domingo, 1 de abril de 2018

CAPÍTULO 6 LA TACITURNIDAD


CAPÍTULO 6

LA TACITURNIDAD

Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.

En este capítulo san Benito formula una doctrina sobre el silencio que se puede resumir en que el silencio evita el pecado, y que es mejor estar callados que no sucumbir a la tentación de pronunciar una palabra hiriente. Nuestro silencio ha de ser fecundo, que nos permita, sobre todo, estar a la escucha de la Palabra de Dios.

Guarda silencio y te enseñaré la sabiduría” (Job 33,33) dice el Señor a Job.

San Benito establece una relación entre palabra y silencio, silencio y pecado, silencio y escucha, silencio y obediencia.

No viene san Benito a condenar la palabra, a no ser que se trate de conversaciones malas, de palabras ociosas o que dan lugar a la risa, que condena a una eterna reclusión.

Lo que piensa más bien, es que la palabra ha de nacer en el silencio y del silencio, para que pueda dar vida. Tenemos necesidad de retener y enmudecer las que nacen de la exasperación o el rencor, pues proceden del desbordamiento de las pasiones y corrompen nuestra vida interior. Dios habla en el silencio, como sucedió con Elías: “entonces se levantó, delante del Señor, un viento huracanado y violento que partía las montañas y trituraba las rocas, pero en aquel viento no estaba el Señor. Después vino un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego, pero el Señor tampoco estaba en aquel fuego. Después del juego se alzó el rumor de un viento suave. Al sentirlo Elías se tapó la cara con un manto, salió de la cueva y quedó de pie en la entrada (1Re 19,11-13).  Porque el Señor estaba en aquel rumor suave del viento.

Este silencio debería llenar nuestra vida, pero muchas veces somos más semejantes a Santiago y Juan, a quienes Jesús llamaba “hijos del trueno”, que no que un silencio interior y exterior llene nuestras vidas.

La palabra nacida del silencio es una palabra nacida de la escucha, de la obediencia; nuestro gran problema, a veces, es que nuestro murmullo interior y exterior ahoga las palabras que nos dirigen; no estamos predispuesto a escuchar, ni a Dios ni a nuestros hermanos, ni a nuestro interior de donde brota nuestro “yo” más profundo, y donde se escucha a nuestra consciencia.

Si todo esto nos cuesta, ¿cómo se puede estar abierto a la escucha de la Palabra de Dios?

Si nuestras voces interiores nos ensordecen, nuestro yo interior nos domina y doblega nuestra voluntad, somos libres. La palabra que se caracteriza por la ligereza desestabiliza el carácter más hecho para empujarnos al pecado, al abandono y a la insolidaridad.  Por esto san Benito nos dice que si hablamos mucho no evitaremos el pecado, porque, como dice el libro de los Proverbios “muerte y vida están en manos de la lengua” (Prov 18,21).

Por otro lado, hay una palabra enriquecedora del único maestro, Cristo, porque no somos sino discípulos del verdadero maestro, por lo cual san Benito nos dice que hablar y enseñar corresponde al maestro, callar y escuchar al discípulo.

Para san Benito el enemigo del monje no es la palabra, sino la palabra ociosa, vulgar, que nos impulsa a la ociosidad, a obedecer nuestros propios deseos, a hacernos una Regla a la medida. Esta clase de palabras ahogan la Palabra de Dios, nos impiden escucharla.   

Si establecemos una disciplina del silencio en nuestro monasterio, si nos acostumbramos a mantenerlo, especialmente en momentos concretos de nuestra vida, en espacios determinados, nos ayudarán a crear un ambiente de escucha a lo que necesitamos verdaderamente escuchar: la Palabra.
En el claustro, refectorio, iglesia, o capilla, después de Completas hasta los Laudes… son espacios y momentos para practicar el silencio. Podemos escribir, hablar y hacer grandes discursos sobre el silencio, pero si no lo practicamos seremos una esquila sonora o címbalo estridente, como escribe san Pablo sobre la caridad.

El silencio no es un castigo, sino un deseo de no escuchar otra palabra que la Palabra de Dios. La primera lengua de Dios es el silencio, escribía Thomas Keatring, y como con otras lenguas es preciso aprenderla, hacer una verdadera inmersión lingüística, estudiar su gramática y vocabulario, es decir practicarlo para hacer callar las voces interiores y exteriores, los ruidos que pugnan por acompañarnos cruzando intentamos ese silencio. Hay un silencio de palabras, pero también necesitamos un silencio de agitaciones, rumores y emociones. 
                                                                                                                                                                                                 

Escribe nuestro Abad General comentando este capítulo:

El problema es que raramente somos dueños de la calidad de nuestra palabra y de su efecto en los demás. Tenemos necesidad de una conversión de corazón que corte el poder de nuestra palabra, su capacidad posesiva y ofensiva, y se convierta crecientemente en transmisión de la Palabra de Dios. Para que esto suceda san Benito propone esencialmente dos cosas: callar y escuchar.
Por tanto, el silencio que escucha es para san Benito el principio de la caridad. Callando y escuchando aprendemos a concebir la palabra no como un arma de poder en manos de nuestra lengua, sino como un don que solamente podemos transmitir; y el bien que hace esta palabra radica en la Palabra de Dios que recibimos; radica, finalmente en la Palabra misma, cuando la escuchamos en silencio. Para san Benito sin escucha no hay silencio. El silencio benedictino y monástico, en general, no es nunca autista, pues no es un mal encerrarse en sí mismo, sino un acto de relación; es decir, un renunciar al propio turno de palabra para escuchar la de otro. Nuestro silencio consiste en concentrarnos en la única Palabra que vale la pena escuchar y que contiene todas las palabras, toda la verdad, toda la realidad: el Verbo de Dios, Cristo mismo. (Cfr. Mauro J. Lepori, Comentario al Capítulo 6 de la RB

No hay comentarios:

Publicar un comentario