domingo, 20 de octubre de 2019

CAPÍTULO 7, 62-70 LA HUMILDAD


CAPÍTULO  7, 62 - 70
LA HUMILDAD

El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado». 67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados. 

San Benito nos dice en este último grado de la humildad, que una vez subidos todos los anteriores, lo que en principio podíamos observar con temor, lo observaremos sin esfuerzo, como algo natural. Pero exige haber subido previamente los grados anteriores. La fórmula nos puede parecer contradictoria, pero el ejemplo es Cristo, el modelo es Cristo, no puede ser otro. Él es único perfecto, a él seguimos por amor, y amarle se manifiesta en la costumbre de hacer el bien, y el gusto de las virtudes. El eje central siempre es Cristo, los mismos grados de humildad son, en cierta manera, concéntricos en torno a él. Solamente sintiéndonos estrechamente vinculados a él podremos subirlos, hacerlos realidad en nuestra vida, o por lo menos intentarlo.

“Él ha de crecer y yo he de disminuir” (Jn 3,30) dice Juan Bautista. Necesitamos hacernos pequeños, para que él crezca en nosotros; que disminuya nuestro egocentrismo para que el cristocentrismo pueda regir nuestra vida. El recorrido no es fácil. Hemos de tener presente el temor de Dios, no amar nuestra voluntad sino la del Señor, someternos al superior en la obediencia, abrazarnos a la paciencia ante las dificultades, manifestar humildemente nuestras faltas y debilidades, contentarnos con las cosas más bajas, considerándonos operarios inhábiles e indignos, sentirnos los últimos y los más viles, no hacer otra cosa que aquello que nos estimula la Regla y el ejemplo de los mayores, reprimir la lengua al hablar, no reír fácilmente, y, finalmente, tener la humildad no solo en el corazón, sino en la imagen, porque nos creemos pecadores, como el publicano en el templo, con absoluta sinceridad de corazón.

Quizás, como dice san Benito en el Prólogo, nos venga la tentación de huir ante este programa como hoja de ruta, espantados de terror (Pr 48). Pero la escala de la humildad es a la vez la medida de nuestro grado de fidelidad a la Regla y a Cristo. Cuando nos sentimos tentados por algo contrario a estos grados, cuando nuestro deseo de gobernar nuestra vida, de poner condiciones a Cristo, de ensalzarnos, o tantas otras cosas que nos pueden asaltar en este sendero, es que no nos estamos centrando en lo que es fundamental: seguir a Cristo.

“Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor a sí mismo, hasta menospreciar a Dios, la terrena; y el amor a Dios, hasta el menosprecio de sí mismo, la celestial. La primera es gloria de sí misma; la segunda, es gloria del Señor. Aquella, solicita de la gloria humana; la mayor gloria de esta se cifra en tener a Dios como testimonio de la propia conciencia” (Ciudad de Dios XIV, 28) Así la expresa san Agustín en su obra.

Llegar al grado 12 de la humildad puede ser una referencia para saber de nuestra profundidad espiritual. Subir esta escala es diferente en cada persona. Todos partimos desde abajo, y recorremos el camino de modo diverso, pues cada uno lleva más o menos “peso en su mochila” para el camino, y también todos tenemos más o menos disposición de vaciarla de nuestros egoísmos u otros aspectos que lastran nuestro camino espiritual. No se trata de correr, sino de hacer un camino consolidado; de hacer camino hacia nuestra verdadera libertad, que es la que nos ofrece Cristo al final de la escala. Tenemos el peligro de acogernos a las falsas libertades personales, a los caprichos…; solo con la ayuda de Dios podemos ser capaces de ir alcanzando nuestro objetivo. En la cima nos espera la caridad de Dios, la perfección. 

Todo este panorama nos lo explica muy bien san Bernardo. Para él está claro que cada uno tiene su propia historia personal, por lo cual debemos tener presente que a pesar de Dios que nos llama a participar de su vida, porque fundamentalmente él es bondad, no nos excusa esto reconocernos en nuestra debilidad y que tenemos necesidad de su inmensa misericordia, de su amor, esa caridad que estamos llamados a lograr al final de la escala. Humildad y soberbia en san Benito son, en paralelo, los dos amores que dan lugar a las dos Ciudades de san Agustín. La humildad no es el objetivo por sí misma, es un camino, un método para alcanzar la verdad y la caridad. Alguien ha definido la humildad como la autoteràpia del narcicismo. San Bernardo también nos habla del tema en su “Tratado sobre los grados de la humildad y de la soberbia”. Por la humildad se sube, y por la soberbia se baja; el hombre por la humildad puede subir hasta Dios, mientras que por la soberbia puede llegar a la degradación, a la pérdida irreversible de la imagen de Dios que está impresa en el interior de todos, pero que, oscurecida por el pecado, nos cuesta rescatar o limpiar. Escribe san Bernardo:

“Cuando el Señor dice: yo soy el camino, la verdad y la vida, nos muestra el esfuerzo del camino y el premio a este esfuerzo. A la humildad se le llama el camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad el premio del esfuerzo” (Tractado sobre los grados de la humildad y la soberbia, Prólogo, 1,1)

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