CAPÍTULO
XX
LA
REVERENCIA EN LA ORACIÓN
Y cuando
queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con
humildad y respeto, 2con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica
al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro
abandono. 3Y pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho, sino por
nuestra pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4Por eso,
la oración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial
efusión que nos inspire la gracia divina. 5Mas la oración en común abréviese en
todo caso, y, cuando el superior haga la señal para terminarla, levántense
todos a un tiempo.
El Papa
Francisco nos enseña en la Constitución Apostólica Vultum
Dei Quaerere que “la plegaria
litúrgica y personal es una exigencia fundamental para alimentar la
contemplación: Si la plegaria personal es la médula de la vida consagrada
todavía lo es más de la vida contemplativa. Hoy día son muchos los que no saben
orar. Son muchos los que no sienten la
necesidad de orar, o reducen su relación con Dios a una súplica en los
momentos de prueba, cuando no saben a quién dirigirse. Otros reducen su
plegaria a una simple alabanza en los momentos felices. Al recitar y cantar las
alabanzas del Señor mediante la Liturgia de las Horas os convertís en la voz de
estas personas y, como los profetas intercedéis
por la salvación de todos. La plegaria personal os ayudará a permanecer unidas al Señor, como los
sarmientos a la vid, y de esta manera vuestra vida dará fruto en abundancia
(cf. Jn 15,1-15). Sin embargo, recordad que tanto la vida de plegaria como la
vida contemplativa no se pueden vivir como un cerrarse sobre sí mismo sino que
es preciso abrir el corazón para abrazar a la humanidad, y muy especialmente a
aquella que sufre” (VDQ 16)
Para orar es
preciso estar predispuesto con humildad.
Para san Benito es la condición
primordial, es esta la plegaria que llega a tocar el corazón de Dios. Una humildad unida a una justa consciencia de
nuestra condición, y hacerlo así depende de nosotros. Esto nos exige abandonar radicalmente la
arrogancia y el orgullo que nos hacen incapaces de ver la realidad con lucidez
pues al ponernos como centro solemos ver las cosas tan sólo desde nuestra
óptica personal. La humildad es la toma de conciencia de la grandeza del otro,
el misterio del otro; esta es una experiencia espiritual que nos lleva al
silencio, y como nos dice san Benito “seremos escuchados no por hablar mucho
sino por la pureza de nuestro corazón y por las lágrimas de compunción”. El
orgullo hace mucho ruido exterior e interiormente, sobre todo dentro, mientras
que la humildad nos lleva a ser más profundos en el silencio interior y nos
ayuda a encontrar nuestro sitio.. y si la humildad es la toma de conciencia de
la grandeza del otro, lo será incluso más ante aquel que es totalmente Otro,
ante el cual hemos de reconocer que él es el
Creador, Dios, y nosotros sus criaturas. Hablar con Dios, orar, nos dice
el Papa, no debe ser una lista de peticiones, sino acercarse a la plegaria de
Jesús, verdadero humilde de corazón, porque la humildad quiere decir también
plena consciencia de nuestra identidad, de nuestra dignidad de hijos de Dios en
el Hijo.
Hay dos
maneras de orar. La primera es en la comunidad durante el Oficio divino, al que
no hemos de anteponer nada, como dice san Benito (RB XLIII,3). Está por otro
lado la plegaria personal. Si una tiene un tiempo concreto establecido, la otra
depende de nosotros, de nuestra disponibilidad. El Oficio divino tiene su
momento cuando toda la comunidad está reunida, unos junto a otros, al mismo
tiempo y en un mismo espacio, que es la iglesia o el oratorio.
La personal,
en cambio, se hace cuando el Espíritu nos toca el corazón, y la hacemos donde
uno se encuentra más cómodo, ante el sagrario, en el claustro, o la celda…
Una es más
formal, la otra más espiritual quizás, y si una aparece como reglada, la otra
brota del deseo interior. Cuando oramos
juntos oramos como asamblea, como Iglesia; cuando es en privado nos preparamos
para la comunitaria. En la personal, más que un método o un sistema lo que
importa es la actitud, la abertura, la reverencia, la expectación, la confianza
y el gozo de orar. Pero también nos podemos encontrar con obstáculos que
impiden orar, como la inercia espiritual, la confusión interior, la frialdad o
la falta de confianza en la eficacia.
