Capítulo
XXVII
LA SOLICITUD QUE EL
ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS
El abad se
preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque «no necesitan
médico los sanos, sino los enfermos». 2Por tanto, como un médico perspicaz,
recurrirá a todos los medios; como quien aplica cataplasmas, esto es,
enviándole monjes ancianos y prudentes, 3quienes como a escondidas consuelen al
hermano vacilante y le muevan a una humilde satisfacción, animándole «para que
la excesiva tristeza no le haga naufragar », 4sino que, como dice también el
Apóstol, «la caridad se intensifique» y oren todos por él. 5Efectivamente, el
abad debe desplegar una solicitud extrema y afanarse con toda sagacidad y
destreza por no perder ninguna de las ovejas a él confiadas. 6No se olvide de
que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la de dominar
tiránicamente a las almas sanas. 7Y tema aquella amenaza del profeta en la que
dice Dios: «Tomabais para vosotros lo que os parecía pingüe y lo flaco lo
desechabais ». 8Imite también el ejemplo de ternura que da el buen pastor,
quien, dejando en los montes las noventa y nueve ovejas, se va en busca de una
sola que se había extraviado; 9cuyo abatimiento le dio tanta lástima, que llegó
a colocarla sobre sus sagrados hombros y llevarla así consigo otra vez al
rebaño.
San Benito
nos dice que podemos ser hermanos culpables, enfermos que tenemos necesidad de
ayuda; hermanos vacilantes, con el
riesgo de sucumbir a una tristeza excesiva, y necesidad de mostrarse humildes a
la vez que recibir amor y plegarias por parte del resto de la comunidad.
San Benito
tiene un perfecto conocimiento de la vida comunitaria, de los peligros y
patologías de la misma, así como de los remedios para hacerles frente.
Quien pasa
por dificultades debe ser objeto de una solicitud extrema. Nos encontramos
siempre espíritus enfermos, divididos, débiles, y que conviene no olvidar que
son miembros de la comunidad. El buen pastor no es el que se aleja a sí mismo,
o aleja a las ovejas molestas y enfermas, sino que actúa con la responsabilidad
de que no se pierda ninguna.
Los remedios
que sugiere san Benito para recuperarlas son diversos, pues también son
diversas las tipologías: “acomodarse a las diversas maneras de ser: a uno con
halagos, a otros con amenazas, a éste con persuasión; y según el temperamento y la inteligencia de
cada uno se actúe y adapte a cada uno de manera que no solamente no haya que
lamentar la disminución del rebaño encomendado, sino incluso de alegrarse del
crecimiento del mismo. (RB 2,31-32)
No obstante
hay ovejas que se pierden, aunque algunas intentan perderse por su propia voluntad, transitoria o
definitiva. El primer paso para recuperarse, para recibir ayuda, es saberse
perdido, enfermo, a la vez que ser considerado así por los demás miembros de la
comunidad.
Como el hijo
pródigo que tiene conciencia de su falta, de la debilidad a la que le ha
llevado su orgullo, y que una vez dilapidado todos los bienes recibidos del
padre, y creyéndose perdido del todo, tanto material como espiritual, se
considera sin la condición de hijo y se plantea suplicar que al menos se le
acoja como a un trabajador.
Pero Dios es
un padre admirable; y a pesar de que abandonemos su casa, que malgastemos lo
que hemos recibido de él, en nuestro caso nuestra vocación, continuamos siendo hijos suyos; y él
siempre está esperando que, conscientes de lo que hemos hecho, volvamos
arrepentidos a su casa, que es también nuestra casa.
También la
oveja que abandona el rebaño para saltar entre riscos o precipicios, inconsciente
del riesgo y creyendo en la búsqueda de vida más cómoda y halagada, haciendo
vida más de cabra que de oveja es digna de la atención del buen pastor que sale
a su encuentro, a buscarla, aunque también puede suceder que la oveja sintiendo
la proximidad del buen pastor, se aleje y se esconda cerrándose en sí misma y
rechazando ser ayudada.
