domingo, 11 de febrero de 2024

CAPÍTULO 38, EL LECTOR DE LA SEMANA

 

CAPÍTULO 38

 

EL LECTOR DE LA SEMANA

1 En la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura. Pero no debe leer allí el que de buenas a primeras toma el libro, sino que el lector de toda la semana ha de comenzar su oficio el domingo. 2 Después de la misa y comunión, el que entra en función pida a todos que oren por él, para que Dios aparte de él el espíritu de vanidad. 3 Y digan todos tres veces en el oratorio este verso que comenzará el lector: "Señor, ábreme los labios, y mi boca anunciará tus alabanzas". 4 Reciba luego la bendición y comience su oficio de lector. 5 Guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector. 6 Sírvanse los hermanos unos a otros, de modo que los que comen y beben, tengan lo necesario y no les haga falta pedir nada; 7 pero si necesitan algo, pídanlo llamando con un sonido más bien que con la voz. 8 Y nadie se atreva allí a preguntar algo sobre la lectura o sobre cualquier otra cosa, para que no haya ocasión de hablar, 9 a no ser que el superior quiera decir algo brevemente para edificación. 10 El hermano lector de la semana tomará un poco de vino con agua antes de comenzar a leer, a causa de la santa Comunión, y para que no le resulte penoso soportar el ayuno. 11 Luego tomará su alimento con los semaneros de cocina y los servidores. 12 No lean ni canten todos los hermanos por orden, sino los que edifiquen a los oyentes.

San Benito nos habla en este capítulo de tres elementos claves en nuestra jornada diaria que conforman todos juntos los momentos de lectura.

El primero es la lectura misma, el texto. Nunca debe faltar la lectura a los hermanos. La lectura forma parte importante de nuestra formación e información, dedicamos tiempos concretos a la lectura. En primer lugar figura de manera destacada la lectura de la Palabra de Dios, que no la hacemos por hacer, ni de la manera que nos apetece, sino con la metodología de la Iglesia, de la vida monástica, la Lectio Divina. Una lectura en cuatro fases: Lectio (lectura), meditatio (meditación), contemplatio (contemplación) y oratio (oración). Tenemos dos momentos al día dedicados a esta práctica, entre Maitines y Laudes y antes de Vísperas, y ya esta misma doble distribución destaca su importancia: son cerca de dos horas al día dedicadas al contacto directo y personal con la Palabra de Dios o la de los Padres de la Iglesia, que también se incluyen en esa categoría. Descuidarla, abandonarla nos empobrece y nos va secando espiritualmente. La Lectio Divina es como el agua que empapa la tierra, porque esta práctica empapa nuestra alma y va entrando dentro de nosotros, y acabamos asimilando la Palabra de Dios, haciéndola nuestra; con la particularidad y la riqueza de que a menudo no nos dice lo mismo un día u otro. Si seguimos por ejemplo el leccionario que nos propone la Iglesia en la liturgia, en la Eucaristía, un texto evangélico nos dice hoy una cosa y mañana nos destaca otra, porque establece una relación profunda con el lector, íntima; es Dios quien nos habla y Dios tiene siempre algo nuevo que decirnos. Procuramos no abandonar su práctica porque este abandono, esta negligencia acabará siendo letal para nuestra vida espiritual y pagaremos un precio muy caro, el de nuestro empobrecimiento espiritual, que es como decir de nuestra vida; porque un monje, un creyente sin una vida espiritual rica no es nada, ni monje, ni creyente.

Hay sin embargo otros momentos para la lectura, para escuchar una lectura. Uno de ellos es en el refectorio, donde escuchamos quizás una lectura no tan profunda pero que siempre puede ayudarnos porque nos permite conocer las vidas de algunos personajes, sus maneras de pensar, de vivir la fe, de afrontar la vida. Seguro que no todas nos gustan o que unas nos gustan más que otras, pero todas nos forman y nos informan.