Cerrándonos
en la autocomplacencia de los propios pensamientos no dejamos espacio para el
Señor. A menudo lo que hacemos con nuestros talentos para orar es ocultarlos
evitando el contacto con el aire, el agua y el sol, impidiendo que el contacto
con el mundo y sus necesidades nos ayuden a fructificar. Muchos monjes, buenos, profundos, idealistas
quieren hacer de su propia vida un arquetipo, remodelándose y buscando de
responder a una determinada imagen y acaban meditando y contemplándose a sí
mismos (Tomas Merton, La oración contemplativa)
También
podemos dar lugar al desánimo, convencidos de que en la plegaria no vamos a
obtener nada, y, ante eso, el remedio es la esperanza y la confianza en el
Señor, la seguridad de que nos escucha antes incluso de que abramos la boca.
Podemos ser víctimas de la confusión, prisioneros del subjetivismo, de nosotros
mismos, sintiéndonos paralizados, y entonces la solución es abrirse al
Espíritu.
No hemos de
perder de vista que la plegaria monástica, la salmodia, la meditación, La Lectio,
no son los objetivos en sí mismos; solamente preparan el camino para que la
acción de Dios se haga realidad y nos ilumine interiormente por medio de la fe.
Por esto en este capítulo san Benito nos invita a orar, nos ánima a la plegaria
personal. Pues en expresión de san Bernardo en la vida monástica hemos de
simultanear tres vocaciones: la de Lázaro, la de Marta y la de María; vocación
del penitente, del trabajador, del contemplativo.
Orar es
buscar, la búsqueda del hombre que solamente halla la plena realización en
el Dios que le sale al encuentro, que se
le revela. La plegaria es abertura y elevación del corazón a Dios, una relación
personal con Él. Aunque el hombre se olvide
de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja nunca de tomar la iniciativa
llamando al hombre a encontrarse con Él en la plegaria.
Nos dice el
Catecismo de la Iglesia Católica: esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre
el primer paso en la plegaria; la iniciativa del hombre es solo una respuesta.
A medida que Dios se revela, y revela al
hombre a sí mismo, la plegaria aparece como una llamada recíproca, un profundo
acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que
compromete al corazón humano. Este se
revela a través de toda la Historia de la Salvación (CEC 2567)
Él sale a
nuestro encuentro, vayamos a encontrarlo y entonces orando daremos vigor a
nuestro espíritu de plegaria, nuestra vida comunitaria, y nuestra vida de
monjes.
Ayer mismo,
decía el Papa Francisco: «Esta llamada
es también para nosotros. ¿Cómo no sentir aquí el eco de la gran exhortación de
san Juan Pablo II: ¡Abrid las puertas!»
A pesar de
esto, en nuestra vida como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener
con frecuencia la tentación de encerrarse, por miedo o por comodidad. Pero el camino que Jesús nos muestra es de un
sentido único: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin billete de vuelta. Se
trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él. (cf. Mc
8,35) siguiendo un camino de entrega. Por
otro lado a Jesús no le agradan los
recorridos a medias, las puertas entreabiertas, las vidas dobles. Pide ponernos
en camino, ligeros, salir renunciando a las propias seguridades, y apoyarse
solamente en él. En otras palabras, la
vida de sus discípulos más cercanos, como estamos llamados a ser, está hecha de
amor concreto, es decir de servicio y disponibilidad; en una vida en la cual no
hay espacios cerrados, ni propiedad privada para la nuestras propias
comodidades, o por lo menos no debería haberla.
Quien ha
optado por configurar toda su existencia con Jesús ya no elige donde estar,
sino que va más allá de donde se le envía, dispuesto a responder a quien le
llama; tampoco dispone de su propio tiempo. La casa donde reside no le
pertenece, porque la Iglesia y el mundo son espacios abiertos a su misión. Su
tesoro es poner al Señor en medio de su vida, sin buscar a nadie
más que al él. Contento con el Señor no se conforma con una vida mediocre, sino
que tiene un deseo ardiente de ser testimonio y llegar a los otros, la agrada el riesgo y sale contento con el
Señor, y llegar a los otros; le agrada el riesgo, y sale, no a la fuerza por
caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las
rutas indicadas por el Espírito. (30 Julio 2916)
Debemos
abrirnos al Espíritu orando al Señor, poniendo a Cristo en el centro de nuestra
vida, y no anteponiéndole nada.
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