lunes, 3 de octubre de 2016

CAPÍTULO XX LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN



CAPÍTULO XX

LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN

Y cuando queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y respeto, 2con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro abandono. 3Y pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho, sino por nuestra pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4Por eso, la oración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial efusión que nos inspire la gracia divina. 5Mas la oración en común abréviese en todo caso, y, cuando el superior haga la señal para terminarla, levántense todos a un tiempo.

El Papa Francisco nos enseña en la Constitución Apostólica  Vultum Dei  Quaerere que “la plegaria litúrgica y personal es una exigencia fundamental para alimentar la contemplación: Si la plegaria personal es la médula de la vida consagrada todavía lo es más de la vida contemplativa. Hoy día son muchos los que no saben orar.   Son muchos los que no sienten la necesidad de orar,  o reducen  su relación con Dios a una súplica en los momentos de prueba, cuando no saben a quién dirigirse. Otros reducen su plegaria a una simple alabanza en los momentos felices. Al recitar y cantar las alabanzas del Señor mediante la Liturgia de las Horas os convertís en la voz de estas personas y, como los profetas intercedéis  por la salvación de todos. La plegaria personal os ayudará  a permanecer unidas al Señor, como los sarmientos a la vid, y de esta manera vuestra vida dará fruto en abundancia (cf. Jn 15,1-15). Sin embargo, recordad que tanto la vida de plegaria como la vida contemplativa no se pueden vivir como un cerrarse sobre sí mismo sino que es preciso abrir el corazón para abrazar a la humanidad, y muy especialmente a aquella que sufre”  (VDQ 16)

Para orar es preciso estar predispuesto con humildad.  Para  san Benito es la condición primordial, es esta la plegaria que llega a tocar el corazón de Dios. Una  humildad unida a una justa consciencia de nuestra condición, y hacerlo así depende de nosotros.  Esto nos exige abandonar radicalmente la arrogancia y el orgullo que nos hacen incapaces de ver la realidad con lucidez pues al ponernos como centro solemos ver las cosas tan sólo desde nuestra óptica personal. La humildad es la toma de conciencia de la grandeza del otro, el misterio del otro; esta es una experiencia espiritual que nos lleva al silencio, y como nos dice san Benito “seremos escuchados no por hablar mucho sino por la pureza de nuestro corazón y por las lágrimas de compunción”. El orgullo hace mucho ruido exterior e interiormente, sobre todo dentro, mientras que la humildad nos lleva a ser más profundos en el silencio interior y nos ayuda a encontrar nuestro sitio.. y si la humildad es la toma de conciencia de la grandeza del otro, lo será incluso más ante aquel que es totalmente Otro, ante el cual hemos de reconocer que él es el  Creador, Dios, y nosotros sus criaturas. Hablar con Dios, orar, nos dice el Papa, no debe ser una lista de peticiones, sino acercarse a la plegaria de Jesús, verdadero humilde de corazón, porque la humildad quiere decir también plena consciencia de nuestra identidad, de nuestra dignidad de hijos de Dios en el Hijo.

Hay dos maneras de orar. La primera es en la comunidad durante el Oficio divino, al que no hemos de anteponer nada, como dice san Benito (RB XLIII,3). Está por otro lado la plegaria personal. Si una tiene un tiempo concreto establecido, la otra depende de nosotros, de nuestra disponibilidad. El Oficio divino tiene su momento cuando toda la comunidad está reunida, unos junto a otros, al mismo tiempo y en un mismo espacio, que es la iglesia o el oratorio.
La personal, en cambio, se hace cuando el Espíritu nos toca el corazón, y la hacemos donde uno se encuentra más cómodo, ante el sagrario, en el claustro, o la celda…
Una es más formal, la otra más espiritual quizás, y si una aparece como reglada, la otra brota del deseo interior.  Cuando oramos juntos oramos como asamblea, como Iglesia; cuando es en privado nos preparamos para la comunitaria. En la personal, más que un método o un sistema lo que importa es la actitud, la abertura, la reverencia, la expectación, la confianza y el gozo de orar. Pero también nos podemos encontrar con obstáculos que impiden orar, como la inercia espiritual, la confusión interior, la frialdad o la falta de confianza en la eficacia.

