domingo, 29 de mayo de 2022

CAPÍTULO 49 LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

 

CAPÍTULO 49

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

Aunque de suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y que en estos días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya impuesto; 7 es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.

En plena alegría del tiempo pascual, san Benito nos recuerda que nuestra vida debería responder en todo tiempo a una observancia cuaresmal. Parece como si nos marcara unos mínimos para la mayor parte del año, sin los cuales no nos podemos considerar monjes; y nos invitara a hacer un esfuerzo durante el tiempo cuaresmal, para ser más verdaderamente monjes. De hecho, nuestra vida si que es toda ella una Cuaresma, ya que es un camino hacia la Pascua, una Pascua personal, cuando el Señor nos llame a su presencia y nos juzgará acerca de como hemos vivido sus mandamientos. Esto, no significa que sea un camino para recorrer con tristeza, sino al contrario, ya que al final del camino está el encuentro con la alegría plena. San Benito sabe de nuestras negligencias, y de aquí, que nos pida este esfuerzo del tiempo de Cuaresma para rectificar posibles malos hábitos adquiridos durante el año.

Pero también aquí encontramos riesgos, como hacer “lo nuestro”, y en virtud de un orgullo espiritual nos alejemos de Cristo, aferrados a nuestro “yo”. Por esto en otra parte nos recomienda: “no querer ser llamado santo antes de serlo, sino serlo primero, para que lo puedan decir con verdad” (RB 4,62)

Hace pocos meses tuve conocimiento de un candidato a una comunidad monástica. Algo peculiar. En el monasterio donde deseaba entrar, porque se sentía llamado, no veía sino relajamiento y costumbres acomodaticias, en un sentido que años antes consideraba un aburguesamiento. Buscaba ayunar, orar… según la propia voluntad que interpretaba como la voluntad de Dios, no contemplando otra voluntad que la voluntad humana. Hacer la suya, lo cual viene a ser un menosprecio de la vida de la comunidad. Seguramente, como le decía el abad, “su verdadera vocación más bien viene a ser la de fundador de una nueva orden, pero la de miembro de nuestra comunidad”.

De aquí, que san Benito venga a afirmar que “lo que se hace sin el permiso del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria, y no como digno de recompensa. Por tanto, todas las cosas deben hacerse con el consentimiento del abad”.

Es fácil, a menudo, criticar, murmurar, pero con frecuencia esta crítica nace de una autosuficiencia, de creerse mejores… o como dicen los cartujos, que tiene en su divisa una cruz sobre el mundo y el lema “stat crux dum volvitur orbis”, la cruz permanece mientras el mundo da vueltas o va cambiando envuelta por siete estrellas, recordando a san Bruno y los otros seis fundadores de la Gran Cartuja. Loa cartujos vienen a afirmar que desde siempre ha habido candidatos a aquella vida antigua que se creen ya en la octava estrella. A veces optamos por lo difícil y atrevido cuando no somos capaces de las cosas más sencillas y simples.

Y dentro de esta sencillez debe estar el ser puntuales al Oficio Divino, a los actos comunitarios, no distraerse en conversaciones ociosas…  A menudo ponemos el listón muy alto y somos incapaces de saltar el bajo.

Presunción, vanidad espiritual, inconsciencia espiritual… todo nos puede afectar al no tener en cuenta el magisterio de san Benito.

Retraerse de todo vicio, darnos a la plegaria, a la lectura, compunción del corazón, a la abstinencia… son mínimos marcados por san Benito. ¿Inalcanzables? Lo puede parecer a priori, pero podemos seguirlos si nos lo proponemos y no nos proponemos nuestros propios objetivos.

Todos llevamos un alma de fundador en nuestro interior que se manifiesta cuando rechazamos lo que san Benito y el mismo evangelio nos plantean. El baremo para calificar todo nos lo da el mismo san Benito en este capítulo: una alegría plena de delicia espiritual.

