Capítulo
XXXIV
SI
TODOS HAN DE RECIBIR IGUALMENTE LO NECESARIO
Está escrito:
«Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 2Pero con esto no queremos
decir que haya discriminación de personas, ¡no lo permita Dios!, sino
consideración de las flaquezas. 3Por eso, aquel que necesite menos, dé gracias
a Dios y no se entristezca; 4pero el que necesite más, humíllese por sus
flaquezas y no se enorgullezca por las atenciones que le prodigan. 5Así todos
los miembros de la comunidad vivirán en paz. 6Por encima de todo es menester
que no surja la desgracia de la murmuración en cualquiera de sus formas, ni de
palabra, ni con gestos, por motivo alguno. 7Y, si alguien incurre en este
vicio, será sometido a un castigo muy severo.
No hacer
acepción de personas, considerar las debilidades, dar gracias a Dios si no
necesitamos nada, no ponernos tristes, no murmurar; para que todo esto nos
permita vivir en paz.
La necesidad
de uno no es necesariamente la necesidad del otro; cada hermano, sea el que
sea, o cualquiera que tenga su misión o su lugar en la comunidad, se ha de
sentir miembro de la comunidad como los demás, ni superior ni inferior. Esta es
la idea de san Benito, pero en la práctica ¿creemos satisfechas nuestras
necesidades?, ¿qué es lo que de verdad nos hace falta y qué necesitamos? ¿Somos nosotros mismos observadores
imparciales para decidirlo? Ciertamente
el riesgo de otorgarnos privilegios, buscar favoritismos, apropiarnos
indebidamente de actitudes, de material y de funciones, para nuestro propio
interés y satisfacción no es ajeno a nosotros, y cada uno podemos comprobarlo
si nos miramos a nosotros mismos, a nuestro pensamiento interior que con
frecuencia no concuerda con lo que decimos.
La igualdad
es uno de los fundamentos de la vida común. Por ello, el trato de favor, el
privilegio y el favoritismo, suscitan con frecuencia celos y rencores. La
igualdad que nos propone san Benito es
una igualdad asimétrica, que busca un nivel desde su punto de vista, siguiendo
el consejo de los apóstoles “según las
necesidades de cada uno” (Hech 2,45; 4,35).
Compaginar la
igualdad con el respeto a la diversidad. Dos conceptos que pueden aparecer como
opuestos pero que deben coexistir: respeto a la igualdad y reconocimiento a la
diferencia, de acuerdo a la persona, a la vida que lleva, su actividad, sus
aptitudes…
Todos somos hijos de
Dios, creados a su imagen y afectados por nuestra condición de pecadores. En la
Escritura la única diferencia viene por
la llamada, por la vocación que hemos tenido todos, y que no conviene olvidar. El
reconocimiento de la diferencia nivela la igualdad; aquí
se centra, en gran parte, el equilibrio de la vida comunitaria. Todos igual, sea cual sea el origen, la edad
y la cultura, pero a la vez diversos.
Saber si necesitamos
una cosa u otra, si tenemos o no necesidad, no siempre es fácil discernirlo, y reconocerlo.
Ciertamente no somos iguales, lo cual se evidencia en las reacciones, cuando se
pide una cosa a un hermano; los hay que están agarrados de manera sistemática
al “no”, que lo cree todo imposible, olvidando a menudo que él mismo en otro
momento ha mandado cosas que otros
consideraban imposibles. Pero la memoria es frágil, y creemos que no caeremos
nunca en los errores del otro. También
los hay que proponen normas o comportamientos, exigiendo con rigor a los demás,
pero cuando se le pide a él o se le manda una cosa responde manera infantil, y
busca la provocación no cumplirlas. Seguramente no ha leído aquello del Cohelet: “aquello que está torcido no sirve para
enderezar” (Coh 1,15).
¿Realmente, son siempre imposibles las cosas que se nos
piden?
Quizás es que no nos
gustan, y empezamos a pedir otras que necesitamos imaginariamente, pero lo que
evidencia es que queremos evitarlas.
A menudo no hacemos
de la necesidad virtud sino excusa, como cuando pedimos medios, diciendo: “yo
lo haría pero sería necesario tal o tal cosa”; o bien pedimos tiempo, porque
“eso no es cosa de un día”, y entonces ya ni nos planteamos iniciarlo, como si
supiéramos de cierto que nuestra vida no llegará tan lejos; o iniciamos una
lista de agravios: “es que aquel dijo, o hizo tal cosa”, y por tanto yo ahora hago lo que me parece.
Al final, excusas de mal pagador que nos convierten en apóstoles de la necesidad, como hay apóstoles
del pesimismo o de la murmuración, o profetas del apocalipsis diario que puede
vaticinarse con el único argumento de que aquel día la comida no es de nuestro
gusto.
Avanzar en la
obediencia y en la humildad está en nuestras manos. Para esto hemos venido,
para tenerlas como una herramienta que nos ayude a caminar hacia Cristo. O en todo caso habríamos de pensar en
el sentido de nuestra vocación y en lo que estamos haciendo aquí.
Hablar de necesidad en nuestra sociedad es hablar, con
frecuencia, de consumismo, de afán de poseer, egoísmo, y, evidentemente, esto
también llega a los monasterios, y lo asumimos en nuestra propia existencia. En
un mundo donde la pobreza es un mal, mientras la riqueza, la posesión, hacer la
propia voluntad son un valor social, no es difícil que acabe influyendo como
criterio en nuestra vida diaria. Es preciso poner freno a esta característica
de la vida de hoy, dentro de nuestro proceso de conversión personal, de nuestro
camino monástico hacia Cristo.
También hemos de
tener presente que no todo son necesidades materiales. Podemos considerar otras
en relación con tener más atención de los superiores o de los otros hermanos,
salir más a menudo del monasterio… Los
hay que tienen necesidad de contacto con los forasteros, con los huéspedes,
agarrándose a lo que podrías ser un caso puntual del “once mandamiento de la Ley: “interrogarás a
todo huésped que viene al monasterio”.
Buscando quizás, el halago de quien nos visita.
Es menos
frecuente reflexionar si necesitamos más
`plegaria, más silencio, más contacto con la Palabra, más trabajo, lo cual
siempre es un buen tema para plantearse en nuestra jornada monástica.
Plantearnos si tenemos necesidad de ser más monjes, de avanzar más y mejor en
el camino de la búsqueda de Dios. Esta necesidad siempre la tenemos o la habríamos
de tener y de sentir, e incluso debería ocupar un lugar de honor en nuestra
lista de necesidades y peticiones. Pues, a menudo sucede que aquello que es
inmediato no deja lugar a lo más trascendente, en nuestro caso la búsqueda de
la experiencia de Dios. Es importante también sentir la humillación en nuestra
pobreza, y no enorgullecernos por la comprensión que nos puedan tener. Es
esencial distinguir lo verdaderamente importante, como es la necesidad de Dio,
el contacto con Dios mediante la plegaria comunitaria y personal, a través del
contacto asiduo con la Palabra y teniendo como centro de nuestra vida la
Eucaristía, todo ello vivido y hecho experiencia en el servicio a Dios y a los
hermanos.
Esta es la verdadera
necesidad y si verdaderamente la sentimos, todo lo demás nos aparecerá como
inútil e innecesario. Cada día debemos volver al ideal del origen de nuestra
vocación, pues sin la fidelidad a esta vocación no haremos nada, como
también dice hoy el Cohelet (Domingo XX
TO, C): “con lo que falta no puedes
contar, o calcular”. (Coh 1,15)
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