CAPITULO XIII
COMO SE HAN DE CELEBRAR LOS LAUDES EN LOS DIAS LABORABLES
Los días laborables,
en cambio, el oficio de laudes se celebrará de este modo: se dirá el salmo 66
sin antífona, un poco lentamente, como el domingo, para que lleguen todos para
el salmo 50, que se dirá con antífona. Después de éste, se dirán otros dos
salmos, según se acostumbra; esto es, el lunes, el 5 y el 35, el martes el 42 y
el 56; el miércoles, el 63 y el 64; el jueves, el 87 y el 89; el viernes, el 75
y el 91; el sábado el 142 y el cántico del Deuteronomio, que se partirá en dos
glorias. Los otros días se ha de decir un cántico tomado de los Profetas, cada
día el que le corresponde como salmodia la Iglesia de Roma. Después de esto,
seguirán los Laudate; luego una
lectura del Apóstol, que se ha de recitar de memoria, el responsorio, el himno
ambrosiano, el verso, el cántico de los Evangelios, la letanía, y así se
termina. Nunca se concluirá la celebración de laudes y vísperas sin que al final
recite el superior, según costumbre, la oración dominical, escuchándola todos,
a causa de de las espinas de las discordias que suelen surgir; con el fin de que,
invitados por el compromiso de la misma oración en la que dicen: “perdónanos
así como nosotros perdonamos”, se purifiquen de semejante defecto. En las demás
celebraciones, en cambio, se dirá en vox alta tan solo la última parte de la Oración, de modo que todos respondan: “Más
líbranos del mal”.
Nosotros empezamos el
día con la plegaria de Maitines y lo acabamos con la de Completas. A lo largo
del día, cada día, en nuestra plegaria, hacemos memoria de la muerte y la
resurrección del Señor; Cristo nació en la oscuridad de la noche, con su muerte
el día se hizo noche, pero al amanecer, el día de Pascua, Cristo salió
victorioso del sepulcro, y la noche volvió a ser luz. Cristo es el sol de
justicia, y también para nosotros en esta primera hora de la mañana vuelve a
brillar la luz, y recordamos, con nuestra alabanza, que Cristo nos ofrece cada
día una vida nueva, verdadera, la vida de la salvación. Ciertamente, hoy la
humanidad no tiene l miedo a la noche como en los tiempos de san Benito, pero
sin embargo la alegría de un nuevo día, una nueva luz, viene a sr motivo de
alegría comunitaria.
Escribía Dietrich
Bonhoeffer que la plegaria de la mañana no pertenece al individuo sino a la
comunidad cristiana unida por lazos fraternales. La serenidad de la mañana es
el momento de la alabanza de acción de gracias y de la escucha atenta de la
Palabra. Antes de emprender otras tareas
alabamos al Señor que nos ha regalado un nuevo día. De este modo nos
incorporamos a una vida nueva, y esto implica siempre misericordia, pedir
perdón y perdonar.
San Benito nos dice
“que la celebración de laudes y vísperas no acaben nunca sin que al final el
superior diga, según costumbre, la Oración Dominical, que deben escuchar todos,
a causa de las espinas de las desavenencias que nacen, de manera que, invitados
por el compromiso de la misma Oración, en la cual decimos: “perdónanos, así
como nosotros perdonamos”, nos purifiquemos de tales defectos. El Padrenuestro, son las primeras palabras de
la Escritura que aprendemos de pequeños; que se guarden en nuestra memoria, que
nos llenan de vida y nos acompañan hasta nuestro último momento de la vida. Con
esta plegaria, que el mismo Jesús nos enseñó, tomamos conciencia de que “no
somos plenamente hijos de Dios sino que hemos de llegar a ser mediante una
comunión profunda y creciente con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús”
(Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p.172). San Agustín en sus Confesiones nos invita a
buscarlo, pues los que le buscan lo encuentran y l encontrarlo lo alaban.
La Oración Dominical,
el Padrenuestro, recoge y expresa
también las necesidades humanas, materiales y espirituales: “Danos el pan d
cada día, y perdónanos los pecados”. A
causa de la necesidad y de las dificultades de perdonar y de ser perdonados
cada día, a causa de las desavenencias que nacen, Jesús nos exhorta con fuerza:
“Yo os digo: pedid y se os dará, buscad y encontraréis; gritad y se os abrirá”
(Lc 11,9-10). No se trata de pedir para satisfacer nuestros propios deseos,
sino para mantener despierta la amistad con Dios. Como lo experimentaron los
Padres del Desierto y los contemplativos de todos los tiempos, buscamos para llegar
a ser, con la plegaria, amigos de Dios. Cada vez que decimos el Padrenuestro
nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora no está nunca
solo. Por esto también, para no estar solos necesitamos perdonar y ser
perdonados, pues no “hemos de limitarnos a esperar su Misericordia. Hemos de
saber con certeza que podemos llegar a ser misericordiosos como el Padre,
porque esta es la plenitud de la vida, de la vida eterna que Jesús nos permite
acoger en nuestra miseria, dejándonos curar y amar por Él, para aprender a
tener su misma mirada sobre las miserias de nuestro prójimo”. (Mauro José
Lepori, La misericordia en las nuestras
comunidades)
San Benito no nos
pide solamente ser misericordiosos como el Padre; nos pide, en primer lugar,
ser conscientes de nuestra miseria, de la situación de pobreza de nuestra vida,
y nos pregunta, si verdaderamente deseamos la plenitud, si deseamos que Cristo
asuma nuestras miserias, para curarnos y darnos vida. Ser conscientes de
nuestra miseria, y que por lo mismo tenemos necesidad de perdonar y ser
perdonados, tenemos necesidad de Cristo, nos necesitamos los unos a los otros,
necesitamos la comunidad. Dio es el Padre de todos, no un padre individual,
sino un padre-comunitario.