Vivir con alegría nuestra vida de monjes, conscientes a cada momento de que es la vida que libremente hemos escogido, más aún, de que es la vida en donde estamos centrados porque Dios nos ha llamado. Como dice el Señor: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he escogido a vosotros” (Jn 15,16)

Entonces, quien sabe si desaparecerá el inconformismo de nuestras vidas y daremos gracias al Señor por este don cada vez más escaso en nuestra sociedad, donde hay muchos “fundadores de órdenes” y pocos seguidores de Cristo, que es aquel a quien vale la pena de seguir. Y su camino lleva a la Pascua. Así pasando por la Cuaresma, es decir por la observancia de la medida, por la compunción de corazón.

Con palabras de san Juan Pablo II:

“La Cuaresma es, pues, una ocasión providencial parar llevar a término el abandono espiritual de las riquezas y abrirnos a Dios, hacia el cual el cristiano debe orientar toda la vida consciente de que no tiene morada en este mundo, pues “somos ciudadanos del cielo” (Fl 3,20). En la celebración del misterio pascual, al final de la Cuaresma se pone de relieve como el camino cuaresmal de purificación culmina con la entrega amorosa de uno mismo al Padre. Este es el camino por el cual el discípulo de Cristo aprende a salir de sí mismo y de sus intereses egoístas para encontrar a sus hermanos en el amor” (Mensaje para la Cuaresma 1997)

 

domingo, 22 de mayo de 2022

CAPÍTULO 44 CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

 

CAPÍTULO 44

CÓMO HAN DE SATISFACER LOS EXCOMULGADOS

El que haya sido excomulgado del oratorio y de la mesa común por faltas graves, a la hora en que se celebra la obra de Dios en el oratorio permanecerá postrado ante la puerta sin decir palabra, 2 limitándose a poner la cabeza pegada al suelo, echado a los pies de todos los que salen del oratorio. 3 Y así lo seguirá haciendo hasta que el abad juzgue que ya ha satisfecho suficientemente. 4 Y cuando el abad le ordene que debe comparecer, se arrojará a sus plantas, y luego a las de todos los monjes, para que oren por él. 5 Entonces, si el abad así lo dispone, se le admitirá en el coro, en el lugar que el mismo abad determine. 6 Pero no podrá recitar en el oratorio ningún salmo ni lectura o cualquier otra cosa mientras no se lo mande de nuevo el abad. 7 Y en todos los oficios, al terminar la obra de Dios, se postrará en el suelo en el mismo lugar donde está; 8 así hará satisfacción hasta que de nuevo le ordene el abad que cese ya en su satisfacción. 9 Los que por faltas leves son excomulgados solamente de la mesa, han de satisfacer en el oratorio hasta que reciban orden del abad. 10 Así lo seguirán haciendo hasta que les dé su bendición y les diga: «Bastante».

“Ciertamente, hay muchos que serían testigos del Señor en la paz, o sea cuando las cosas les fueran bien; y ser santos, pero sin fatigas, sin molestias, sin dificultades, sin obras”.

Palabras de Juan Tauler para hacernos reflexionar sobre cómo debemos ejercitarnos en nuestro testimonio del Señor. Testimonios del Señor en la paz…pero nos cuesta pagar un precio de molestias, dificultades…

San Benito conoce muy bien la naturaleza humana que todos compartimos, débil con cierta pereza, para hacer lo que tenemos que hacer. De aquí que fallemos hasta el punto de llegar a realizar acciones graves. Entonces, ¿qué debemos hacer?

Tenemos dos alternativas: la primera puede ser la más fácil, es decir no reconocer nuestra falta, no reconocer que somos culpables; en este caso, como diría san Benito, nos encaminamos hacia la perdición. Pero tenemos la segunda alternativa que es la de reconocernos culpables y mirar de satisfacer por ella.

Para evitar caer en la culpa, y en culpas graves, lo primero a tener presente es evitarlas. Como diría Clemente de Alejandría: “Esforcémonos por pecar lo menos posible” (El Pedagogo). O como dice el Apóstol: “huir las pasiones de juventud, deleitarse en el bien, la fe, el amor, la paz, a la vez que invocamos al Señor con un corazón limpio (2Tim 2,22)

 Pero si caemos no está todo perdido, siempre que seamos conscientes de la caída y nos esforcemos por levantarnos. Pero antes de levantarnos san Benito nos quiere postrados con la cabeza en tierra, al pie de todos para dar satisfacción.

