lunes, 3 de octubre de 2016

CAPITULO XIII COMO SE HAN DE CELEBRAR LOS LAUDES EN LOS DIAS LABORABLES




CAPITULO XIII

COMO SE HAN DE CELEBRAR LOS LAUDES EN LOS DIAS LABORABLES

Los días laborables, en cambio, el oficio de laudes se celebrará de este modo: se dirá el salmo 66 sin antífona, un poco lentamente, como el domingo, para que lleguen todos para el salmo 50, que se dirá con antífona. Después de éste, se dirán otros dos salmos, según se acostumbra; esto es, el lunes, el 5 y el 35, el martes el 42 y el 56; el miércoles, el 63 y el 64; el jueves, el 87 y el 89; el viernes, el 75 y el 91; el sábado el 142 y el cántico del Deuteronomio, que se partirá en dos glorias. Los otros días se ha de decir un cántico tomado de los Profetas, cada día el que le corresponde como salmodia la Iglesia de Roma. Después de esto, seguirán los Laudate; luego una lectura del Apóstol, que se ha de recitar de memoria, el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico de los Evangelios, la letanía, y así se termina. Nunca se concluirá la celebración de laudes y vísperas sin que al final recite el superior, según costumbre, la oración dominical, escuchándola todos, a causa de de las espinas de las discordias que suelen surgir; con el fin de que, invitados por el compromiso de la misma oración en la que dicen: “perdónanos así como nosotros perdonamos”, se purifiquen de semejante defecto. En las demás celebraciones, en cambio, se dirá en vox alta tan solo la última parte de la  Oración, de modo que todos respondan: “Más líbranos del mal”.

Nosotros empezamos el día con la plegaria de Maitines y lo acabamos con la de Completas. A lo largo del día, cada día, en nuestra plegaria, hacemos memoria de la muerte y la resurrección del Señor; Cristo nació en la oscuridad de la noche, con su muerte el día se hizo noche, pero al amanecer, el día de Pascua, Cristo salió victorioso del sepulcro, y la noche volvió a ser luz. Cristo es el sol de justicia, y también para nosotros en esta primera hora de la mañana vuelve a brillar la luz, y recordamos, con nuestra alabanza, que Cristo nos ofrece cada día una vida nueva, verdadera, la vida de la salvación. Ciertamente, hoy la humanidad no tiene l miedo a la noche como en los tiempos de san Benito, pero sin embargo la alegría de un nuevo día, una nueva luz, viene a sr motivo de alegría comunitaria.

Escribía Dietrich Bonhoeffer que la plegaria de la mañana no pertenece al individuo sino a la comunidad cristiana unida por lazos fraternales. La serenidad de la mañana es el momento de la alabanza de acción de gracias y de la escucha atenta de la Palabra. Antes de emprender  otras tareas alabamos al Señor que nos ha regalado un nuevo día. De este modo nos incorporamos a una vida nueva, y esto implica siempre misericordia, pedir perdón y perdonar.

San Benito nos dice “que la celebración de laudes y vísperas no acaben nunca sin que al final el superior diga, según costumbre, la Oración Dominical, que deben escuchar todos, a causa de las espinas de las desavenencias que nacen, de manera que, invitados por el compromiso de la misma Oración, en la cual decimos: “perdónanos, así como nosotros perdonamos”, nos purifiquemos de tales defectos.  El Padrenuestro, son las primeras palabras de la Escritura que aprendemos de pequeños; que se guarden en nuestra memoria, que nos llenan de vida y nos acompañan hasta nuestro último momento de la vida. Con esta plegaria, que el mismo Jesús nos enseñó, tomamos conciencia de que “no somos plenamente hijos de Dios sino que hemos de llegar a ser mediante una comunión profunda y creciente con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p.172).  San Agustín en sus Confesiones nos invita a buscarlo, pues los que le buscan lo encuentran y l encontrarlo lo alaban.

La Oración Dominical, el  Padrenuestro, recoge y expresa también las necesidades humanas, materiales y espirituales: “Danos el pan d cada día, y perdónanos los pecados”.  A causa de la necesidad y de las dificultades de perdonar y de ser perdonados cada día, a causa de las desavenencias que nacen, Jesús nos exhorta con fuerza: “Yo os digo: pedid y se os dará, buscad y encontraréis; gritad y se os abrirá” (Lc 11,9-10). No se trata de pedir para satisfacer nuestros propios deseos, sino para mantener despierta la amistad con Dios. Como lo experimentaron los Padres del Desierto y los contemplativos de todos los tiempos, buscamos para llegar a ser, con la plegaria, amigos de Dios. Cada vez que decimos el Padrenuestro nuestra voz se entrelaza con la de la Iglesia, porque quien ora no está nunca solo. Por esto también, para no estar solos necesitamos perdonar y ser perdonados, pues no “hemos de limitarnos a esperar su Misericordia. Hemos de saber con certeza que podemos llegar a ser misericordiosos como el Padre, porque esta es la plenitud de la vida, de la vida eterna que Jesús nos permite acoger en nuestra miseria, dejándonos curar y amar por Él, para aprender a tener su misma mirada sobre las miserias de nuestro prójimo”. (Mauro José Lepori, La misericordia en las nuestras comunidades)

