domingo, 26 de noviembre de 2023

CAPÍTULO 44, CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

 

CAPÍTULO 44

CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5 Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en .el mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el abad que cese ya en su satisfacción.9 Los que por faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».

Hay culpas leves y graves. Las leves se satisfacen con una amonestación; las graves con una exclusión de la comunidad, apartado de la plegaria común y del refectorio. Además, san Benito establece que se postre a tierra a la puerta del oratorio en silencio.

Este gesto de postración, todavía en uso en la liturgia cartujana después de la consagración en la Eucaristía, ha ido desapareciendo de nuestras liturgias, pero sigue estando presente en momentos claves de nuestra vida monástica para expresar nuestra pequeñez delante del Señor, y la necesidad infinita que tenemos de su misericordia y de su ayuda.

La palabra “postración” proviene del latín “pro-sternere”, “extenderse por tierra”.  Y permanece durante un tiempo determinado. Como la genuflexión es otro gesto evidente de humildad, penitencia o súplica delante de Dios.

En el AT vemos a Abraham “que se prosterna con su frente a tierra para hablar con Dios (Gen 17,3); o los hermanos de José “se prosternaron delante de él hasta tocar tierra con la frente” tres veces, para mostrarle respeto, cuando todavía no lo había reconocido (Gen 42,6), la segunda vez para darle los obsequios (Gen 43,26), y la tercera para pedirle perdón al ser acusados de robar (Gen 44,14). También Moisés se arrodilló y prosternó hasta tocar a tierra en el Sinaí, cuando Dios establece la alianza con él ((Ex 34,8)

La postración aparece en el NT cincuenta y nueve veces. A veces, como agradecimiento por una curación de Jesús; otras, como en el Apoc, son figuras metafóricas de adoración ligadas a la realeza de Dios. La más impresionante es la del mismo Jesús en Getsemaní. El evangelio de Mateo dice que “se prosternó con la frente a tierra y oraba (Mt 26,39) Marcos dice que “se adelantó un poco más allá, cayó a tierra y oraba (Mc 14,35).

En la liturgia actual la postración se efectúa en la liturgia de Viernes Santo, cuando los ministros sagrados se postran en silencio al inicio, mientras la comunidad se arrodilla. Es un gesto relevante en el rito de ordenación de diáconos y presbíteros, como en el de los obispos, mientras se cantan las letanías de los santos. El mismo gesto está en la vida monástica al recibir el hábito, en la profesión y en la bendición del abad, como un signo de humildad y de súplica. Es también un gesto arraigado en la espiritualidad de otras religiones, como en las plegarias de la religión islámica.

San Benito presenta este gesto como una expresión de arrepentimiento y humildad, que considera ligado a las costumbres penitenciales de la Iglesia primitiva, cuando los pecadores se postraban a la puerta de la iglesia hasta recibir el perdón.

Este gesto litúrgico, este “propiciat se in terra in loco quo stat”, dice la versión latina, es un gesto directamente ligado a la petición y obtención del perdón al satisfacer la culpa. El gesto tiene tres objetivos: arrepentirse, dar satisfacción y volver a la comunión.

Los obispos españoles en su documento “Enviados a acoger, sanar, reconstruir” (cf Jer 33,6-7) afirman que son conscientes de que no bastan las palabras. La reparación, un proceso presente en el proceso de acompañamiento de víctimas de abusos es otra manera de nombrar la satisfacción de la que nos habla san Benito. Si hacemos mal a los otros, a la comunidad, a la Iglesia, no hacen falta muchos golpes, es suficiente con uno. “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a pasar” cono afirmaba alguien que se arrepentía.

Dice san Juan Pablo II: “La satisfacción mas bien es la expresión de una existencia renovada, la cual con una nueva ayuda de Dios se proyecta hacia su re4alización concreta. Por eso, no debería limitarse en sus manifestaciones determinadas, como el campo de la oración, sino actuar en los diversos sectores en los que el pecado devasta al hombre” (Audiencia general 7 Marzo 1984).