Pensemos en este gesto, que ya no practicamos cuando cometemos culpas. Nos postramos en tierra delante de la comunidad al recibir el hábito, en la profesión temporal y en la profesión solemne; lo hacemos, como dice san Benito, delante de toda la comunidad. No tiene el mismo significado que esta postración penitente, pero hay ciertas afinidades. No se trata en el momento de incorporarnos a la comunidad, sea de manera temporal o perpetua, de hacernos personar las culpas de la vida pasada, como una conversión, de despojarnos del hombre viejo para vestirnos del hombre nuevo. Esto queda más claro cuando recibimos el hábito, nos desprendemos de la ropa que hasta entonces llevábamos y se nos pone la nueva, como una representación del hombre nuevo, que estamos llamados a realizar en nuestra vida.

Veamos un poco este gesto litúrgico. La palabra “postración” viene del latín “pro-sternere”, que significa ”extenderse por tierra”.

Es un signo claro de humildad, de penitencia y súplica ante Dios. Así lo contemplamos en Abraham que “se prosternó con la frente a tierra” cuando Dios le habla (Gen 17,3), o en la historia de José, donde por tres veces “cuando llegaron sus hermanos se prosternaron ante él hasta tocas tierra con su frente”, para mostrar primero su respeto, y posteriormente para pedir perdón. (Gen 42,6; 43,26-28; 44,14) También “Moisés se arrodilló y se prosternó hasta tocar tierra” (Ex 34,8) ante el Señor como signo de respeto. La postración aparece en el Nuevo Testamento en acontecimientos concretos, para pedir al Señor la curación, o en otros como en el Apocalipsis como adoración. El mismo Jesús “se prosterna con la frente a tierra” en Getsemaní, para orar al Padre, pidiendo la fuerza necesaria para afrontar la Pasión (Mt 26,39).

La postración, pues, es una postura litúrgica, que tiene sus raíces en la Escritura. Cuando nuestra sociedad acepta sin preguntas la espiritualidad y determinadas posturas corporales que provienen de otras religiones, especialmente orientales, corremos el riesgo de no reconocer el profundo significado de gestos como éste en nuestra propia liturgia. Algo parecido se podría decir del tema de arrodillarse o no.

La postración, por ejemplo, es un signo fuerte al iniciarse la liturgia del Viernes Santo que inicia el presbítero presidente, mientras el pueblo se arrodilla. También cuando la provisión de Ordenes Sagradas y se entonan las letanías, para que venga sobre ellos el Espíritu Santo. Se muestra así la total disponibilidad para recibir la gracia del Espíritu Santo.

Disponibilidad es una idea que también nos pide san Benito en su Regla. Disponibilidad a ser perdonados, a cambiar, a convertirnos de nuevo, a acogernos a la misericordia de Dios o de los hermanos o de la Orden como decimos el recibir el hábito, o hacer la Profesión. Para recibir esta misericordia necesitamos reconocernos pecadores y hacer propósito de enmienda, es decir “satisfacer”, no solo a los hermanos de comunidad, sino conscientes de que nos dirigimos siempre, sobre todo, a Dios.

¿En qué pensábamos cuando se nos hizo la pregunta: “¿Qué deseas, y respondemos por tres veces “la misericordia de Dios?  ¿Era, quizás la repetición de una fórmula ritualizada y aprendida de memoria?

Cuando san Benito nos dice de no desesperar nunca de la misericordia de Dios, deberíamos recordar todas aquellas postraciones, aquella fórmula con la que pedimos al Señor que nos reciba según su promesa y que, no veamos defraudada nuestra esperanza en la misericordia de Dios.

domingo, 15 de mayo de 2022

CAPÍTULO 37 LOS ANCIANOS Y NIÑOS

 

CAPÍTULO 37

LOS ANCIANOS Y NIÑOS

A pesar de que la misma naturaleza humana se inclina, de por sí, a la indulgencia con estas dos edades, la de los ancianos y la de los niños, debe velar también por ellos la autoridad de la Regla.  Siempre se ha de tener en cuenta su debilidad, y de ningún modo se atendrán al rigor de la Regla en lo referente a la alimentación, 3 sino que se tendrá con ellos una bondadosa consideración y comerán antes de las horas reglamentarias.

