domingo, 30 de enero de 2022

CAPÍTULO 26, LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS SIN AUTORIZACIÓN

 

CAPÍTULO 26

LOS QUE SE RELACIONAN CON LOS EXCOMULGADOS SIN AUTORIZACIÓN

Si algún hermano, sin orden del abad, se permite relacionarse de cualquier manera con otro hermano excomulgado, hablando con él o enviándole algún recado, 2 incurrirá en la misma pena de excomunión.

 

Escribe Dom Guillermo, abad de Mont des Cats, que ante la lectura de este capítulo uno se puede preguntar cómo san Benito trata con tanta severidad a quien contacta con un ex­-comunicado, teniendo en cuenta que en el capítulo siguiente recomienda al abad preocuparse de los excomunicados. (Un camino de libertad; comentario de la Regla de san Benedetto).

Añade que la pregunta que deberíamos hacernos es por qué un hermano se acerca a un excomunicado. Y para él puede haber dos motivos. El primero, que tenga vocación de buen samaritano, de mesías, y que vive la exclusión del hermano como una herida en su deseo de unidad y comunión. En este buen samaritano cada conflicto provoca en su interior un sentimiento de angustia, y la razón de acercarse es curar su propia angustia, más que ayudar al hermano. Un segundo motivo, la de estar en contra de la Regla y de la autoridad, que cambia de enemigo cuando cambia el superior, sea el que sea, y que busca perpetuar su situación personal instrumentalizando al hermano excomunicado, de modo que en lugar de crear se limita a destruir, vive en negativo. Ambas razones, para Dom Guillermo no son en cualquier caso altruistas, ni generosas, sino malsanas, ya que impide al hermano tomar conciencia de su propia culpa, que siempre es un paso previo para salir de ella.

El papel de la sanción no es otro que tomar experiencia de la responsabilidad personal ante unos hechos punibles. El camino no sino reconocer la culpa, satisfacer por la penitencia impuesta y propósito de enmienda. Un proceso que si falta algún elemento de estos se convierte en simple rutina sin efecto positivo.

El Papa Francisco ha hablado de este tema:

“El cristiano que reza pide a Dios sobre todo que le perdone sus pecados, el mal que hace. Esta es la primera verdad de cada oración: aunque fuéramos personas perfectas, santos cristalinos que nunca se desvían en la vida de bien, son siempre hijos que le deben todo al Padre. La actitud más peligrosa en la vida, ¿cuál es? La soberbia. Es la actitud de quien se coloca delante de Dios pensando que siempre tiene las cuentas en orden con Él. El soberbio cree que todo lo hace bien”  (Audiencia General 10 Abril de 2019)

La debilidad de la conciencia de pecado es un mal que aflige a la sociedad, incluidos cristianos, religiosos, monjes. Se banaliza la culpa, le quitamos importancia… Todo esto afecta a la Iglesia, que está en el punto de mira de la opinión pública. Por ello no podemos dejar pasar nuestras malas acciones. La Iglesia no peca, cierto, pero sus miembros sí, ciertamente. Por eso no tiene sentido negar la evidencia.

Escribe el Papa Francisco: Todos, de pensamiento, palabra, obra u omisión, ensuciamos la Iglesia de Cristo. Como decía el Cardenal Ratzinger en el Vía Crucis del Coliseo en el año 2005: “¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia entre los que por el sacerdocio tendrían que estar completamente entregados a ella! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡qué poco respetamos el sacramento de la reconciliación, en el que El nos espera para levantarnos de nuestras caídas!”.

Todo esto debería llevarnos al arrepentimiento, nunca a la indiferencia. San Benito, por ello, busca con el Código penal la regeneración de la comunidad y la recuperación del hermano que ha fallado. Pues la suciedad hay que limpiarla, enmendar el pecado, y “no desesperar nunca de la misericordia de Dios”.

Siempre será mejor reconocernos pecadores por adelantado, pues así ya tenemos hecho una parte del camino hacia la reconciliación; y además porque ser acusados por los otros puede ser más humillante, y porque nada podemos ocultar a Dios.