Porque el
hombre ha sido creado libre y Dios respeta nuestra libertad. Nos ha hecho
libres, como un precioso regalo, y nos respeta incluso cuando nos endurecemos
en el mal camino. Dios no nos impone su gracia, nos la propone, nos la ofrece
siempre para que la aceptemos libremente. Dios es el padre siempre dispuesto,
siempre esperando nuestra vuelta libre para recibir su amor misericordioso.
¿Qué es lo
que nos empuja a perdernos? Puede ser la inestabilidad interior que nos lleva a
menospreciar la observancia de la regla, la plegaria, la lectio, el trabajo… y
que nos lleva a erigirnos en otro san Benito, escribiendo así una regla
personal, poco regular, caprichosa, sometida solamente a nuestro ánimo
personal, que cada día puede ser diferente, o sea que quien considera así la
regla viene a guiarse por un deseo
egoísta personal.
Esto va unido
a la negligencia en la observancia, al abandono de la plegaria comunitaria y
personal, a una falta de relación con la Palabra, hasta llegar a un minimalismo
donde todo se considera de más, excepto lo que nos viene de gusto en cada
momento.
Se puede
añadir aquí o tener como consecuencia un desánimo general que puede llevar a
perder la vocación, o por lo menos a
ponerla en peligro grave, aunque se continúe en el monasterio, más por
comodidad, y por pereza a buscar otra
vida.
San Benito
nos propone atacar estos peligros de raíz nada más que apunten, “esclafar
contra el Cristo los malos pensamientos que le vienen al corazón (RB 4,50) y abrirse a
la Palabra, como apunta el mismo
Benito al decirnos: “Apártate de tus deseos”.
También
pedimos a Dios en la Oración que se haga en nosotros su voluntad. Con razón,
pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad, para evitar aquello que dice
la Escritura: “hay caminos que aparecen rectos a los hombres, pero el término
de los mismos lleva hasta lo profundo del infierno”; y también cuando tenemos
miedo de aquello que se dice de los negligentes: “se han corrompido y se han
hecho abominables sus deseos”. (RB 7,19-22).
Al final, el
remedio, el medicamento principal es la
perseverancia. Cuando llega la oscuridad en medio del túnel conviene agarrarse, y permanecer fieles y con fuerza a la
barandilla, que en nuestra vida viene a ser la fidelidad en el quehacer de cada
día, la fidelidad a la Regla que rige toda nuestra vida y nos ayuda a seguir
adelante, a pesar de las dificultades y los obstáculos del camino.
Cuando huimos
del rebaño, cuando nos perdemos, huimos de la mirada de Dios, de su redil.
Entonces necesitamos detenernos, reflexionar sobre lo que estamos haciendo, y
dejarnos encontrar como la oveja perdida, y volver como el hijo pródigo a la
casa del Padre. Y si somos el hijo mayor no murmuremos por los esfuerzos que se
han hecho por volver a encontrar a quien se alejó; no busquemos cerrar con la
llave de la incomprensión y el cerrojo de nuestro egoísmo la puerta del redil;
dejemos que el pastor vaya a la búsqueda de la oveja perdida y estemos dispuestos
a su vuelta para, si lo hace con la oveja perdida, alegrarnos, porque está escrito: “”habrá más
alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que no por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15,7) o también: “hay una
alegría semejante entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se
convierte (Lc 15,10) pues “es preciso celebrarlo y alegrarse porque este
hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos vuelto a recobrar (Lc 15,
32).
Escuchamos
hoy en el evangelio de Lucas (Dom. 19, TO, C) “se exige mucho de aquellos a
quien se ha dado mucho, siempre se reclama más de aquellos a quienes se ha
prestado más”. A nosotros, Dios nos ha dado, nos ha prestado el regalo de una
vocación monástica; seamos siempre
conscientes de ello, ya que Dios nos pedirá que hemos hecho a lo largo de
nuestra vida en el monasterio, y nos exigirá y nos reclamará que la hayamos
vivido en plenitud, o al menos que lo hayamos intentado, que la hayamos hecho
fructificar.
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