de su gracia. 42Si, huyendo de las penas del
infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43mientras todavía estamos a tiempo
y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas a cosas a
luz de la vida, 44ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo
que en la eternidad redundará en nuestro bien. 45Vamos a instituir, pues, una
escuela del servicio divino. 46Y, al organizarla, no esperamos disponer nada
que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47Pero si, no obstante, cuando lo
exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de
corregir los vicios o mantener la caridad, 48no abandones en seguida,
sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de
iniciarse con un comienzo estrecho. 49Mas, al progresar en la vida monástica y
en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el
alma por el camino de los mandamientos de Dios.50De esta manera, si no nos
desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el
monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los
sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amen
Si nuestro objetivo es habitar en la casa del Señor todos los días
de nuestra vida, debemos prepararnos, nos dice san Benito; lo debemos desear
con toda el alma, como dice el salmista, preparar nuestros cuerpos y corazones
para alcanzarlo.
La vida espiritual, la vida monástica, nuestra vida, a la que el
Señor nos ha llamado, y que hemos aceptado libremente, no es estática, es
preciso progresar, hacer camino experiencial. Las formas, las costumbres,
pueden ser las mismas a lo largo de los años, pero será preciso trabajar y
hacer aquello que nos aproveche para siempre, no solo puntualmente como
satisfacción de ambiciones pasajeras, sino que nos aproveche más bien para
alcanzar a Cristo.
Progresar espiritualmente en esta Escuela del servicio divino que
es el monasterio, quiere decir vivir las obligaciones de cada día, que nos
incorpore todo un estilo de vida. Hacer algo que nos ayude a vivir en santa
obediencia de los preceptos, evitando lo que nos desgasta, y nos aleja del
centro donde debemos poner el corazón: Cristo.
San Benito lo concreta en el tema de la conversión; una palabra
ligada a este tiempo cuaresmal, camino hacia la Pascua, que la liturgia nos
invita a recorrer cada año. “Si no os
convertís todos acabaréis igual”, enseña Jesús. Conversión quiere decir
experimentar la vida monástica en su integridad, todas sus observancias. Es el
estilo de vida que debemos adoptar, si deseamos vivir con seriedad la llamada
del Evangelio. Avanzar, pues, con la ayuda de su gracia, con más coherencia en lo
que creemos.
Necesitamos avanzar en la fe, en la certeza, en la confianza de
que Dios habita en nosotros. Si queremos habitar en su templo, nos dice san
Benito, tenemos que cumplir los deberes de quien habita en él. La fe es más un
acto de voluntad que del intelecto, y crece en nosotros por medio de la
plegaria. La conversión nos tiene que ir conduciendo a una plegaria más profunda,
más intensa, sincera, enriquecedora y confiada. Entonces, nos hacemos más
conscientes de la presencia del amor de Dios en nuestra vida, y al ser
realmente presente este amor, no puede haber en nosotros lugar para el odio, el
resentimiento, ni para la autosuficiencia, orgullo, egoísmo o la mentira. Si no
podemos perdonar a quien nos ha herido, si no podemos amar a quien nos molesta,
quiere decir que no dejamos actuar el amor de Dios en nuestra vida. Para que
actúe necesitamos su gracia. Para hacer este camino no debemos quedarnos
parados o lamentarnos de la monotonía del camino, o creernos el centro del
mundo. Si os afanamos por tener esto o lo otro, en una especie de carrera
consumista espiritual, no obtendremos lo que nos llene de verdad, y las faltas
serán siempre una excusa.
Nos dice san León Magno que “cada
uno sabe qué virtudes debe vigorizar y qué vicios combatir. ¿Quién se sentirá
tan orgulloso de sí mismo, o será tan inconsciente que no se dé cuenta de
aquello que hay que extirpar o desarrollar?... No podemos coger todo lo que nos
agrada. No podemos valorar las acciones movidos solamente por lo que nos
sugieren los sentidos. Considera tus costumbres a la luz de los mandamientos de
Dios; allí se te dice lo que tienes que hacer y lo que no tienes que hacer”
(Sermón 49 Sobre la Cuaresma)
San Agustín afirma que no hay nada difícil para quien ama, nos lo
dice también san Benito al indicarnos que si el camino que encontramos al
principio es angosto, se ensancha cuando lo hacemos movidos por la inefable
dulzura del amor. Lo que debemos desear es llegar a la vida perdurable, y para
esto debemos aprovechar todos los momentos, todas las posibilidades que nos
concede la vida. Nuestro camino debe ser hecho a buen ritmo y ganando a cada
paso fortaleza en nuestra fe. Nos preparamos, pedimos al Señor que nos otorgue
la ayuda de su gracia, no abandonándonos espantados por el terror, sino
participando en y por Cristo. No podemos entrar en la plenitud de Dios sino por
medio de Cristo; nuestra vida cristiana debe estar marcada por la cruz de
Cristo. Lejos de angustiarnos por este sufrimiento, vivido sobre todo con
paciencia, que da sentido a nuestro sufrimiento, que es un sufrimiento
redentor, que nos ayuda a soportar las dificultades y estrecheces del camino.
