domingo, 27 de enero de 2019

CAPÍTULO 23 LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS


CAPÍTULO 23

LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

1 Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, 2siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. 3Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. 4 Pero, si ni aun así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. 5Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.

San Benito nos alerta hoy contra cuatro faltas y señala las causas. La contumacia, la desobediencia, el orgullo y la murmuración. Son faltas que pueden llevar a la excomunión. El origen de las mismas está en no seguir la Regla o en el menosprecio de los mandatos de los ancianos, considerando los ancianos como la experiencia y la madurez espiritual.

Pensemos que este capítulo está situado al principio del llamado código penal de la Regla, es su introducción y de aquí se derivan los principios fundamentales del resto. Toda falta, todo pecado viene de no cumplir la Regla; de no cumplir lo que nos mandan, del orgullo, y lo podemos eternizar en nuestras vidas por nuestra contumacia.

Contumax

Para luchar contra la contumacia tenemos el propósito de enmienda. Ser recalcitrante o contumaz es una actitud que puede merecer la expulsión del monasterio. “Si es contumaz que sea expulsado del monasterio” (RB 71,9), nos dice san Benito respecto a la falta de obediencia de unos hacia los otros.

“No hago el bien que querría, sino el mal que no quiero” (Rom 7,19) nos dice el Apóstol en su carta a los Romanos. Podemos faltar, es inevitable y humano el caer; pero  solamente el arrepentimiento sincero abre la puerta al perdón de Dios y a la gracia de la verdadera enmienda. En primer lugar, reconocer nuestras acciones sin ocultar nada, porque para Dios nada queda escondido. Y admitiendo abiertamente nuestra culpa someternos a las exigencias de la justicia de Dios, no desesperar nunca de su misericordia; es decir, reconociendo nuestras faltas y recurriendo al sacramento de la Penitencia, que nos ayuda y reconcilia con Dios.

Para luchar contra la contumacia tenemos el propósito de la enmienda, que es la firme resolución de no volver a pecar, y evitar, en tanto que podamos, lo que pueda ser ocasión de cometer nuevas faltas. Nos decía el profesor del escolasticado que el diablo tiene una virtud y ésta es la perseverancia; seamos también nosotros perseverantes en el combate, evitando de caer en las mismas faltas de siempre.
  
Escribe san Agustín en su Tratado sobre el Evangelio de san Juan: ¿Cómo nos podemos reconciliar, si no eliminamos lo que se interpone entre él y nosotros?... Por tanto, no es posible la reconciliación si no se saca fuera lo que no debe ser, y si pone lo que se necesita” (Tratado 41,4-5) No podemos ni debemos renunciar al propósito de enmienda, por mucho que caigamos una y otra vez en las mismas faltas. Renunciar a ello sería renunciar a nuestra libertad, y Dios nos ha creado libres, tanto para hacer  el bien como el mal, y está en nuestras manos hacer el bien como caer en el mal.

Inoboediens

Para luchar contra ésta tenemos la obediencia. La idea de obediencia preside toda la Regla, y san Benito la presenta como un signo del amor a Cristo, a quien vemos o hemos de reconocer en el otro. Humildad y obediencia tienen una estrecha relación. Así, la primera es la actitud interna, el efecto producido en el alma por el temor de Dios. Mientras que la segunda es la misma actitud expresada externamente. De aquí que en el fondo se encuentren y confundan.

Son tres los capítulos que en la Regla se ocupan exclusivamente y de forma explícita de la obediencia. Porque la regla no aconseja sólo, sino que la ve como el seguimiento del ejemplo de Cristo.

El texto de la carta los Hebreos nos ayuda a entender esta idea, identificando obediencia con Cristo y servirnos él de modelo para que, renunciando a nuestra propia voluntad, a nuestro propio interés, hacernos servidores de los hermanos como Cristo lo fue, siguiendo la voluntad del Padre. La desobediencia, por tanto, es signo de querer imponer nuestra voluntad por encima de la del Señor y alejarnos del seguimiento de Cristo.

Superbus

Para luchar contra la soberbia tenemos la humildad. La humildad como valor humano la puede vivir toda persona; pero para el monje nace de la confianza en el Señor y del reconocimiento de nuestras deficiencias delante de Dios y de los demás, que son imagen de Dios. El humilde confía y se pone al servicio de los otros por amor a Cristo. No es una tarea fácil, pues es preciso trabajarla para ir rechazando la altivez, el menosprecio, expresado sutilmente más o menos; es siempre contra los agravios que creemos nos han hecho y obstinándonos por defender un protagonismo que satisfaga a nuestro ego.
Cuando vivimos nuestras limitaciones como una humillación, no pasan de ser una experiencia desagradable de la cual queremos salir lo más pronto posible. Solo cuando la paz interior nos lleva a abrazar nuestra situación confiados en el Señor, la vivimos evangélicamente.

Porque una cosa es teorizar sobre la humildad y otra el vivirla. Un rebajarse soportado no viene a ser más que humillación; un rebajarse por amor es humildad. Cristo no se aferró a su condición divina, sino que se hizo nada, rebajándose por amor a los hombres y para obedecer al Padre.

Murmurans

Para luchar contra la murmuración ¿Qué tenemos?

Murmurar no quiere decir hablar en voz baja para nosotros mismos, aunque puede ser una terapia para evitar caer en la murmuración. La murmuración, que censura san Benito, que tanto crítica el Papa Francisco, es la que practicamos juzgando al prójimo, hablando mal de él, difundiendo incluso calumnias, sin tener la valentía necesaria para mirar nuestros propios defectos antes que los de los demás. A la murmuración se suman la desobediencia, la contumacia, el orgullo. Para no caer en este tipo de murmuración el Papa Francisco recomienda morderse la lengua antes de hablar mal del otro.

Desobediencia, orgullo, murmuración y menosprecio son faltas contrarias a la Regla y al Evangelio. De aquí la insistencia de san Benito para hacernos conscientes de la necesidad de corregirnos en tanto que podamos, con la ayuda y la misericordia de Dios. Como nos dice san Gregorio de Nisa en la lectura de Colación: «la perfección cristiana solo tiene un límite: no tener límite.»

domingo, 20 de enero de 2019

CAPÍTULO 7,59 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,59

LA HUMILDAD

El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».

Umberto Eco pone en boca de su personaje, el monje benedictino Jorge, en la novela “El nombre de la rosa”, estas frases: “El reír es debilidad, la corrupción la insipidez de nuestra carne… El reír libera al campesino del miedo del demonio… El reír distrae, por unos momentos, al campesino del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo nombre verdadero es el temor de Dios… Al campesino que ríe, en aquel momento no le importa morir, pero después, acabada su licencia, la liturgia se vuelve a imponer, según el designio divino, el miedo a la muerte”

San Benito enseña a no reír fácilmente ni precipitadamente. ¿Quiere esto decir que debemos estar tristes? No. Se refiere a la risa necia, grosera, simple, en la que tan a menudo caemos en la tentación, y que nos lleva a perder el temor de Dios, que debemos mantener siempre y no olvidarlo nunca (RB 7,10)

Nos lo dice también san Benito en el capítulo VI dedicado al silencio. “Ya nos enseña el profeta, que si en ocasiones debemos abstenernos de conversaciones buenas por razón del silencio, mucho más debe ser la abstención de conversaciones malas, por el castigo del pecado. Por tanto, aunque se trate de conversaciones buenas y santas y de edificación, por la importancia del silencio que no se conceda a los discípulos perfectos el permiso de hablar sino raramente, porque está escrito: “Si hablas mucho no evitarás el pecado”. Y otro lugar: “la muerte y la vida están en poder de la lengua

Por eso san Benito condena a la eterna reclusión las groserías y palabras ociosas y que dan lugar a la risa, y no quiere que abramos la boca para estas expresiones (Cf RB 6).
La “scurrilitas” que san Benito condena tan severamente, es una disipación interior, ligera y vulgar que no se corresponde con un tomarse la vida con seriedad, o un estar atentos a vivir cada cosa, cada gesto, cada palabra o mirada, cada encuentro, incluso cada pensamiento en plenitud. (cf P. Mauro Giussepe Lepori, La liturgia, centro e la vida monástica, Lilienfeld, septiembre 2018)

Nuestra alegría debe ser otra, porque su razón de ser, su origen es más profundo que lo de una risa fácil. Porque la alegría, si no es para siempre no es verdadera alegría. San Benito nos invita ya en el Prólogo a acoger cada día el nacimiento de una nueva vida como un anticipo de la resurrección que tanto deseamos. Y en este camino, empezamos cada día pidiendo tres veces que abra nuestros labios para proclamar la alabanza del Señor. Es vivir ya desde el principio del día aquel “ya si, pero todavía no” de la presencia de Cristo entre nosotros, y esta vivencia nos lleva a vivir verdaderamente la alegría.

La humildad, la pureza de corazón es el secreto de la alegría, porque la humildad vivida con sinceridad no tiene nada que ver con la frustración. La frustración es nostalgia,  porque aquello que deseábamos caprichosamente no lo hemos conseguido, y nos muestra que no hemos sido capaces de renunciar por amor de Cristo, y eso todavía nos causa más amargura. Aquel que es verdaderamente humilde vive en paz, porque se tiene como amado por Dios y por los hermanos. Lo podemos reconocer por la claridad de su mirada, por la sencillez de sus palabras, por la afabilidad en el trato; no hay afectación en su comportamiento, no hay aspereza en él, ni necesidad de defender sus derechos, y menos todavía de enfrentarlos con los de los demás.

Ciertamente, la imagen de algunos de los hermanos que hemos conocido, nos vienen ahora a la memoria y la identificamos con el verdaderamente humilde, y, por lo mismo, alegre.

Nosotros podemos pensar que la humildad que nos pide san Benito es entristecernos, menospreciarnos, arrastrarnos…, y, por tanto, la rechazamos, nos defendemos apelando  a una mal entendida dignidad, o nos refugiamos en la risa necia, la bufonería egocéntrica  o la jovialidad sin amor de la que hablaba nuestro Abad General en Lilienfeld en Septiembre. Es todo eso que debemos huir de ello, según san Benito.

Así como hay una risa que viene de la amargura, de la frustración, de la falsa superioridad, que nos hace olvidar el temor de Dios y lleva al infierno, también hay una alegría buena que nos aleja de los vicios y nos lleva a Dios y a la vida eterna.
Los monjes debemos buscar esta alegría, que encontraremos en el amor ferviente, avanzando a honrarnos los unos a los otros, soportándonos con gran paciencia nuestras debilidades, tanto físicas como morales, obedeciéndonos con emulación mutuamente, no buscando aquello que nos parezca útil a nosotros, sino para los demás, practicando desinteresadamente la caridad fraterna, temiendo a Dios con amor, no anteponiendo absolutamente nada a Cristo, al que deseamos que nos lleve todos juntos a la vida eterna. (cf RB 72)

Una de las tentaciones más serias que tenemos es la conciencia de derrota que nos hace pesimistas, quejosos, desencantados, poniendo mala cara, incluso en una cosa tan fútil como un plato en la mesa que no nos viene de gusto. Para superar esto necesitamos ser conscientes de nuestras fragilidades y de las de los demás, estar ciertos de que hemos recibido, de que tenemos el amor de Cristo, un amor que tiene necesidad de ser mostrado, compartido. “Unidos a Jesús, buscamos lo que él busca, amamos lo que él ama” (EG 267)

Escribe Umberto Eco: “El monje Jorge en voz baja… añadió -Juan Crisóstomo dijo que Cristo nunca rio. -Nada en su naturaleza humana se lo impedía – observó el franciscano Guillermo -, porque el reír, como enseñan los teólogos, es cosa propia del hombre. Forte potuit sed non legitur eo usus fuisse (seguramente pudo, pero en ninguna parte se lee que fuera su costumbre) – dijo sin circunloquios el benedictino Jorge, citando a Pedro Cantor. -Manduca, jam coctum est (come que ya está aliñado). Murmuró Guillermo el franciscano. – Son las palabras que, según san Ambrosio, pronunció san Lorenzo en la parrilla, convidando a sus verdugos a que le diesen la vuelta, como también recuerda Prudencio. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas con humor, aunque solo fuera para humillar a sus enemigos. Replicando con un gruñido el monje Jorge añadió -Lo que demuestra que el reír está bastante cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo -he de admitir que su lógica era irreprochable, concluyó Adso”.


San Benito nos quiere siempre alegres, nos quiere siempre en camino, ceñidos nuestros lomos con la fe y la observancia de las buenas obras, con la guía del Evangelio, deseando de ver Aquel que nos ha llamada a su reino (Cf. RB. Pr. 21). En una tensión escatológica que no excluye de vivir con plenitud la vida presente, sino que estimula a vivirla con mayor intensidad, conscientes de su sentido final. Vivirla con alegría verdadera, sincera, no con cara de fruta acida.

Tenemos la tentación de entristecernos o de caer en la risa fácil. Ser felices, estar alegres solamente lo conseguiremos poniendo en ejercicio la doctrina de Cristo. La alegría cristiana debe caracterizar nuestra vida, no se puede reducir a un día semanal o una determinada hora del día. La alegría del creyente debe mostrarse siempre y tan solo se puede mostrar haciendo actual y de modo permanente una palabra: servicio.

Servir, es el camino de la felicidad, el de la santidad de cada día; así se transforma el amor que recibimos de Dios en un amor a nuestros hermanos.

Nuestra alegría será plena sirviendo con alegría. El Señor nos ha llamado al monasterio, le hemos respondido positivamente, ¿qué más podemos pedir si nos sentimos llamados y amados por él?

En palabra de san Agustín: “nos ha prometido la vida eterna, donde nada hay que temer, donde nada nos perturbará, de donde no seremos excluidos, donde ya no moriremos, donde no lloraremos al que se va, ni desearemos la llegada de nadie” (Sobre el Evangelio de Juan 32,9).

Que el Señor nos ayude a vencer la tentación de la modorra, de la bufonería egocéntrica y la risa fácil, y que nos llene la verdadera y única alegría que nos viene de su amor.

domingo, 13 de enero de 2019

CAPÍTULO 7,34 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,34

LA HUMILDAD

El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte».

El tercer grado de la humildad tiene un tono fuertemente cristológico. Como nos sucede a menudo, una lectura apresurada nos puede mostrar un texto pesado, duro y anacrónico, porque la misma palabra “someter” no suena bien. Pero el trasfondo sigue vigente: Cristo es el modelo de obediencia, y el amor de Dios el sentido de toda nuestra vida. Obediencia y humildad van juntas, pero debe ser una obediencia libre, sana, sin miedo, con prontitud, sin murmuración ni protesta, una obediencia por amor a Cristo. Pues si obedecemos murmurando o de mala gana, no en la boca sino en el corazón, aunque cumplamos materialmente el mandato, no será agradable a Dios, ni de provecho para nosotros.

