domingo, 4 de febrero de 2024

CAPÍTULO 31, CÓMO DEBE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO XXXI

CÓMO DEBE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

1 Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea sabio, maduro de costumbres, sobrio y frugal, que no sea ni altivo, ni agitado, ni propenso a injuriar, ni tardo, ni pródigo, 2 sino temeroso de Dios, y que sea como un padre para toda la comunidad. 3 Tenga el cuidado de todo. 4 No haga nada sin orden del abad, 5 sino que cumpla todo lo que se le mande. 6 No contriste a los hermanos. 7 Si quizás algún hermano pide algo sin razón, no lo entristezca con su desprecio, sino niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide indebidamente. 8 Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol: "Quien bien administra, se procura un buen puesto". 9 Cuide con toda solicitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres, sabiendo que, sin duda, de todos éstos ha de dar cuenta en el día del juicio. 10 Mire todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar. 11 No trate nada con negligencia. 12 No sea avaro ni pródigo, ni dilapide los bienes del monasterio. Obre en todo con mesura y según el mandato del abad. 13 Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una respuesta amable, 14 porque está escrito: "Más vale una palabra amable que la mejor dádiva". 15 Tenga bajo su cuidado todo lo que el abad le encargue, y no se entrometa en lo que aquél le prohíba. 16 Proporcione a los hermanos el sustento establecido sin ninguna arrogancia ni dilación, para que no se escandalicen, acordándose de lo que merece, según la palabra divina, aquel que "escandaliza a alguno de los pequeños". 17 Si la comunidad es numerosa, dénsele ayudantes, con cuya asistencia cumpla él mismo con buen ánimo el oficio que se le ha confiado. 18 Dense las cosas que se han de dar, y pídanse las que se han de pedir, en las horas que corresponde, 19 para que nadie se perturbe ni aflija en la casa de Dios.

Escribe Michaela Puzicha que el servicio del cillerero, del mayordomo de un monasterio, no puede entenderse sin recurrir a sus raíces bíblicas. Si una comunidad monástica está constituida siguiendo el modelo de la comunidad apostólica, de la primera comunidad cristiana, esto debe traducirse también en la concepción sobre los bienes materiales y su gestión. «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos.» (Hch 4,32), se escribe en los Hechos de los Apóstoles. Si todo es de todos, esto implica que alguien debe administrar, suministrar, entregar lo que necesita un hermano y al mismo tiempo debe estar siempre atento a las necesidades de todos. Una comunidad de bienes a imagen de la comunidad apostólica requiere una concepción justa de la propiedad y una gestión responsable ante Dios y los hermanos. Riesgos siempre los hay, recordemos cómo los mismos Hechos nos relatan la historia de Ananías y Safira y la contundente frase de Pedro reprochándoles su mala acción: «Ananías, ¿cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch 5,3-4). Un mayordomo, un cillerero puede, Dios no lo quiera, esconder, disimular o maquillar sus malas acciones ante el abad o la comunidad, pero nunca escapará al juicio de Dios, como tampoco ninguno de nosotros escapará.

La tentación de ser o hacer de Ananías siempre puede estar presente, esta falta la podemos cometer de obra u omisión; es decir, para quien le corresponde esta tarea puede querer decir reservarse algo para sí mismo, tener un baremo diferente para él que para los demás o negar lo que necesita otro hermano. El ejemplo de mayordomo o de cillerero, de servidor de los bienes comunes, también lo encontramos en la primera comunidad cristiana, y se concreta en la figura del diácono. Entonces parecería perfecto que un mayordomo fuera diácono porque en su mismo ministerio está el servicio, la atención, y evitarlo o negarlo no sólo atentaría contra mandamiento del abad, es decir de la comunidad que le ha encargado un servicio, sino también contra el orden diaconal recibido; porque ni lo que se le ha encargado debe ser vivido como un privilegio, ni mucho menos el orden diaconal ha de ser visto como una distinción respecto a los demás hermanos de comunidad sino siempre como un servicio, como el mismo sacerdocio.

