domingo, 23 de septiembre de 2018

CAPÍTULO 72 EL BUEN CELO QUE HAN DE TENER LOS MONJES

CAPÍTULO 72

EL BUEN CELO QUE HAN DE TENER LOS MONJES

1 Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, 2 hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad, 4 esto es, "adelántense para honrarse unos a otros"; 5 tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales; 6 obedézcanse unos a otros a porfía; 7 nadie busque lo que le parece útil para sí, sino más bien para otro; 8 practiquen la caridad fraterna castamente; 9 teman a Dios con amor; 10 amen a su abad con una caridad sincera y humilde; 11 y nada absolutamente antepongan a Cristo, 12 el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna. 

Estamos en la parte final de la Regla, penúltimo capítulo. San Benito acaba de resumir qué significa para él la obediencia, y ahora nos habla cómo un celo bueno debe guiar nuestra vida diaria. Nos dice san Benito que, dependiendo de qué celo practicamos, nos podemos alejar de los vicios y acercarnos a Dios y a la vida eterna, o bien podemos vivir en un celo amargo que nos aleje de Dios y nos acerque hacia el infierno eterno, haciendo de nuestra vida ya un infierno y siendo un infierno para los demás. Todo depende de qué practiquemos, de si nos avanzamos a honrar a los demás, o esperamos expectantes a que vengan a honrarnos a nosotros; de si soportamos con paciencia las debilidades tanto físicas como morales de los otros, o si solamente esperamos que los otros soporten las nuestras; si nos obedecemos unos a otros o esperamos solo que nos obedezcan, creyéndonos poseedores de toda la razón; de si buscamos más lo que es útil a todos, o bien solamente lo que es para nosotros, y que además, perjudica los otros.

El buen celo es practicar la caridad fraterna, pero de forma desinteresada, sin esperar que nos la devuelvan; es temer a Dios y amar, tanto al abad como a la comunidad, de manera sincera y humilde. Y todo esto lo podríamos resumir en no anteponer nada a Cristo, porque solamente por este camino podemos aspirar todos juntos a la vida eterna. También no lo sugiere las palabras de san Máximo de Turín: “aquel que es consciente de tener por compañero a Cristo se avergüenza de hacer el mal. Cristo es nuestra ayuda en las cosas buenas, y quien nos preserva para hacer el bien” (Sermón 73)
 En la fiesta del evangelista Mateo escuchamos un texto similar a este capítulo que hoy nos presenta san Benito. No puede ser de otra manera porque san Benito se inspira en el Evangelio y en la Escritura. La carta a los cristianos de Éfeso nos pide vivir de acuerdo a la vocación que hemos recibido del Señor. Un elemento importante a tener presente cada día:  la vocación la hemos recibido del Señor, no de nosotros mismos y a la nuestra medida; es el Señor quien nos llama a la vida monástica, o sacerdotal o matrimonial. Nuestra participación es la respuesta, y ésta ha de ser sincera y con buen celo, de ninguna manera con condiciones; debe ser generosa y total. En la práctica, nos dice el Apóstol hemos de hacerlo con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándonos unos a otros, sin escatimar esfuerzos en la medida de los dones recibidos del  Señor, porque quien más ha recibido más debe de dar; la referencia es la generosidad que Dios tiene con nosotros.

Este capítulo, junto con el anterior sobre la obediencia, el Prólogo y el capítulo 58 sobre la admisión de los hermanos, por ellos mismos ya dan una idea bastante precisa del espíritu que inspira todo el texto de la Regla. Un texto, ciertamente cristocéntrico, y bien representado por la frase “no anteponer nada al Cristo”. Cristo como modelo, como objetivo y centro de nuestra vida. Él nos llama al monasterio, y a él le debemos una total correspondencia. Pero esta entrega total a Cristo no es solo teórica, es práctica, muy practica; pues es toda la comunidad, todos juntos, dice san Benito, la que busca a Cristo, y debe hacerlo practicando el buen celo, formando el pueblo santo para una obra de servicio, como dice el Apóstol, para edificar el Cuerpo de Cristo. Como escribe san Máximo de Turín: “debemos orientar todos nuestros actos inspirándonos en este nombre -el de Cristo-, y referir a él todos los movimientos de nuestra vida, ya que el Apóstol nos dice: en él vivimos, nos movemos y somos” (Sermón 73).