El texto cristológico de la carta a los Filipenses nos muestra a san Pablo que tiene siempre ante sus ojos a Cristo. En esta carta el Apóstol nos está diciendo que hemos de pensar, hablar y actuar de la manera que lo hizo Jesucristo. Debe ser el objetivo de nuestra vida, lo que nos debe guiar y marcar toda nuestra manera de vivir. Jesús lo dejaba todo en manos del Padre. Éste debe ser nuestro sentido fundamental. Jesús renunció a su gloria, a su majestad y autoridad, se rebajó… Todo esto lo hace por amor, para servir. Jesús vivió como un siervo. Sirviendo a las personas de todos los niveles sociales, sin acepción de personas. Ricas y pobres, observantes y pecadoras, poderosas y marginadas… Todavía más: amó de una manera especial a los alejados de Dios, a los pecadores, a los enfermos, a los pobres, y llamó amigo, y lavó los pies, incluso a quien le entregó, como un ejemplo extremo de servicio, en este rebajarse ante los apóstoles. La obediencia tiene un carácter marcadamente comunitario, y en este contexto Jesús fue obediente al Padre para darnos la salvación a todos los hombres.

El tercer grado de la humildad es un signo claro de la entrega de nuestras vidas a Jesús. Nuestra vocación exige que no sigamos la sabiduría y sugestiones de nuestra naturaleza,
sino que obedezcamos la ley del Espíritu. La obediencia no aniquila nuestra persona, sino que nos hace más libres, nos asimila a Cristo y nos deja encontrar nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. En este grado, san Benito cambia un poco el acento: si antes se trataba de la humildad como una actitud delante de Dio, ahora nos la muestra como sujeción a una persona. Si queremos captar este pensamiento en toda su profundidad nos encontramos con un profundo misterio que solamente se ilumina con el ejemplo de la obediencia de Jesús. Entonces, nos sentimos interiormente libres en el encuentro personal con Cristo.

La obediencia sin límites de la que nos habla san Benito no es una obediencia ciega ni antinatural, sino una obediencia que penetra todas las fibras de nuestra persona. Practicarla es de una importancia decisiva para el monje que busca tener un corazón puro, y ningún otro camino es más seguro para llevarnos directamente hacia Dios. Se trata, pues de estar unidos, de colaborar, de estar disponibles. Entonces, la obediencia adquiere una dimensión humana, que no mata nuestra voluntad, ni nuestra libertad, sino que es una participación en la obediencia de Cristo, siempre nuestro punto de referencia fundamental.

La obediencia para san Benito es todo lo contrario a un mero someterse. Viene a ser el eje de todo el itinerario monástico. Siempre en referencia al otro, a hacer su voluntad, la del Padre, como Cristo, cuya vida estuvo marcada por una obediencia total al Padre. El verdadero discípulo de Jesús cumple la voluntad del Padre; por ello, para san Pablo la obediencia es el verdadero fundamento de la salvación. Esta obediencia tuvo un eco extraordinario entre los monjes de las primeras generaciones del monacato, que no se cansaban de invitar a una obediencia a Dios, a la Escritura, al anciano espiritual, a la Regla, a los hermanos. Y debe ser una obediencia   digna de Dios, agradable a él.

San Benito sigue aquí la tradición de la espiritualidad cenobítica que considera la obediencia como un elemento primordial, imprescindible, para la existencia de la comunidad. Para la Regla la obediencia es renunciar al libre ejercicio de la propia voluntad, imitando al Señor. Y para que sea perfecta debe practicarse sin demora alguna, sin frialdad o murmuración, sin protestar.

Como dice el Papa Francisco, la murmuración es una actitud que consiste en hacer siempre el comentario definitivo para destruir a otro; es un pecado cotidiano en la nuestra vida; nos encontramos murmurando a menudo, porque nos agrada esto o lo otro, y en lugar de buscar la solución para buscar la salida a una situación conflictiva, murmuramos en voz baja, pues no tenemos el valor de hacerlo con claridad. Obedecer exteriormente no es suficiente si no va acompañado de buena voluntad, porque al superior o el anciano se le puede engañar, pero a Dios, no. Él sabe lo que hay en el nuestro corazón, en nuestro interior.

Los monjes debemos avanzar por este camino de renuncia a la nuestra voluntad, a nuestro interés personal, para hacernos servidores de los hermanos en quien debemos ver al mismo Cristo, que es para nosotros un modelo de obediencia y el amor a Dios es lo que sentido a nuestra vida.