Otro momento fuerte de lectura es la colación, donde habitualmente, además de la propia Regla, un padre espiritual nos educa desde la antigüedad o desde la contemporaneidad, y existen además dos lecturas concretas durante los tiempos de Adviento y de Cuaresma que no debemos minusvalorar por haberlas escuchado ya varias veces: la Declaración de la Orden y las Constituciones de la Congregación. La primera es la interpretación, la adecuación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II a nuestra vida cisterciense; la segunda nos muestra cómo se organiza nuestra vida comunitaria, algo que debemos tener siempre presente y tratar de no olvidar nunca.

El segundo elemento es el silencio. Para que una lectura llegue se necesitan tres elementos: la lectura propiamente dicha, es decir un texto; un lector que nos la haga llegar y un marco para poder escucharle, que es el silencio. San Benito insiste en el aspecto de este silencio diciendo que no se debe producir ningún murmullo, que debe ser un silencio absoluto donde no se escuche ninguna otra voz que la de quien lee. Quizás esto es menos fácil de mantener en el refectorio, donde siempre hay alguna ocasión para ensayar una exclamación de sorpresa, de incredulidad o de rechazo, tanto en lo que se refiere al texto como a veces al mismo lector. San Benito nos pide ese silencio absoluto, incluso nos dice que si necesitamos pedir algo lo hagamos con una señal cualquiera más bien que con la voz, y que allí no nos está permitido preguntar nada sobre la lectura o sobre cualquier otra cosa; el refectorio no es el lugar para preguntar, y añade una expresión peculiar: «para que no empiecen.» San Benito sabe muy bien que si se empieza no se acaba, que si vamos rompiendo el silencio acabaremos por matarlo, y para san Benito el silencio es un bien precioso que hay que conservar y proteger, porque es precisamente el marco donde la palabra se hace presente y si no hay silencio la palabra queda enturbiada, se esconde y acaba por desaparecer.

El tercer elemento es el lector. Hay un actor que en determinados momentos de nuestra jornada proclama la lectura, nos la hace llegar por medio de su voz. Este lector lo hace a veces leyendo más solemnemente, como el diácono proclamando el Evangelio, los lectores las lecturas bíblicas durante la Eucaristía, los salmistas durante el Oficio Divino, y también el lector de la colación y de la propia Regla de nuestro Padre san Benito, y a veces no tan solemnemente, como el lector del refectorio. A cada momento, a cada ocasión le corresponde un lector, pero éste debe ser consciente en todo momento de que su función es edificar a la comunidad, por eso san Benito nos dice que no lea quien por azar tome el volumen sino que debe leer toda la semana el mismo, que debe alejarse del espíritu de vanidad y debe ser bien consciente de que necesita la ayuda de Dios, una ayuda que necesitamos siempre y en todo momento. La suya es una tarea muy importante, de ahí que incluso necesite la bendición para afrontarla. En este oficio siempre existe el riesgo de caer en la monotonía, de olvidarse de que nos escuchan, de correr leyendo o de no fijarse bien en el texto y hacer lo que se llama una lectura rápida, que de tan rápida acaba siendo equívoca o errónea, y caemos en confusión de tiempos verbales o en cualquier otro error que puede acabar por hacer perder el sentido a una frase, cuando no a todo un texto. Hay que tener siempre presente, pues, ese carácter que va estrechamente ligado al oficio o al servicio del lector: edificar a los oyentes. La lectura, el texto, el mensaje es lo que debe llegar, edificar y formar; el lector es el encargado de hacernos llegar esta lectura, y para que nos llegue bien debe leer alto, fuerte y claro, fijándose en lo que lee porque es lo que llegará a los oyentes. Todo ello tiene un marco escénico que no es otro que el silencio. Tres elementos, pues, a tener en cuenta, a trabajar y a proteger para que las lecturas que escuchamos a lo largo de la jornada sean comprensibles y nos formen.

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