lunes, 3 de octubre de 2016

RB PRÓLOGO 1-7



Prólogo 1-7

Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con  gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, 2para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia. 3A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor. 4Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y apremiante que él la lleve a término, 5para que, por haberse dignado   contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones. 6Porque, efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo no llegue a desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus hijos, 7sino que ni como señor temible, encolerizado por nuestras maldades, nos entregue al castigo eterno por ser unos siervos miserables empeñados en no seguirle a su gloria.

Las palabras con las que comienza el texto son siempre representativas de lo mismo: La Biblia comienza: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra (Gen 1,1).  El cuarto evangelio comienza: Al principio existía el que es la  Palabra. Y la Regla nos dice: ESCUCHA.
Tres principios que se pueden relacionar: Dios, la Palabra hecha carne, y la actitud de escucha de la Palabra de Dios. Dios, el Creador, es quien habla y el  hombre el que escucha.

La vida monástica puede considerarse como el inicio de una nueva vida, como un nuevo bautismo, una nueva creación en Cristo, que transforma nuestra relación con el mundo, con los demás y con nosotros mismos. El eje de este cambio, de esta nueva vida de esta nueva creación es la Palabra hecha carne, Cristo.
La escucha es la actitud de acogida de la Palabra, porque si la Palabra no es acogida, escuchada, recibida, sino solamente sentida físicamente, no llega a dar fruto. Esta es la profundidad del camino en el que el monje es invitado a avanzar: escuchar la Palabra para vivir la experiencia de una nueva creación. El monje es sobre todo  el discípulo de la Palabra. Pero no es suficiente escuchar con una oreja atenta, sino que debe ser una escucha con deseo interior para que pueda llegar a arraigar en nosotros y dar fruto.

Todas la dificultades de la vida espiritual, las enfermedades del alma, vienen del cerrarnos voluntariamente a la escucha, en tener el oído interior atento a otras cosas del mundo, a nuestros egoísmos, que nos ensordecen. Es preciso dejar entrar la Palabra en nuestro interior, dejar que arraigue, reconocer nuestras limitaciones, nuestras debilidades físicas y morales, para no dejarlas crecer sino arrancarlas de raíz para propiciar el arraigar la buena semilla.

No es suficiente el saber, el comprender, el escuchar la Palabra, sino que es necesario el actuar, hacer, llevarla a la vida, cumpliendo lo que ella nos dice o exhorta.

Solamente cumpliendo podemos entender su sentido profundo, pero desconocido o escondido al oído poco atento. Es preciso  pasar por la puerta estrecha de lo que creemos imposible para participar en la verdadera libertad que propicia la perseverancia y la paciencia, para llegar a percibir la bondad e la presencia del Señor,  de sentirlo cerca y de hacer su voluntad.

“Buscar la voluntad del Señor significa buscar una voluntad amiga, benévola, que desea nuestra propia realización, que desea sobre todo la libre respuesta de amor a su amor, para convertirnos en instrumentos del amor divino. En esta  vía amoris  se nos abre con la flor de la escucha y la obediencia”.  (Faciem tuam, Domine requiram)

Escucha y obediencia. ¿Qué quiere decir para nosotros obedecer?
No quiere decir seguir un reglamento, sino recibir un don de Dios que nos ayuda a avanzar por el camino de los mandamientos.

San Benito ve también en este camino un posible enemigo, algo que nos impulsa a ir hacia atrás, si creemos que nos quita libertad. La verdadera libertad comienza con el liberarnos nosotros mismos, de nuestros miedos, de nuestras dudas, excesos o fantasías. Podemos hace cosas buenas u obrar mal, provocar que el Padre indignado nos desherede, que el Señor temible irritado nos retornar a Dios.  En definitiva, un camino de liberación o de esclavitud.

Se nos dice en la Regla: ¡escuchemos!  No sea que nos digan como Abraham a rico epulón:  “Si no hacéis caso de la Regla, no que resucitara alguno de entre los muertos no os dejaríais convencer”.
Ante la Palabra no es necesario escuchar, acogerla, ponerla en práctica. Tenemos como instrumento precioso la obediencia. Un camino en el que lo  más importante no es lo que pueda suceder, sino renunciar a nuestros propios deseos y hacerlo con la ayuda de Dios que debemos pedir con la plegaria, única ayuda válida para comenzar cualquier cosa buena y poder poner nuestros pobres talentos a disposición de los demás.

La plegaria, nos decía hoy san Juan Crisóstomo en la lectura de maitines es la luz del alma, conocimiento verdadero de Dios, relación entre Dios y los hombres”. (Homilía 6, Sobre la oración)

San Benito nos pide vivir conscientemente, que nos hemos esforzar si queremos tener una vida espiritual. La espiritualidad no llega solamente respirando, es preciso escuchar la Regla desde el sentido interior más que con el sentido académico o externo. Escuchar para intentar discernir lo que  Dios quiere de nosotros en cada momento.  Solo empezamos a crecer cuando empezamos a creer que queremos hacer aquello que debemos hacer. San Benito nos pone en alerta de que no podemos ser nuestros propios guías, nuestros propios dioses.

La obediencia, la disposición a escuchar a Dios en la vida es lo único que nos permite superar nuestras limitaciones. Estamos llamados a ser algo más que nosotros mismos, pero algo que está fuera de nosotros, que va más allá de nosotros. Para hacer este camino necesitamos un guía, un modelo. Este es Cristo, la palabra hecha carne, y modelo vivo de obediencia.

La obediencia  a  Dios es un camino de crecimiento y en consecuencia de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad diferente de la nuestra, que no solo no mortifica sino que fundamenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, la libertad también es un camino de obediencia, porque el creyente realiza su ser libre obedeciendo como hijos el proyecto del Padre. Está claro que una obediencia así exige reconocerse como a hijos, igual que el Hijo Jesús, que se ha abandonado en el  Padre. Y si en su Pasión se entregó a sus verdugos, lo hizo porque estaba absolutamente seguro que tenía un significado en una fidelidad total al proyecto del salvación querido por el Padre, como nos recuerda San Bernardo: “El que le agradó no fue la muerte, sino la voluntad de quien moría libremente” (Errores de Abelardo, 8,21. Citado en  Faciem tuam Domine, requiram) 

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