La manera de satisfacer es un tema central común en otras reglas monásticas. Así la regla de san Pacomio mostrando que es algo nacido de la práctica, de la larga experiencia del legislador, experimenta en su trato con los que fallan; y si en el primer momento determina la expulsión del monasterio, más tarde intentará corregir excluyendo de la comunidad solamente a los más graves y que pueden contaminar a los demás, en el caso de que no quieran corregirse.

También la regla de san Macario escrita a final del s.V o principios del VI en el área de influencia de Lerins, presenta al monasterio no solo como un lugar opuesto al mundo, sino también como un paraíso poblado de hermanos en donde hay que preservar la paz, donde el escándalo es el peor de los males, pues pone en peligro la caridad mutua y la concordia. Los tres capítulos dedicados en la regla de san Macario a las culpas y a los castigos recogen una reglamentación muy severa: el culpable de una falta, sin otro aviso ni sanción previa, es excluido de la oración y obligado a un ayuno riguroso, y si no se corrige con palabras puede ser corregido con golpes de palo.

Pero en ningún caso no se trata de excluir sin más, sino de concienciarse de la falta, de que con ésta, él mismo se excluye de la comunidad, y el camino para la vuelta es triple:  arrepentimiento, satisfacción y plegaria. Los actores en el proceso de retorno del pecador a la comunión son él y los demás hermanos. Así nos dice san Benito que cuando el abad considere que ha satisfecho lo haga comparecer delante de la comunidad y mientras se postra de nuevo todos oran por él. Todo ello tiene como fin último “una finalidad de conversión delante del pecado y de la comunión con Cristo” (San Juan Pablo II.  Reconciliación y penitencia, 25).

domingo, 19 de noviembre de 2023

CAPÍTULO 37, LOS ANCIANOS Y NIÑOS

 

CAPÍTULO 37

LOS ANCIANOS Y NIÑOS

A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina de por sí a la indulgencia con  estas dos edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de la regla. Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas reglamentarias.

San Benito habla de no hacer acepción de personas con nadie que ingresa en el monasterio. Así lo recomienda cuando habla del abad: si un esclavo ingresa en el monasterio, que no se le anteponga un hombre libre” (RB 2,18). O en el capítulo 3º cuando habla de llamar a consejo a todos los hermanos dice: “llamar a todos a consejo, porque a menudo el Señor revela al más joven lo que es mejor”.

Esto no es una igualdad despiadada, sino que san Benito hace una opción por los débiles, y busca proteger en este capítulo a los niños y los ancianos, en un terreno bastante riguroso como es la comida.

En nuestro tiempo ya no se da la opción de una donación al monasterio de los hijos para ser educados. Es necesario al leer este capítulo situarnos en la época de san Benito. Tiempos en se distinguían tres etapas en la vida humana: infancia, de cero a siete años; pubertad, de siete a catorce; y juventud de 14 a 21años. La idea de una infancia protegida como es actual hoy, no estaba presente en la época medieval. Esta consideración de los infantes como adultos potenciales significaba, más bien, hacerlos crecer de manera rápida para que se incorporaran a las tareas de los adultos.

La misma consideración contemplamos en cuanto se refiere a la vejez. En Roma se consideraba que comenzaba a los 60 años, y la valoración a menudo era negativa. La apuesta de san Benito es algo excepcional en el planteamiento de una positiva atención, más allá del común de los monjes.

Pero en el caso de los ancianos sí que hoy es un tema a poder tener en cuenta. También, que la vejez en nuestro tiempo se retrasa en unos años. Los ancianos, en una comunidad vienen a ser una riqueza, aunque también habría que decir que no todos envejecen igual. Se envejece tal como se ha vivido.