Como escribe Aquinata Bockmann se trata de curar a las personas y las comunidades, de reconciliarnos con Dios, y nada hay más importante que conservar la amistad con Dios.

Escribe san Clemente I a los cristianos de Corinto:

procuremos con deseo ferviente, ser contados entre los que esperan su venida. ¿Y cómo lo podemos hacer? Si unimos con toda nuestra fe nuestra alma a Dios; si buscamos siempre con diligencia lo que es agradable y aceptable a sus ojos, si ponemos en práctica lo que está de cuerdo con su voluntad y seguimos el camino de la verdad, si rechazamos en nuestra vida toda injusticia, avaricia, maldad y fraude, crítica y murmuración, odio a Dios, soberbia, presunción, vanagloria y falta de sensibilidad para acoger. Porque los que hacen todo esto se hacen odiosos a Dios; y no solo aquellos que no lo hacen, sino también quienes consienten y aplauden.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 23 de enero de 2022

CAPÍTULO 19, NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA

 

CAPÍTULO 19

NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA

Creemos que Dios está presente en todo lugar y que «los ojos del Señor están vigilando en todas partes a buenos y malos»; 2 pero esto debemos creerlo especialmente sin la menor vacilación cuando estamos en el oficio divino. 3 Por tanto, tengamos siempre presente lo que dice el profeta: «Servid al Señor con temor»; 4 y también: «Cantadle salmos sabiamente», 5 y: «En presencia de los ángeles te alabaré». 6Meditemos, pues, con qué actitud debemos estar en la presencia de la divinidad y de sus ángeles, 7 y salmodiemos de tal manera, que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca.

San Benito nos dice en el capítulo 43 que no debemos anteponer nada al Oficio Divino. Pues si Dios está presente en todas partes, si sus ojos nos están mirando siempre, mucho más durante el Oficio Divino.

En los capítulos anteriores nos habla del modo de salmodiar, de como celebrar las diferentes horas del Oficio; y, todavía en el capítulo 47, nos dice cómo se ha de hacer la señal para iniciarlo. Casi una quinta parte de la Regla está dedicada al Oficio Divino, lo cual nos da una idea de la importancia que san Benito le da en nuestra jornada monástica.

Escribe Aquinata Bockmann que este capítulo está lógicamente construido y perfectamente compuesto, destacando unas palabras clave: “en todas partes” en el primer verso como principio general; “sin ninguna duda”, en el segundo verso, como caso particular; “por tanto”, uniendo los versos 3 y 5 como una primera consecuencia fundamentada en tres citas de salmos; “así pues”, en el verso seis, como consecuencia final que enlaza con el verso primero y redondea el capítulo.

En definitiva, el Oficio Divino es el centro de nuestra vida, pues como afirma L. Bouyer es el medio eminente que nos conduce hacia Cristo y a la vez es una realización anticipada de ese horizonte, cuando en la vida eterna cantaremos verdaderamente en presencia de los ángeles (Cfr. El sentido de la vida monástica).

Nos lo recuerda san Benito en este capítulo, y debemos creer que estamos presentes delante del Señor en el Oficio Divino. Lo cual implica que no podemos estar de cualquier manera: desmotivados, apáticos… sino con temor y gusto, con amor y gusto, pues estamos cerca, pregustamos la presencia de Aquel a quien amamos más que a otra cosa.

Tal vez la misma rutina de nuestra vida nos lleva a olvidar este precepto concreto de san Benito, y podemos caer en la tentación de salmodiar a disgusto, de no ser conscientes de que Él está en medio de quien se reúnen en su nombre.

Está presente en la Eucaristía por la proclamación de su Palabra, por el ministerio del presbítero, por la misma asamblea reunida en su nombre, y de manera singular y eminente en el pan y el vino transformados en cuerpo y sangre. También la Palabra es proclamada en el Oficio Divino, la misma que en nuestra plegaria sálmica, en la unión de cánticos y lecturas breves. Dios nos habla de una manera real y a Él dirigimos nuestra plegaria de manera directa, reunidos en su nombre. Este contacto con la Palabra es complementario al que tenemos en la Lectio Divina, como explicita L. Bouyer; uno es como nuestra inspiración, y el otro como nuestra espiración, como la sístole y diástole, recreados por el Espíritu.

