domingo, 20 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA

 

CAPÍTULO 38

EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.

San Benito quiere que en la mesa, además de la comida y bebida, no falte la lectura, como alimento espiritual. Del tipo de lectura no habla en este capítulo, pero nos habla en otros capítulos de la Regla, donde sugiere que sea edificante, que debemos escuchar con gusto las lecturas santas (cf. RB 4,55), que en horas determinadas se dediquen a la lectura divina (Cf  RB 48,1); en el verano desde la hora cuarta hasta la hora de sexta (Cf. RB 48,4), en el invierno hasta la hora segunda completa, y en Cuaresma hasta la hora tercera(Cf. RB 48,14) o que el domingo se dediquen más a la lectura (Cf. RB 48,22)

Daba tanta importancia a la lectura que la equipara con la oración de lágrimas, la compunción del corazón y la abstinencia. Y no admite que se menosprecie, de manera que, si se da a lectura o molesta a otros, debe ser castigado (Cf RB 48,18).

Aquí define al lector, y establece como deben comportarse el auditorio para una lectura de provecho. El lector debe servir a la comunidad a lo largo de toda la semana, como los demás servicios comunitarios y para que sea edificante, debe huir de la vanidad, y recibir la bendición y la plegaria, pues a menudo de su boca saldrán palabras santas, provenientes de la Escritura o de los Santos Padres, y debe ser consciente que es un instrumento, voz, de un mensaje para ayudar a otros. No debe elegirse al azar, lo que compromete a realizarlo lo mejor posible. Como tiene su dificultad, antes que beba un poco de vino con agua, para no hacerlo en ayunas.

Debe poner los cinco sentidos en su servicio; estar concentrado en lo que hace, como también deben estarlo los oyentes.

La lectura en el refectorio no es equivalente a un escuchar la radio o la televisión por parte de una familia reunida en su hogar. Aquí la lectura tiene una dimensión formativa, por lo que la escucha debe ser atenta. San Benito siempre nos quiere con el oído atento, en el Oficio Divino, en la Eucaristía, en la Colación, y también en el refectorio. Más que cuando leemos en privado, y más cuando se trata de la Palabra de Dios. En el refectorio no debe sentirse un ruido excesivo, lo cual es algo que deben tener presente los servidores, y evitar ruidos excesivos. Al decir que no debe sentirse ningún murmullo y ninguna voz excepto la de quien lee, san Benito se refiere a que haya un silencio absoluto, ninguna murmuración, un vicio al que san Benito se refiere en la Regla trece veces, y que define como un verdadero mal.

La tentación de murmurar sobre la lectura, si nos agrada o no, no nos abandona. Hace falta siempre un esfuerzo para centrarnos en la lectura, en su sentido, pues siempre es bueno escuchar el Magisterio de la Iglesia, o vidas que edifican, o reflexiones teológicas que nos pueden enriquecer. Nos puede agradar más un autor que otro, o un lector que otro, pero por encima de todo no debemos olvidar que la mayoría de lecturas forman parte del Magisterio o de la vida de la Iglesia, pasada o presente, lo cual siempre es un enriquecimiento cuando hacemos una  buena escucha.

Nos podría parecer que la lectura es prescindible, pero san Benito lo deja bien claro en la primera frase cuando dice: “en la mesa no debe faltar nunca la lectura”.

La lectura en el refectorio, escribe Aquinata Bockmann, es considerada en la tradición monástica como una cierta decadencia, porque en el antiguo Egipto los monjes comían en silencio, y fue en Capadocia donde se incorpora la lectura en el refectorio, para que se mantenga el silencio de los monjes, y se eviten las palabras ociosas e incluso las disputas.

No tiene, pues, un origen tan espiritual, como podemos suponer, pero de hecho la lectura se estableció para lograr un silencio efectivo. Ya san Agustín planteará la idea de las comidas como un momento de alimentación física y espiritual; alimento físico que entrar por la boca, y espiritual, por la oreja. Así dice el texto actual de la Regla de san Agustín:

“Desde que ponéis a la mesa hasta que os levantáis de ella, escuchad sin murmuraciones ni comentarios lo que se acostumbra a leer, de manera que no solo se reciba alimento en la boca, sino también en los oídos gracias a la Palabra de Dios.” (RA 4,2)

No olvidemos, nos dice Aquinata Bockmann, los signos que establecen un cierto paralelismo entre las comidas y la liturgia eucarística, el altar y la mesa. La Eucaristía y las comidas comportan determinados rituales, plegarias cantos o lecturas. La comunidad reunida en torno al altar tiene como consecuencia la comunidad reunida en torno a la mesa. La Palabra de Dios es proclamada en un lugar y en el otro; el pan y el vino están presentes en los dos momentos. En definitiva, las comidas se entienden como una obligación de la comunión vivida en comunidad, donde no debe faltar nunca el alimento de la Palabra de Dios.

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