viernes, 28 de octubre de 2016

CAPÍTULO X COMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA NOCTURNA EN VERANO



CAPÍTULO X

COMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA NOCTURNA EN VERANO

Desde Pascua hasta las calendas de Noviembre se mantendrá el número de salmos indicado anteriormente, 2y sólo se dejarán de leer las lecturas del libro, porque las noches son cortas. Y en su lugar se dirá solamente una, de memoria, tomada del Antiguo Testamento, seguida de un responsorio breve. 3Todo lo demás se hará tal como hemos dicho; esto es, que nunca se digan menos de doce salmos en las vigilias de la noche sin contar el tercero y el noventa y cuatro.

Empezamos siempre nuestra jornada diaria pidiendo al Señor que abra nuestros labios para proclamar su alabanza. Empezamos el día, con la plegaria, cuando todavía es de noche, en contacto con la Palabra, con la alabanza a la salida del sol, y como colofón con la Eucaristía. Invocamos con la alabanza al Señor, que se hace presente mediante la Palabra que encontramos luego en el pan y en el vino que se transforman en su  Cuerpo y en su Sangre.

Las primeras horas de nuestra jornada están dedicadas prácticamente  a la plegaria y a la alabanza del  Señor y de su creación. La noche, todavía hoy, tiene algo de misterioso que nos lleva a asociarlo a la muerte, a la duda, a la prueba, a la enfermedad, a la debilidad;  con el día la vida renace como Jesús, que vence a la muerte y se manifiesta al amanecer, antes que las mujeres y los apóstoles se acerquen al sepulcro.
El ritmo de nuestra jornada tiene un sabor, o como un recuerdo de lo que es el devenir del día; el día nace y muere para volver a renacer, y de esta manera recordamos el gran regalo de la creación, como un ciclo de la naturaleza, con sus cuatro estaciones. Porque Dios está presente siempre, y en todo tiempo y lugar merece nuestra alabanza. También en todo estado de ánimo merece nuestra alabanza; más fácil con la alegría del día y no hay los miedos de la noche donde el futuro parece más oscuro y las nubes de nuestras debilidades ponen más oscuridad en la noche.
Los maitines no son una mera espera sino un estado de atención vigilante; espera paciente y expectante de la vuelta escatológica del Cristo, un retorno del que no sabemos ni el día ni la hora, pero sí  la certeza de su retorno, y por esto cuando todavía no ha amanecido nos dirigimos al sepulcro.
El Oficio de la noche es un momento intenso de alabanza divina. Para san Benito continua siendo un momento fuerte del Opus Dei donde se hace presente el espíritu de la liturgia monástica. El Oficio de la noche ha de ser principalmente  un tiempo de alabanza que, adaptándose a las estaciones de la naturaleza también se adapta a nuestra vida.
En la reforma litúrgica, justo después del Concilio Vaticano II una de las preocupaciones fue la de simplificar el Oficio Divino, y no juzgó necesario mantener la tradición de los doce salmos en las vigilias, a los que san Benito da importancia. Un elemento importante del texto de san Benito es la recitación de memoria de un texto del Antiguo Testamento en el segundo nocturno. Esto quiere decir que se esperaba que los monjes supieran de memoria textos de la Escritura, habida cuenta del trato asiduo que tenían con la Palabra.

San Bernardo escribe: “quien desea orar ha de tener en cuenta no solo las circunstancias del lugar, sino también el tiempo oportuno. El tiempo totalmente libre es el más cómodo y apto, especialmente cuando la noche está envuelta en un silencio profundo. Entonces la plegaria es más libre y más pura .¡Levántate de noche, al  relevo de las guardias! Que tu corazón se desborde como agua delante del Señor. ¡Que secreta sube la plegaria de noche ante la única presencia del  Señor y del ángel que la recoge para presentarla en el altar del cielo”! (Sermón 86, Sobre el Cántar)

Este domingo (Domingo XXX, TO,C) también la liturgia nos habla de la plegaria. Nos presenta un texto evangélico emblemático sobre la plegaria. Por un lado un fariseo que ora satisfecho por lo que Dios le ha dado y por su cumplimiento de la ley;  por otro lado un  publicano avergonzado que no se atreve ni a levantar la mirada. Dos actitudes delante de Dios aparecen irreconciliables. Uno ora dando gracias a Dios, alaba, ciertamente,  a Dios, pero resaltando más bien sus propias excelencias. Más que orar el fariseo se mira en el espejo y le agrada lo que ve;  no se dirige tanto a Dios como a sí mismo; se manifiesta feliz delante de Dios y superior al cobrador de impuestos, porque necesita de otro para sentirse orgulloso de sí mismo;  no sabe orar, no sabe ni reconocer la grandeza de Dios, ni alabarla; da la impresión de que no necesita a Dios, se basta a sí mismo.
¡Cuántas veces somos unos monjes fariseos, autosatisfechos, a quienes ni tan solo se les puede hacer la más mínima observación, porque nos creemos como la medida de la vida monástica!
El publicano en cambio ni es consciente de la presencia del fariseo, no se excusa, se sabe pecador, y lo poco que dice es para reconocer que no tiene nada que ofrecer y, en cambio, mucho para recibir;  la suya es una plegaria verdadera que le encamina hacia aquel que es la Verdad. 
Jesús nos muestra en el evangelio de hoy, como hemos de acercarnos a él, que sabe cuando nuestra plegaria es auténtica, confiada y humilde y se aleja de la autosatisfacción que es, a la vez, autodestructora. Es así como nos dirigimos a él al amanecer, dejado el sueño, pero conscientes ya, en estas primeras horas, de nuestras limitaciones. Abrir nuestros labios para alabar al Señor es nuestro primer gesto de cada día con el salmo 94, que, quizás, de tanto que lo decimos no le dedicamos toda la atención que merece. En este antiguo texto nos presentamos delante de Dios para alabarlo, porque es para nosotros la roca que nos salva, reconociendo que él nos ha creado y que somos su rebaño, su pueblo, y por ello lo celebramos con gritos de fiesta. Quizás dedicamos más atención a proclamar la alabanza del Señor, como autor de la creación, cuando esta creación renace cada día y nos hace  ser conscientes de la grandeza del Señor, de su obra y del regalo que nos ofrece cada día y que procuramos consagrarlo a él, aún sabiendo que un momento u otro caeremos en la soberbia del fariseo o en nuestra debilidad, pero siempre nos queda la esperanza de volver a decir con el salmista:  Aclamaré tu amor así que nazca el día (Sal 59,17)  y no fiarnos solo de nosotros mismo y tener por nada a los otros, no sea que no seamos dignos de recibir el perdón del Padre.

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