San Pablo en su Carta a los Colosenses dice “estoy contento de padecer por vosotros y de completar de este modo lo
que falta a los sufrimientos de Cristo para bien de su cuerpo (1,24). Es
sobre todo por la paciencia, por la que nosotros completamos lo que falta a
estos sufrimientos.
La reacción más humana cuando alguien nos hace mal es volvernos y
vengarnos, y si podemos le hacemos todavía más mal. Es porque sufrimos de manera
equivocada, y esto nos pone de mal humor, y entonces intentamos no de compartir
nuestro sufrimiento sino trasladarlo a otros. La belleza de la paciencia es que
nos llama a detener este sentido que nos hace estar mal con nosotros mismos y
el Señor, mirando a la vez que los otros estén tanto o más mal que nosotros.
Somos hábiles en cuanto a los recursos para conseguirlo, para venir a ser
víctimas profesionalizadas que nos da la oportunidad de hacer de los otros
nuestras propias víctimas.
San Benito nos invita a superar todo esto, a descubrir que si
somos pacientes viviremos más tranquilos, haremos la vida de quienes nos rodean
más plácida, y lo que es más importante, avanzaremos, correremos por este
camino que nos ha de elevar al templo del Señor, a la vida perdurable.
Conformarnos a Cristo, venir a ser como él en nuestra relación con los otros es
practicarlo incluso cuando los otros no son como nosotros desearíamos que
fuesen, porque de hecho no lo serán nunca; los otros son también imágenes de
Dios, no nuestras. Elegir este camino, progresar en esta escuela, conformar
nuestra voluntad con la de Cristo, significa un cambio radical de actitud y es
entonces cuando progresamos, pues siendo el camino angosto y pesado, nos
aparece amplio. Avanzar en el camino espiritual es ser fieles a Cristo, que nos habla en la Palabra, y a
quien hablamos en la plegaria, levantándonos
tantas veces como caemos, no desesperando nunca de su misericordia.
Participar de los sufrimientos de Cristo es participar de su
Pasión, es prepararnos para su reino, es hacer aquello que nos va a aprovechar
para siempre. Como escribe Juan Mediocre de Nápoles: “Él es la nuestra fuerza. Él se da siempre a nosotros, démonos también
nosotros a él”.
domingo, 10 de marzo de 2019
CAPÍTULO 48,14-25 y 49 LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
CAPÍTULO 48,14-25 y 49
LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
Durante la
cuaresma dedíquense a la lectura desde por la mañana hasta finalizar la hora
tercera, y después trabajarán en lo que se les mandare hasta el final de la
hora décima. 15 En esos días de cuaresma recibirá cada uno su códice de la
Biblia, que leerán por su orden y enteramente; 16 estos códices se entregarán
al principio de la cuaresma. 17 Y es muy necesario designar a uno o dos
ancianos que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos están
en la lectura. 18 Su misión es observar si algún hermano, llevado de la acedía,
en vez de entregarse a la lectura, se da al ocio y a la charlatanería, con lo
cual no sólo se perjudica a sí mismo, sino que distrae a los demás. 19 Si a
alguien se le encuentra de esta manera, lo que ojalá no suceda, sea reprendido
una y dos veces; 20 y, si no se enmienda, será sometido a la corrección que es
de regla, para que los demás escarmienten. 21 Ningún hermano trate de nada con
otro a horas indebidas. 22 Los domingos se ocuparán todos en la lectura, menos
los que estén designados para algún servicio. 23 Pero a quien sea tan
negligente y perezoso que no quiera o no pueda dedicarse a la meditatio o a la
lectura, se le asignará alguna labor para que no esté desocupado. 24 A los
hermanos enfermos o delicados se les encomendará la clase de trabajo mediante
el cual ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga desistir. 25 El abad tendrá en cuenta su
debilidad.
Aunque de suyo
la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no
obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante
los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y
que en estos días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual
cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la
oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia.
5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la tarea normal de
nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la comida y en la
bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con
gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya impuesto; 7 es
decir, que norma que se haya impuesto; 7
es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de
las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo
espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para
hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se
realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como
presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse
con el consentimiento del abad.