En los textos monásticos más primitivos el Oficio Divino designaba el conjunto de la vida espiritual del monje. Poco a poco se irá limitando hasta referirse solamente a la vida de plegaria en torno a la Palabra de Dios, es decir a la Salmodia. Este sentido original y la posterior evolución del término nos muestra también la preferencia del Oficio Divino sobre todas las demás ocupaciones del monje.

Dada la importancia de la salmodia debemos hacerlo con gusto, bien, en plenitud, esforzarnos en la recitación o canto lo mejor que podamos, adentrarnos en la letra, en su mensaje, conscientes de que estamos viviendo un momento especial de relación con Dios.

No oramos con Salmos tomados al azar, parafraseando lo que san Benito dice en el capítulo 47, cuando habla de la señal que debemos hacer al comenzar la plegaria comunitaria. No debemos cantar o recitar cualquier salmo en cualquier momento; es preciso hacerlo cuando corresponde, con humildad y gravedad, con respeto, lo cual nos exige una preparación, para que nuestro pensamiento y nuestra voz vayan de acuerdo y estemos centrados en lo que estamos haciendo y hacia Quien nos dirigimos.

Esto exige una preparación previa, una atención personal y privada previa a la misma  salmodia, de manera que siendo una plegaria comunitaria venga a ser también una plegaria personal. Es preciso estar conscientes de la presencia de Dios. En segundo lugar que estamos sirviendo al Señor. En tercer lugar, que la voz, compostura y pensamiento vayan de acuerdo en la situación de nuestra presencia ante el Señor.

Escribe Columbá Marmión:

“Nosotros, los monjes encontramos en la liturgia un precioso medio de conocer las perfecciones divinas. En los salmos que forman la trama del Oficio Divino, el Espíritu Santo nos presenta Dios a nuestra consideración con una incomparable riqueza de expresión. A cada paso nos convida a admirar la grandeza y plenitud de Dios, y si recitamos bien el Oficio, el alma poco a poco asimila estos sentimientos expresados por el Espíritu Santo sobre las perfecciones del Ser infinito; y así nace y se fomenta constantemente, bajo la luz celestial, una actitud reverencia hacia la soberana Majestad, reverencia que es la fuente de la humildad”   (Jesucristo, ideal del monje)

Éste es un capítulo breve de la Regla, pero a la vez un capítulo fundamental, que nos viene a decir, como escribe Aquinata, que la liturgia no se limita a una ejecución interna de la comunidad; es una liturgia doméstica al servicio de la Iglesia. Alabanza, proclamación y servicio delante del Señor, así es como san Benito nos quiere por esencia de Dios, invitándonos a hacer salir la plegaria desde lo más íntimo de nuestro corazón; solo así nuestro pensamiento puede estar de acuerdo con nuestra voz. Per llegar, escribe San Agustín, si se considera la paciencia humana resulta increíble; si se considera la potencia divina resulta comprensible.

 

 

 

 

 

 

domingo, 16 de enero de 2022

CAPÍTULO 7,49-50, LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,49-50

LA HUMILDAD

El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más vil y abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo cuanto se le manda, 50 diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero yo siempre estaré contigo».

 

“¡Vivid siempre contentos en el Señor! Lo repito: ¡vivid contentos!” (Flp 4,4)

Las palabras del Apóstol parecen poco oportunas, tanto más cuando san Benito hace servir la palabra “contentarse”, en la versión latina “contentus sit monachus”, y sucede que no es fácil contentarse, porque sin llegar a cosas bajas algunas tareas no nos agradan o las calificamos con otra etiqueta diferente.

Nuestra sociedad no es propensa a contentarse, lo cual también llega a los monasterios que somos un reflejo de esta sociedad. Quizás la única diferencia es que a nosotros se nos pedirá más en ese juicio final. Cada día somos instruidos por los consejos evangélicos y la Regla en el seguimiento de Cristo.

