domingo, 16 de octubre de 2016

CAPÍTULO VII , 55 LA HUMILDAD



CAPÍTULO  VII

  LA HUMILDAD
  55 El octavo grado de humildad consiste en que el monje no haga nada más que aquello a que le animan l Regla común del monasterio y el ejemplo de los mayores.  

La Regla y el ejemplo de los mayores, la vida y la tradición. “Delante de Dios no son justos los que escuchan la Ley, sino los que la cumplen (Rom 2,13) La Regla, tan solo leída o escuchada no va más allá de ser un texto más o menos bello. San Benito escribió un texto para ser vivido, aplicado, interpretado. La Regla nace de la experiencia personal de la vida monástica de san Benito, y de toda la tradición monástica antes de él, y que le ayudó a formarse como monje.


El ejemplo de los mayores del que habla san Benito puede ser entendido en un sentido amplio, como la Tradición; como las dos fuentes de magisterio definidas por la Constitución Dogmática Dei Verbum, en el Concilio  Vaticano II.


Escritura y Tradición, dos conceptos de los que años más tarde, el Concilio hace una síntesis entre la “sola Escritura” de la reforma luterana y el peso de la tradición remarcada por Trento.

La tradición en la Iglesia tiene tres orígenes:



- el anuncio y explicación del misterio cristiano, a partir de la memoria activa de los hechos y palabras de Jesús, realizado por la Iglesia, tanto en cuanto a la Escritura, como en la “regula fidei”.

- el testimonio de vida cristiana, basado en la santidad, que concreta el misterio de salvación, y lo lleva a todo el mundo.

- las estructuras eclesiales y sacramentales, que expresan y vehiculan este mensaje, y llaman a realizarse según una praxis de conversión y de purificación, capaz de revalidar o no la tradición viva de la Iglesia enraizada en la fuente viva del Evangelio.



También la tradición monástica está arraigada en una fuente viva: la Regla de san Benito, que tiene como fundamento el mismo Evangelio. Está configurada, por una parte por la autoridad de nuestros padres del monaquismo, anteriores, contemporáneos y posteriores a san Benito, y por otro lado, las estructuras de la vida monástica, en nuestro caso el Orden Cisterciense.


Pero estas estructuras no son algo anquilosado, muerto, sino algo que vamos  realizando y adecuando  día a día, siendo los protagonistas y autores de nuestra propia tradición. Cuando alguien llega al monasterio se educa, se introduce en la vida monástica mediante la Regla, pero también con el ejemplo de los mayores, y contemplando como se vive esta Regla.


La tradición monástica no es el “siempre se ha hecho así”, sino algo más profundo, es una cadena de vida de monjes donde la cadena de nuestras vidas, oxidadas unas, brillantes otras, se van encadenando a lo largo de los siglos.


Para vivir la Regla de san Benito no se busca una obediencia mecánica, hecha por autómatas, sino que se nos pide vivir la Regla de manera que la espontaneidad y la creatividad, tengan su espacio y den frutos. Estamos en el monasterio por voluntad de Dios, siguiendo los preceptos del Evangelio y aplicándolos a la vida monástica. Creatividad y espontaneidad son elementos para descubrirnos a nosotros mismos, para adentrarnos en lo que es el fundamento de nuestra vida, y avanzar libres, todos juntos hacia la vida eterna. Siendo cada día un poco más nosotros mismos, y no lo que queremos a veces aparentar ser, vamos participando de una identidad comunitaria, de una tradición, de un ejemplo. Quien comienza la vida monástica, o quien pasa por una de las inevitables sacudidas que nos permiten crecer, puede reaccionar contra todas las pequeñas costumbres de la comunidad, que encuentra ridículas, desmarcándose, y haciéndose un monaquismo a su medida. Pero también se puede conformar exteriormente a todo sin asumir la orientación de la comunidad y perder, finalmente, la propia identidad, y a la vez no compartir la identidad comunitaria.


Una comunidad no se hace con reglas y costumbres de la Orden, una comunidad se va haciendo, la vamos haciendo, conformando nuestras vidas con él  Cristo, viviendo una verdadera vida espiritual. Buscando la armonía, el orden y la unidad incorporados en un movimiento más grande que nosotros mismos, y arraigados en  toda una tradición. Cada uno de  nosotros, en cierto sentido,  somos maestros de la vida monástica; conviene que lo reflexionemos; podemos serlo más o menos acertadamente, pero somos maestros porque de nuestra manera de vivir la vocación derivan unas enseñanzas que llegan a los que se incorporan al monasterio, o a los que acercan como huéspedes  o visitantes.


 Todos recordamos a hermanos de comunidad que nos dejaron ya, y que fueron para nosotros verdaderos  maestros, incluso en aspectos que creíamos no  eran ejemplares, pues de todo podemos aprender.


La vida monasterio, la verdadera vida que hemos venido a vivir, la vamos haciendo día a día, nadie nos puede sustituir en esta tarea, pues si abdicamos de vivir, aunque sea un pequeño tiempo, estaremos dando un mal ejemplo. No podemos ser maestros de nosotros mismos, debemos aprovechar el camino llevado a cabo por la comunidad, su experiencia de vida monástica, aprender también de sus errores, y no querer ser nuestros propios guías. La comunidad tiene mucho que enseñarnos; y su santidad, como la de la Iglesia está más allá de los errores y fallos que acompañan siempre a nuestra humanidad.  El  ejemplo,” la tradición en sus múltiples formas, familia, pueblo, educación… y así sucesivamente, es  casi como una casa o mansión en la cual vive el hombre”.  (Mauro Esteva, 2006)


"La  Tradición no es transmisión de cosas o de palabras muertas. Es un río vivo que se remonta a sus orígenes, el río vivo en el cual los orígenes están siempre presentes; el gran río  que nos lleva al puerto de la eternidad. Al ser así, en este río vivo se realiza siempre de  nuevo la palabra del Señor. “Mirad que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Benedicto XVI, 26.4.2006)




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