Nos decía el Abad
General en el Capítulo de la
Congregación de Castilla que estamos
“acostumbrados a desear la compasión de Dios y de los demás, pero no les
permitimos que sean cercanos, que cuiden
de nosotros y de nuestra miseria. Muchos
hermanos y hermanas en nuestras comunidades lloran, porque son o se sienten
víctimas de los otros, pero después no aceptan que el superior, la superiora de
la comunidad cuiden de ellos, que busquen afrontar con ellos su malestar. No aceptan un camino de curación, acompañados
de otros. Por otro lado, otros están “medio muertos”, pero se contentan con
esta media vida, no desean nada, no esperan nada más. O están convencidos que su “media vida” es ya
una plenitud. En el fondo es un problema de idolatría, cuando monjes o monjas
que “adoran” su trabajo, su servicio o tarea, incluso cuando ya no lo tienen,
su autonomía, su perfección moral, o sus amistades particulares, y no desean
nada más, es decir no desean ni siquiera a Dios.
Para vivir es preciso
desear a Dios, buscarlo, sentir la necesidad de perdonar y de ser perdonados,
vivir no a media vida, sobreviviendo, sino en plenitud. Quien se contenta con
media vida, con sobrevivir, por seguir en el monasterio porque no se ve fuera,
no perdona ni quiere ser perdonado, no reconoce su debilidad, no vive en plenitud,
no busca a Cristo, no tienen paz ni da paz a la comunidad.
Tiene necesidad de la
plegaria, de recibir y otorgar el perdón, ya que como escribe san Doroteo: “quien
se fortalece con la oración o la meditación tolerará fácilmente, sin perder la
paz, a un hermano que le insulta. En otras ocasiones soportará al hermano con
paciencia, porque se trata de alguien a quien se profesa un gran afecte. Otras
veces también por menosprecio, al tener por nadie a quien busca perturbarlo y
no se digna tomarlo en consideración, como si se tratase del más despreciable
de los hombres, ni se digna de dirigirle la palabra, ni recordar o comentar
delante de otros sus injurias. De aquí
viene que no se turba ni se aflige, si menosprecia y tiene en nada lo que se dice.
En cambio la aflicción o turbación por las palabras de un hermano provienen de
la mala disposición momentánea o del odio hacia el hermano. También podemos
referirnos a otras causas. Pero si examinamos con atención la cuestión veremos
como la causa de toda turbación viene de que nadie se acusa a sí mismo. De aquí
deriva toda molestia y aflicción, de aquí el que nunca se tenga paz; y esto no
ha de extrañarnos, ya que los santos nos enseñan que la acusación de sí mismo
es el único camino que nos lleva a la paz. Que esto es así lo hemos comprobado
en muchas ocasiones; y nosotros, a pesar de todo esperamos alcanzar el descanso
a pesar de nuestra desidia, o pensamos caminar rectamente a pesar d nuestras
repetidas impaciencias y de nuestra resistencia a acusarnos a nosotros mismos.
(San Doroteo abad, Instrucción 7, Sobre
la acusación a uno mismo)
Escribe el Papa
Francisco en la Constitución Apostólica Vultum
Dei Quaerere, sobre la vida contemplativa que “las personas consagradas,
que siguen al Señor en virtud de su consagración, lo siguen de una manera
profética”, y son llamadas a descubrir
los signos de la presencia de Dios en la
vida cotidiana, a ser conscientes interlocutores capaces de reconocer los
interrogantes que Dios y la humanidad nos plantean. Para cada consagrado y cada consagrada el
gran desafío consiste en la capacidad de seguir buscando a Dios “con los ojos
de la fe en un mundo que ignora su presencia”, volviendo a proponer, al hombre
y a la mujer de hoy, la vida casta, pobre y obediente de Jesús, como un signo
creíble y fiable, llegando a ser de este modo “exégesis viva de la Palabra de
Dios”. Descubrir los signos de la presencia de Dios en la plegaria, en la vida
comunitaria, perdonando y pidiendo perdón.
Hoy (Domingo XVII TO,
C) el Evangelio y la Regla nos centran la mirada en la Oración Dominical, el
Padrenuestro, que como mínimo decimos seis veces al día. Pongamos los cinco
sentidos en esta plegaria, seguros de que si buscamos a Dios lo encontraremos,
que si trucamos, Él nos abrirá, que si le pedimos nos lo concederá.
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