lunes, 3 de octubre de 2016

Capítulo XXVII LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS

Capítulo XXVII

LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS

El abad se preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos». 2Por tanto, como un médico perspicaz, recurrirá a todos los medios; como quien aplica cataplasmas, esto es, enviándole monjes ancianos y prudentes, 3quienes como a escondidas consuelen al hermano vacilante y le muevan a una humilde satisfacción, animándole «para que la excesiva tristeza no le haga naufragar », 4sino que, como dice también el Apóstol, «la caridad se intensifique» y oren todos por él. 5Efectivamente, el abad debe desplegar una solicitud extrema y afanarse con toda sagacidad y destreza por no perder ninguna de las ovejas a él confiadas. 6No se olvide de que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la de dominar tiránicamente a las almas sanas. 7Y tema aquella amenaza del profeta en la que dice Dios: «Tomabais para vosotros lo que os parecía pingüe y lo flaco lo desechabais ». 8Imite también el ejemplo de ternura que da el buen pastor, quien, dejando en los montes las noventa y nueve ovejas, se va en busca de una sola que se había extraviado; 9cuyo abatimiento le dio tanta lástima, que llegó a colocarla sobre sus sagrados hombros y llevarla así consigo otra vez al rebaño.

San Benito nos dice que podemos ser hermanos culpables, enfermos que tenemos necesidad de ayuda;  hermanos vacilantes, con el riesgo de sucumbir a una tristeza excesiva, y necesidad de mostrarse humildes a la vez que recibir amor y plegarias por parte del resto de la comunidad.

San Benito tiene un perfecto conocimiento de la vida comunitaria, de los peligros y patologías de la misma, así como de los remedios para hacerles frente.

Quien pasa por dificultades debe ser objeto de una solicitud extrema. Nos encontramos siempre espíritus enfermos, divididos, débiles, y que conviene no olvidar que son miembros de la comunidad. El buen pastor no es el que se aleja a sí mismo, o aleja a las ovejas molestas y enfermas, sino que actúa con la responsabilidad de que no se pierda ninguna.

Los remedios que sugiere san Benito para recuperarlas son diversos, pues también son diversas las tipologías: “acomodarse a las diversas maneras de ser: a uno con halagos, a otros con amenazas, a éste con persuasión;  y según el temperamento y la inteligencia de cada uno se actúe y adapte a cada uno de manera que no solamente no haya que lamentar la disminución del rebaño encomendado, sino incluso de alegrarse del crecimiento del mismo. (RB 2,31-32)

No obstante hay ovejas que se pierden, aunque algunas intentan perderse  por su propia voluntad, transitoria o definitiva. El primer paso para recuperarse, para recibir ayuda, es saberse perdido, enfermo, a la vez que ser considerado así por los demás miembros de la comunidad.

Como el hijo pródigo que tiene conciencia de su falta, de la debilidad a la que le ha llevado su orgullo, y que una vez dilapidado todos los bienes recibidos del padre, y creyéndose perdido del todo, tanto material como espiritual, se considera sin la condición de hijo y se plantea suplicar que al menos se le acoja como a un trabajador.

Pero Dios es un padre admirable; y a pesar de que abandonemos su casa, que malgastemos lo que hemos recibido de él, en nuestro caso nuestra vocación,  continuamos siendo hijos suyos;  y  él siempre está esperando que, conscientes de lo que hemos hecho, volvamos arrepentidos a su casa, que es también nuestra casa.

También la oveja que abandona el rebaño para saltar entre riscos o precipicios, inconsciente del riesgo y creyendo en la búsqueda de vida más cómoda y halagada, haciendo vida más de cabra que de oveja es digna de la atención del buen pastor que sale a su encuentro, a buscarla, aunque también puede suceder que la oveja sintiendo la proximidad del buen pastor, se aleje y se esconda cerrándose en sí misma y rechazando ser ayudada.