La vejez puede ser una fase de la vida no fácil de llevar o de vivir. Cuando fallan las fuerzas y no se puede ser como fue hasta entonces; cuando la memoria juega malas pasadas, o cuando la enfermedad viene a ser crónica, no siempre se da una reacción positiva, al sentirse en cierta manera inútil o con una valoración diferente a como lo había sido hasta el momento. Luego, hay fijaciones que no desaparecen con la vejez, sino que se acentúan y causan, en ocasiones, malestar en la comunidad. Y, además, todo este panorama se agrava con la proximidad de la muerte. También es cierto que conforme pasan los años y con este hecho inexorable más próximo, da lugar, en ocasiones, a la angustia. En otros, se vive con más serenidad.

Como escribía san Juan Pablo II en su Carta a los ancianos: “El límite entre la vida y la muerte recorre nuestras comunidades, y se acerca a cada uno de nosotros inexorablemente. Si la vida es una peregrinación hacia la patria celestial, la ancianidad es el tiempo en el que con más naturalidad se mira hacia la eternidad. A pesar de esto, también a nosotros, ancianos, nos cuesta resignarnos ante la perspectiva de este paso… Se comprende porqué delante de esta tenebrosa realidad, el hombre reacciona y se rebela… Aunque la muerte sea razonablemente comprensiva en su aspecto biológico, no es posible vivirla como algo que es natural. Contrasta con el instinto más profundo del hombre” (Carta a los ancianos, 14)

A esta común situación, todos los que llegan a la vejez, los creyentes y muy especialmente nosotros los monjes, deberíamos añadir lo que también escribe san Juan Pablo II:

“La fe ilumina el misterio de la muerte e infunde en la vejez serenidad, no considerada y vivida como una espera pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como un acercamiento a la meta de la plena madurez. Son años para vivir con un sentido de confiado abandono en las manos de Dios, Padre providente y misericordioso. Un periodo que se debe utilizar de modo creativo con miras a profundizar en la vida espiritual, mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad”. (Carta a los ancianos, 16)

Parece que san Benito quería ayudar a esta última etapa de la vida, como a la primera, cuando las fuerzas fallan y el final de la vida se siente próximo, y que fuera más soportable para quienes viven en un monasterio; y, así, un consuelo en la comida parece que podía ayudar a hacer la vida un poco mejor.

domingo, 5 de noviembre de 2023

CAPÍTULO 23, LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

 

CAPÍTULO 23

LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

 

Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, 2siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. 3Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. 4Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. 5Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.

Vienen ahora los capítulos penitenciales de la Regla. Un bloque temático de ocho capítulos, dedicados a prevenir y corregir las faltas de los hermanos, marcando las responsabilidades de los superiores y pautas de conducta de la vida comunitaria. Un buen número de estos capítulos comienzan describiendo las faltas y estableciendo las penas y sanciones que pueden llegar a la expulsión de monasterio, aunque la mayor parte se consideran por san Benito como negligencias; pero conviene tener en cuenta que menospreciar las causas leves puede llevar a las graves.

Si dejamos pasar la violación del silencio, o caemos en la impuntualidad, o la pereza en levantarnos… nuestra conciencia entra en un estado de laxitud que no da importancia a las faltas leves. Y debemos tener presente que esto también afecta a la comunidad, pues una comunidad es un conjunto de personas, y si somos puntuales, o fieles al Oficio Divino, o al trabajo, o fieles a la Palabra de Dios, toda la comunidad es afectada positivamente y va creciendo de manera puntual y fiel.

San Benito quiere evitar el caer en la abandono espiritual y comunitario, y con esta ordenación jurídica quiere prevenir, y busca de evitar que se cometan excesos, abandonos y negligencias. Ciertamente, también toda norma tiene a menudo un carácter punitivo que podríamos considerar disuasivo, mostrando que toda acción tiene unas consecuencias, tanto de manera individual como comunitaria. Por lo tanto, si no queremos faltar a la Regla es necesario ser observantes, y nuestra observancia particular ayudará a crecer la observancia comunitaria. Y, en esto, no sirve la alusión a que otros tienen también deficiencias de éstas, ya que pronto nos arrastrará a una laxitud de vida y de costumbres que no tiene nada que ver con la vida que hemos escogido.

