domingo, 9 de enero de 2022

CAPÍTULO 6, LA PRÁCTICA DEL SILENCIO

 

CAPÍTULO 6

LA PRÁCTICA DEL SILENCIO

Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2 Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3 Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4 Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7 Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8 Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.

San Ignacio de Loyola nos alerta que al hacer silencio exterior puede suceder que las voces interiores profundamente perturbadoras nos ensordezcan. Lograr un silencio agradable a Dios, atento a su Palabra no es fácil. El primer paso es el silencio exterior del que nos habla san Benito. Siempre estamos con la tentación de caer en la palabra ociosa o la grosería que san Benito condena a una eterna reclusión.

San Benito también llama la atención sobre las palabras que hacen reír, pues hay una risa fruto de chistes o malos pensamientos. También hay un reír, dice Aquinata, de oposición que nace de la soberbia y del orgullo, y otro reír grosero que destruye la esfera de lo sagrado, Y ya sabemos que la lengua puede venir a ser una espada de dos filos que lleva al pecado. Este silencio exterior tiene el sentido de facilitar el obtener el interior, y éste tiene como objetivo mantener el oído atento a la Palabra de Dios y poder alabarlo. Son como tres círculos destinados a proteger y favorecer nuestra comunicación con Dios.

Inocencio Le Masson, un monje cartujano del siglo XVII planteaba la clausura de un monasterio en tres círculos. El primero, el desierto que habitualmente rodea el monasterio y le da un cierto aislamiento, que sería el silencio verbal. El segundo, la muralla que rodea el monasterio, que protege un alto nivel de recogimiento, y que se correspondería con el silencio interior. El tercero es la celda del monje, donde tiene un papel trascendental nuestro propio trabajo para lograr vivir la comunicación con Dios.

Pensemos en la situación de este capítulo, situado entre el dedicado a la obediencia y el de la humildad, lo cual no es casual, ya que la obediencia, silencio y humildad van muy unidos; son tres círculos que rodean la vida monástica. Pues, ¿qué provoca más ruido interior que la falta de humildad, cuando hacemos de las cosas duras y ásperas unas injusticias para nosotros mismos?        

En el día a día es donde el silencio de los labios nos debe llevar al silencio del corazón, al interior. De otra manera el exterior no sería otra cosa que una olla a presión donde se va cociendo un rencor que acabará por explorar, sea de palabra, de obra o de omisión.

Permanecer en silencio no es malo, no perjudica, pero no lo es todo. Como decían los Padres del Desierto, el recluso que se sienta en su cueva que no ve a nadie y permanece en silencio puede ser como serpiente en su guarida, llena de veneno mortal, recordando las ofensas reales o imaginarias que le infligieron y que ahora les da vueltas dentro de sí hasta verterlas contra algún hermano. Referente al silencio interior, los mismos Padres solían decir que también hablando sin parar de la mañana hasta la tarde, permanecían en silencio, pues no dice nada que sea interesante o útil para los otros, ni para él mismo. El silencio interior es un verdadero ejercicio de ascetismo alcanzarlo, pero necesario para escuchar la voz de Dios.

La abstención de la lengua nos debe llevar al silencio. No es fácil en tiempos en que el ruido está instalado por todas partes, y viviendo en una sociedad que parece tener pánico del silencio. Una sociedad que en sus medios de comunicación está abocada a una exhibición con total pérdida de pudor y respeto a los demás.

En palabras del Papa Francisco: “Cuando nosotros vemos un error, un defecto en un hermano, habitualmente, la primero que hacemos es explicarlo a otros, chafardear; y éste cierra el corazón de la comunidad, cierra la Iglesia a la unidad. El gran chafardero es el diablo, que siempre está diciendo cosas malas a los demás, pues él es el mentiroso que busca dividir a la Iglesia, dispersar a los hermanos y no hacer comunidad (Ángelus 6 de septiembre de 2020)

El nuestro ha de ser un silencio por Dios y abierto a Dios. El recuerdo de Dios lleva el silencio a sus pensamientos, afectos…, como sintiéndonos bajo la mirada de Dios; que no es una mirada inquisitorial, sino amorosa que hace emerger lo mejor de nosotros, la verdad mas profunda. Cuando descubrimos que solo Dios es necesario es cuando podemos adentrarnos más y más en este misterio y ser transformados.

El silencio material lleva al espiritual, a vivir en Dios. Como escribía Tomás Merton, cuando las ventanas del monasterio no se abren, la comunidad cae en la vanidad. Esta mundanidad nos lleva a las palabras ociosas que destruyen el silencio interior.

“Como los peces mueren si permanecen fuera del agua, de la misma manera los monjes que pierden el tiempo fuera de la celda o se entretienen con seculares, pues se relaja el interior. Es preciso permanecer en la celda para evitar que entreteniéndonos en el exterior olvidemos el interior” (San Antonio, Apotegma 10)

San Benito une el silencio a la humildad. En el grado nueve, habla de reprimir la lengua, que el hombre hablador no acierta el camino. Y en grado once, que el monje debe decir palabras sensatas, humildemente y con gravedad. Estos grados son indicios, signos externos, de la paz interior que nos abre a la comunicación con Dios.

Silencio en la liturgia, es otro lugar importante; un elemento importante de la celebración, un signo sagrado y medio para la intimidad con Dios.

Escribía san Juan Pablo II: “Un aspecto a cultivar en nuestras comunidades es la experiencia del silencio. Resulta necesario para conseguir la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en el corazón, para unir estrechamente la oración personal y la Palabra de Dios, y la voz pública de la Iglesia” (Intitutio Generalis Liturgiae Horarum, 202) En una sociedad que vive de manera frenética, aturdida por los ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es casual que más allá del culto cristiano se divulgan prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿Por qué no emprender, con audacia pedagógica, una educación específica en el silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos tener nuestros ojos en el ejemplo de Jesús el cual “salió de casa y marchó a un lugar desierto y allí oraba” (Mc 1,35) Tampoco la liturgia, entre sus diversos momentos y signos no puede descuidar el del silencio” (Carta Apostólica Spiritus et Sponsa, 13)

 

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