domingo, 27 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 73 NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN

 

CAPÍTULO 73

NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA

TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN

Hemos esbozado esta regla para que, observándola en los monasterios, demos pruebas, al menos, de alguna honestidad de costumbres o de un principio de vida monástica. 2 Mas el que tenga prisa por llegar a una perfección de vida, tiene a su disposición las enseñanzas de los Santos Padres, que, si se ponen en práctica, llevan al hombre hasta la perfección. 3 Porque efectivamente, ¿hay alguna página o palabra inspirada por Dios en el Antiguo o en el Nuevo Testamento que no sea una norma rectísima para la vida del hombre? 4 ¿O es que hay algún libro de los Santos Padres católicos que no nos repita constantemente que vayamos por el camino recto hacia el Creador? 5 Ahí están las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, y también la Regla de nuestro Padre San Basilio. 6 ¿Qué otra cosa son sino medios para llegar a la virtud de los monjes obedientes y de vida santa? 7 Mas para nosotros, que somos perezosos, relajados y negligentes, son un motivo de vergüenza y confusión. 8 Tú, pues, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, 9 y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a las cumbres más altas de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amen.

Acabada la lectura de la Regla, comienza nuestra tarea, de manera que observándola logremos una honestidad de costumbres o un comienzo de vida monástica. La Regla marca unos mínimos; luego hay que hacer camino para avanzar en la perfección hacia la meta que es la vida eterna.

En el capítulo 58 san Benito nos habla de leer la Regla, tenerla bien aprendida; es una condición para ingresar en el monasterio, para decidir si nos vemos capaces de observarla. La Regla viene a ser una prueba, como una comida suave que nos debe llevar hacia una comida más sólida, como es la Escritura y el magisterio de los Padres.

La Escritura es la primera norma rectísima para una vida humana. El mismo san Benito lo muestra con las numerosas referencias a la misma, como una fuente primera en su doctrina. En segundo lugar, la Tradición, el Magisterio de la Iglesia, que nos muestran lo que debemos correr para llegar a nuestro Creador. Y, finalmente, el magisterio de la vida monástica, con las Colaciones, las Instituciones, y las Reglas que vienen a ser para nosotros instrumentos de virtud, para monjes de vida santa y obediente, que nos llevarán a la perfección de la virtud.

San Benito busca que el monje sea un buscador de Dios. Para ayudarnos pone la Escritura en el centro de nuestra vida, como una fuente insustituible junto con los comentarios de los Padres de la Iglesia. No escribe, pues, la Regla en un marco teórico; rezuma realismo y experiencia en cada uno de sus capítulos; sabe cuales son los obstáculos, y de donde vienen, nuestras debilidades físicas y morales, para impedirnos superarlos con los instrumentos de las buenas obras, la obediencia, la humildad, el silencio, trabajo…

Escribe san Juan Pablo II en su Carta Apostólica Sanctorum Altrix, con motivo del 25 aniversario de la declaración de san Benito como Patrón de Europa:

“La vida benedictina aparece en la Iglesia, sobre todo, como una ardiente búsqueda de Dios, algo necesario que marque el curso de la vida de todo cristiano, que tienda a las mas altas cimas de doctrina y de virtud (RB 73,9cf Lumen Gentium 9, Uunitatis Redintegratio 2), hasta que llegue a la patria celestial. San Benito recorre y observa este camino con ánimo solícito y conmovido, mostrando los no pocos impedimentos que lo hacen arduo, así como los peligros que parecen cerrarlo y hacer inútiles los esfuerzos; porque le hombre es esclavo de codicias inmoderadas, con las cuales se lleva de vana presunción, o se esclaviza con un temor que agota sus fuerzas” (cf RB, Prólogo 48). Pero este camino de vida (cf  Regla, Prólogo 20) puede ser recorrido solo en determinadas condiciones, es decir, en la medida en que ama a  Cristo con un corazón indiviso y conservando una genuina humildad.”

No podemos argumentar un desconocimiento. Además del capítulo 58, nos lo vuelve a recordar en el capítulo 67, cuando nos habla de los porteros, o vamos de viaje, o si nos mandan cosas imposibles de cumplir, no tomarnos la libertad de defender o pegar a otro, o el obedecernos unos a otros, o, finalmente, estar llenos de un celo bueno. Es necesario leer la Regla en comunidad, de manera que no se pueda alegar una ignorancia de la misma.

San Benito quiere preservar nuestra libertad, que aceptemos un mínimo de vida monástica no adaptarnos la Regla a nuestro gusto, sino mirar de avanzar hacia la patria celestial, para lo cual tenemos necesidad no solo de la Regla, sino de la protección de Dios y la ayuda de Cristo. De nuevo, el centro es Cristo, porque la Regla es fundamentalmente cristológica, de ninguna manera egocéntrica.

Decía el Papa Benedicto hablando de san Benito, que éste “califica la Regla, como algo mínimo, como un comienzo, pero, en realidad ofrece indicaciones útiles no solo para los monjes sino para todos los que buscan orientación en el camino a Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta el día de hoy. Pablo VI, al proclamar a san Benito Patrón de Europa el 24 de Octubre, de 1964, pretendía reconocer la admirable obra llevada a término por él, a través de la Regla, para formación d la civilización y la cultura europea”, (Audiencia General, 9 de Abril de 2008)

domingo, 20 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 66 LOS PORTEROS DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 66

LOS PORTEROS DEL MONASTERIO

Póngase a la puerta del monasterio un monje de edad y discreto, que sepa recibir un recado y transmitirlo, y cuya madurez no le permita andar desocupado. 2 Este portero ha de tener su celda junto a la puerta, para que cuantos lleguen al monasterio se encuentren siempre con alguien que les conteste, 3 en cuanto llame alguno o se escuche la voz de un pobre, responda Deo gratias o Benedic. 4 Y, con toda la delicadeza que inspira el temor de Dios, cumpla prontamente el encargo con ardiente caridad. 5 Si necesita alguien que le ayude, asígnenle un hermano más joven. 6 Si es posible, el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga todo lo necesario, es decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se ejercitarán dentro de su recinto, 7 para que los monjes no tengan necesidad de andar por fuera, pues en modo alguno les conviene a sus almas. 8 Y queremos que esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún hermano pueda alegar que la ignora.

El portero debe ser un monje prudente, que sepa recibir y dar encargos, maduro, que procure no ir de un lado a otro, y que realice su servicio con la dulzura del temor de Dios y todo el fervor de la caridad.

Existe la leyenda de un monje portero de Poblet. Un día el rey Felipe II se dirigía con una gran comitiva de Zaragoza a Barcelona, en un traslado lento y laborioso, y al pasar por Lérida decidió visitar Poblet, monasterio del cual había oído hablar mucho, pero que no conocía. El monarca llamó al aposentador real y le dijo: Aquí tienes una carta destinada al abad de Poblet, Dom Francisco Oliver de Boteller, para decirle que vamos y nos prepare alojamiento.

El aposentador galopó rápido hacia Poblet, para cumplir el encargo real y llegó al amanecer. Trucando en aquellas horas intempestivas. El monje portero tenía la celda junto a la puerta, como dice la Regla, para atender a todo aquel que trucara. Abrió una pequeña ventana y le preguntó: ¿qué deseáis a estas horas? Éste respondió; “Abrid la puerta al mensajero del rey de España, pues necesitó ver al abad ahora mismo. La pequeña ventana se cerró, y al cabo de un tiempo volvió a abrirse. El mismo monje volvió a preguntar al caballero qué deseaba. “Soy el mensajero del rey de España”, torno a decir un tanto impaciente. “¿De quién decís?” preguntó el monje. “Del rey de España”, repitió el caballero un tanto contrariado. El monje respondió: “No conocemos a ese señor”. El caballero, todo airado y enojado volvió hacia el rey Felipe II y le contó lo que le había sucedido, esperando que iba a explotar contra el monje irrespetuoso e imprudente. Pero el rey le respondió de manera pragmática: ¿por qué estáis tan alterado?  Vuelve al monasterio y le decís que vais de parte del señor Conde de Barcelona, y veréis como se os abren las puertas de monasterio”. El caballero, sorprendido por la reacción y la orden del rey, volvió al monasterio y llamó de nuevo. El monje portero, siempre al servicio, abrió la ventana y preguntó: ¿Que deseáis?, ¿en nombre de quien viene?  El caballero respondió: “de parte del conde de Barcelona, vuestro Señor”. Y las puertas se abrieron de par en par.