Hacer nuestra voluntad, no es ser libre, sino esclavos. Dice la instrucción “El servicio de la autoridad y la obediencia”: “Ciertamente, no es libre el que está convencido que sus  ideas y soluciones son siempre las mejores;  el que cree poder decidir solo, sin mediaciones que le muestren la voluntad divina; el que siempre tiene la razón, y no duda que son los otros quienes tienen que cambiar; el que solo piensa en sus cosas y no se interesa por las necesidades de los demás, el que piensa que la obediencia es cosa de otro tiempo e impresentable en este tiempo; y al contrario, es libre la persona que de manera continua vive en tensión para captar, en las situaciones de la vida, una mediación de la voluntad del Señor. Para esto “nos ha liberado Cristo, para que seamos libres” (Gal 5,1). Nos ha liberado para que podamos encontrar a Dios en los innumerables senderos de la existencia de cada día. (g.20)

San Benito comienza este capítulo 23 el apartado penal de la Regla. Establece unos principios básicos en relación a los tipos de faltas, a las actitudes y a las penas para aplicar de manera que se salve el infractor y reconducirlo al buen camino.

El tipo de faltas que san Benito reprende es la repetición, la desobediencia, el orgullo, el menosprecio de los mandamientos, la actuación contra la Regla y la murmuración. También establece una graduación en la corrección: amonestación privada o secreta una

en la época de san Benito no era algo extraño sino habitual.

Lo que preocupa a san Benito es la mala disposición interior, que se traduce en unas actitudes concretas, como la desobediencia, el orgullo y la murmuración. Escribe sor Micaela Puzicha que la murmuración es un vicio típicamente monástico, y que comentan todas las reglas monásticas, pues es un vicio que rompe la paz y la unidad de la comunidad. Cuando nos situamos en constante contradicción, oponiéndonos a los objetivos comunitarios es un indicio de caer en este vicio, que para san Benito resume todas las desviaciones con respecto al Evangelio y la Regla.

Escribe André Louf:

En el capítulo consagrado a los religiosos, en la Lumen Gentium, cuando trata de la obediencia religiosa, la presenta a la luz de la humillación de Cristo. Es tradicional. Seguir a Cristo hasta el absurdo de la desobediencia. Obediencia en el sentido amplio de la palabra. Cada vez que tengo ocasión de renunciar a mi voluntad lo hago con la alegría de encontrarme con Cristo, delante de un hermano, o de un superior, o un acontecimiento. Para san Benito la obediencia no se limita solo al abad. Hay un capítulo particular consagrado a la obediencia a los hermanos, los que sean. La alegría es renunciar a la voluntad propia delante de otro. (“La obediencia monástica”, en Cuadernos monásticos, 25, 1973)

De aquí que san Benito hable a propósito de aplicar a la murmuración constante la excomunión, como una medida dirigida a concienciarnos de lo que perdemos cuando no compartimos la plegaria o las comidas con la comunidad. Podemos pensar que no es tan duro no participar, por ejemplo, en la plegaria del coro, pero partimos de un axioma erróneo: la plegaria, el Oficio Divino, como la Lectio o el mismo trabajo no son obligaciones, sino parte fundamental de nuestra vida, sin las cuales, dejamos, en realidad, de ser monjes. De aquí que, por ejemplo, cuando estamos enfermos nos duela de no poder participar, o cuando estamos de viaje, hacemos la plegaria de la Liturgia de la Horas, de manera particular y privada. Otra cosa es si estamos en otra comunidad, porque, entonces la experiencia de compartirla con otros, incluso en otra lengua, nos enriquece de una u otra manera.