domingo, 15 de abril de 2018

CAPÍTULO 7,62-70 LA HUMILDAD


RB 7,62-70

LA HUMILDAD

El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean; 63es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. 64Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65diciendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo». 66Y también aquello del profeta: «He sido totalmente abatido y humillado».
67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad, llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo temor»; 68gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero, purificado ya de sus vicios y pecados.

En todas partes, en el oratorio, en el huerto o de viaje, creyéndonos siempre indignos, humildes, en el corazón y en el gesto; sentados o caminando, echando fuera el temor y sustituyéndolo por el amor de Dios, podremos avanzar sin esfuerzo, como por costumbre, amando a Cristo, teniendo el bien como hábito y gustando de vivir las virtudes hasta recibir la fuerza del Espíritu.

La virtud e la humildad no solo ocupa a san Benito. También estos días nos ha hablado el Papa Francisco:

La humildad solamente puede arraigar en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo. Éste es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: “Ésta es la vocación que habéis recibido, ya que también Cristo sufrió por vosotros; así os dejaba un ejemplo para que sigáis sus pasos” (1Pe 2,21). Él, a su vez, expresa la humildad del Padre que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cfr  Ex 34,6-9; Sab 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta razón los Apóstoles salieron “alegres del Sanedrín por haber sido considerado dignos de sufrir por el nombre de Jesús” (Hech 5,11)
No me refiero solamente a las situaciones crueles del martirio, sino a las humillaciones cotidianas de aquellos que callan por salvar a su familia, o evitar de hablar de sí mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, o eligen las tareas menos brillantes, e incluso, en ocasiones, prefieren soportar la injusticia para ofrecerlo al Señor: “Si después de obrar bien tenéis que sufrir y lo soportáis con paciencia, eso es agradable a Dios” (1Pe 2,20). No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A veces, precisamente porque está liberado de egocentrismo, alguno puede atreverse a discutir amablemente, a reclamar justicia o defender a los débiles delante de los poderosos, aunque eso comporte consecuencias negativas para su imagen. (GE, 118)

La humildad es la regla de oro para el cristiano, pues para quien desea progresar debe hacerlo mediante el amor, pasando por el camino de la humildad, que es el camino que el Hijo de Dios escogió.

La Historia de la Salvación está entretejida de humildad y nos habla de humildad. Nuestro Dios, precisamente porque es verdadero, porque no es un Dios fingido, hecho de manos humanas, sino verdadero Dios y verdadero hombre, escogió el camino de la humildad.

Este capítulo de la Regla es un escalón en una larga tradición. Su referente más evidente es Casiano por medio de la Regla del Maestro. Pero en muchos aspectos de su formulación nos puede desconcertar, a pesar de haberlo escuchado muchas veces. Evoca un mundo que aparece muy lejano del nuestro. A pesar de eso, si sabemos ir más allá de las palabras para delimitar la experiencia vivida, de la cual es expresión, permanece como una luz para todos aquellos que deseen vivir la misma experiencia, en el marco de una comunidad. Se trata de una experiencia vivida, se trata de vivirla, de que cada uno escuche, más allá de las palabras, la resonancia que provocan en nuestro interior, a partir  de nuestras propia experiencia y de la de los otros.

Humildad es la palabra con la que san Benito recapitula toda su doctrina, apoyándose en el Evangelio, en las palabras de Jesús: “Todo aquel que se enaltezca será humillado, pero el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). A partir de esta idea san Benito concluye que “por la exaltación se baja y por la humillación se sube” (RB 7,7). Pero como nos dice el Papa Francisco “no es que la humillación sea una cosa agradable, pues sería masoquismo, sino que se trata de imitar a Jesús y crecer unidos a él. Naturalmente, esto no se entiende y el mundo se burla de una propuesta como ésta. Es una gracia que necesitamos pedir: “Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentirme junto a ti, en tu camino” (EG 118).

Se trata de comportarnos humildemente, considerándonos siempre unos servidores, y hacernos agradable a Dios y a los otros. Pero todo esto solo adquiere sentido pleno si lo hacemos por Dios, imitando a Cristo, que no sólo lo proclamó, sino que lo vivió, y hizo que, humillándose por amor, completara la acción redentora de la salvación.
Según Casiano, los monjes al despojarse del orgullo y humillarse entran en el misterio de Cristo. El ejercicio de la obediencia nos conduce a la humildad. Doce pasos progresivos,

A través de los cuales podemos aprender de la manera más conveniente la verdad sobre nosotros mismos, nosotros que no merecemos nada delante de Dios, que todo lo tenemos por gracia, que es cuando podemos encontrar el perfecto amor que nos permite alejarnos de la ansiedad. Esta verdadera humildad del hombre ante Dios es fundamental, y para san Agustín, padre del monacato occidental, como nos dice en la Ciudad de Dios, es signo de esta humildad la obediencia y la ascesis que nos educan a ella.

Como Casiano y san Agustín, también Ignacio de Loyola nos habla de la humildad y establece tres grados.  El primer tipo es necesario para la salvación eterna, y consiste en rebajarnos y humillarnos para obedecer en todo a la ley de Dios. El segundo tipo es una humildad más perfecta que la primera, y consiste en que nos encontramos en un punto que no deseamos, ni somos propensos a poseer otra riqueza que la pobreza, a querer otra honra que la deshonra, a desear otra vida que una vida corta, siempre que todo esto no afecte a nuestro servicio a Dios. El tercer tipo de humildad es la más perfecta, incluyendo las dos primeras, siendo igual la alabanza y la gloria de la divina majestad para imitar a Cristo, nuestro Señor. Y para semejarnos a él más eficazmente deseamos y escogemos la pobreza con Cristo pobre, el oprobio con Cristo en lugar de honores, y que nos tengan por insensatos y locos por Cristo, que no ser tenido por sabios y prudentes (cfr  Mt 11,25).
Hoy día nuestro “yo” es el centro del mundo; se trata de nuestro yo soberbio que se  considera superior a los demás. Y se cree que lo sabe todo.

Decía san Juan Pablo II que la mansedumbre y la humildad de corazón no es debilidad, sino al contrario un signo de fortaleza, de la fortaleza de nuestra fe y de nuestra vida cristiana.
Pero ser verdaderamente cristiano, para el Papa Benedicto XVI, quiere decir superar esta tentación original, que es el núcleo del pecado original: querer ser como Dios, pero sin Dios. Ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. Y la humildad es, sobre todo, verdad. Vivir en la verdad, aprender la verdad; que nuestra miseria es precisamente nuestra grandeza, porque reconociendo que somos únicamente un pensamiento de Dios, una pequeña pieza de la construcción de su mundo, y que por eso somos insustituibles, solamente de esta forma, somos grandes, comenzamos a ser cristianos y a vivir en la verdad. (Cfr.  Benedicto XVI Lectio Divina, en el encuentro con el clero de Roma, al inicio de la Cuaresma, 23, febrero de 2012)

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