La leyenda se ha ido repitiendo con diferentes versiones, pero lo que nos interesa es este celo del monje portero para atender en su servicio con toda la dulzura del temor de Dios, y transmitir el encargo con el fervor de la caridad.

El portero, a menudo es el primer contacto con el mundo, como las antiguas puertas de las ciudades, que eran el punto de contacto y de tráfico de personas y mercaderías. La portería es, a menudo, el primer contacto directo con un monje, y viene a ser la representación visible de la comunidad. De su disponibilidad, amabilidad y sensatez dependerá la imagen que se lleve quien llama, que puede ser del origen más diverso: huésped, petición de ayuda, por curiosidad… Es preciso que el portero sea paciente y celoso en su horario, y sepa dar y trasmitir encargos. Transmitir, de alguna manera, la singularidad de la vida monástica, para no turbar en exceso nuestra rutina diaria.

Hoy, la portería no es la única puerta del monasterio. Se han incorporado otras puertas: el teléfono, antes en la portería, ahora localizado en deferentes lugares del monasterio. Se ha incorporado también el tno. móvil. E internet… Son puertas abiertas al mundo a través de las cuales es preciso ser porteros con sensatez y madurez.

Todo, en esta vida, tiene su lado positivo y su lado negativo. Las nuevas tecnologías nos pueden ayudar, pero pueden también ser un obstáculo en nuestra vida monástica, como un instrumento de dispersión.

Quizás hoy la portería va perdiendo poco a poco el carácter de punto único de encuentro entre la vida monástica y el mundo exterior, viendo como las mismas visitas a los monjes han disminuido… De hecho, la misma sociedad va cambiando y todos estos cambios llegan asimismo a la vida monástica. Tanto la persona que nos visita, pasando por la portería, como quien lo hace a través de un correo electrónico o una trucada por tno. debemos atender con toda dulzura y caridad que podamos, como nos dice san Benito.

Conviene no olvidar la última parte del capítulo, porque no es casual que san Benito nos hable aquí de que no tengamos necesidad de correr por fuera, pues no conviene a nuestras almas. La dulzura y la caridad hacia quien truca a la puerta, física o virtualmente, no debe hacernos perder el ritmo de nuestra vida de plegaria, trabajo y contacto con la Palabra de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 13 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 59 LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES

 

CAPÍTULO 59

LA OBLACIÓN DE LOS HIJOS DE NOBLES O DE POBRES

Cuando algún noble ofrezca su hijo a Dios en el monasterio, si el niño es aún pequeño, hagan sus padres el documento del que hablamos anteriormente, 2 y, junto con la ofrenda eucarística, envolverán con el mantel del altar ese documento y la mano del niño; de este modo le ofrecerán. 3 En cuanto a sus bienes, prometan bajo juramento en el documento escrito que ni por sí mismos, ni por un procurador, ni de ninguna otra manera han de darle jamás algo, ni facilitarle la ocasión  de poseer un día cosa alguna. 4 No desead proceder así y quieren ofrecer algo al monasterio como limosna en compensación, 5 hagan donación de los bienes que quieren ceder al monasterio, reservándose, si lo desean, el usufructo. 6 Porque de esta manera se le cierran todos los caminos, y al niño no le queda ya esperanza alguna de poseer algo que pueda seducirle y perderle, Dios no lo quiera; porque así lo enseña la experiencia. 7 Los que sean de condición más pobre procederán de la misma manera. 8 Pero los que no poseen nada absolutamente escribirán simplemente el documento y ofrezcan su hijo a Dios con la ofrenda eucarística en presencia de testigos.

Del cap. 58 al 61 de la Regla, san Benito nos habla de la manera de admitir a los hermanos. En el 58 establece el marco, y en los siguientes habla de tres casos particulares: los niños, los sacerdotes y los monjes que viene de otros monasterios. Parece evidente el desfase de este capítulo, pues no se admiten ahora menores de edad en la vida religiosa, y menos la donación por parte de las familias. Pero alguna de las ideas que plantea son válidas y aplicables a una admisión en una comunidad. Las comunidades son diversas, como lo son los orígenes de cada monje, por su familia, su historia… Nadie de nosotros ha elegido la familia donde nació, ni su infancia, pero son dos hechos que han marcado nuestra vida y nuestro carácter.

Nos habla san Benito de quienes proceden de familia noble, o de los que vienen de familia pobre. Parece que no le preocupa que estos últimos quieran abandonar el monasterio, porque, seguramente, en principio tenían en el monasterio las condiciones mínimas de vida garantizadas. No era fácil conseguir en la época de san Benito un plato en la mesa, un lecho para dormir, en una sociedad donde había ricos, muy ricos, y muchos pobres, muy pobres, que era una inmensa mayoría. Tardarían siglos en llegar lo que hoy llamamos clase media, y la burguesía urbana.

Lo que preocupa a san Benito es que los hijos de los nobles puedan abandonar el monasterio, seducidos por una vida mejor en su ámbito familiar, y una posible falta de vocación, pues la entrada en el monasterio se debía a la voluntad de los padres, quizás para solucionar la vida de un hijo. De aquí el cerrar todas las puertas de salida, de manera que ninguna esperanza le pudiera seducir. Esta sentencia suena muy dura y poco adecuada para el mundo de hoy, ya que parece que san Benito quiera monjes obligados coartando la libertad de decisión, e impidiendo toda posibilidad que no sea la de permanecer en el monasterio.

También nos puede pasar por la cabeza que si marchamos del monasterio y nuestra familia tiene recursos, nos ayudará, lo que sería algo natural. Dios nos puede llamar aquí o allá, pero lo que no nos debe seducir es la tentación de dejar el monasterio buscando una mayor comodidad. Ni tampoco hacia el interior, pues debemos ir aplicando nuestra vida a lo que nos proponen el Evangelio o la Regla, y no a seguir nuestra voluntad.

En el fondo, este capítulo plantea la relación de los monjes con la familia, con el mundo que han abandonado. Parece que durante siglos entrar en una comunidad religiosa significaba cortar toda relación con lo vivido anteriormente; era un morir al mundo. También hoy, optar por una vida monástica o consagrada implica una cierta rotura con el pasado y con los vínculos familiares o de amistad. No por ser monjes dejamos de ser hijos, lo cual aparece con evidencia cuando los padres tienen necesidad de ser atendidos. Las renuncias son otras, como pasar determinados días con las familias, o recibir de ellas cosas que nos son superfluas y que ya no necesitamos, como dice san Benito en la Regla, capítulo 58.

La comunidad no sustituye a la familia, pues afirmar que la comunidad es una familia no es acertado, sino que más bien debe considerarse como un grupo de personas diversas en muchos aspectos, pero unidas por un vínculo común: buscar a Cristo. Este aspecto fundamental, como base y razón de ser de nuestra vida de monjes es lo que destaca, en el fondo, san Benito, cuando habla de ofrecer la cédula y la mano del muchacho envueltas en el mantel del altar, la vida del muchacho, ofrecida con el pan y el vino que vendrán a ser, a continuación, el cuerpo y la sangre de Cristo.

Escribe san Ambrosio: “quien tiene sed desea estar siempre cerca de la fuente, y parece que no tiene otro deseo que el agua, a cuyo contacto queda saciado. (Coment. Sal 118)

Debe ser esta la razón fundamental de la permanencia en el monasterio: estar cerca de la fuente de nuestra vida, que es Cristo, y es preciso vivir con la suficiente fuerza que nos permita vencer toda tentación, también la que nos propone hoy san Benito de cortar de raíz, y cerrando la puerta a la seducción y perdición.

 

domingo, 6 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 52 EL ORATORIO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 52

EL ORATORIO DEL MONASTERIO

El oratorio será siempre lo que su mismo nombre significa y en él no se hará ni guardará ninguna otra cosa. 2 Una vez terminada la obra de Dios, saldrán todos con gran silencio, guardando a Dios la debida reverencia, 3 para que, si algún hermano desea, quizá, orar privadamente, no se lo impida la importunidad de otro. 4 Y, si en otro momento quiere orar secretamente, entre él solo y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del corazón. 5 Por consiguiente, al que no va a proceder de esta manera, no se le permita quedarse en el oratorio cuando termina la obra de Dios, como hemos dicho, pata que no estorbe a los demás.

Cada cosa tiene su lugar, su hora propia, y en todo es necesario la debida reverencia y atención. La vida monástica tiene su correspondencia en la misma arquitectura del monasterio. Casa espacio está pensado para una función determinada. San Benito enseña que no se debe hacer otra cosa; como siendo conscientes de que somos capaces de lo contrario, y nos advierte de lo inoportuno de esto. Un precepto que es válido para cualquier dependencia monástica. Pero esto es fundamental cuando se trata del oratorio.