Porque el hombre ha sido creado libre y Dios respeta nuestra libertad. Nos ha hecho libres, como un precioso regalo, y nos respeta incluso cuando nos endurecemos en el mal camino. Dios no nos impone su gracia, nos la propone, nos la ofrece siempre para que la aceptemos libremente. Dios es el padre siempre dispuesto, siempre esperando nuestra vuelta libre para recibir su amor misericordioso.

¿Qué es lo que nos empuja a perdernos? Puede ser la inestabilidad interior que nos lleva a menospreciar la observancia de la regla, la plegaria, la lectio, el trabajo… y que nos lleva a erigirnos en otro san Benito, escribiendo así una regla personal, poco regular, caprichosa, sometida solamente a nuestro ánimo personal, que cada día puede ser diferente, o sea que quien considera así la regla viene a guiarse por un  deseo egoísta personal.

Esto va unido a la negligencia en la observancia, al abandono de la plegaria comunitaria y personal, a una falta de relación con la Palabra, hasta llegar a un minimalismo donde todo se considera de más, excepto lo que nos viene de gusto en cada momento.

Se puede añadir aquí o tener como consecuencia un desánimo general que puede llevar a perder la vocación,  o por lo menos a ponerla en peligro grave, aunque se continúe en el monasterio, más por comodidad,  y por pereza a buscar otra vida.

San Benito nos propone atacar estos peligros de raíz nada más que apunten, “esclafar contra el Cristo los malos pensamientos que le vienen al corazón (RB 4,50)  y abrirse a  la Palabra, como apunta el mismo  Benito al decirnos: “Apártate de tus deseos”.

También pedimos a Dios en la Oración que se haga en nosotros su voluntad. Con razón, pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad, para evitar aquello que dice la Escritura: “hay caminos que aparecen rectos a los hombres, pero el término de los mismos lleva hasta lo profundo del infierno”; y también cuando tenemos miedo de aquello que se dice de los negligentes: “se han corrompido y se han hecho abominables sus deseos”. (RB 7,19-22).

Al final, el remedio, el medicamento  principal es la perseverancia. Cuando llega la oscuridad en medio del túnel  conviene agarrarse, y  permanecer fieles y con fuerza a la barandilla, que en nuestra vida viene a ser la fidelidad en el quehacer de cada día, la fidelidad a la Regla que rige toda nuestra vida y nos ayuda a seguir adelante, a pesar de las dificultades y los obstáculos del camino.

Cuando huimos del rebaño, cuando nos perdemos, huimos de la mirada de Dios, de su redil. Entonces necesitamos detenernos, reflexionar sobre lo que estamos haciendo, y dejarnos encontrar como la oveja perdida, y volver como el hijo pródigo a la casa del Padre. Y si somos el hijo mayor no murmuremos por los esfuerzos que se han hecho por volver a encontrar a quien se alejó; no busquemos cerrar con la llave de la incomprensión y el cerrojo de nuestro egoísmo la puerta del redil; dejemos que el pastor vaya a la búsqueda de la oveja perdida y estemos dispuestos a su vuelta para, si lo hace con la oveja perdida,  alegrarnos, porque está escrito: “”habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que no por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15,7) o también: “hay una alegría semejante entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte (Lc 15,10) pues “es preciso celebrarlo y alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba  perdido y lo hemos vuelto a recobrar (Lc 15, 32).

Escuchamos hoy en el evangelio de Lucas (Dom. 19, TO, C) “se exige mucho de aquellos a quien se ha dado mucho, siempre se reclama más de aquellos a quienes se ha prestado más”. A nosotros, Dios nos ha dado, nos ha prestado el regalo de una vocación monástica; seamos  siempre conscientes de ello, ya que Dios nos pedirá que hemos hecho a lo largo de nuestra vida en el monasterio, y nos exigirá y nos reclamará que la hayamos vivido en plenitud, o al menos que lo hayamos intentado, que la hayamos hecho fructificar.

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