domingo, 8 de octubre de 2023

CAPÍTULO 7, 1-9 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7, 1-9

LA HUMILDAD

 

La divina Escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 2Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia.3El profeta nos indica que él la evitaba cuando no dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». 5Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.

 

La idea de una escala a recorrer, a subir a lo largo de nuestra vida, tiene una raíz bíblica.

Jacob, en camino a Mesopotamia, marchó solo. Un atardecer se durmió rendido por el cansancio y soñando vio una escala que desde la tierra llegaba al cielo, y por la que los ángeles subían y bajaban (Gen 28,12). Una comunicación entre el cielo y la tierra que santifica el lugar donde reposa Jacob: “Realmente, el Señor está presente en este lugar, y yo no lo sabía. Y lleno de temor exclamó: ¡qué venerable este lugar! Es la casa de Dios y la puerta del cielo” (Gen 28,16-17)

San Juan Clímaco en su “Escala espiritual” resalta la misma idea. No es extraño que san Benito primero y san Bernardo después, recojan esta figura y hablen de una escala de perfección como camino para subir por la humildad o bajar por la soberbia. Así mismo san Basilio habla de una escala de perfeccionamiento de diez escalones, y también el abad Juan del Monte Sinaí que titula su reflexión “Escala santa”.

Detrás de todas esta reflexiones está siempre el ejemplo y modelo de Cristo, que como dice san Pablo: “se rebajó, haciéndose obediente hasta aceptar la muerte y una muerte de Cruz”… (Filp 2). Aceptar la muerte Él que es la vida, y puerta para la vida eterna. La idea de una escala y la idea de la humildad van unidas en la reflexión de muchos Padres. 

Esta escala de doce peldaños que san Benito nos propone de subir, podemos considerarlo imposible y renunciar por pereza o por creer que no lo necesitamos. Como escribe el monje Daniel sobre san Juan Clímaco: “la soberbia y la arrogancia de la humana filosofía suelen apartar de la humildad y de la sujeción a Cristo” (Vida de s. Juan Clímaco 2)

La soberbia, el orgullo, que podemos contemplar como una adolescencia espiritual, es algo que debe estar superado cuando nos llama el Señor, porque la humildad, como escribe Sor Michaela Puzicha forma parte fundamental del significado de la misma vida monástica. Debemos ser capaces de anteponer el sentimiento de responsabilidad a nuestro propio gusto personal, y saber aceptar la frustración que nos puede nacer ante una situación que nos contradice con fuerza en nuestras expectativas o deseos personales.

Es conveniente hacer el esfuerzo de subir esta escala, pues como escribe san Gregorio la humildad y el orgullo son los signos distintivos del reino de Dios y del diablo respectivamente; Cristo es el rey de los humildes, el diablo reina sobre los orgullosos (cfr Moralia in Job). Nada hay tan peligroso en la vida monástica como el orgullo, considerado como el vicio por excelencia, solo la humildad nos puede llevar a Dios.

San Juan Clímaco escribe: “Aquel que renuncia al mundo movido por un sentimiento de temor es semejante al incienso que se quema: el principio hace buen olor, pero acaba por transformarse en humo. Aquel que renuncia al mundo con la esperanza de recompensa se semeja a la piedra de molino que muela siempre de la misma manera. Pero aquel que renuncia al mundo por amor de Dios adquiere desde el principio el fuego interior, y este fuego, como si estuviera en medio de un bosque, se transforma en un gran incendio. Algunos construyen piedras sobre ladrillos, otros, sobre la tierra levantan columnas, otros caminan lentamente durante un tiempo, luego, cuando se calientan sus músculos y articulaciones, aceleran el paso. Quien posee inteligencia comprenderá este discurso simbólico. Los primeros, los que asientan piedras sobre ladrillos son los que a partir de excelentes obras de virtud se levantan a la contemplación de las cosas divinas, no obstante, al no estar apoyados en la humildad y la paciencia desfallecen ante la tempestad. Los segundos, que levantan columnas sobre la tierra, son los que, sin haber pasado por ejercicios y trabajos de la vida monástica, quieren “volar” a la vida solitaria, siendo presa fácil de enemigos invisibles por deficiencia de virtud y de experiencia. Los terceros, son los avanzan paso a paso, los que caminan con humildad y obediencia. A esto el Señor les infunde el espíritu de caridad, mediante el cual se encienden y son impulsados hasta acabar positivamente su camino (Escala espiritual, Primer grado 26-27)

La humildad no puede desentenderse de la caridad, porque el amor de Cristo debe dominar todos los demás sentimientos que pueden ejercer influencia sobre nosotros. Si amamos a Cristo por encima de todo, también amaremos a los hermanos de manera fraterna, y, lejos de cualquier rasgo diabólico, lo manifestaremos con humildad. Si no lo hacemos así, el demonio del orgullo jugará su partida y nos llevará a su reino, un reino que aparece agradable, pero que, en definitiva, al final, será un infierno.

Podríamos decir que no nacemos humildes, que tenemos ir aprendiendo y viviendo esta humildad, que no es una mera tendencia natural. Podríamos decir: “no soy humilde como querría, sino orgulloso como no querría”, parafraseando al Apóstol cuando dice: “no hago el bien que quiero, sin el mal que no quiero” (Rom 7,19) porque con la humildad hacemos el bien y con el orgullo el mal. Solo podremos avanzar en este camino subiendo con deseo y paso seguro esta escala de la humildad, que nos lleva a Dios con rumbo seguro. Solamente de este modo nos configuraremos con Cristo, que se abajó para ser modelos de obediencia a Dios, y pertenecer a su reino. 

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