En la
oración-colecta del Miércoles de Ceniza, y en todo el Oficio divino, pedíamos
al Señor su ayuda para empezar el ejercicio cuaresmal de la milicia cristiana.
La Cuaresma se define en la liturgia como un ejercicio y una milicia.
Una idea
presente en la Regla, ya que san Benito nos habla de que militamos para el
Señor, Cristo, el Rey verdadero; y lo hacemos cargados con las armas fortísimas
y espléndidas de la obediencia, es decir renunciando a nuestros propios deseos
(cf RB 58,10). San Benito nos dice que toda nuestra vida debería ser un
ejercicio cuaresmal, pero sabe que no es fácil mantener este nivel.
El primer
domingo de Cuaresma establece que se reparta un libro a cada monje, para que su
lectura sea una ayuda en el camino cuaresmal. Como siempre san Benito sabe que
podemos flaquear, y establece una vigilancia para asegurar su cumplimiento, por
medio de uno o dos ancianos que hacen la ronda para garantizar que todos leen y
hacen algo provechoso. San Benito se preocupa solamente por el hecho de que
alguno pueda pasar el tiempo sin hacer nada o, lo que es peor, molestar a
otros, de manera que establece amonestaciones y la corrección de la Regla. La
Regla nos quiere a cada hora en el lugar adecuado y haciendo lo correcto,
sabiendo san Benito que una vida reglada nos ayuda a alcanzar el verdadero
objetivo de buscar a Dios, y ser verdaderamente libres.
La Cuaresma
es, pues, un tiempo privilegiado para nosotros, durante la cual debemos
profundizar en la milicia cristiana, es decir ejercitándonos de manera activa y
aportando alguna cosa de más en aquello en que fallamos más, allí donde hace
falta, renunciando a nuestros deseos personales. Si somos de los que se ponen
preocupados, es preciso intentar cargar la mochila con más paciencia; si nos
cuesta llegar puntuales al Oficio, intentar salir de la celda, o donde estemos,
un poco antes; si nos cuesta levantarnos, no dando media vuelta al sonar la
campana; si nos cuesta encontrar un tiempo para a plegaria personal, dejar aquellos
momentos que dedicamos a no hacer nada de provecho; si la Palabra de Dios se
nos hace árida, abrir más el oído de nuestro corazón a Dios; estemos donde
estemos, esforzarnos por hacer las cosas lo mejor posible, con prontitud, sin
murmurar. De esta manera, la Cuaresma puede ser para nosotros un buen
ejercicio, una escuela para practicar lo que deberíamos hacer durante todo el
año, ofreciendo a Dios algo por propia voluntad con el gozo del Espíritu Santo.
Para
conseguirlo nos puede ayudar mucho una lectura atenta, pausada y reflexiva que
nos acompañe a lo largo de este camino hacia la Pascua. Parece que san Benito
hubiese inventado “el día del libro” muchos siglos antes de convertirse en una
celebración social. Es porque san Benito sabe que necesitamos ayuda, que no
debemos dejar de formarnos, que no debemos bajar la guardia y mantenernos
atentos durante todo el año; pero en Cuaresma, de una manera especial puede
ayudarnos a ser más fuertes espiritualmente y vivir con más pureza nuestra
vida.
No dice el
Papa Francisco en el Mensaje de Cuaresma que “la celebración del Triduo Pascual de la Pasión, Muerte y resurrección
de Cristo, cima de todo el Año Litúrgico, nos llama una vez más a vivir un
itinerario de preparación, conscientes de querer conformarnos a Cristo (cf. Rom
8,29), siendo un don inestimable de la misericordia e Dios”.
Intentemos de
vivirla con intensidad, sin pereza, dándonos a la lectura, privándonos de algo,
intentando desterrar nuestra negligencias, y hacerlo sin presunción ni vanagloria,
sino con un deseo espiritual, fijos los ojos en el Misterio central de nuestra fe: la Pasión,
Muerte y Resurrección de Aquel con quien nos hemos comprometido a seguir.
domingo, 3 de marzo de 2019
CAPÍTULO 56 LA MESA DEL ABAD
CAPÍTULO
56
LA
MESA DEL ABAD
Los huéspedes
y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando los huéspedes
sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a los hermanos
siempre con los hermanos uno o dos ancianos que mantengan la observancia.
San Benito nos habla
en estos capítulos de temas prácticos: si podemos aceptar algo, cómo vestir,
cómo acoger a los huéspedes… La Regla recomienda acoger con deferencia, como al
mismo Cristo, como nos sugiere en el capítulo 53.