“Hemos de hacer nuestro camino, un camino de vida plena y fecunda. Hay mucho sufrimiento en el mundo, muchas vidas rotas, sin sentido… para que nosotros no vivamos en plenitud. Esta vida se nos da para que la vivamos con intensidad” (Montserrat Viñas).

Por eso, como también escribe san Máximo: “al levantarnos por la mañana debemos dar gracias al Salvador… ya que él ha velado nuestro descanso y nuestro sueño…Hemos de dar gracias a Cristo y llevar a término toda la jornada, bajo el signo del Salvador” (Sermón 73)

Pero este capítulo creo que tiene su mejor comentarista en el abad Cassià Mª Just, que escribe lo siguiente:
“La vida de comunidad es exigente y requiere un largo aprendizaje. A grandes rasgos podemos distinguir dos etapas antes de alcanzar la tercera, que consiste en la vivencia del buen celo con un amor muy ferviente. Un primer tiempo feliz, idílico. Todavía no conocemos a fondo a la comunidad y somos incapaces de ver sus defectos. En la euforia de la opción hecha por Dios todo nos resultaba nuevo y maravilloso. Tendemos a ver a los miembros de la comunidad como personas excepcionales que han realizado el ideal que nosotros buscamos. Solo vemos cualidades. Y si percibimos algún defecto lo asumimos como una excepción que confirma la impresión del conjunto. Después, generalmente no pasa mucho tiempo, viene un tiempo de decepción, normalmente unido a un periodo de fatiga, a un sentimiento de soledad, a algún fracaso personal, o alguna frustración relacionada con la autoridad. Durante este tiempo de depresión todo se hace más tenebroso. Solo vemos los defectos de los otros y de la comunidad. Tenemos la impresión de estar sumergidos en un mundo donde domina la hipocresía del reglamento, los deseos de “subir”, o que nos encontramos con gente que no toca tierra, incompetente y desorganizada. I la vida se hace insoportable. Cuanto más habíamos idealizado la comunidad y sus responsables mayor es la desilusión y la amargura. Ahora bien, si por la gracia llegamos a superar esta segunda etapa entramos en la tercera que durará toda la vida, y que crecientemente deviene más bella y auténtica. Es la etapa que calificaría de realismo y de amor crucificado. Es cuando nos hacemos conscientes que, si habíamos entrado en la comunidad buscando de realizar un ideal y ser personalmente felices, deseamos continuar y ayudar a los demás a ser más felices, a partir de una fidelidad radical a Dios… Es cierto que a lo largo de la vida se nos presenta la tentación de volver a la segunda atapa y a veces caemos en ella. También los hay que no pasen nunca de esta segunda etapa y quedan encalladas. Naturalmente sufren mucho y hacen sufrir con su pesada carga de negatividad. Pero Dios es el más fuerte y no excluye a nadie de la esperanza”

Un escrito que tiene más de cuarenta años, pero que continua con una viva actualidad para la vida monástica, extraordinariamente claro, realista y aleccionador. Una reflexión para releer tanto en horas bajas como altas.

Confiemos en Aquel que es el más fuete, no nos veamos nunca excluidos de la esperanza, sino con ánimo de caminar hacia Cristo impulsados por el buen celo en nuestro interior, haciendo que todo venga de él, pase por él y caya hacia él (cfr. Rom 11,36). De esta manera, no anteponiendo absolutamente nada al Cristo esperaremos que nos lleve todos juntos a la vida eterna.

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