domingo, 31 de marzo de 2019

CAPÍTULO 4 CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS

CAPÍTULO 4

CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS
DE LAS BUENAS OBRAS

Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», 2y además «al prójimo como a sí mismo». 3Y no matar. 4No cometer adulterio. 5No hurtar. 6No codiciar. 7No levantar falso testimonio, 8Honrar a todos los hombres. 9y «no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo». 10Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11Castigar el cuerpo. 12No darse a los placeres, 13amar el ayuno. 14Aliviar a los pobres, 15vestir al desnudo, 16visitar a los enfermos, 17dar sepultura a los muertos, 18ayudar al atribulado, 19consolar al afligido. 20Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21no anteponer nada al amor de Cristo. 22No consumar los impulsos de la ira 23ni guardar resentimiento alguno. 24No abrigar en el corazón doblez alguna, 25no dar paz fingida, 26no cejar en la caridad. 27No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28decir la verdad con el corazón y con los labios. 29No devolver mal por mal, 30no inferir injuria a  otro e incluso sobrellevar con paciencia las que a uno mismo le hagan, 31amar a los enemigos, 32no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33soportar la persecución por causa de la justicia. 34No ser orgulloso, 35ni dado al vino, 36ni glotón, 37ni dormilón, 38ni perezoso, 39ni murmurador, 40ni detractor. 41Poner la esperanza en Dios. 42Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y no a uno mismo; 43el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que siempre es una obra personal. 44Temer el día del juicio, 45sentir terror del infierno, 46anhelar la vida eterna con toda la codicia espiritual, 47tener cada día presente ante los ojos a la muerte. 8Vigilar a todas horas la propia conducta, 49estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar. 50Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51Abstenerse de palabras malas y deshonestas, 52no ser amigo de hablar mucho, 53no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de reír mucho o estrepitosamente. 55Escuchar con gusto las lecturas santas, 56postrarse con frecuencia para orar, 57confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas, 58y de esas mismas culpas corregirse en adelante. 59No poner por obra los deseos de la carne, 60aborrecer la propia voluntad, 61obedecer en todo los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». 62No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. 63Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64amar la castidad, 65no aborrecer a nadie, 66no tener celos, 67no obrar por envidia, 68no ser pendenciero, 69evitar toda altivez. 70Venerar a los ancianos, 71amar a los jóvenes. 72Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. 74Y jamás desesperar de la misericordia de Dios. 75Estos son los instrumentos del arte espiritual. 76Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77«Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman». 78Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

En el Evangelio un maestro de la Ley le pregunta a Jesús cuál es el primero de los mandamientos. Jesús, citando la Escritura le respondió que “amar al Señor, nuestro Dios, con todo el corazón, con todo el pensamiento, con todas las fuerzas y con toda el alma (Deut 6,14). Y el prójimo como a nosotros mismos (Lev 19,18).

Dos mandamientos fundamentales recogidos en el Antiguo Testamento, recordados por Jesús, y que recoge también san Benito. Podemos decir con el Eclesiastés que “no hay nada nuevo bajo el sol. Cuando dicen de alguna cosa: ¡mira, eso es nuevo!, seguro que ya existía en el tiempo que nos ha precedido” (Ecl 1,9-10). Pero san Benito concreta un poco más, pues si nosotros le decimos: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para lograr la vida eterna? (Lc 18,18), o lo que es lo mismo: qué he de hacer o dejar de hacer, para ser un buen monje, nos los explica en este capítulo de 74 sentencias, que son las buenas obras.

Cada día cuando el examen que hacemos en Completas, o cuando nos preparamos para el sacramento de la Penitencia, podría tomar estas 74 sentencias, y repasar donde hemos fallado contra la pobreza, la caridad, la obediencia. No admitiendo los propios errores, imponer nuestra opinión o criterio, teniendo actitudes de superioridad… Ciertamente, si lo hacemos el resultado puede ser decepcionante, de las faltas que acumulamos, pero no debemos de olvidar nunca que detrás de las sentencias tenemos una última como epitafio: “no desesperar nunca de la misericordia de Dios”. Sin esta misericordia, si esta gracia, somos muy poca cosa, no somos nada.

Entre el capítulo que san Benito dedica al abad y los que hablan de las grandes virtudes monásticas, como la obediencia, el silencio o la humildad, la Regla nos habla de acciones u omisiones concretas, como norma de vida que van acompañadas de frases que nos muestran la centralidad de Cristo en nuestro camino, y el carácter cristológico que da san Benito a la Regla y por extensión a la vida monástica. Jesucristo ha vivido hasta el fondo las limitaciones de la vida humana, excepto el pecado, ha sido tentado por la incomprensión, la soledad, el desánimo, el sufrimiento, el miedo; ha gustado la radical experiencia humana del dolor, la muerte y la limitación, como todos nosotros. Por esto es modelo.

En primer lugar, san Benito cita los mandamientos de la ley de Dios sintetizados en dos, y concretado en una máxima, cuando habla de no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros. Concluye esta primera parte con la llamada a la abnegación en el seguimiento de Cristo. Siguen las obras de misericordia, sintetizadas en apartarse de las maneras del mundo y no anteponer nada a Cristo. Cristo está muy presente en todo este capítulo, a él tenemos que amar, seguir y poner en él nuestra esperanza, a quien hemos de atribuir todo lo que podemos hacer, ya que vigila permanentemente sobre nosotros, y en él podemos estampar todos nuestros malos pensamientos. A él confesar nuestras faltas y pedir ayuda para corregirnos y rectificar nuestro rumbo cuando vamos por malos caminos, porque de su misericordia no debemos desesperar nunca.

La Regla puede leerse en la perspectiva de la restauración en nosotros de la imagen de Dios, perdida por el pecado. Una idea muy apreciada por los Padres Cistercienses. San Benito nos dice que este camino de retorno a Dios debemos empezarlo absteniéndonos de hacer el mal, pues san Benito sabe muy bien que podemos decir, como el Apóstol: “no hago el bien que querría, sino el mal que no quiero”  (Rom 7,19) y lo sabe por experiencia personal, ya que sus monjes fueron capaces no solo de calumniarlo sino de intentar envenenarlo.

Este capítulo nos puede sorprender, hacer reflexionar, llevarnos a examinar nuestra conciencia, pero también nos puede incomodar de tan exigente como viene a ser. Si nos fiamos de ser justos y menospreciamos a los demás, si queremos pasar por santos, o que nos lo digan sin serlo, recordemos la parábola del fariseo y el publicano, a fin de no ensalzarnos más de lo debido.

Temer y desear son dos verbos que sintetizan este capítulo, porque concentran la mayor parte de las motivaciones humanas. Actuemos, hablemos, pensemos motivados por el temor o el deseo, pero precisamos saber si nuestro temor está fundamentado y nuestro deseo es justo. San Benito nos quiere impulsar en este capítulo a que nuestro temor, que no es miedo, y nuestro deseo, estén motivados por causas justas, porque a menudo tememos sin que valga la pena o deseamos lo que no es bueno. A temer y desear debemos aprender trabajando nuestro interior. A menudo tememos de hacer el ridículo, sin ser conscientes que con nuestras palabras y nuestros deseos nos destruimos interiormente e intentamos destruir a otros. Somos víctimas de nuestros temores y de nuestros deseos. Tener temor, que no es tener miedo de nuestras deficiencias, es desear superarlas, y a eso nos puede ayudar solamente el Señor, y practicar cada día sus mandamientos no desesperando nunca de su misericordia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario