domingo, 30 de mayo de 2021

CAPÍTULO 50 LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE

 

CAPÍTULO 50

LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO

O ESTÁN DE VIAJE

Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a las horas debidas, 2 si el abad comprueba que es así en realidad, 3 celebren el oficio divino en el mismo lugar donde trabajan, arrodillándose con todo respeto delante de Dios. 4 Igualmente, los que son enviados de viaje, no omitan el rezo de las horas prescritas, sino que las celebrarán como les sea posible, y no sean negligentes en cumplir esta tarea de su prestación.

La plegaria tiene un papel fundamental en la vida de todo cristiano, afirma el Papa Francisco en sus catequesis sobre la plegaria. Y esto todavía es más importante en la vida de todo consagrado.

La plegaria en la vida monástica tiene una doble vertiente; comunitaria y personal, que no debemos descuidar.

San Benito nos enseña que no debemos anteponer nada al Oficio Divino, pero también nos habla de orar en el oratorio, no con voz fuerte, sino con lágrimas y efusión del corazón, es decir, no de cara a la galería, sino, como todo lo que hacemos, con humildad.

La plegaria, con la lectura de la Escritura prepara nuestra ánima para poder vivir como monjes, pues no se concibe el monje sin plegaria. De la plegaria nace la humildad, de la plegaria nace la obediencia y en la plegaria arraiga la conversión de costumbres. Esto rige para cada uno de los días de nuestra vida, y también si tenemos el trabajo lejos del monasterio o estamos de viaje. En estas ocasiones, a menudo la plegaria personal y el Oficio Divino se funden en una sola plegaria que nos ha de permitir seguir las horas prescritas, siempre con respecto ante Dios. A menudo, quizás esto no sea fácil, en cuanto a encontrar un momento oportuno en medio de otro ritmo de vida y otros espacios fuera del monasterio. En estas ocasiones, necesitamos hacernos con un espacio y un tiempo que nos permita un cierto recogimiento.

Escribe Luis Bouyer, que la plegaria es el trabajo del monje, su reposo… es toda la vida del monje. Por esto, incluso estando lejos, o de viaje, no podemos prescindir, pues la necesitamos para vivir espiritualmente. Sin ella, en nuestro día a día, sobre todo en los momentos de turbación, la plegaria es como un oasis para restablecernos, también estando lejos o de viaje debe ser lo mismo, a la vez que un momento de comunión con el resto de la comunidad que permanece en el monasterio.

¿Cómo mantener esta comunión con el Señor y con la comunidad en circunstancias menos favorables?

Cuesta orar en medio del mundo, cuando el mundo, como escribe Bouyer, parece creado para provocar la ausencia de Dios, y la ausencia paralela de nosotros mismos, de lo más profundo de nuestra vida.

El privilegio de la vida del monje es la posibilidad de una vida arraigada en la profundidad de la imagen de Dios que es, al fin y al cabo, una vida en Dios y para Dios.

Para mantener esta relación personal del monje con Dios es preciso acudir a la plegaria, dentro y fuera del monasterio.

Quizás hemos experimentado que orando en el mundo, podemos sentir que oramos por él con más intensidad, pues en el momento de nuestra plegaria podemos tener delante  nuestro los rostros concretos de la gente, ya que nuestra misión abarca también la plegaria por los demás, y es un buen momento en nuestra lejanía del monasterio, insertarnos en la vida del mundo con nuestra plegaria y la contemplación de sus vidas concretas, con su rostros, sus preocupaciones…

La plegaria, pues, tiene múltiples aplicaciones, aunque muchos no usarían los términos de “aplicaciones” o “utilidades” pues son muchos los que la creen innecesaria.

No obstante, por estos debemos orar más intensamente, para que descubran a Dios y la manera de comunicarse con él mediante la plegaria.

Si una persona abraza la vida consagrada sin la necesidad interior de una relación íntima con Dios se equivoca de raíz. Lo cual no quiere decir que todos tengan el mismo grado o la misma manera de orar personalmente, pero sí está claro, que si venimos al monasterio a buscar a Dios no podemos rechazar de estar en contacto con la plegaria, pues, de lo contario, sería una contradicción que afectaría a nuestra vocación. Puede haber momentos de dificultad que debemos esforzarnos en vencer.

Como escribe Agustín Roberts del monasterio Azul, la ausencia habitual y continua del Oficio de quien tiene la obligación, va contra uno de nuestros deberes fundamentales, ya que nos hemos comprometido a una vida de plegaria y de alabanza.

