CAPÍTULO X
COMO HA DE CELEBRARSE LA ALABANZA
NOCTURNA EN VERANO
Desde Pascua
hasta las calendas de Noviembre se mantendrá el número de salmos indicado
anteriormente, 2y sólo se dejarán de leer las lecturas del libro, porque las
noches son cortas. Y en su lugar se dirá solamente una, de memoria, tomada del
Antiguo Testamento, seguida de un responsorio breve. 3Todo lo demás se hará tal
como hemos dicho; esto es, que nunca se digan menos de doce salmos en las
vigilias de la noche sin contar el tercero y el noventa y cuatro.
Empezamos
siempre nuestra jornada diaria pidiendo al Señor que abra nuestros labios para
proclamar su alabanza. Empezamos el día, con la plegaria, cuando todavía es de
noche, en contacto con la Palabra, con la alabanza a la salida del sol, y como
colofón con la Eucaristía. Invocamos con la alabanza al Señor, que se hace
presente mediante la Palabra que encontramos luego en el pan y en el vino que
se transforman en su Cuerpo y en su
Sangre.
Las primeras
horas de nuestra jornada están dedicadas prácticamente a la plegaria y a la alabanza del Señor y de su creación. La noche, todavía
hoy, tiene algo de misterioso que nos lleva a asociarlo a la muerte, a la duda,
a la prueba, a la enfermedad, a la debilidad;
con el día la vida renace como Jesús, que vence a la muerte y se
manifiesta al amanecer, antes que las mujeres y los apóstoles se acerquen al
sepulcro.
El ritmo de
nuestra jornada tiene un sabor, o como un recuerdo de lo que es el devenir del
día; el día nace y muere para volver a renacer, y de esta manera recordamos el
gran regalo de la creación, como un ciclo de la naturaleza, con sus cuatro
estaciones. Porque Dios está presente siempre, y en todo tiempo y lugar merece
nuestra alabanza. También en todo estado de ánimo merece nuestra alabanza; más
fácil con la alegría del día y no hay los miedos de la noche donde el futuro
parece más oscuro y las nubes de nuestras debilidades ponen más oscuridad en la
noche.
Los maitines
no son una mera espera sino un estado de atención vigilante; espera paciente y
expectante de la vuelta escatológica del Cristo, un retorno del que no sabemos
ni el día ni la hora, pero sí la certeza
de su retorno, y por esto cuando todavía no ha amanecido nos dirigimos al sepulcro.
El Oficio de
la noche es un momento intenso de alabanza divina. Para san Benito continua
siendo un momento fuerte del Opus Dei donde se hace presente el espíritu de la
liturgia monástica. El Oficio de la noche ha de ser principalmente un tiempo de alabanza que, adaptándose a las
estaciones de la naturaleza también se adapta a nuestra vida.
En la reforma
litúrgica, justo después del Concilio Vaticano II una de las preocupaciones fue
la de simplificar el Oficio Divino, y no juzgó necesario mantener la tradición
de los doce salmos en las vigilias, a los que san Benito da importancia. Un
elemento importante del texto de san Benito es la recitación de memoria de un
texto del Antiguo Testamento en el segundo nocturno. Esto quiere decir que se
esperaba que los monjes supieran de memoria textos de la Escritura, habida
cuenta del trato asiduo que tenían con la Palabra.
San Bernardo
escribe: “quien desea orar ha de tener en
cuenta no solo las circunstancias del lugar, sino también el tiempo oportuno.
El tiempo totalmente libre es el más cómodo y apto, especialmente cuando la
noche está envuelta en un silencio profundo. Entonces la plegaria es más libre
y más pura .¡Levántate de noche, al
relevo de las guardias! Que tu corazón se desborde como agua delante del
Señor. ¡Que secreta sube la plegaria de noche ante la única presencia del Señor y del ángel que la recoge para
presentarla en el altar del cielo”! (Sermón 86, Sobre el Cántar)
Este domingo
(Domingo XXX, TO,C) también la liturgia nos habla de la plegaria. Nos presenta
un texto evangélico emblemático sobre la plegaria. Por un lado un fariseo que
ora satisfecho por lo que Dios le ha dado y por su cumplimiento de la ley; por otro lado un publicano avergonzado que no se atreve ni a
levantar la mirada. Dos actitudes delante de Dios aparecen irreconciliables.
Uno ora dando gracias a Dios, alaba, ciertamente, a Dios, pero resaltando más bien sus propias
excelencias. Más que orar el fariseo se mira en el espejo y le agrada lo que ve; no se dirige tanto a Dios como a sí mismo; se
manifiesta feliz delante de Dios y superior al cobrador de impuestos, porque
necesita de otro para sentirse orgulloso de sí mismo; no sabe orar, no sabe ni reconocer la
grandeza de Dios, ni alabarla; da la impresión de que no necesita a Dios, se
basta a sí mismo.
¡Cuántas
veces somos unos monjes fariseos, autosatisfechos, a quienes ni tan solo se les
puede hacer la más mínima observación, porque nos creemos como la medida de la
vida monástica!
El publicano
en cambio ni es consciente de la presencia del fariseo, no se excusa, se sabe
pecador, y lo poco que dice es para reconocer que no tiene nada que ofrecer y,
en cambio, mucho para recibir; la suya
es una plegaria verdadera que le encamina hacia aquel que es la Verdad.
Jesús nos
muestra en el evangelio de hoy, como hemos de acercarnos a él, que sabe cuando
nuestra plegaria es auténtica, confiada y humilde y se aleja de la
autosatisfacción que es, a la vez, autodestructora. Es así como nos dirigimos a
él al amanecer, dejado el sueño, pero conscientes ya, en estas primeras horas,
de nuestras limitaciones. Abrir nuestros labios para alabar al Señor es nuestro
primer gesto de cada día con el salmo 94, que, quizás, de tanto que lo decimos
no le dedicamos toda la atención que merece. En este antiguo texto nos
presentamos delante de Dios para alabarlo, porque es para nosotros la roca que
nos salva, reconociendo que él nos ha creado y que somos su rebaño, su pueblo,
y por ello lo celebramos con gritos de fiesta. Quizás dedicamos más atención a
proclamar la alabanza del Señor, como autor de la creación, cuando esta
creación renace cada día y nos hace ser
conscientes de la grandeza del Señor, de su obra y del regalo que nos ofrece
cada día y que procuramos consagrarlo a él, aún sabiendo que un momento u otro
caeremos en la soberbia del fariseo o en nuestra debilidad, pero siempre nos
queda la esperanza de volver a decir con el salmista: Aclamaré
tu amor así que nazca el día (Sal 59,17) y no fiarnos solo de nosotros mismo y tener
por nada a los otros, no sea que no seamos dignos de recibir el perdón del
Padre.
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