Prólogo
1-7
Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu
corazón, acoge con gusto esta
exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, 2para que por tu
obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente
desobediencia. 3A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que
seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes
las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero
rey, Cristo el Señor. 4Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra
buena, pídele con oración muy insistente y apremiante que él la lleve a
término, 5para que, por haberse dignado
contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a
afligirse por nuestras malas acciones. 6Porque, efectivamente, en todo momento
hemos de estar a punto para servirle en la obediencia con los dones que ha
depositado en nosotros, de manera que no sólo no llegue a desheredarnos algún
día como padre airado, a pesar de ser sus hijos, 7sino que ni como señor
temible, encolerizado por nuestras maldades, nos entregue al castigo eterno por
ser unos siervos miserables empeñados en no seguirle a su gloria.
Las
palabras con las que comienza el texto son siempre representativas de lo mismo:
La Biblia comienza: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra (Gen
1,1). El cuarto evangelio comienza: Al
principio existía el que es la Palabra.
Y la Regla nos dice: ESCUCHA.
Tres
principios que se pueden relacionar: Dios, la Palabra hecha carne, y la actitud
de escucha de la Palabra de Dios. Dios, el Creador, es quien habla y el hombre el que escucha.
La vida
monástica puede considerarse como el inicio de una nueva vida, como un nuevo
bautismo, una nueva creación en Cristo, que transforma nuestra relación con el
mundo, con los demás y con nosotros mismos. El eje de este cambio, de esta
nueva vida de esta nueva creación es la Palabra hecha carne, Cristo.
La
escucha es la actitud de acogida de la Palabra, porque si la Palabra no es
acogida, escuchada, recibida, sino solamente sentida físicamente, no llega a
dar fruto. Esta es la profundidad del camino en el que el monje es invitado a
avanzar: escuchar la Palabra para vivir la experiencia de una nueva creación.
El monje es sobre todo el discípulo de
la Palabra. Pero no es suficiente escuchar con una oreja atenta, sino que debe
ser una escucha con deseo interior para que pueda llegar a arraigar en nosotros
y dar fruto.
Todas la
dificultades de la vida espiritual, las enfermedades del alma, vienen del
cerrarnos voluntariamente a la escucha, en tener el oído interior atento a
otras cosas del mundo, a nuestros egoísmos, que nos ensordecen. Es preciso
dejar entrar la Palabra en nuestro interior, dejar que arraigue, reconocer
nuestras limitaciones, nuestras debilidades físicas y morales, para no dejarlas
crecer sino arrancarlas de raíz para propiciar el arraigar la buena semilla.
No es
suficiente el saber, el comprender, el escuchar la Palabra, sino que es
necesario el actuar, hacer, llevarla a la vida, cumpliendo lo que ella nos dice
o exhorta.
Solamente
cumpliendo podemos entender su sentido profundo, pero desconocido o escondido
al oído poco atento. Es preciso pasar
por la puerta estrecha de lo que creemos imposible para participar en la verdadera
libertad que propicia la perseverancia y la paciencia, para llegar a percibir
la bondad e la presencia del Señor, de
sentirlo cerca y de hacer su voluntad.
“Buscar la voluntad del Señor significa
buscar una voluntad amiga, benévola, que desea nuestra propia realización, que
desea sobre todo la libre respuesta de amor a su amor, para convertirnos en
instrumentos del amor divino. En esta vía amoris
se nos abre con la flor de la escucha y la obediencia”. (Faciem tuam, Domine requiram)
Escucha y obediencia. ¿Qué
quiere decir para nosotros obedecer?
No
quiere decir seguir un reglamento, sino recibir un don de Dios que nos ayuda a
avanzar por el camino de los mandamientos.
San
Benito ve también en este camino un posible enemigo, algo que nos impulsa a ir
hacia atrás, si creemos que nos quita libertad. La verdadera libertad comienza
con el liberarnos nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestras dudas,
excesos o fantasías. Podemos hace cosas buenas u obrar mal, provocar que el
Padre indignado nos desherede, que el Señor temible irritado nos retornar a
Dios. En definitiva, un camino de
liberación o de esclavitud.
Se nos
dice en la Regla: ¡escuchemos! No sea que nos digan como Abraham a rico
epulón: “Si no hacéis caso de la Regla, no que resucitara alguno de entre los
muertos no os dejaríais convencer”.
Ante la
Palabra no es necesario escuchar, acogerla, ponerla en práctica. Tenemos como
instrumento precioso la obediencia. Un camino en el que lo más importante no es lo que pueda suceder,
sino renunciar a nuestros propios deseos y hacerlo con la ayuda de Dios que
debemos pedir con la plegaria, única ayuda válida para comenzar cualquier cosa
buena y poder poner nuestros pobres talentos a disposición de los demás.
La plegaria, nos decía hoy
san Juan Crisóstomo en la lectura de maitines es la luz del alma, conocimiento verdadero de Dios, relación entre Dios
y los hombres”. (Homilía 6, Sobre la oración)
San
Benito nos pide vivir conscientemente, que nos hemos esforzar si queremos tener
una vida espiritual. La espiritualidad no llega solamente respirando, es
preciso escuchar la Regla desde el sentido interior más que con el sentido
académico o externo. Escuchar para intentar discernir lo que Dios quiere de nosotros en cada momento. Solo empezamos a crecer cuando empezamos a
creer que queremos hacer aquello que debemos hacer. San Benito nos pone en
alerta de que no podemos ser nuestros propios guías, nuestros propios dioses.
La
obediencia, la disposición a escuchar a Dios en la vida es lo único que nos
permite superar nuestras limitaciones. Estamos llamados a ser algo más que
nosotros mismos, pero algo que está fuera de nosotros, que va más allá de
nosotros. Para hacer este camino necesitamos un guía, un modelo. Este es
Cristo, la palabra hecha carne, y modelo vivo de obediencia.
La
obediencia a Dios es un camino de crecimiento y en
consecuencia de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una
voluntad diferente de la nuestra, que no solo no mortifica sino que fundamenta
la dignidad humana. Al mismo tiempo, la libertad también es un camino de
obediencia, porque el creyente realiza su ser libre obedeciendo como hijos el proyecto
del Padre. Está claro que una obediencia así exige reconocerse como a hijos,
igual que el Hijo Jesús, que se ha abandonado en el Padre. Y si en su Pasión se entregó a sus
verdugos, lo hizo porque estaba absolutamente seguro que tenía un significado
en una fidelidad total al proyecto del salvación querido por el Padre, como nos
recuerda San Bernardo: “El que le agradó
no fue la muerte, sino la voluntad de quien moría libremente” (Errores de
Abelardo, 8,21. Citado en Faciem tuam
Domine, requiram)
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