No queda del todo
claro como acoger a los huéspedes y sentarlos a la mesa del abad. Parece como
si hubieran de comer aparte de la comunidad, pues dice san Benito de dejar un
anciano o dos con los hermanos para conservar el orden. La duda vuelve cuando
se habla de romper el ayuno en atención a los huéspedes. Pero no se entendería
bien que mientras el abad y los huéspedes comen platos más suculentos los
monjes tengan una comida más parca. Y todos en el mismo refectorio. En la
actualidad cada maestrillo tiene su librillo:
hay monasterios donde los huéspedes comen aparte, y en este caso, en
algunos, hombres y mujeres separados; en otros monasterios comparten la mesa
con los monjes y la conversación a la vez, relegando en todo o en parte la
lectura; en otros, como el nuestro, comparten mesa, lectura y ritmo de comer
con la comunidad.
De este capítulo
quedan tres ideas claras. La primera es tratar a los huéspedes con deferencia,
lo que no quiere decir con intrusismo en sus vidas, ni ellos en las nuestras,
lo que san Benito nos advierte claramente acerca de los peligros que ello
comporta. La segunda, que las comidas y la mesa son un elemento importante de
la vida monástica. La tercera que en el refectorio debe mantenerse el silencio
y el orden en toda ocasión. “Era forastero
y me acogisteis” (Mt 25,35), nos dice Jesús en el evangelio. Idea que
recoge san Benito al hablar de acoger a Cristo en los huéspedes.
La comida tiene un
papel importante en la acogida. Las primeras comunidades cristianas tenían las
comidas para el encuentro comunitario, una vez acabada la Eucaristía. Así lo
pone de relieve san Pablo en su carta a los Corintios, cuando amonesta a los
cristianos de no compartir la comida e ir cada uno por su cuenta. Mientras los
ricos comían en exceso, y no esperaban a los pobres, y lo que debería ser un
encuentro comunitario era un motivo de división y exclusión social.
Finalmente, san
Benito pide que en el refectorio se haga silencio absoluto, de manera que no se
sienta murmullo alguno ni voz, a no ser la del que lee, y que todo lo que
necesiten para comer o beber se lo sirvan los hermanos mutuamente, para que
nadie tenga que pedir nada, o en todo caso con una señal más bien que con la
voz. (Cf RB 38)
San Benito recoge la
tradición bíblica de la acogida de Abraham. Éste es ejemplo de la hospitalidad
que se requería en los hogares orientales, incluso para los forasteros
desconocidos; el huésped podía gozar de esta hospitalidad sin ninguna
obligación de pago.
La Biblia está llena
de ejemplos sobre este tema: El anciano que acoge el levita a Guebá (Jdt
19,24); en defensa suya Job alegaba que siempre estuvo atento a las necesidades
de los viajeros (Job 31,31-32); Lot acogió dos forasteros sin saber que eran
ángeles (Gen 19,1-3); los israelitas recibieron de Dios mismo la orden de
proteger a los extranjeros y ser hospitalarios con ellos (Lv 19,33-34); en la
misma línea san Pablo aconseja esto mismo con los cristianos. El mismo Cristo
es acogido en Betania (Lc 10,38-41). Jesús entra en casa de Lázaro, Marta y
María, como huésped y acaba como anfitrión, llenándoles el alma. Finalmente san
Pablo por su carácter de viajero por causa del Evangelio es un modelo de
acogido como en Jerusalén, donde es recibido por los Apóstoles (Gal 1,18). Porque es Cristo a quien acogemos
en la persona de los otros, el encuentro con un hermano es un encuentro con
Dios.
Y este encuentro debe
transcurrir compartiendo nuestra manera de vivir, comenzando por la plegaria.
Es lo primero que recomienda san Benito hacer con un huésped: llevarlo al
oratorio, y en silencio; dejando así a quien nos visita que se acerque a
nuestra vida, al menos durante unas horas, y lo pueda hacer con serenidad y
respeto.
La tradición de la
hospitalidad monástica es, en cierta manera, el testimonio de nuestra vida, lo
que compartimos con los que se nos acercan, y que tiene su raíz en la Escritura
y en la Regla. Cuando uno va a un monasterio piensa recogerse en la soledad y
el silencio, y sobre todo dejarse “tocar” por el mensaje de Cristo,
compartiendo unos días con una comunidad que busca a Dios, o como decía un
huésped: dejándose llevar por la falta e novedad, iniciándose en otra rutina,
como un camino de acceso al interior, a la escucha del silencio, compartiendo
los sencillos y callados actos de la comunidad.
Lo que diferencia la
hospitalidad monástica de otras es predisponer al que viene a un ambiente de
silencio y de plegaria para poder acoger la voz de Dios, dejándose interpelar
por el que un grupo de personas ha dejado determinadas cosas para poder buscar
a Dios a través de la plegaria, el trabajo, la lectura de la Palabra y el
silencio.
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