El monje es considerado un hombre de plegaria, incluso, a veces, se ha dicho no con mucha fortuna que es un profesional de la plegaria, pues la plegaria es propia de todo creyente; y por supuesto, para el monje es una obligación primera, como el aire que respiramos, o el agua para los peces. Sin plegaria no hay monje. Orar es estar en contacto con Dios, hablar con Él, alabarlo, suplicar…, nada más importante que esta conversación con Dios. Una plegaria, bien determinada a lo largo del día, que comienza en la oscuridad de la noche y acaba también en la oscuridad al final del día.

Al principio del día todavía en la oscuridad de la noche debemos empezar, como nos exhorta sabiamente san Ambrosio.

“Procura preceder aquel Sol que ves: “despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará. Si te adelantas a la salida de este Sol, acogerás a Cristo- Luz. Él te iluminará en lo profundo de tu corazón, y cuando le digas: mi alma te desea de noche, hará resplandecer la luz de la mañana en las horas nocturnas, si meditas la Palabra de Dios. Mientras meditas tienes luz, y viendo la luz -la luz de la gracia no la del tiempo-, dirás: Los preceptos del Señor son buenos, llenan el corazón de gozo. Y cuando la mañana te encuentre meditando la Palabra de Dios, y esta ocupación tan agradable de orar y salmodiar haga las delicias de tu alma, dirás nuevamente al Señor: Las puertas de la aurora se llenan de gozo  (Comentario al Salmo 118)

Dentro del equilibrio de la vida monástica, entre plegaria, trabajo, contacto con la Palabra y descanso, la plegaria con la lectio ocupa el lugar central; todos trabajan; todos descansan, pero solo el creyente ora, lee y escucha la Palabra de Dios, alimentándose espiritualmente de ésta. La plegaria, sea comunitaria o personal, tiene como lugar específico el oratorio. Este lugar, por su función, exige el máximo silencio, no solo cuando estamos orando, sino también al entrar o salir. Es un guardar la reverencia debida a Dios.

San Benito nos dice que Dios está siempre presente, pero que esto lo debemos tener más presente cuando estamos en el Oficio Divino (RB XIX). De la misma manera, si debemos pensar que, si Dios está presente en todas partes, mucho más en el oratorio. Siempre que hagamos un trabajo o servicio hemos de ser conscientes de esta presencia de Dios, pero mucho más cuando hacemos la plegaria en el oratorio, porque allí, durante el Oficio Divino, es una experiencia más intensa.

San Benito sabe que, así como debemos ser conscientes de todo esto, podemos tener la tentación de molestar a los demás. Y lo podemos hacer de diversas maneras: con una conversación ociosa, u orando con una fuerza de voz fuera de lugar… Ya nos dice san Benito cuando habla de la lectura en el refectorio de la necesidad de un silencio absoluto, de manera que no se oiga ningún murmullo, ni otra voz que del que lee; o también que el dormitorio tenga un silencio absoluto, o si alguien desea leer que lo haga sin molestar a otro (RB XLIII, 5), habida cuenta que en su época se acostumbrada a leer en voz alta, con el peligro, claro está, de perturbar a otros monjes.

La plegaria personal es preciso hacerla con lágrimas y efusión del corazón, es decir, con toda el alma y en silencio. Por eso, san Benito establece salir del oratorio con el máximo silencio y con la reverencia debida a Dios. Nadie debe quedar si no es para orar. El oratorio continúa siendo el oratorio, aunque haya acabado el Oficio, y por lo tanto no es lugar de conversación, ni entre los monjes, ni con los fieles que puedan asistir al Oficio.

Pero no es suficiente con el silencio exterior. Tenemos necesidad del interior, que a veces nos cuenta encontrarlo. Nos dice san Ambrosio: “¿Cómo puede tu cuerpo estar cerca de Dios, si ni siquiera le honras con los labios? Eres esclavo del sueño, de los intereses del mundo, de las preocupaciones de esta vida, de las cosas de la tierra. Reparte tu tiempo, por lo menos, entre Dios y el mundo” (Comentario al Salmo 118) Priorizar Dios, quizás no sea tan fácil como parece, por ello debemos esforzarnos y ser conscientes de que la plegaria nos da la fuerza y nos mantiene para afrontar positivamente nuestra vida.

Por ello es importante mantener el ritmo de nuestra jornada, a cada hora su ocupación, su tarea litúrgica. Como enseña san Ambrosio: “”ve temprano a la Iglesia, llevando las primicias de tus buenos deseos, y después, si el trabajo de cada día te reclama, tendrá motivos para decir: “Al principio se despiertan mis ojos para considerar vuestras promesas, e irás tranquilo a tus tareas”. (Comentario al Salmo 118)

 

domingo, 29 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 47 LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

 

CAPÍTULO 47

LA LLAMADA PARA LA OBRA DE DIOS

Es responsabilidad del abad que se dé a su tiempo la señal para la obra de Dios, tanto de día como de noche, o bien haciéndolo él personalmente o encargándoselo a un hermano tan diligente, que todo se realice a las horas correspondientes. 2 Los salmos y antífonas se recitarán, después del abad, por aquellos que hayan sido designados y según su orden de precedencia. 3 No se meterá a cantar o leer sino el que sea capaz de cumplir este oficio con edificación de los oyentes. Y se hará con humildad, gravedad y reverencia y por aquel a quien se lo encargue el abad.

Hace unos años en las calificaciones académicas se reseñaba la actitud, que afectaba a diversos puntos: asistencia, puntualidad… Parece que san Benito también nos pide asistencia y puntualidad, puesto que además de asistir al Oficio Divino, desea que comience puntualmente con una señal, y esto hemos de practicarlo con celo, que es una expresión importante en el texto de la Regla.

Es preciso hacerlo todo a las horas adecuadas, pues hay un momento para el Oficio, como hay otro para el trabajo o para comer, para dormir, o para la lectio… Solamente siendo fieles podemos llevar un ritmo de vida adecuado y sostenible. La asistencia y puntualidad depende de nosotros, de no priorizar otra cosa a todo acto comunitario, sobre todo nada que vaya unido a nuestra voluntad y opuesto a la voluntad de Dios. Pero san Benito todavía va más lejos: todo debe estar orientado a nuestra edificación espiritual. Por lo tanto, los salmos, las lecturas y antífonas se deben recitar, cantar o leer por parte de quien tiene este encargo, y de acuerdo al objetivo, que no es otro que la edificación de quienes escuchan.

Debemos ser conscientes cuando se nos encomienda esta tarea de llevarla a cabo con responsabilidad. Quizás, a veces, podemos estar tentados de pensar que no nos escuchan, o que están distraídos, y que no tiene tanta importancia el que nos equivoquemos. Pero si todos estamos como debemos, debemos tener en cuenta que los hermanos nos escuchan con atención, y que si nos equivocamos está bien el pedir un “perdón” y rectificar.

Un ejemplo que hoy no se ha producido pero que podría haber sucedido, en la lectura del segundo nocturno de Maitines se nos decía «No basta de proyectar el bien» si nosotros decimos «basta de proyectar el bien» entonces traicionamos al autor del texto, en este caso santo Hilario, y movemos a confusión a quienes nos escuchan. Como un error en el que fácilmente caemos y es el cambio de persona en un pronombre personal y evidentemente no es el mismo dirigirse al Señor para pedirle el perdón de los nuestros de pecados que decirle que el perdón es necesario por sus supuestos pecados, porque como todos sabemos Dios no peca en ninguno de sus tres personas. San Benito nos da la solución en el sentido de que debemos hacer todo con humildad, gravedad y respeto. Tres palabras importantes en nuestra vida. Ya sabemos que en la humildad tenemos todo un camino para recorrer, o una escalera, en lo que profundiza san Benito.

Concretamente, nos dice que “el doce grado de la humildad es cuando el monje no tiene la humildad solamente en el corazón, sino que incluso la manifiesta en su cuerpo a quien le observan, es decir, en el Oficio, en oratorio, en el huerto, de viaje”… Por esto nos conviene ser conscientes de que recitar, leer o cantar, no es algo que hacemos por nosotros mismos, ni para lucirnos personalmente, sino que, como todo lo que hacemos, lo estamos haciendo por Dios y por la comunidad, por lo cual debe ser expresión real de nuestro amor hacia Dios y hacia la comunidad.

