domingo, 6 de octubre de 2019

CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA


CAPÍTULO 5
LA OBEDIENCIA

El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. 2Exactamente la que corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. 3Estos, por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el deseo de la vida eterna en la gloria, 4son incapaces de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5De ellos dice el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció». 6Y dirigiéndose a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí». 7Los que tienen esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a su propia voluntad 8y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan ágiles como su obediencia. 9Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del discípulo. 10Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, 11y por eso eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor: «Estrecha es la senda que conduce a la vida». 12Por esta razón no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que les gobierne un abad. 13Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió». 14Pero incluso este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. 15Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios ama al que da con alegría». 17Efectivamente, el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo con el corazón, 18aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19y no conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.

Las ideas de humildad y obediencia recorren transversalmente toda la Regla. No son un fin en sí mismas, pero sí es un medio privilegiado para vivir nuestra búsqueda de Cristo.

Este capítulo dedicado a la obediencia, que completa de alguna manera el 71, dedicado a la obediencia mutua, está situado entre los que parlan de las buenas obras, el silencio y los grados de la humildad.

Humildad, obediencia y silencio son los tres ejes vertebradores de nuestra vida. Las buenas obras nos ayudan, y la obediencia y el silencio nos preparan para afrontar con garantía el reto de los grados de la humildad. La primera idea de este capítulo cinco se refiere ya a la humildad. Es la primera vez que aparece esta palabra en la Regla. No está presente en el capítulo 4, porque para san Benito no se trata de un instrumento, entre otros, para las buenas obras. Para san Benito bajo la palabra humildad se recoge todo el conjunto de las buenas obras. La humildad resume los 73 instrumentos. Todo depende de ella, y el medio de lograrlo es la obediencia. Todos los instrumentos derivan del primer mandamiento, el del amor; y aquí san Benito nos dice que el monje se ejercita en todas estas buenas obras por la obediencia, y que así nos sentimos libres. O bien, la obediencia es opresora cuando no nos mueve el motivo del amor, sino el egoísmo o la propia voluntad, o bien se llega a la plena libertad de los hijos de Dios.

Quizás nos tendríamos que preguntar de vez en cuando qué quiere decir obediencia para nosotros, qué significa y cómo la vivimos en el día a día. San Benito le ha dedicado este capítulo, pero de hecho toda la Regla nos orienta a ella. Es uno de los centros de la promesa monástica, que incluye, además, la pobreza, la castidad y la conversión de costumbres. San Benito nos mueve a ser obedientes en el sentido de que al practicarla no buscamos sino a Cristo, pobre, humilde y obediente, y que nada amamos tanto como a Cristo.

En palabras del cardenal Ildefonso Schuster, la obediencia es el camino triunfal hacia la victoria prometida. Para recorrer este camino san Benito nos sugiere varias cosas. No retardar el cumplimiento cuando se nos manda algo, o abandonar lo propio y renunciar a la propia voluntad. Para ver nuestro grado de cumplimiento podemos contrastarlo, por ejemplo, dejando todo lo que estamos haciendo cuando toca la campana, como si sintiéramos la voz de Dios; dejar lo que tenemos entre manos sin acabar. En definitiva, creyendo que no hemos venido a hacer nuestra voluntad sino la del Señor, no a obedecer nuestros gustos y deseos, sino a caminar por el camino estrecho, que es el que nos lleva a Cristo. San Benito todavía va más allá: no es suficiente recorrer este camino, sino que lo debemos hacer sin vacilación, sin demora ni desgana, sin murmurar o protestar. Nos dice san Elredo: “en esta vida mortal es imposible celebrar la Pascua sin las hierbas amargas, es decir, sin la amargura de la vida”. (Sermón del día de Pascua)

La obediencia es la piedra de toque de la humildad; o en expresión de san Jerónimo “la forma privilegiada de la humildad”. Ciertamente, su enemigo es el orgullo, pero la obediencia que nos propone san Benito no es frustrante sino liberadora. (cfr El servicio de la autoridad y la obediencia 5). No es una obediencia por un interés bien calculado sino la que nace de la libertad interior; es una obediencia que implica la libre disponibilidad para el servicio. La obediencia a Dios es un camino de crecimiento, y en consecuencia de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad diferente de la propia., que no sólo no mortifica o disminuye, sino que fomenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, también la libertad es en sí un camino de obediencia, porque el creyente se realiza libremente obedeciendo como hijo al Padre. El modelo es Cristo, quien en su Pasión llega a entregarse él mismo, porque estaba seguro que así era fiel a la voluntad del Padre, como recuerda san Bernardo: “lo que agradó no fue la muerte, sino la voluntad de quien moría libremente” (San Bernardo, Errores de Pedro Abelardo, 8,21)

Escribe un cartujo:

“Obedecer es consentir en ser, en amar, en vivir totalmente para otro, vivir el amor, la vida que Dios te concede ahora y aquí, en su realidad inmediata, incomprensible y sencilla, sin rechazar nada, sin escoger nada. Es no apropiarnos de nosotros mismos, no fijarnos leyes y caminos a nuestro gusto. Es caminar hacia el futuro con la orgullosa libertad de la confianza, llevado, más allá de las necesidades, por el amor, que es un infinito respeto,.. Es abrirse radicalmente a Dios en la fe, el amor y la alegría. Participando de la libertad de Dios”. (La libertad de la obediencia, p. 116-117) 






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