Cerrándonos en la autocomplacencia de los propios pensamientos no dejamos espacio para el Señor. A menudo lo que hacemos con nuestros talentos para orar es ocultarlos evitando el contacto con el aire, el agua y el sol, impidiendo que el contacto con el mundo y sus necesidades nos ayuden a fructificar.  Muchos monjes, buenos, profundos, idealistas quieren hacer de su propia vida un arquetipo, remodelándose y buscando de responder a una determinada imagen y acaban meditando y contemplándose a sí mismos (Tomas Merton, La oración contemplativa)

También podemos dar lugar al desánimo, convencidos de que en la plegaria no vamos a obtener nada, y, ante eso, el remedio es la esperanza y la confianza en el Señor, la seguridad de que nos escucha antes incluso de que abramos la boca. Podemos ser víctimas de la confusión, prisioneros del subjetivismo, de nosotros mismos, sintiéndonos paralizados, y entonces la solución es abrirse al Espíritu.

No hemos de perder de vista que la plegaria monástica, la salmodia, la meditación, La Lectio, no son los objetivos en sí mismos; solamente preparan el camino para que la acción de Dios se haga realidad y nos ilumine interiormente por medio de la fe. Por esto en este capítulo san Benito nos invita a orar, nos ánima a la plegaria personal. Pues en expresión de san Bernardo en la vida monástica hemos de simultanear tres vocaciones: la de Lázaro, la de Marta y la de María; vocación del penitente, del trabajador, del contemplativo.

Orar es buscar, la búsqueda del hombre que solamente halla la plena realización en el  Dios que le sale al encuentro, que se le revela. La plegaria es abertura y elevación del corazón a Dios, una relación personal con  Él. Aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja nunca de tomar la iniciativa llamando al hombre a encontrarse con Él en la plegaria.
Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre el primer paso en la plegaria; la iniciativa del hombre es solo una respuesta. A medida que  Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la plegaria aparece como una llamada recíproca, un profundo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de  acciones, tiene lugar un trance que compromete al corazón humano.  Este se revela a través de toda la Historia de la Salvación (CEC 2567)

Él sale a nuestro encuentro, vayamos a encontrarlo y entonces orando daremos vigor a nuestro espíritu de plegaria, nuestra vida comunitaria, y nuestra vida de monjes.

Ayer mismo, decía el Papa  Francisco: «Esta llamada es también para nosotros. ¿Cómo no sentir aquí el eco de la gran exhortación de san Juan Pablo II: ¡Abrid las puertas!»

A pesar de esto, en nuestra vida como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener con frecuencia la tentación de encerrarse, por miedo o por comodidad.  Pero el camino que Jesús nos muestra es de un sentido único: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin billete de vuelta. Se trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él. (cf. Mc 8,35)  siguiendo un camino de entrega. Por otro lado a  Jesús no le agradan los recorridos a medias, las puertas entreabiertas, las vidas dobles. Pide ponernos en camino, ligeros, salir renunciando a las propias seguridades, y apoyarse solamente en él. En  otras palabras, la vida de sus discípulos más cercanos, como estamos llamados a ser, está hecha de amor concreto, es decir de servicio y disponibilidad; en una vida en la cual no hay espacios cerrados, ni propiedad privada para la nuestras propias comodidades, o por lo menos no debería haberla.

Quien ha optado por configurar toda su existencia con Jesús ya no elige donde estar, sino que va más allá de donde se le envía, dispuesto a responder a quien le llama; tampoco dispone de su propio tiempo. La casa donde reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo son espacios abiertos a su misión. Su tesoro es poner  al  Señor en medio de su vida, sin buscar a nadie más que al él. Contento con el Señor no se conforma con una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser testimonio y llegar  a los otros, la  agrada el riesgo y sale contento con el Señor, y llegar a los otros; le agrada el riesgo, y sale, no a la fuerza por caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las  rutas indicadas por el Espírito. (30 Julio  2916)

Debemos abrirnos al Espíritu orando al Señor, poniendo a Cristo en el centro de nuestra vida, y no anteponiéndole nada.




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