San Benito añade dos ideas más, como son la gravedad y el respeto. Cuando nos habla del oratorio nos dice que allí no hacemos otra cosa sino orar, sea comunitariamente, sea personalmente. Esta actitud debe manifestarse en la gravedad y el respeto. No se trata de tener una actitud afectada, si somos conscientes de donde estamos y de lo que estamos haciendo, como sugiere también la Regla en el capítulo XIX al enseñarnos sobre la actitud en la salmodia: “creemos que Dios está presente en todas partes y que los ojos del Señor en todo lugar miran a los buenos y a los malos, por esto, lo creemos, sobre todo, sin duda alguna, cuando estamos en el Oficio Divino”.

Juan Casiano en las Colaciones nos dice: “Para llegar a aquel fervor que exige la plegaria, es preciso una fidelidad a toda prueba. Antes que nada, es necesario suprimir al pie de la letra toda solicitud por las cosas temporales. Eliminar con prontitud no solo el cuidado, son también el recuerdo de los asuntos y negocios que nos preocupan. También renunciar a la detracción, a las palabras vanas y chismorreos. Cortar de raíz todo movimiento de cólera o de tristeza. En una palabra, exterminar radicalmente el fomento pernicioso de la concupiscencia y de la avaricia” (Col IX,III)

En palabra del Papa Benedicto XVI “redescubrir el lugar central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y de la serenidad interior” (Verbum Dei, nº 66)

domingo, 22 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 40 LA RACIÓN DE BEBIDA

 

CAPÍTULO 40

LA RACIÓN DE BEBIDA

Cada cual tiene de Dios un don particular, uno de una manera y otro de otra (1ª Cor 7,7); 2 por eso, con algún escrúpulo fijamos para otros la medida del sustento; 3 sin embargo, considerando la flaqueza de los débiles, creemos que basta a cada cual una hemina de vino al día. 4 Pero aquellos a quienes da Dios el poder de abstenerse, sepan que tendrán especial galardón. 5Mas si la necesidad del lugar, o el trabajo, o el calor del estío exigieren más, esté ello a la discreción del superior, procurando que jamás se dé lugar a la saciedad o a la embriaguez. 6Aunque leemos que el vino es en absoluto impropio de monjes, sin embargo, como en nuestros tiempos no se les puede convencer de ello, convengamos siquiera en no beber hasta la saciedad, sino con moderación: 7 porque el vino hace apostatar aun a los sabios (Si 19,2). 8No obstante, donde las condiciones del lugar no permitan adquirir siquiera la sobredicha medida, sino mucho menos o nada absolutamente, bendigan a Dios los que allí viven y no murmuren; 9 advertimos, sobre todo: que eviten a todo trance la murmuración

San Benito sabe que cualquier aspecto de nuestra vida tiene su importancia; que la vida del monje se estructura con pequeñas cosas, y todas debe formar todo un conjunto. La literatura, el cine han representado a menudo el monje como comedor y bebedor, pero esta caricatura no corresponde al pensamiento de san Benito, y tampoco a la realidad.

Las comidas tienen su importancia. En las primeras comunidades cristianas venía a ser un momento y una experiencia singular, importante. Esta tradición se mantiene en la vida monástica. Ya, el mismo refectorio aparece como una estancia sobria, a la vez que solemne, pues desde siempre se le consideró como el marco de un acto comunitario importante.

Cuatro capítulos seguidos, dedica san Benito al tema de las comidas. Primero nos habla del escenario de la “música ambiental”, pues a la vez que alimentamos nuestro cuerpo no nos olvidamos de alimentar nuestro espíritu en la escucha de la lectura. Pero es preciso alimentar también nuestros cuerpos con medida, sin excesos que nos lleven a una saciedad poco edificante.

Como escribe Guillermo de Saint Thierry a los Hermanos del Monte Dei:  Tanto si coméis o bebéis o hacéis cualquier otra cosa hacedlo todo en nombre del Señor, santa y religiosamente. Y mientras tu cuerpo toma su alimento, que tu alma no descuide el suyo, que asimile un pensamiento sacado del recuerdo de la bondad del Señor, o bien una palabra de la Escritura, algo que la fortalezca, cuando la medite o simplemente la recuerde”.

Tener un plato en la mesa, cada monje, o un lecho para dormir, que ahora nos puede parecer algo muy normal, no lo era tanto en el tiempo de san Benito. Incluso para gran parte de la saciedad medieval era un lujo poder hacer dos o tres comidas al día y tener un lecho para descansar. La mayor parte de la población dormía en tierra encima de la paja, aprovechando el calor de los animales domésticos o incluso el de las mismas personas, cuando no se veían obligados a dormir en el mismo suelo a la intemperie. En tales circunstancias tener un plato asegurado a la mesa venía a constituir un privilegio.

San Benito quiere que los monjes sean conscientes de todo esto, y que no se entreguen a un comer y beber abundantes y sin sentido. Incluso para san Benito lo ideal sería poder prescindir de beber vino, pero es consciente de que esto es un ideal, habida cuenta de nuestras debilidades físicas o morales. Sabe que el vino no es propio de monjes, pero también es consciente de que es algo nada fácil de hacerlo entender, por lo cual opta por aquello que es más factible: guardar siempre la debida medida.

Aquí, también san Benito es un buen representante de la tradición romana, en cuya civilización nace y se forma. En Roma beber vino no era un acto trivial como lo puede ser ahora en nuestros tiempos. El vino formaba parte de la cultura y de la sociedad, como un medio de cohesión del ambiente. Ya de siempre, los antiguos habían atribuido al vino propiedades curativas variadas. Tan importante como beber era la manera de beber, lo cual venía a distinguir al ciudadano romano civilizado del bárbaro. Se exigía “decorum”, es decir, orden, racionalidad y equilibrio. Es la mesura de la que habla san Benito. La costumbre romana era mezclar el vino con agua o hierbas, porque los ciudadanos romanos beber el vino puro era considerado como propio de bárbaros.

Ciertamente, en una vida rutinaria, pequeñas o no pequeñas cosas pueden representar un aliciente. San Benito no habla de pasar gana o sed, pues ya cuando habla del comer y beber tiene muy presente la necesidad del trabajo o las características climáticas, las condiciones del lugar, o que hay algún otro plato alternativo. Simplemente, nos viene a decir que no hagamos de esto un objetivo primordial, que ocupen su lugar apropiado y no hacer de todo ello el centro de nuestra existencia. Es lo mismo que dice el  Apóstol cuando afirma que “los alimentos son para el vientre, y el vientre para los alimentos (1Cor 6,13), o que es propio de los enemigos de Cristo aquellos de los que “su fin será la perdición, su dios es el vientre, y se glorían de las partes vergonzosas” (Filp 3,19), o aún añade que “es bueno de no comer carne ni beber vino, si tu hermano se va a escandalizar” (Rom 14,21)

Como escribe san Bernardo: “es preciso ¡buscar aquella saciedad que no cansa, curiosidad insaciable y tranquila, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se ahoga en vino no destila alcohol, sino que quema en Dios”.

domingo, 15 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 33 SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

 

CAPÍTULO 33

SI LOS MONJES DEBEN TENER ALGO EN PROPIEDAD

Hay un vicio que por encima de todo se debe arrancar de raíz en el monasterio, 2 a fin de que nadie se atreva a dar o recibir cosa alguna sin autorización del abad, 3 ni a poseer nada en propiedad, absolutamente nada: ni un libro, ni tablillas, ni estilete; nada absolutamente, 4 puesto que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad. 5 Porque todo cuanto necesiten deben esperarlo del padre del monasterio, y no pueden lícitamente poseer cosa alguna que el abad no les haya dado o permitido. 6 Sean comunes todas las cosas para todos, como está escrito, y nadie diga o considere que algo es suyo. 7Y, si se advierte que alguien se complace en este vicio tan detestable, sea amonestado por primera y segunda vez; 8 pero, si no se enmienda, quedará sometido a corrección.

La propiedad como un vicio que debe extirparse, puede sonar como una consigna de una ideología decimonónica radical, habida cuenta de que la propiedad es uno de los derechos fundamentales del hombre.