San Benito no nos pide solamente ser misericordiosos como el Padre; nos pide, en primer lugar, ser conscientes de nuestra miseria, de la situación de pobreza de nuestra vida, y nos pregunta, si verdaderamente deseamos la plenitud, si deseamos que Cristo asuma nuestras miserias, para curarnos y darnos vida. Ser conscientes de nuestra miseria, y que por lo mismo tenemos necesidad de perdonar y ser perdonados, tenemos necesidad de Cristo, nos necesitamos los unos a los otros, necesitamos la comunidad. Dio es el Padre de todos, no un padre individual, sino un padre-comunitario.

Nos decía el Abad General  en el Capítulo de la Congregación de Castilla  que estamos “acostumbrados a desear la compasión de Dios y de los demás, pero no les permitimos  que sean cercanos, que cuiden de nosotros y de nuestra miseria.  Muchos hermanos y hermanas en nuestras comunidades lloran, porque son o se sienten víctimas de los otros, pero después no aceptan que el superior, la superiora de la comunidad cuiden de ellos, que busquen afrontar con ellos su malestar.  No aceptan un camino de curación, acompañados de otros. Por otro lado, otros están “medio muertos”, pero se contentan con esta media vida, no desean nada, no esperan nada más.  O están convencidos que su “media vida” es ya una plenitud. En el fondo es un problema de idolatría, cuando monjes o monjas que “adoran” su trabajo, su servicio o tarea, incluso cuando ya no lo tienen, su autonomía, su perfección moral, o sus amistades particulares, y no desean nada más, es decir no desean ni siquiera a Dios.

Para vivir es preciso desear a Dios, buscarlo, sentir la necesidad de perdonar y de ser perdonados, vivir no a media vida, sobreviviendo, sino en plenitud. Quien se contenta con media vida, con sobrevivir, por seguir en el monasterio porque no se ve fuera, no perdona ni quiere ser perdonado, no reconoce su debilidad, no vive en plenitud, no busca a Cristo, no tienen paz ni da paz a la comunidad.

Tiene necesidad de la plegaria, de recibir y otorgar el perdón, ya que como escribe san Doroteo: “quien se fortalece con la oración o la meditación tolerará fácilmente, sin perder la paz, a un hermano que le insulta. En otras ocasiones soportará al hermano con paciencia, porque se trata de alguien a quien se profesa un gran afecte. Otras veces también por menosprecio, al tener por nadie a quien busca perturbarlo y no se digna tomarlo en consideración, como si se tratase del más despreciable de los hombres, ni se digna de dirigirle la palabra, ni recordar o comentar delante de otros sus injurias.  De aquí viene que no se turba ni se aflige, si menosprecia y tiene en nada lo que se dice. En cambio la aflicción o turbación por las palabras de un hermano provienen de la mala disposición momentánea o del odio hacia el hermano. También podemos referirnos a otras causas. Pero si examinamos con atención la cuestión veremos como la causa de toda turbación viene de que nadie se acusa a sí mismo. De aquí deriva toda molestia y aflicción, de aquí el que nunca se tenga paz; y esto no ha de extrañarnos, ya que los santos nos enseñan que la acusación de sí mismo es el único camino que nos lleva a la paz. Que esto es así lo hemos comprobado en muchas ocasiones; y nosotros, a pesar de todo esperamos alcanzar el descanso a pesar de nuestra desidia, o pensamos caminar rectamente a pesar d nuestras repetidas impaciencias y de nuestra resistencia a acusarnos a nosotros mismos. (San Doroteo abad, Instrucción 7, Sobre la acusación a uno mismo)

Escribe el Papa Francisco en la Constitución Apostólica Vultum Dei Quaerere, sobre la vida contemplativa que “las personas consagradas, que siguen al Señor en virtud de su consagración, lo siguen de una manera profética”, y son  llamadas a descubrir los signos  de la presencia de Dios en la vida cotidiana, a ser conscientes interlocutores capaces de reconocer los interrogantes que Dios y la humanidad nos plantean.  Para cada consagrado y cada consagrada el gran desafío consiste en la capacidad de seguir buscando a Dios “con los ojos de la fe en un mundo que ignora su presencia”, volviendo a proponer, al hombre y a la mujer de hoy, la vida casta, pobre y obediente de Jesús, como un signo creíble y fiable, llegando a ser de este modo “exégesis viva de la Palabra de Dios”. Descubrir los signos de la presencia de Dios en la plegaria, en la vida comunitaria, perdonando y pidiendo perdón.

Hoy (Domingo XVII TO, C) el Evangelio y la Regla nos centran la mirada en la Oración Dominical, el Padrenuestro, que como mínimo decimos seis veces al día. Pongamos los cinco sentidos en esta plegaria, seguros de que si buscamos a Dios lo encontraremos, que si trucamos, Él nos abrirá, que si le pedimos nos lo concederá.

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