Te lo aseguro, cuando eras joven te ceñías tú mismo e ibas donde querías, pero cuando seas viejo, abrirás los brazos y otro te ceñirá para llevarte donde no quieres  (Jn 21,18) Así la habla el Señor a Simón Pedro después de haberle preguntado tres veces sobre su amor a Él.

Con una visión simplista podríamos decir que la vida es como una colina: durante la infancia y adolescencia subimos hacia la cima que es la madurez; y luego comenzamos a bajar por la otra vertiente, poco a poco, hasta venir de nuevo al nivel inicial… Así podríamos pensar sobre la vida sin el elemento fundamental que es la fe. Desde la óptica de la fe, la vida no es un subir y bajar, sino un caminar hacia la verdadera vida, la vida eterna, aquella vida que Cristo, muriendo en la cruz y resucitando del sepulcro, nos ha ganado. Como afirma el Apóstol: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y si Cristo no ha resucitado vuestra fe es una ilusión”. (1Cor 15,16-17)

La fase final de la vida, si sigue el curso natural, es la vejez y, como nos dice san Benito, no por llegar a la vejez dejamos de ser monjes. Seguramente por las limitaciones físicas o mentales veremos nuestra vocación de manera diferente, quizás llegará un momento en que no podemos participar en el Oficio Divino en toda su totalidad con la comunidad, o no estaremos en disposición de hacer un tiempo de Lectio Divina con la suficiente concentración, o no podremos trabajar… pero en cualquier caso seguimos siendo monjes, haciendo camino hacia la vida eterna.

Cada uno envejece a su manera. Hay quien vive esta etapa edificándose con la lectura y la plegaria. Otros que, aunque perdidas las fuerzas y oyendo la llamada de la campana, les queda el reflejo de una obligación comunitaria, de la que está dispensado, pero que a veces en una mirada excesiva de autocrítica se culpabiliza hasta casi desconfiar de la misericordia de Dios, de la cual nunca debemos desesperar, como nos dice san Benito.

Dice un apotegma de los Padres del desierto:

“Abbá Antonio, investigando la profundidad de los juicios de Dios oraba diciendo: “Señor, ¿por qué algunos mueren después de una vida corta y otros llegan hasta una extrema vejez? ¿por qué algunos son pobres y otros ricos? ¿por qué los injustos se enriquecen y los justos pasan necesidad?” Y vino una voz que le dijo: Antonio, ocúpate de ti mismo, porque estos son los juicios de Dios, y nada aprovecha la respuesta (Libro de los ancianos, 55,1)

Ciertamente, nuestra vida está en manos de Dios y también nuestra vejez, así como el llegar o no llegar.

Los hermanos mayores son una riqueza en la comunidad; quizás a veces supone algo de peso estar pendientes de ellos y atenderlos, pero en toda comunidad es un valor añadido, tanto por su experiencia como por su madurez con que viven la vida monástica, lo cual no quiere decir que vejez y madurez vayan juntas, aunque, en líneas generales la madurez de la vejez aporta serenidad y una cierta dulzura en la visión de los problemas de cada día. Hablamos de una vejez adquirida por la edad, pues puede haber una vejez prematura no tanto por razones físicas como psicológicas que les sirve de excusa para una limitación de sus obligaciones. O por el contrario hermanos que, a pesar de sus años están activos ejemplarmente hasta sus últimos momentos. El monje llega a la vejez muchas veces en consonancia a como ha ido viviendo su vocación durante años.

Escribía un monje de nuestra comunidad, que tampoco hemos de caer en la imagen idílica del monje en el claustro. La gracia no suple a la naturaleza, y una ascesis continua debe acompañarle en la vida para progresar en este camino, que al principio es estrecho, pero que se ensancha a medida que se avanza en la práctica de las virtudes.

No olvidemos que entre las muchas herejías -añadía- una puede estar presente en la vida de los monjes: la del pelagianismo, según el cual siempre hay un peligro de caer en las buenas obras y observancias, apoyándonos en nuestro propio esfuerzo y olvidando que la salvación es un don gratuito de Dios. No hay un error mayor que creerse mejor que los demás, caer en el maniqueísmo que separa los buenos de los malos, y que nos puede afectar a todos si nos descuidamos. (Cf. P. Jesús M. Oliver. La vida monástica en la Iglesia)

En la vida civil hay quien se prepara para la vejez cuando se detiene la vida laboral, y se buscan nuevos objetivos u horizontes. En la vida monástica no existe la jubilación, a no ser que haya un impedimento de tipo físico o psicológico. Aunque la disminución de nuestras fuerzas impone un nuevo ritmo, que no debe llevarnos a la tentación de una jubilación total.

San Benito pide para los ancianos, como para los niños, compasión, y también que la Regla debe tener presente su debilidad y evitar los rigores excesivos, pero también sin olvidar que no dejamos de ser monjes.

Coloquialmente se dice que la antigüedad tiene un grado, teniendo presente lo que nos dice san Benito a lo largo de la Regla, y esto debe traducirse en hacernos más humildes, más pacientes, más obedientes. Así debemos llegar, si le place a Dios al momento en que no iremos donde querríamos y dejar que otro nos ciña y nos lleve donde no queremos. Pero siempre es cierto que al final del camino, sea más o menos duro, esta Cristo que ha resucitado, y entonces nuestra fe no es en vano.

 

 

 

 

 

 

 

   

 

domingo, 8 de mayo de 2022

CAPÍTULO 30 CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS

 

CAPÍTULO 30

CORRECCIÓN DE LOS NIÑOS PEQUEÑOS

Cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada. 2 Por tanto, siempre que los niños y adolescentes, o aquellos que no llegan a comprender lo que es la excomunión, cometieren una falta, 3 serán escarmentados con rigurosos ayunos o castigados con ásperos azotes para que se corrijan.

Este es el último capítulo de la primera parte llamado “Código penal de la Regla”. A primera vista parece anacrónico y desfasado, pues nos habla de niños en el monasterio y de castigos, mortificaciones y ayunos rigurosos, que es ya algo desfasado en nuestros días.

En la Edad Media había costumbre de entregar al monasterio, para su educación, a los hijos, y que, incluso, acabaran siendo monjes; una costumbre abandonada por los cistercienses. También la costumbre de castigos corporales, azotes, ayunos… asimismo está abandonada. Incluso en el ámbito educativo. Además, ya pasó la costumbre de llevar los hijos al monasterio. Un tema muy delicado hoy día, incluso en el ámbito educativo. Por otro lado, otro aspecto importante es lo que pensamos cuando llevamos a cabo una acción que puede ser negativa, y es, además, algo que puede repercutir en el resto de la comunidad. Es decir, que en todos los aspectos, positivos y negativos, es importante ser conscientes de que no solemos ser monjes a nivel personal sino que nuestras acciones, para bien o para mal, repercuten en la comunidad.

Pero este capítulo tiene una parte con actualidad, que es la consideración del trato apropiado a cada uno. Una muestra más de la igualdad asimétrica que establece la Regla. Todos somos iguales con los mismos derechos y obligaciones, todos comprometidos ante el Señor, a seguirlo, obedecerlo, pero no todos somos iguales, pues unos reciben unos dones diferentes de los otros, limitaciones distintas… lo cual no siempre somos capaces de comprenderlo.

Vivimos en una sociedad dominada por la cultura del deseo y afectada por una inmadurez notable, por lo cual podemos seguir siendo niños con apariencia de adultos, estar afectados de un infantilismo en determinados momentos. Podemos ser maduros intelectualmente e inmaduros afectivamente, lo que crea problemas de convivencia en una vida comunitaria. Contra el infantilismo poco sirven los remedios que propugna san Benito, pues no se puede curar con ayunos rigurosos, ni con azotes…. Y, además, se corre el riesgo de enfrentamientos físicos. Hay otras situaciones en que el síntoma de inmadurez es la dependencia afectiva de otros hermanos, o la necesidad de la familia o de los amigos, por lo que es sano y recomendable mantener un equilibrio y estar alejado del peligro de interferencias de familiares, amigos, o compañeros de la vida comunitaria.

Escribe Dom Bernardo Olivera, que fue Abad General de la estricta Observancia:

Hay cinco elementos que nos pueden dar razón del nuestro grado de madurez.

El primero, es la tolerancia de las frustraciones, reconociendo nuestra responsabilidad, evitando culpabilizar a los otros, e intentar no reaccionar con ira, tristeza, desánimo, o cerrarnos en nosotros mismos, buscando la propia conmiseración.

Un segundo elemento, ser capaces de manifestar nuestras opiniones sin llegar a defenderlas a ultranza, ni menos recurriendo a la mentira para mantenerlas, pues esto es un síntoma claro de que somos prisioneros de nuestras emociones.

El tercer elemento, es ser capaces de tomar decisiones sin innecesarias vacilaciones, ni por equivocarnos, pero buscando siempre la certeza moral de que hemos hecho en cada momento lo que debíamos hacer, no lo que podría ser de nuestro agrado, o nos favorecía a nosotros o nuestros amigos.

El cuarto elemento, es estar abierto a otras ideas o argumentaciones, y no cerrarnos en nuestro mundo, como si fuese lo mejor, o lo único mejor del mundo.

El quinto, es la capacidad de reaccionar ante lo imprevisto, sin rechazo automático, aceptando la realidad, incluso imprevista, aceptándolo como la voluntad de Dios.

(Afectividad y deseo. Para una espiritualidad integrada)

Los enemigos de estos elementos son nuestros miedos; al fracaso, al rechazo, al cambio, a la enfermedad… El miedo es fruto de la falta de confianza en nosotros mismos, ciertamente, pero en el caso del creyente es síntoma de la falta de confianza en Dios, cuando dudamos de si estamos en sus manos, o de si él está a nuestro lado, pero nunca para preguntar por qué permite eso o lo otro, o para pedir que este o aquel hermano desaparezcan de nuestra presencia.

Como dice el documento de la Congregación para los Religiosos: Vida fraterna en comunidad:
“El camino hacia la madurez humana, premisa necesaria para una vida de irradiación evangélica, es un proceso que no conoce límites, porque comporta un continuo “enriquecimiento”, no solo en los valores espirituales, sino también en los de orden psicológico, cultura y social” (nº 35)

 

domingo, 1 de mayo de 2022

CAPÍTULO 23, LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

 

CAPÍTULO 23

LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, 2 siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. 3Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. 4 Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. 5 Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.

Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Por eso, tanto si vivimos como si morimos somos del Señor. (Rom 14,8)

Esta frase del Apóstol. Puede resumir bien lo que debería resumir nuestra vida. Compartir la vida divina, no anteponer nada a Cristo; es el resumen de nuestra vocación. Ciertamente, Dios vive su propia vida, y nosotros solo podemos aspirar a imitarla; pero aún aspirando a imitar a Dios, somos libres a lo largo de nuestra existencia, nos salen obstáculos, o los creamos, pero esto que es humano no viene a ser lo más grave, sino que lo grave sería la falta de contrición y de reconocimiento de las faltas que nos empuja a alejarnos de la vida en Cristo, vida divina, que debe ser siempre nuestro objetivo. Con palabras de san Bernardo: “la culpa no está en el sentimiento, sino en el consentimiento”.