Ahora bien, el reparto actual de la riqueza lleva al Papa Francisco a decir en su última encíclica: “el mundo existe para todos, porque los seres humanos nacen en esta tierra con la misma dignidad” (FT, 118)

San Benito nos habla en este capítulo diferenciando lo necesario de los superfluo. No se trata de no poder utilizar herramientas en las tareas que cada uno tiene encomendadas; se trata, en primer lugar, de no hacer un uso privado, abusivo, exclusivo; y, en segundo lugar, de no tener por el simple placer de poseer, sin una razón práctica que lo justifique. La razón de fondo nos dice también: que al monje no le es lícito hacer lo que quiere.

Este vicio tan detestable de la propiedad nos asalta de diversas maneras, y además, es un vicio de los más característicos de nuestra sociedad. “Tanto tienes, tanto vales”, que viene a constituir una norma de vida. Una sociedad que, en palabras del Papa Francisco, “deja en pie tan solo la necesidad de consumir sin límites, y la acentuación de muchas formas de individualismo sin contenidos” (FT, 13)

En nuestro caso, hay una primera razón para acumular que se puede resumir en la frase “por si acaso…” Es una especie de frase talismán, de adaptación del síndrome de Diógenes, que puede llegar a llenar nuestras celdas o lugares de trabajo de objetos que no utilizaremos nunca, pero que nos viene a dar una falsa sensación de seguridad.

Como escribe también el Papa Francisco: “algunos nacen en familias de buena posición económica, reciben una buena educación, crecen bien alimentados o poseen una capacidad destacada” (FT 109); entonces, puede pasar que se valoren ciertas cosas. Esto en la práctica puede llevar a ser descuidados en la ropa o en las herramientas, luces abiertas innecesariamente…, detalles que muestran que hemos padecido muy poco para ahorrar, o que alguno ha ido detrás de nosotros para reparar esas pequeñas cosas que nosotros olvidábamos de hacer, inconscientes como estábamos de todo ello.

Como ejemplo, en un capítulo de culpas recogido en una publicación, un monje se acusaba de cosas que se podían considerar tan nimias como dejar una azada olvidada, romper un vidrio, romper un hábito por negligencia, romper un bastón, dejar abierta una puerta…, ejemplos reales que se consideraban faltas contra la pobreza. A las que se añadían las cometidas contra la caridad y contra la obediencia, como indignarse por los errores de los otros o hacer comentarios intrascendentes.

La idea que había detrás es que ni la azada, ni el vidrio ni el hábito, bastón o puerta… nos pertenecían sino que los teníamos para su uso, y había que dar cuentas del mal uso. La acusación pública, en el capítulo, parece cosa de un pasado, pero no las faltas que cometemos que son parecidas a las que tenían los monjes que nos han precedido, y de las que se acusaban públicamente, y que nosotros debemos tener en cuentas, sea en un capítulo o en privado.

Otro caso, es cuando el deseo de poseer herramientas nos mueve a necesitar cosas concretas para realizar una tarea que quizás no es necesaria, y que podríamos hacer con las herramientas que ya poseemos. Todo ello nos lleva a ser conscientes de lo que nos pide san Benito: no ha de faltar lo necesario, pero no debemos ser víctimas del consumismo. Por ello subraya que todo sea común a todos, que las herramientas no las debemos de tener como nuestras, sino de todos

Dice la Regla del Maestro que hay tres cosas por las que el hombre trabaja y se preocupa: el vestido, el calzado y el alimento. Y añade que si estas necesidades están garantizadas “¿qué necesidad tenemos de poseer algo en propiedad, un objeto, dineros o cualquier otra cosa necesaria, si todo lo que se puede comprar o adquirir lo suministra Dios a través del monasterio? (RM 82)

Parece que estas tres necesidades las tenemos bien cubiertas, y tanto el mayordomo como el cillerero, cumpliendo las obligaciones establecidas en la Regla, se ocupan de que sea así.

Escribe san Bernardo: “Qué desgraciado que soy, Dios mío, Estoy cansado de guerras, peligros, turbaciones… No encuentro seguridad en nada Me da miedo lo que me halaga como lo que me repugna; el hambre y el comer, el sueño y las vigilias, el trabajo y el descanso me declaran la guerra. El sabio suplica: No me deis ni pobreza ni riqueza. Una y otra esconden trampas y peligros” (Sermón 7, Sobre la Cuaresma, 3)

Como siempre la receta de san Benito es bien sencilla: el equilibrio y la moderación, tener lo que necesitamos sin ambicionar más de los debido.

domingo, 8 de noviembre de 2020

CAPÍTULO 26 LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS SIN AUTORIZACIÓN

 

CAPÍTULO 26

LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS

SIN AUTORIZACIÓN

Si algún hermano, sin orden del abad, se permite relacionarse de cualquier manera con otro hermano excomulgado, hablando con él o enviándole algún recado, 2 incurrirá en la misma pena de excomunión.

Este, es uno de los capítulos que san Benito dedica a las faltas, y a la manera de corregirnos. Ciertamente, la palabra “excomunión” nos suena muy dura, propia de otro tiempo y falta de caridad. San Benito escribe la Regla desde la experiencia, sabiendo que la naturaleza humana es débil, y que podemos caer en faltas. Por esto cree que una separación de la vida comunitaria puede ser un castigo, si tienen lugar unas faltas graves, que ayude a volver a la comunión con el resto de la comunidad. La excomunión se puede considerar como castigo o como remedio.

EL Diccionario General de la Lengua Catalana define la excomunión como acción de excomunicar, separar de la comunión de la Iglesia. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define el vocablo como una privación de los sacramentos y sufragios comunes de los fieles de la Iglesia Católica. Nuestras excomuniones particulares, evidentemente, no responden a estas definiciones ya que son fruto de nuestra voluntad personal, banal y no fruto de los procedimientos que estableces san Benito. A pesar de ello son excomuniones que hieren y rompen la comunión dentro de la comunidad.

¿Por qué aplicamos nosotros, de manera personal, la excomunión?

Porque consideramos que no está en comunión con nosotros quien no “nos sigue la corriente”, que no nos aplaude “nuestras gracias” que no acepta lo que hacemos, o no nos considera superiores cuando nos creemos que lo somos. Lo cual tiene mucho de absurdo. Y lo que viene a resultar absurdo una falta total de humildad, y falto de sentido para quienes están bajo la Regla de san Benito, y llamados a subir o intentarlo, al menos de subir esos grados de humildad que nos invita la Regla.

Tenemos el peligro de sentirnos el centro del universo, y queriendo hacer una Regla a nuestra medida, que responda a nuestros deseos personales. De modo que hasta nos lleve a pensar que ante el juicio de Dios opinemos que merecen un riguroso castigo. Lo cual nos pone bastante alejados del publicano que oraba en el templo, humilde y arrepentido. A la vez que pone de relieve nuestra ignorancia de las enseñanzas del mismo Jesús cuando hablaba del hipócrita que quiere sacar la mota del ojo del hermano y no ve la vida que tiene en el suyo. Y todo esto abre abismos de distancia entre un hermano y otro.

La excomunión que establece san Benito, la reserva a los reincidentes, a quienes se obstinan en apartarse de la comunidad, y cuando nosotros queremos imitarlo según nuestro criterio personal.

San Benito no se mueve por un deseo meramente personal, sino que su Regla es fruto de años de experiencia de vida espiritual, eremítica primero, y comunitaria después. Sabe bien que de qué pie calzan los monjes, los peligros que les acechan, la posibilidad de caer en el pozo de la soberbia o tropezar con la piedra de la murmuración. Por esto nos advierte sobre las fuentes u origen de nuestra injusta visión de los demás. Nos lo ha dicho en el capítulo XXII que abre este código penal de la Regla: la desobediencia, la soberbia, la murmuración, el orgullo, como nos dice en capítulo XXVIII.

Ciertamente, estos capítulos nos suenan bastante duros, pero solo cuando pensamos que se nos pueden aplicar a nosotros, no cuando es para los demás. ¿Cómo podemos decir que entre un hermano y yo hay un abismo, que no queremos saber nada, que “hasta aquí hemos llegado”?

La clave es la presencia o la falta de amor. Nos lo dice Guillermo de Saint-Thierry:
“Esta es la justicia vigente entre los hombres: ámame porque yo te amo. Pero es más difícil encontrar quien pueda afirmar: yo te amo, para que me ames” (Sobre la contemplación de Dios)

Evidentemente, si hay alguno capaz de amar sin condiciones, incluso cuando excomunicamos, y no es otro que Cristo, nuestro maestro y nuestro modelo.

sábado, 31 de octubre de 2020

CAPÍTULO 19 NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA

 

CAPÍTULO 19

NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA

Creemos que Dios está presente en todo lugar y que «los ojos del Señor están vigilando en todas partes a buenos y malos»; 2 pero esto debemos creerlo especialmente sin la menor vacilación cuando estamos en el oficio divino. 3 Por tanto, tengamos siempre presente lo que dice el profeta: «Servid al Señor con temor»; 4 y también: «Cantadle salmos sabiamente», 5 y: «En presencia de los ángeles te alabaré». 6Meditemos, pues, con C 27 Abr 30 Jul. 1 Nov 23 Ene.. 54 qué actitud debemos estar en la presencia de la divinidad y de sus ángeles, 7 y salmodiemos de tal manera, que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca.

