domingo, 13 de octubre de 2019

CAPÍTULO 7, 44-48 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7, 44-48
LA HUMILDAD

El quinto grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. 45La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46Y también dice el profeta: «Confesaos al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia. 48Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».

Cuando soy débil es cuando soy realmente fuerte (2Cor 7,10) nos dice el Apóstol. Este texto lo escuchamos con frecuencia, pues es una de las lecturas breves de Vísperas. Pero a pesar de que nos resulte familiar nos cuesta reconocer nuestras debilidades; preferimos obviarlo u ocultarlo o disimularlo con diversas actitudes. Quizás, cada uno de nosotros podemos arrastrar una carga excesivamente pesada como para ignorarla, o para caminar con ella. No se trata sólo de los defectos de fábrica, según expresión del abad Mauro Esteva, con los cuales nos acostumbramos a vivir, y con los cuales debemos aprender a convivir y poner en positivo, de manera que en lugar de ser un peso sean para nosotros una ayuda. No solo las faltas contra la Regla las que eran objeto, y todavía lo son en algunas comunidades, del capítulo de faltas, cuando hacemos tarde al oficio o rechazamos algún servicio. Tampoco son solamente los pecados en los que caemos una y otra vez.
San Benito se refiere a que necesitamos hacer frente a algo que ha provocado cicatrices en nuestra alma, que necesita del perdón de otros, o que nosotros mismos debemos de perdonar, y que nunca lo hemos afrontado con un verdadero deseo de resolverlo. Decir que todos tenemos “un cadáver en el armario”, como se escucha en el lenguaje coloquial, quizás sería excesivo; pero podemos tener heridas para las que no encontramos un remedio adecuado, y siempre nos quedamos con una cierta inquietud.

Una comunidad está formada por gente de origen muy diverso. Es Dios quien nos ha reunido en el monasterio; todos venimos desde una infancia diversa, o una vida laboral o sentimental determinada diferentes de los demás, con situaciones económicas diferentes… Todo ello ha ido forjando nuestra personalidad, con contrastes, virtudes y defectos, y en esa situación nos ha llamado Dios al monasterio, para compartir la vida con otros, como Cristo se hizo humano para compartir con nosotros su vida.

La abadesa benedictina Joan Chittister explica que ella vivió la vida familiar en medio del conflicto, con diferencias religiosas no siempre vividas con tolerancia, que le llevan a vivir experiencias difíciles antes de entrar en el monasterio, experiencias complicadas y difíciles de compartir con sus hermanas de comunidad; tanto que optó por disimularlas a base de trabajo y plegaria en la que pedía poder olvidarlas, pero que, sin embargo, siempre permanecían provocándole una lucha interior.

Muchas veces detrás de una actitud determinada, que a primera vista es inexplicable, hay un conflicto interior que quizás no exime la responsabilidad, pero que explica muchas cosas. Las actitudes pueden ser múltiples, algunas con consecuencias personales y graves para la comunidad; otras son una llamada de atención a través de un gesto, una afición, relatos cotidianos con excesiva vehemencia, que no llegan a faltar a la verdad, pero que exceden en exageraciones.

No se trata de hacer una relación exhaustiva, sino de constatar que la finura espiritual de san Benito es consciente de estas situaciones. Para san Benito lo que debemos hacer es confiar en Dios, reconocernos, sabernos débiles, y en la debilidad sentirnos fuertes, porque con la ayuda de Dios todo lo podemos superar. No es fácil; lo vemos en el mismo sacramento de la Penitencia, si no puesto en cuestión, sí con crisis en la práctica. También en las comunidades religiosas, en el caso de los sacerdotes, es grave esta actitud si llega a producirse, cuando confesarse y no confesarse es una grave contradicción. Sucede que hacer partícipe a otro de las propias miserias no es plato de gusto, pero a la postre hacemos participe a Dios, que conoce todo lo que nos sucede. Lo que san Benito nos quiere decir con este grado de la humildad es que son precisamente estas miserias las que nos esclavizan, nos limitan, nos bloquean y que liberarnos de ellas es posible.

Sólo Dios nos puede dar la verdadera libertad, pero debemos colaborar, que queramos liberarnos. El primer paso, ineludible, es reconocernos débiles. San Benito recibe de la tradición bíblica la abertura de corazón a Dios, en un camino de humildad. En esta escala que nos permite, de la mano de san Benito, recuperar la imagen de Dios, perdida en el Paraíso, y sobre lo que nuestros padres cistercienses insisten mucho. En el lenguaje bíblico, tan admirado por nuestros padres, saberse conocido por Dios es sentirse amado por él, y esta certeza es la que hace que salga delante de Dios todo que aquello que, escondido, nos agobia. Como dice el salmista:

“Encomienda al Señor tus caminos; confía en él, déjale hacer”... (Sal 37,5)

Como hizo Jesús en Getsemaní manifestándose débil al Padre, recibió de él la fortaleza para redimirnos con el precio de su sangre. Confiarnos al Señor, plenamente, totalmente, generosa y libremente.


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