Con frecuencia quien se acerca al monasterio como posible vocación se muestra con una prisa inusitada por quemar etapas. Cuesta entender que hay cosas ásperas y duras; que el camino, en un principio, es estrecho, y que no es fácil la vida consagrada en una comunidad. Es como la vida misma: puede haber estrecheces en la infancia, en la juventud, madurez y vejez. Hay quien la encuentra en cada etapa de la vida, y otros gozan de cada fase como un regalo de Dios. Por aquí es por donde va san Benito, considerando que todo es gracia de Dios, y que, si Él nos ama, es porque es amor, y nada malo puede querer de nosotros; y posiblemente somos nosotros los que miramos con ojos demasiado humanos de modo negativo.

 

“Hermanos, estad contentos, reafirmaros, exhortaros, tened los mismos sentimientos, vivid en paz, y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros (2Cor 13,11)

No es un mal programa el de san Pablo. A menudo en Laudes pedimos tener un día de paz con todos. Pero es preciso poner de nuestra parte, lo cual debe concienciarnos de que no hay tarea baja en la comunidad, y que es más positivo vernos como operarios indignos. Esto nos permitirá mejor conocer la gracia de Dios que actúa en nosotros con más claridad de lo que solemos ser conscientes.

Como dice san Benito en el Prólogo: “aquello que la naturaleza no puede en nosotros, pidamos al Señor nos los conceda con ayuda de su gracia” (Pro 41)

A veces si que consideramos operarios indignos, pero más bien a los otros. Esto nos lleva a ponernos donde no debemos. Como enseña san Pablo: “es que sentimos decir que algunos de vosotros viven sin trabajar, y metiéndose donde no les llaman. A todos estos les mandamos en nombre de Jesucristo que trabajen” (2Tes 3,1)

Quizás no habría que decir que no trabajamos, sino que en el fondo nos atraen otras responsabilidades que no nos han encomendado. Pues cada servicio habitualmente requiere un monje: maestro de novicios, hospedero, sacristán, huerto, cocina, lavandería… ¿Qué tendríamos que hacer? En primer lugar, cumplir con nuestro deber allí donde estamos, con nuestra vida de plegaria, de trabajo … en lo que tenemos encomendado, sin ponernos donde no nos llaman. Y si consideramos algo que creemos oportuno comunicar al superior, exponerlo con paciencia y oportunamente, como dice la Regla (68,2-3). Posarse, pues, en las tareas de otros miembros de la comunidad es ponerse donde a uno no lo llaman, es destruir unos sentimientos, echar fuera el amor de Dios y la paz; un separarse de Dios como dice este 6º grado de la humildad.

 

“Vivid siempre contentos” (1Tes 5,16)

Escribe el Apóstol a los cristianos de Tesalónica. Viviendo siempre contentándonos con lo que tenemos no es fácil. Y esto no quiere decir que no debemos intentar de mejorar nosotros mismos y nuestro servicio a la comunidad, porque es también un deber. Nos ayuda a mantenernos contentos y nuestra misma vida espiritual: la plegaria, la lectio, la lectura espiritual… Reconociendo siempre la gracia de Dios que actúa en nosotros como lo que es: gracia, regalo, don del Señor que nos ama, pero no solo a nosotros sino a todos: Dios es amor y paz para todos-

 

Finalmente, hermanos míos, ¡vivid contentos en el Señor! A mi no se me hace pesado el escribir siempre las mismas cosas, y, además, a vosotros os da seguridad” (Filp 3,1)

Así escribe el Apóstol a los Filipenses. Ojala también, nosotros, nos abramos a la Palabra de Dios. Escuchar la Regla, y los Santos Padres, nos reafirma, porque, aunque sean las mismas cosas, nunca acabamos de acogerlas en su totalidad y plenitud. Abriendo nuestro espíritu a Dios todo lo que se nos presenta bajo y abyecto podría venirnos como un regalo de Dios. Vivir descontentos con lo que tenemos, con lo recibido nos aleja de Dios y de la paz.

Escribe Aquinata Bockmann respecto a este capítulo: “¿Cuándo podemos decir que hemos cumplido nuestro deber? ¿Cuándo hemos respondido de manera adecuada a la llamada de la gracia? Por honestidad estamos obligados a reconocer que permanecemos siempre por debajo de las expectativas del Señor”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 9 de enero de 2022

CAPÍTULO 6, LA PRÁCTICA DEL SILENCIO

 

CAPÍTULO 6

LA PRÁCTICA DEL SILENCIO

Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2 Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3 Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4 Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7 Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8 Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.