Para que nuestro pensamiento esté de acuerdo con nuestra voz, para servir al Señor con temor, para salmodiar con gusto debemos de creer siempre en la presencia del Señor, y considerar cómo debemos estar en su presencia y en la de los ángeles.

Se precisa una actitud, una predisposición, una conciencia de lo que hacemos y de su importancia. En la plegaria, en el Oficio Divino, no solo estamos cumpliendo una obligación que hemos aceptado, sino que estamos participando de la liturgia celestial, que nos hace estar en la presencia de Dios. Ubique maxime… Por tanto, recordémoslo siempre.

De esta presencia ya nos habla san Benito en el primer grado de la humildad, pero ahora nos la pone en práctica, y nos habla de su aplicación en una situación concreta, como es la plegaria. No es una plegaria cualquiera porque es nuestra plegaria en un doble sentido, ya que la protagonizamos nosotros en comunidad, y porque se apoya en un lenguaje muy  concreto. Nos habla de salmodiar, ya que los salmos son el lenguaje que utilizamos para alabar y comunicarnos con Dios, un Dios presente en todas partes, pero sobre todo en el Oficio Divino.

Nos contaban la anécdota del monje nervioso porque el Oficio se alargaba en exceso, y se decía a sí mismo: ¡“con los trabajos que tengo que realizar”!  Toda una muestra de que el pensamiento y la voz no siempre van de acuerdo. Algo que nos sucede a menudo. Con lo cual nuestra plegaria viene a ser deficiente, incompleta.

San Benito nos dice de no anteponer nada al Oficio Divino, lo cual no siempre resulta una tarea fácil. En primer lugar, porque nos puede surgir una incompatibilidad en nuestros horarios, o por el ritmo de nuestra jornada, u otros temas relacionados con el mundo exterior… Y en segundo lugar, porque nuestras preocupaciones comunitarias, o personales nos alejan y acaban por amenazar nuestra sintonía entre la voz y el pensamiento.

Siempre puede haber un imponderable que nos obligue a una ausencia, pero es prudente no buscarla de manera voluntaria, ni favorecerla, sino más bien gozar espiritualmente de cada hora del Oficio. Ir a la presencia de Dios de esta manera tan privilegiada y con una participación tan activa, debería suponer el Oficio Divino como lo que se dice del monje cartujo en relación a su celda: como el agua para el pez, o los pastos para la oveja.

Escribe Dom Guillermo, abad de Mont-des- Cats, que este capítulo le trae a la mente un compañero de estudios universitarios, antes de la entrada en el monasterio, que enamorado de una muchacha hacía todo lo posible por encontrarse con ella, y cuando esto sucedía su rostro se transformaba. Esto es lo que nos quiere decir san Benito:  la manera como debemos considerar siempre en presencia del amado, y mucho más cuando lo alabamos en el Oficio, le suplicamos, estamos en comunicación con el Padre, con el mismo lenguaje que su Hijo, el Cristo: con la salmodia.

No deberíamos olvidar estas consideraciones, a fin de estar concentrados en la plegaria de manera que haya sintonía voz y pensamientos, a fin de gozar de la presencia próxima,  evidente, de Dios. Puede haber momentos de sequedad espiritual, momentos más bajos, más o menos prolongados, durante los cuales la plegaria nos resulte pesada, ardua. Lo recordaba el Papa Francisco en su catequesis semanal:

“Si en una noche de plegaria nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida es inútil, debemos, en este momento pedir para que la plegaria de Jesús sea también la nuestra. O puedo orar hoy, no sé qué hacer, no me viene de gusto, soy indigno. En este momento es necesario confiar en él, para que ore por nosotros. Él se encuentra delante del Padre para orar por nosotros, es el intercesor. Para que el Padre contemple nuestras heridas. ¡Debemos creer esto! Si nosotros tenemos fe, entonces sentiremos la voz, una voz del cielo, más fuerte que la que sale de nuestro interior, en nuestro interior sentiremos esta voz que dice palabras de ternura: Tú eres el amado de Dios, tú, eres el Hijo, tú eres la gloria del Padre del cielo. (Audiencia General 28 Octubre 2020)

La afirmación de este capítulo parece muy sencilla, pero es fundamentalmente teológica y espiritual. Dios está presente en todas partes y en todo momento. No hemos de ponernos en su presencia, lo estamos siempre. Lo que debemos hacer es ser conscientes de ello en todo momento, pero sobre todo en el Oficio Divino.

No solamente vivimos en la presencia de Dios, sino que vivimos bajo su mirada, siempre compasiva y misericordiosa, que nos pide conversión. De esta convicción san Benito saca tres conclusiones: El Señor debe servirse con temor, es decir con reverencia filial; hemos de salmodiar con gusto, y a la vez ser conscientes de que la liturgia terrena es una anticipación de la liturgia celestial.

 

 

 

domingo, 25 de octubre de 2020

CAPÍTULO 12 CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES

 

CAPÍTULO 12

CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES

En los laudes del domingo se ha de decir, en primer lugar, el salmo 66, sin antífona y todo seguido. 2Después, el salmo 50 con aleluya. 3A continuación, el 117 y el 62; 4 luego, el Benedicite y los Laudate, una lectura del Apocalipsis, de memoria, y el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas, y de esta manera se concluye. Capítulo 12º: CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES n los laudes del domingo se ha de decir, en primer lugar, el salmo 66, sin antífona y todo seguido. 2Después, el salmo 50 con aleluya. 3A continuación, el 117 y el 62; 4 luego, el Benedicite y los Laudate, una lectura del Apocalipsis, de memoria, y el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas, y de esta manera se concluye.

San Benito al afirmar que no debemos de anteponer nada al Oficio Divino, deja bastante claro que es una parte muy importante de nuestra vida. Tanto es así que dedica doce capítulos para hablar de su estructura y de la actitud a tener.

Lo que es verdaderamente importante es santificar nuestra jornada al ritmo de la liturgia de las horas. A lo largo del año hacemos memoria del misterio de la salvación. De alguna manera esta memoria la hacemos cada semana, ocupando el domingo el lugar central. También cada día viene a ser otra forma de celebrar esta memoria, santificando toda la jornada, que tiene como centro referencia la Eucaristía, que viene a completarse con la plegaria del Oficio Divino que acabamos cada día con el Oficio de Completas.

En este capítulo, san Benito nos habla del Oficio de Laudes, la plegaria a la salida del sol, del nuevo día, hora apropiada para hacer memoria de la Resurrección del Señor. Es un momento importante de nuestra plegaria, un momento fuerte de cada día de la semana.

No se trata, por tanto, de celebrar el inicio del día, sino de celebrarlo como un signo del inicio de una vida nueva, la vida en Cristo resucitado, que es la verdadera luz, el sol que ilumina a los hombres. Un momento también para recordar la creación, aquel momento que Dios crea la luz, como comienzo de la vida; o para recordar, también, aquel primer domingo en que la luz disipó la oscuridad de aquellas mujeres que iban camino del sepulcro donde se encuentran con la novedad de la Vida nueva; o la luz que cambió el miedo de los apóstoles por la esperanza.

Nos habla san Benito del salmo 66, que es una invitación a alabar a Dios, y participar de sus bendiciones; del salmo 50, como una invitación a pedir perdón de nuestros pecados y acogernos a la misericordia de Dios. O el salmo 117, himno triunfal de acción de gracias con aclamación de gratitud. El salmo 62, que expresa el deseo de volver al santuario del  Señor, con confianza y alegría.

Todos ellos nos invitan a dar gracias y mantener la confianza en el Señor, que da comienzo para nosotros a un nuevo día, y signo de la nueva vida ofrecida por la resurrección. Al hablarnos del Oficio de Laudes del domingo, que es la pascua semanal, y al evocar del primer día de la creación, pongamos la esperanza en el último día cuando Cristo vendrá en su gloria.

El domingo, escribía san Juan Pablo II en su Carta Apostólica Dies Domini, es el Día del Señor, el día de Cristo, el día de la Iglesia y el día del hombre, por lo tanto el día de los días en que el tiempo llega a ser una dimensión de Dios.

Debemos de tener presente en los Laudes del domingo todo lo que representa, y gozar de la riqueza y particularidad de cada hora del Oficio Divino, lo cual nos ayudará a vivirlo con más intensidad. A menudo caemos en la trampa de lo inmediato, de la anécdota, no

 

prestamos atención a lo que estamos haciendo, a lo que estamos orando y sintiendo porque nos asaltan pensamientos inoportunos. Es preciso vivir con profunda radicalidad cada momento de nuestra jornada, centrándonos con toda nuestra conciencia en lo que llevamos a cabo.

San Benito nos habla de la actitud en la salmodia, como una conclusión de todos los capítulos dedicados al Oficio Divino. Una actitud interior, pero también exterior, pues el exterior es reflejo de nuestro interior. Si estamos verdaderamente centrados en lo que oramos, recitamos o cantamos, no nos debe ser difícil que nuestro pensamiento esté de acuerdo con la voz. Si no es así, quizás nos puede asaltar la curiosidad por ver si ha venido a nuestra plegaria comunitaria esta o aquella persona; o buscar, a la vez, las antífonas del día siguiente… y tantas otras distracciones. Hay un momento para cada cosa, un momento para prepararnos los libros, otro para guardarlos y un momento para orar poniendo en ello los cinco sentidos.

Como dice san Benito, creemos que Dios está presente en todo lugar, pero sobre todo cuando estamos en el Oficio Divino. Vivamos el sentido del Domingo como nos sugiere san Juan Pablo II:

Está claro, sin ninguna duda, que el Dia del Señor tiene sus raíces en la obra misma de la creación, y más directamente en el misterio del “descanso” bíblico de Dios, no obstante esto, debe hacerse referencia específica a la resurrección de Dios, para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano que cada semana propone a la consideración y vida de los fieles el acontecimiento pascual, de donde brota la salvación del mundo” (Dies Domini, 19)

domingo, 18 de octubre de 2020

CAPITULO 7,59 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,59

LA HUMILDAD

59El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».

Entre el grado 9 de la humildad, que nos habla de reprimir la lengua para evitar el pecado y el 11 que dice de hablar suavemente sin reír, nos encontramos con el 10 que nos habla de no reír fácilmente, de no tener un reír necio o ruidoso.

San Benito, en estos últimos grados de la escala de la humildad se preocupa de la apariencia, o de que nuestro interior se ha de reflejar en el exterior. Una cosa es estar gozoso y otra reír neciamente, cuando la motivación de nuestra alegría debe estar de acuerdo con nuestra vida.

Reír es fácil, pero con frecuencia lo hacemos para reírnos de los otros y entonces la motivación no es la mejor, pues se puede faltar a la caridad. Y puede suceder que la motivación de nuestra alegría sea la falta de caridad, nuestra autosuficiencia y nuestro orgullo.

Reprimir el reír cuando alguno cae o tropieza, sea físicamente o de otra manera, no siempre es fácil, cuando, sin embargo, pueden ser tropiezos en los que caemos también nosotros. O también podemos reírnos haciendo acepción de personas, motivados por una dependencia afectiva fuera de lugar. Todos cometemos errores, por lo cual hacer escarnio de una situación concreta de un hermano, en liturgia, un servicio o trabajo… estaría en este reír necio del que nos habla san Benito.

Nosotros somos afortunados porque vivimos una vida que hemos elegido, pero hay mucha gente que padece situaciones no queridas. Lo podemos ver en medio de esta situación de pandemia que estamos viviendo, que provoca una seria crisis económica y laboral que afecta a muchas familias que ven el futuro amenazado. No podemos, no debemos estropear esta situación privilegiada que se refuerza con la razón fundamental de ella que es la llamada de Dios, con una risa necia u otros comportamientos que están fuera de lugar.

San Benito nos dice de no ser fáciles y rápidos en la risa. Quizás él no era inclinado a reír, o quizás algún miembro de su comunidad abusaba de ello, pero, en general, el texto de la Regla lo presenta como un monje gozoso de serlo, pero con una alegría humilde, contenida. Él quiere que haya en el corazón de los monjes una alegría, según dice la Escritura: “Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7), porque la alegría es un signo de caridad, un fruto del Espíritu. Lo que reprueba es la ligereza y superficialidad, que se opone a la alegría interior.

La misma Escritura opone la risa a la alegría, ya que ésta es espiritual, un don de Dios que nace de la paz del corazón. El reír necio tiene un sentido peyorativo. San Benito nos habla de un reír sereno que nace de un corazón puro y alegre. Y de esta alegría es de la que tenemos que dar testimonio, que es la alegría de Cristo resucitado, que nadie nos puede arrebatar.

El mundo, con todas sus consecuencias de sufrimientos, tiene necesidad de esta alegría tranquila y profunda que no tiene nada que ver con la risa necia, que con frecuencia es despectiva, como la que sufre Jesús en el pretorio o en la cruz por parte de sus verdugos.

La conversión de corazón, parece sugerir san Benito en estos últimos grados, es preciso desplegarla a todo el cuerpo. El lenguaje del cuerpo puede expresar si estamos abiertos o no a Dios, y si nos ponemos por completo en sus manos. Esta conversión del corazón, trasladada a una determinada actitud externa se relaciona también con nuestra manera de hablar…

Hay una risa liberadora, sana, alegre y sincera junto a aquella risa necia, cínica, que quiere mostrar un complejo de superioridad cuando tratamos con los demás, y que es cuando san Benito nos propone tener siempre presente al Señor, que haga posible en nosotros una manifestación humilde en el cuerpo, en los gestos y en la moderación de la risa. Así todo el hombre, alma y cuerpo estará impregnado del Espíritu de Dios.

Escribe san Basilio en su Regla que “entregarse a una risa ruidosa e inmoderada es un signo de intemperancia, y la prueba de que uno no se sabe mantener en calma, ni reprimir la frivolidad del alma por una razón santa. No hay ningún inconveniente en mostrar con una risa alegre el interior de nuestra alma. Como dice un proverbio de la Escritura: “El hombre contento hace buena cara, el hombre abatido está afligido (Prov 15,13), pero reír con estrépito y ser sacudido a pesar de uno mismo no está hecho para un alma tranquila, probada por si misma. Este tipo de risa Cohelet la reprueba como el gran adversario de la estabilidad del alma: las risas me parecían una estupidez, la alegría una cosa sin sentido (Coh 2,2) y añade “como chisporroteo de la aliaga quemando bajo la olla, así son las risas de los necios. También, todo esto es vanidad” (Coh 7,6) (Regla de san Basilio 8, 26-28) 

 

 

 

 

 

 

sábado, 10 de octubre de 2020

CAPITULO 7,34 LA HUMILDAD

 

CAPITULO 7,34

LA HUMILDAD

 

7El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte».

Una lectura en diagonal de este tercer grado de la humildad nos puede espantar, o llevarnos a decir que es políticamente incorrecto, puesto que someterse a una total obediencia a alguien no suena bien y atenta contra una serie de derechos. Pero debemos considerar que no se trata de una obediencia humana la que nos presenta este grado, sino que viene a poner el fundamento de un amor a Dios, a imitación de la obediencia a Cristo. O dicho de otra manera de una obediencia por amor a Dios.

El Decreto Perfectae Caritatis del Concilio Vaticano II presenta la obediencia ligada al compromiso de seguir a Cristo, pobre y obediente. La obediencia es la ofrenda de la propia voluntad, como un sacrificio. Realmente, dejar nuestra voluntad viene a ser un sacrificio, puesto que tendemos a pensar que estamos en la recta doctrina haciendo nuestra voluntad. Y no se trata de aniquilar nuestra voluntad, sino de asimilarla a la voluntad de Dios. El nexo no puede ser otro que el amor, lazo de unión de nuestro deseo con el deseo de Dios.

Parece imposible, inabarcable, pero hay un precedente, hay un ser humano, tan humano como nosotros, excepto en el pecado, que lo ha vivido, Es Cristo, nuestro modelo que, identificando su voluntad con la del Padre, vino a servir y no a ser servido, a liberar, y no a ser liberado, a amar, corriendo el riesgo de no ser correspondido. Es el sentido de la frase de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, porque si amamos verdaderamente estamos haciendo la voluntad del Señor.