A un Padre del Desierto le preguntaron cuál era la virtud más laboriosa en la vida monástica, y respondió que, sin duda, orar a Dios, pues nada más ponernos a realizarla vienen los demonios con sus distracciones.

Por eso, no podemos perder el hábito, ni en el monasterio, o fuera de él, aunque nos cueste encontrar el momento, para llevar a cabo este compromiso de la plegaria.

 

domingo, 23 de mayo de 2021

CAPÍTULO 45 LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

 

CAPÍTULO 45

LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

Si alguien se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, si allí mismo y en presencia de todos no se humilla con una satisfacción, será sometido a un mayor castigo 2 por no haber querido reparar con la humildad la falta que había cometido por negligencia. 3 Los niños, por este género de faltas, serán azotados.

Este es uno de los capítulos de la Regla que, a veces, sentimos sin escuchar, pero a pesar de su situación en medio del derecho penal, que establece san Benito, tiene mucha relación con el capítulo XIX, que nos habla de la reverencia en la plegaria.

Los monjes cometen pecados, como otros, que en ocasiones pueden ser graves, pero aunque no lleguemos a tanto, lo que es cierto es que nuestra vida diaria va bien provista de errores más involuntarios que voluntarios. Es de estos, en relación con la plegaria en el oratorio, que nos habla san Benito.

Conviene estar consciente de esto. Recientemente, san Benito, hablando del lector de semana, escribía que no debemos bajar la guardia ni relajarnos pensando que no nos escuchan. Y lo mismo cabe decir de la plegaria, donde nos encontramos con más responsabilidad.

Quizás algunos fieles, que se acercan a compartir nuestra plegaria, pueden pensar que no es necesaria tanta ceremonia, que se podría orar de manera más espontánea y menos hierática y solemne. Se nos ha dicho de emplear demasiado el latín y el gregoriano, y que lo hacemos para un mayor lucimiento. No sé si las razones que le di le llegaron a convencer en el sentido de hablarle del sentido profundo de nuestra liturgia.

Somos herederos de toda una tradición monástica y esto no mengua la riqueza de nuestra liturgia, sino que la enriquece. Si nuestra liturgia se redujera a algo más banal, más vulgar, como sucede en otros espacios de la vida eclesial, tendríamos el peligro de perder el Oficio Divino como algo central en nuestra vida monástica.

No se trata de rebuscar fórmulas más complicadas, sino, en lo fundamental, buscar ser siempre lo más auténticos posible, o sea vivir nuestra liturgia con autenticidad.

En la época de san Benito era algo más difícil hacer conscientes a los monjes de la importancia de una celebración del Oficio Divino con belleza y armonía, como lo era concienciarlos de los peligros del comer y del beber.

En la época de san Benito era un poco difícil hacer conscientes a los monjes de la importancia del Oficio Divino, como lo eran los peligros del comer o beber en exceso.  Parece que los monjes del tiempo de san Benito, debían distraerse más de la cuenta; de aquí que centre este capítulo en dos grandes ideas.

El primer lugar, las faltas cometidas por equivocación y en segundo lugar la satisfacción que es preciso dar por éstas. Faltas que no son pecados, sino más bien negligencias por nuestras distracciones.

Fijémonos en la palabra “negligencia” que etimológicamente quiere decir “no leer” -no legere- Y esto mismo nos pasa a menudo cuando hemos levantado la vista del libro, para mirar quien hay en los bancos de los fieles, o hemos cerrado los ojos confiados en saber bien el texto y la melodía de la salmodia, o también dejar el libro cuando todavía no hemos acabado el salmo… Caemos en muchas de estas pequeñas cosas.

Escribe Aquinata Böckmann que este capítulo nos muestra la responsabilidad de todos los actores en la liturgia; de aquí la necesidad de estar atentos y ser muy respetuosos con lo que estamos haciendo. Es necesario prepararse todos: cantores, lectores, hebdomadarios o servidores de Iglesia. Todos tenemos un grado u otro de responsabilidad, para que el Oficio transcurra positivamente. Y ante una equivocación dar una satisfacción, que más bien se centraría en el propósito de enmienda, más que en un gesto grandilocuente, y sobre todo no echar a otro las culpas de nuestra equivocación.

Además de la chismorrería y precipitación, puede haber una tercera causa: aquella que nace de nuestra excesiva confianza que nos lleva a perder la fuerza de atención adecuada a lo que estamos viviendo.

Es importante fijarse bien que san Benito en este breve capítulo utiliza el sustantivo y el verbo de una misma idea. Habla de humillarse y de humildad. Para no menospreciar es preciso hacer un ejercicio permanente de humildad.

Escribe san Agustín: “Solamente con la humildad nos acercamos a la grandeza de Dios, el humil se le acerca, el soberbio se aleja” (Sentencias 88)            

 

domingo, 16 de mayo de 2021

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA

 

CAPÍTULO 38

EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.

Ante de empezar los capítulos de la Regla sobre la medida del comer y beber, san Benito nos habla de la lectura en el refectorio y el lector de semana, así como de la actitud y comportamiento que deben tener los oyentes.

El lector no debe ser cualquiera, sino aquel a quien se asigna esta tarea. El lector debe pedir la bendición y orar para que la vanidad no le aleje de Dios.

El lector debe ser consciente de que su lectura debe edificar a los hermanos, no por sus cualidades personales, sino para que su tarea facilite la ayuda de Dios a los demás. Es el Señor quien abre los labios, para que proclamemos su alabanza, no por otra razón, ni menos para dar lugar a la vanidad. Es preciso ser consciente de edificar a los oyentes.

Textos doctrinales de los Padres de la Iglesia, o biografías de los santos, solemos escuchar en las lecturas. Se suelen presentar en ocasiones expresiones en otras lenguas. Si tenemos un cierto dominio de la lengua podemos edificar leyendo tal cual está, pero si no tenemos la seguridad de hacerlo bien parece lo más acertado obviar la versión en otras lenguas. Como también es importante poner atención en los pequeños detales de una coma, acento, terminación verbal… para no cambiar el sentido de lo que se lee.

En otras ocasiones, involuntariamente podemos elevar una plagaría al Señor que no acaba de concordar con el sentido que le quería dar su redactor original.

A modo de ejemplo podríamos recordar las plegarias de hace unas semanas en vísperas: el salmista pedía “soledad” para los obispos, lo cual es bueno que la tengan y que les permitiera siempre un contacto directo con el Señor, pero lo que seguramente quería pedir en dicha plegaria al Señor era “solicitud” para nuestros pastores. Una confusión curiosa, pues, por otro lado, cuando unos días después se leía la Regla en la Sala Capitular acerca de que el decano debía actuar con “soledad”, cuando la Regla dice “solicitud”.

Pequeñas notas o tropiezos que solemos tener en un momento u otro en estas circunstancias, lo cual es natural cuando, a lo largo de las semanas y los años, son muchas las páginas que leemos, y es natural que se produzcan estos errores.

Por esto san Benito nos pide en este capítulo unas ciertas actitudes cuando nosotros somos los oyentes, como evitar cierta murmuración vocal o gestual ante algún lector, o bien mostrar un espíritu de vanidad o inconsciente poco edificante.

San Benito dedica cinco versos de este capítulo a pedirnos un silencio absoluto que facilite la obra del lector, que el servidor esté atento para que nadie tenga necesidad de pedir nada, y menos de hacer gestos o palabras, como dirigiéndose a un camarero en un restaurante. Y por supuesto, menos todavía como levantar la voz para pedir algo o comentar nada sobre la lectura.

También sobre toda murmuración verbal o gestual que sigue a la expectación que se produce en el breve intervalo entre que “acaba la obra” y el anuncio de la que elige para continuar la lectura.

Quizás olvidaos que la mayoría de la lectura que escuchamos tanto en el capítulo como en el refectorio son, o bien, magisterio de la Iglesia, en sus diversos grados, o bien obras relacionadas con la vida religiosa o de la Iglesia.

San Benito nos quiere atentos y receptivos a la lectura, ser conscientes de su importancia, de manera que oyentes y lectores participan de una misma finalidad: edificarse escuchando una lectura, que es el objetivo de san Benito al establecer la lectura en el refectorio.

 

 


domingo, 9 de mayo de 2021

CAPÍTULO 31 CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 31

CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2 sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3 Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7 Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13 Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14 porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15 Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16 Puntualmente y sin altivez ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17 Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19 para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.

Con este capítulo entramos en la parte de la Regla dedicada al funcionamiento y material del monasterio. La comunidad tiene necesidad de unos instrumentos de trabajo, con el objetivo de vivir, alimentarse, vestirse. Es una parte considerable de nuestra vida, por lo cual será necesario que estas tareas estén encomendadas a determinados monjes. El aspecto económico del monasterio se encomienda a la solicitud de un monje que recibe el nombre de cillerero, o también mayordomo, hoy llamado administrador, o también procurador o ecónomo.

Comenta Dom Pablo, abad de Solesmes, que ya, en principio san Benito nos dice que se escoja un hombre con unas características concretas, la primera de las cuales es que sea miembro de la comunidad. Pues Dom Pablo destaca que confiar esta gestión de los bienes a una persona del exterior sería peligroso, tanto para la comunidad como para la misma persona extraña.

La gestión económica en toda comunidad no es fácil; mucho más en la nuestra que tiene unas particularidades concretas y determinadas, pues vivimos en un monasterio que habiendo sido propiedad de los monjes durante siete siglos fue desamortizado, para ser devuelto en usufructo, según ley de 1952. Un monasterio Patrimonio Mundial, con una extensión considerable y unas servidumbres, como la abertura a las visitas y su misma conservación. Una gestión compleja, y más en estos tiempos de crisis, que tiene necesidad de tomar decisiones incomodas, e inclusos dolorosas, para ir adelante.

San Benito quiere que los monjes sean conscientes de la economía, y establece con el sistema de decanatos, responsabilidades compartidas en una actividad interrelacionada. Que no se trata de establecer categorías jerárquicas, sino que los responsables de los diferentes servicios, como el Prior, Maestro de novicios, mayordomo… vigilen por mantenerse en un equilibrio entre la responsabilidad de su tarea y la de vivir como monjes, que es la responsabilidad principal.

No venimos al monasterio a ser abades, priores, mayordomos, bibliotecarios…, sino a buscar a Cristo, lo cual dentro de la comunidad pasa por llevar a cabo un servicio concreto, siempre temporal. En estos servicios se suele aprovechar también las dotes y talentos de cada hermano, sus aptitudes en relación a unas determinadas tareas. La del mayordomo, por ejemplo, tiene necesidad de unos conocimientos técnicos, como también el cocinero, o los cantores…

San Benito es consciente que esto conlleve el riesgo de que el monje se crea el centro de la comunidad, imprescindible, tanto más, cuanto mayor sea la responsabilidad asignada; de ahí la advertencia de san Benito acerca de la necesidad de una madurez y una sobriedad, que eche fuera el peligro de la vanidad, la violencia o la injusticia u otros defectos posibles.

 Dom Pablo reflexiona sobre la causa por la que san Benito explicite las exigencias que debe satisfacer el mayordomo, y observa como una razón de peso que en la vida monástica es preciso vivirla con paz y tranquilidad, lo cual también conlleva que algunos, como el mayordomo, el abad, el prior, hospedero y enfermero, escapen a veces de la serenidad de la plegaria y el recogimiento, como un servicio para que el conjunto de la comunidad tenga preservada la paz y serenidad,

Entonces, consciente el mayordomo de su responsabilidad, puede mirar de vivir este capítulo de la Regla, no contristando a los hermanos, ni dejándose llevar por la avaricia, o la disipación, es decir perdiendo la humildad y el temor de Dios y volviéndose altivo, orgulloso, y descuidando la plegaria personal y comunitaria. E incluso no llegar a creer que lo que administra es algo propio.

Otro comentarista de este capítulo, muy diferente del anterior es Joan Chittister habla de que san Benito quiere que el mayordomo sepa distinguir entre necesidades y deseos, teniendo como misión procurar a la comunidad todo lo necesario sin caer en excesos, comodidad e indolencia, ocupándose no solo de las personas, sino también de las cosas. Pues el dilapidar no es una virtud benedictina; dejar en desuso no es un objetivo ni rechazar es una cualidad, pues un alma benedictina es un alma que se preocupa también de las cosas.

Un comentarista de san Jerónimo escribe que cuando falta lo necesario todos los monjes se transforman en cillereros, lo cual genera egoísmo y abandono de la disciplina, cayendo en una dependencia de familiares y amigos, pasando a ser esclavos del mundo, lo cual llama la atención a que el mayordomo guarde la justa medida entre lo necesario y lo que no lo es.

Finalmente, Aquinata Böckmann afirma la necesidad de ser conscientes de que en cualquier cosa y en todo lugar es preciso buscar la presencia de Cristo, que es la clave de la vida y la tarea del mayordomo, como la de cualquier otro monje; una clave que no debemos de perder nunca.

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 2 de mayo de 2021

CAPÍTULO 24 CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

 

CAPÍTULO 24

CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

Según sea la gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo. 2 Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7 hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada.

El código de disciplina regular o código penal, descrito en la Regla comprende 8 capítulos, que son un núcleo muy compacto de normas, para hacer frente a las faltas cometidas.