San Benito sabe que faltamos, y quiere que nos arrepintamos, que nos corrijamos y volvamos a centrar nuestra vida en Cristo. Lo que de palabra puede parece fácil, de obra quizás ya no es tanto, pues el orgullo, la autosuficiencia, nos llevan hacia la desobediencia, murmuración, menosprecio de los otros. No arrepentirnos es menospreciar la misericordia de Dios. Con frecuencia valoramos las cosas en función de lo que nos sirven o satisfacen nuestras pasiones… Los talentos y los dones de Dios se nos dan, no para satisfacer nuestro ego, sino para servir y vivir en el Señor.

El pecado, en el fondo, es una muestra de ingratitud. Pecamos cuando nos servimos de los talentos espirituales, intelectuales y físicos, no para dar gloria a Dios, cumpliendo su voluntad, sino para oponernos mediante nuestra desobediencia. ¿A quién hacemos mal cuando pecamos? En primer lugar, a nosotros mismos, pues optamos por una satisfacción efímera, olvidando la enseñanza de san Benito cuando se refiere a la intención pura y el celo por Dios, que nos llevan a la recompensa. (cfr. RB 64,6) Además, provocamos el mal en la comunidad, al ser negligentes en nuestra tarea, faltando al deber de caridad y buscando nuestro propio interés.

¿Cómo alejarnos de las faltas?, ¿cómo no caer en ellas, y vencerlas?

No es suficiente con nuestro esfuerzo, necesitamos la gracia de Dios, que debemos buscar en una relación personal con él, en una escucha atenta a su Palabra. Escuchar la Palabra, nos pide un esfuerzo, estar atentos… Nos ayuda a esto la plegaria. Menospreciar el Oficio Divino no es arriesgar nuestra salud y la de los hermanos solamente, sino anteponer nuestra voluntad a la de Dios, que queda de manifiesto en la ausencia del Oficio o anteponer tareas personales que nos hacen llegar tarde…

La plegaria, como el mismo ritmo de nuestra vida, marcado, claramente por la Regla, nos ayuda a adquirir unos principios claros, que, aunque se refieran a pequeñas cosas, en el fondo son de vital importancia para nuestra vida monástica.

En cada obligación, en cada acontecimiento podemos encontrar la huella de Dios, su providencia, su tolerancia, su voluntad. Si vivimos con fe las pequeñas cosas, incluso las que consideramos insignificantes se convierten en grandes en la presencia de Dios.

Otra ayuda importante es el uso frecuente del sacramento de la penitencia, que no solo nos perdona las faltas cometidas, sino que el arrepentimiento nos prepara y predispone para no recaer, pero el arrepentimiento nos pide reconocernos pecadores a nosotros mismos y no a los otros.

Nos dice un apotegma anónimo:

“Aquellos que desean salvarse no se ocupan de los defectos del prójimo sino siempre de las propias faltas, y así progresan. Tal era aquel monje que viendo pecar a su hermano decía gimiendo: “¡desgraciado de mí!, hoy él y mañana, seguramente, yo”. ¡Ved qué prudencia! ¡qué presencia de Espíritu!  Como ha hallado el camino de no juzgar al hermano al decir: “Mañana, seguramente yo”, porque se inspira en el temor y la inquietud por el pecado que teme cometer y así evita enjuiciar al prójimo. Pero no contento con eso se humilla por debajo del hermano añadiendo: “él ha hecho penitencia por su falta, pero yo no la hago, ni llegaré a hacerla, seguramente porque no tengo la suficiente voluntad para hacer penitencia” (Doroteo de Gaza, Conferencias VI,75)

Tenemos recursos para vencer la voluntad de pecar. El recurso de la excomunión debería ser siempre el último, aunque la plantee san Benito para hacernos conscientes de la gravedad de la falta. Nos debe ayudar sobre todo mantener el amor a Cristo, pues el amor no se contenta con evitar el mal, pues se eleva por encima de la obligación y nos da el impulso necesario para obtener la fuerza y los medios necesarios para obrar el bien, superando los obstáculos y evitando todo aquello que pueda romper nuestra relación con Cristo. ( Cfr Baur, Benito, En la intimidad con Dios, p. 63-83)

Resumiendo, todo nos debería llevar a poder decir, siempre y en todo momento, como el Apóstol: “Para mi vivir es Cristo” (Fl 1,21)