En el documento de la Comisión Teológica Internacional de 2002 titulado El diaconado: Evolución y perspectivas, la palabra servicio aparece noventa y una veces, un dato bastante sintomático y que fortalece aún más esta raíz diaconal y de servicio del mayordomo o del cillerero. Así Michaela Puzicha escribe que el paralelo entre el cillerero y el diácono de la Iglesia primitiva es evidente. Ella también compara esta figura de servicio a la comunidad con el servidor fiel y prudente del Evangelio de Mateo donde se escribe: «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. Yo os aseguro que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: “Mi señor tarda”, y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» (Mt 24,45-51). De su gestión depende, pues, que le confíen todos los bienes o que todo acabe en llantos y crujir de dientes.

Michaela Puzicha también apunta al ejemplo de José. Estos días su historia nos sale al paso en el Oficio de Lectura o Maitines. José es aquel a quien Putifar «puso al frente de su casa y todo cuanto tenía se lo confió. Desde entonces le encargó de toda su casa y de todo lo que tenía, y el Señor bendijo la casa del egipcio en atención a José, extendiéndose la bendición del Señor a todo cuanto tenía en casa y en el campo. Putifar dejó todo lo suyo en manos de José y, con él, ya no se ocupó personalmente de nada más» (Gn 39,4-6). Luego fue el faraón quien le confió sus bienes y le dijo: «no hay nadie que pueda ser más inteligente y sensato que tú. Por eso tú serás el administrador.» (Gn 41,39b-40).

San Benito también habla de la sabiduría que deben tener aquellos a quienes se les confía una responsabilidad como la del mayordomo y, como escribe Michaela Puzicha, la sabiduría es un valor fuerte dentro de la Regla, una sabiduría que no es una simple inteligencia humana, sino que viene de Dios y se manifiesta en el discernimiento y la madurez. Esta inteligencia emocional, como la podríamos llamar empleando una terminología actual, es la que se muestra no haciendo nada sin el encargo del abad, cumpliendo lo que le encomiendan, no contristando ni despreciando a los hermanos, considerando todos los objetos y los bienes del monasterio como si fueran vasos sagrados del altar, un buen ejemplo éste también, puesto que uno de los servicios del diácono es el del altar.

En el documento mencionado de la Comisión Teológica Internacional sobre el diaconado se escribe: «Los textos más recientes de las Congregaciones romanas enumeran, por su parte, las tareas que pueden ser confiadas a los diáconos, reagrupándolas en torno a tres diaconías reconocidas: la de la liturgia, la de la Palabra y la de la caridad. Incluso si se admite que una u otra de estas diaconías podría absorber una parte mayor de la actividad del diácono, se insiste en que el conjunto de estas tres diaconías «constituye una unidad al servicio del plan divino de la Redención: el ministerio de la Palabra lleva al ministerio del altar, el cual, a su vez, anima a traducir la liturgia en vida, que desemboca en la caridad» (El diaconado: Evolución y perspectivas, 3). La liturgia y el contacto frecuente, fiel y amante de la Palabra, es decir la Lectio Divina, son las fuentes donde nuestra caridad bebe; sin fuentes no hay caridad, no hay servicio y entonces se corre el riesgo de dejarse llevar por la avaricia, se corre el riesgo de olvidarse de hacerlo todo con discreción y según las órdenes del abad, de olvidarse de atender todas las cosas que éste le encomienda, y se cae en la tentación de ponerse allí donde se le ha prohibido ponerse.

Hoy san Benito habla del mayordomo o del cillerero, pero lo que dice para él sirve también para todos y cada uno de los monjes. Escribe Sor Aquinata Böckmann: «El temor de Dios es una de las características que la Regla de san Benito pide a todos aquellos que tienen una responsabilidad importante dentro del monasterio. Esto es aplicable al cillerero, al hermano enfermero, al hermano hospedero, al portero, al maestro de novicios, al cocinero, al prior, al maestro de coro, a los hermanos que dan consejo y, ciertamente, al abad.» (Apprendre le Christ: À l’écoute de saint Benoît, p. 129).

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