No debe extrañarnos que san Benito hable y legisle sobre las faltas, ya que es algo que se da en los monasterios, ni tampoco las penas que se indican, ya que tiene un conocimiento de la debilidad humana, y un monje es hombre y también pecador. La existencia de estas debilidades no es el verdadero problema, sino más bien el rechazo a reconocerlas y a corregirse. Es algo a lo que refiere san Agustín, comentando la primera Epístola de san Juan: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Por tanto, si te confiesas pecador, la verdad está en ti. (Tratado sobre. (1Jn).

San Benito se dirige en primer lugar a monjes adultos, de los que puede exigirse una responsabilidad de sus actos. Y a ellos dedica la totalidad de las prescripciones. Al final, en el capítulo 30 da también unas normas que deben seguir los infantes, que en ese tiempo solían tener los monasterios.

Podemos encontrar en el fondo de toda esta legislación, si apartamos la vista del rigorismo legalista, un gran fondo espiritual. Para san Benito toda sanción persigue en última instancia la salvación del alma, a la vez que extirpar el vicio concreto.

Los procedimientos se adaptan a la finalidad propuesta, y se busca hacerlo de manera sobria, prudente y discreta, que, considerando la legislación de la época, en general, era más rigorosa y con menos garantía. También ahora, pero sobre todo en aquel tiempo, regía la idea de que toda legislación entre los hombres estaba condenada al fracaso si no hay sanciones que estimulen a la observancia; lo cual era un principio del derecho romano en el que san Benito fue educado, y de aquí que establezca las sanciones de manera precisa.

San Benito no nos habla sino de lo que se puede decir a todo creyente: reconocer la culpa cometida, penitencia y conversión; es decir, los fundamentos del sacramento de la reconciliación. Nos quiere hacer evidente cuando faltamos en algo, sobre la gravedad de la culpa, pues este reconocimiento es la mejor manera de iniciar el camino para corregirse y volver a la comunión con los hermanos.  Recordemos la importancia que da la Escritura a la corrección, cuando leemos en el Apocalipsis: “Yo reprendo y corrijo a todos aquellos a quien amo. Ten celo y conviértete (Apo 3,19)

La enseñanza central que encontramos tanto en el código penal, como en toda la Regla es siempre la misma: que Cristo es la fuente de nuestra vida de monjes. La regla es cristocéntrica, y así lo transmite san Benito. Si prestamos atención a estos capítulos podemos descubrir que lo que dice san Benito lo repite a lo largo de toda la Regla: Cristo nuestro modelo y horizonte.

Otra característica es la importancia de la comunión. De aquí la gravedad de la pena de excomunión, tal como era entendida en aquel tiempo en que se aplicaba al conjunto de los fieles en caso de pecados graves, y que tenían en la Cuaresma un camino de conversión y arrepentimiento hasta llegar a la Pascua, que era el tiempo de reincorporación a la comunidad.

Una tercera característica es el equilibrio entre la persona, la libertad personal y la comunidad. Esta tensión entre el monje individual y la comunidad como colectivo, nos la muestra san Benito dando preferencia al bien común sobre el individual. Para san Benito este equilibrio era muy importante, lo cual lo manifiestan todos estos capítulos.

La Regla exhorta a los monjes a adaptarse a las necesidades, edades y temperamentos de cada uno; describe directamente a todos los miembros de la comunidad: infantes y adultos, ancianos, pobres y ricos, clérigos y laicos, sanos y enfermos, fuertes y débiles; todo un rosario de tipologías, dándonos a entender que todos juntos, a la vez que cada uno, somos responsables de nuestras debilidades y de las de los otros. Por esta razón, para san Benito el castigo debe adaptarse a la persona, pues se trata de cuidar, sanar, al hermano que se equivoca.

Todo ellos sin descuidar las faltas leves, sobre lo cual también escribe san Agustín:

“no debe darse poca importancia a los pecados leves de que hablamos. Si no los consideramos, tiembla cuando los cuentes. Muchas pequeñas cosas hacen una grande; muchas gotas hacen desbordar un río, muchos granos llenan el granero” (Trat, 1Jn)

Como medida extrema san Benito prevé que después de diversos intentos de corrección de un hermano éste sea expulsado si no hay otro camino, y la razón fundamental es salvar a la comunidad, ante la posibilidad de que otros sigan el mismo camino ante el mal ejemplo. Siempre está el camino del arrepentimiento. Al monje arrepentido san Benito está dispuesto a acogerlo de nuevo en la comunidad varias veces, y aquí de nuevo se pone de relieve la valoración de la persona así como la dimensión comunitaria. Como enseña san Agustín: “Nuestra comunión es con el Padre y su  Hijo Jesucristo (Trat 1Jn)