El Papa Francisco en su última encíclica escribe: “decía santo Tomás de Aquino -citando a san Agustín- que la templanza de una persona con avaricia ni tan solo es virtuosa. San Buenaventura, con otras palabras, explicaba que las otras virtudes sin la caridad estricta, no cumplen los mandamientos “como Dios los entiende” (Fratelli Tutti 91)

San Benito concreta como el mismo Decreto Perfectae Caritatis, en seguir la voluntad del superior, partiendo desde el principio que la voluntad de aquel no debe ser otra que la de Dios. A menudo tenemos una obediencia selectiva, que depende de quién nos lo manda, de cómo nos lo manda, cuándo nos lo manda, y qué nos manda. No se trata de hacer sacrificios estériles, y menos de humillaciones, ni atentar contra la libertad personal y la dignidad intrínseca de todo ser humano creado como hijo de Dios y amado por Dios. Nos ha creado libres y nos quiere libres, por lo cual nuestro sacrificio, nuestra obediencia debe ser libremente aceptada y ejecutada.

No serviría de nada obedecer por miedo, sería fraudulenta, porque la obediencia no debe conllevar la dimisión de nuestra responsabilidad respecto a nuestra vida y a las acciones que estamos llamados a desarrollar. Obedeciendo seguimos siendo totalmente responsables de nuestros actos en todo momento y ocasión; no es de recibo en la vida del cristiano, estar exento de la obediencia debida que nos que llevaría a una cierta impunidad.

Es difícil establecer paralelismos, pero en la sociedad las leyes son establecidas, en principio, para favorecer el buen desarrollo de la convivencia, y tienen un aspecto punitivo para quien las inflige, pero su sentido último debe ser el bien común. La sociedad se da a sí misma las leyes libremente a través de sus legítimos representantes, y de esta manera todos se obligan a su cumplimiento, Ciertamente, son textos escritos y elaborados con un procedimiento más o menos largo, mientras que interpretar la voluntad de Dios a menudo no es tan fácil. Por esto es tan importante el elemento clave de este tercer grado de la humildad: el amor de Dios. Ésta debe ser la clave de la lectura de nuestra obediencia. Podemos optar libremente por la plaza de criticón, que siempre esta libre en toda comunidad. Pero debemos plantearnos si nos mueve el amor de Dios, y si imitamos, entonces, al Señor, pero asumiendo el papel de protestón no podrá ser.

Como escribe el Papa Francisco: “la altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que es el criterio para una decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana” (Fratelli Tutti, 92)

 

 

domingo, 4 de octubre de 2020

CAPÍTULO 3 COMO SE HAN DE CONVOCAR LOS HERMANOS A CONSEJO

 

CAPÍTULO 3

COMO SE HAN DE CONVOCAR LOS HERMANOS A CONSEJO

Siempre que en el monasterio hayan de tratarse asuntos de importancia, el abad convocará toda la comunidad y expondrá él personalmente de qué se trata. 2Una vez S oído el consejo de los hermanos, reflexione a 30 Mar 2 Jul 4 Oct. 6 Ene. 19 solas y haga lo que juzgue más conveniente. 3Y hemos dicho intencionadamente que sean todos convocados a consejo, porque muchas veces el Señor revela al mis joven lo que es mejor. 4 Por lo demás, expongan los hermanos su criterio con toda sumisión, y humildad y no tengan la osadía de defender con arrogancia su propio parecer, 5 sino que, por quedar reservada la cuestión a la decisión del abad, todos le obedecerán en lo que él disponga como más conveniente. 6 Sin embargo, así como lo que corresponde a los discípulos es obedecer al maestro, de la misma manera conviene que éste decida todas las cosas con prudencia y sentido de la justicia. 7 Por tanto, sigan todos la regla como maestra en todo y nadie se desvíe de ella temerariamente. 8Nadie se deje conducir en el monasterio por la voluntad de su propio corazón, 9 ni nadie se atreva a discutir con su abad desvergonzadamente o fuera del monasterio. 10Y, si alguien se tomara esa libertad, sea sometido a la disciplina regular. 11 El abad, por su parte, actuará siempre movido por el temor de Dios y ateniéndose a la observancia de la regla, con una conciencia muy clara de que deberá rendir cuentas a Dios, juez rectísimo, de todas sus determinaciones. 12 Pero, cuando se trate de asuntos menos transcendentes, será suficiente que consulte solamente a los monjes más ancianos, 13 conforme está escrito: «Hazlo todo con consejo, y, después de hecho, no te arrepentirás».

Pensar lo que es preciso hacer, hacer lo más conveniente y realizarlo con sentido y justicia con temor de Dios y la observancia de la Regla.

Antes de tomar una decisión san Benito nos ofrece todo un protocolo que va desde plantear el tema o el problema hasta tomar la decisión, pasando por escuchar los consejos adecuados, y acabar, finalmente, con el juicio del Señor. No se muestra san Benito partidario de decisiones precipitadas, y menos guiadas por el deseo de nuestro propio corazón; más bien pide discernir siempre la voluntad de Dios.

Esto nos obliga a todos, en una primera fase, al que pide consejo y a quien lo da, y en una segunda fase a quien decide y a quien toca obedecer. Discernimiento, obediencia, sentido común y justicia, son elementos fundamentales. San Benito nos habla de no decidir “en caliente”, sino con amor y meditándolo bien.

El consejo, que puede venir de cualquier monje, debe darse con humildad y sumisión, y no defenderlo con arrogancia. Un consejo debe situarse en unos parámetros determinados, por ser un consejo y no expresión de la propia voluntad o deseo. Debemos intentar ponernos en el lugar del que pide consejo. Esto implica adoptar cierta distancia y analizar el tema sobre el que se pide consejo desde una óptica más amplia que la personal. Analizar los diversos factores que intervienen en el tema, para buscar la solución más viable, guiada siempre por el temor de Dios.

No nos podemos dejar llevar por antipatía o simpatía, lo cual no es fácil ante la diversidad o similitud de situaciones. Superar estos condicionamientos es esencial para abrirnos a la aceptación de una buena respuesta. Por esto san Benito habla de no seguir el deseo propio, sino de una búsqueda de lo mejor.

La decisión final queda en manos del abad. No de manera arbitraria, sino apoyada en dos principios fundamentales: el temor de Dios y la observancia de la Regla. Una vez tomada la decisión es preciso obedecer, considerando que se ha hecho una opción por lo mejor. Una decisión o un acuerdo, por ejemplo, comunitario une a toda la comunidad. Y una vez tomada la decisión ya no importa si estábamos a favor o en contra, si hemos aportado un matiz u otro; es una decisión de todos y a todos afecta. San Benito advierte acerca de la discrepancia, para no caer en una discrepancia descarada que nos haría daño, personal y comunitariamente.

Escribe san Bernardo respecto al tema que “no suele haber ecuanimidad en las cuestiones humanas. Las motivaciones de quienes mandan fluctúan en un vaivén continuo, en dependencia de las múltiples necesidades prácticas. A veces se cataloga como lo más adecuado y conveniente lo que más se desea, y se impone como obligación… Hay preceptos que no se pueden relegar sin culpa, y menos menospreciarlos sin caer en un delito. Si hay descuidos culpables sus menosprecios están sometidos a censura. Pero hay una diferencia: el descuido es atonía de indolencia; el menosprecio tumor de soberbia (El precepto y la dispensa”, 15 y 18)

En el fondo hay un juez rectísimo que tiene en cuenta nuestras decisiones, y que tiene la última palabra, y que conoce la motivación más profunda de todo. Como escribe el Papa Francisco en su última encíclica Fratelli Tutti:

“El asunto es la fragilidad humana, la tendencia constante al egoísmo que forma parte de lo que la tradición cristiana llama “concupiscencia”: La inclinación del ser humano a cerrarse en la inmanencia del propio yo, de su grupo, de sus intereses mezquinos. Esta concupiscencia no es un defecto de esta época. Existe desde que el hombre es hombre, y simplemente se transforma, adquiere modalidades en cada siglo, y finalmente utiliza los instrumentos que el momento histórico pone a su disposición. Pero es posible dominarla con la ayuda de Dios” (nº 166)

En el trasfondo de este capítulo están los principios fundamentales que inspiran toda la Regla: la mesura y la moderación. San Benito no escribe la Regla como un libro derivado de la voluntad de Dios directamente, sino como una ayuda, como “un inicio” nos dice, para orientar la vida humana teniendo a Dios como centro. Si lo tenemos como centro, el sentido común y la justicia nos vendrán con un don de su gracia inefable.