San Ignacio de Loyola nos alerta que al hacer silencio exterior puede suceder que las voces interiores profundamente perturbadoras nos ensordezcan. Lograr un silencio agradable a Dios, atento a su Palabra no es fácil. El primer paso es el silencio exterior del que nos habla san Benito. Siempre estamos con la tentación de caer en la palabra ociosa o la grosería que san Benito condena a una eterna reclusión.

San Benito también llama la atención sobre las palabras que hacen reír, pues hay una risa fruto de chistes o malos pensamientos. También hay un reír, dice Aquinata, de oposición que nace de la soberbia y del orgullo, y otro reír grosero que destruye la esfera de lo sagrado, Y ya sabemos que la lengua puede venir a ser una espada de dos filos que lleva al pecado. Este silencio exterior tiene el sentido de facilitar el obtener el interior, y éste tiene como objetivo mantener el oído atento a la Palabra de Dios y poder alabarlo. Son como tres círculos destinados a proteger y favorecer nuestra comunicación con Dios.

Inocencio Le Masson, un monje cartujano del siglo XVII planteaba la clausura de un monasterio en tres círculos. El primero, el desierto que habitualmente rodea el monasterio y le da un cierto aislamiento, que sería el silencio verbal. El segundo, la muralla que rodea el monasterio, que protege un alto nivel de recogimiento, y que se correspondería con el silencio interior. El tercero es la celda del monje, donde tiene un papel trascendental nuestro propio trabajo para lograr vivir la comunicación con Dios.

Pensemos en la situación de este capítulo, situado entre el dedicado a la obediencia y el de la humildad, lo cual no es casual, ya que la obediencia, silencio y humildad van muy unidos; son tres círculos que rodean la vida monástica. Pues, ¿qué provoca más ruido interior que la falta de humildad, cuando hacemos de las cosas duras y ásperas unas injusticias para nosotros mismos?        

En el día a día es donde el silencio de los labios nos debe llevar al silencio del corazón, al interior. De otra manera el exterior no sería otra cosa que una olla a presión donde se va cociendo un rencor que acabará por explorar, sea de palabra, de obra o de omisión.

Permanecer en silencio no es malo, no perjudica, pero no lo es todo. Como decían los Padres del Desierto, el recluso que se sienta en su cueva que no ve a nadie y permanece en silencio puede ser como serpiente en su guarida, llena de veneno mortal, recordando las ofensas reales o imaginarias que le infligieron y que ahora les da vueltas dentro de sí hasta verterlas contra algún hermano. Referente al silencio interior, los mismos Padres solían decir que también hablando sin parar de la mañana hasta la tarde, permanecían en silencio, pues no dice nada que sea interesante o útil para los otros, ni para él mismo. El silencio interior es un verdadero ejercicio de ascetismo alcanzarlo, pero necesario para escuchar la voz de Dios.

La abstención de la lengua nos debe llevar al silencio. No es fácil en tiempos en que el ruido está instalado por todas partes, y viviendo en una sociedad que parece tener pánico del silencio. Una sociedad que en sus medios de comunicación está abocada a una exhibición con total pérdida de pudor y respeto a los demás.

En palabras del Papa Francisco: “Cuando nosotros vemos un error, un defecto en un hermano, habitualmente, la primero que hacemos es explicarlo a otros, chafardear; y éste cierra el corazón de la comunidad, cierra la Iglesia a la unidad. El gran chafardero es el diablo, que siempre está diciendo cosas malas a los demás, pues él es el mentiroso que busca dividir a la Iglesia, dispersar a los hermanos y no hacer comunidad (Ángelus 6 de septiembre de 2020)

El nuestro ha de ser un silencio por Dios y abierto a Dios. El recuerdo de Dios lleva el silencio a sus pensamientos, afectos…, como sintiéndonos bajo la mirada de Dios; que no es una mirada inquisitorial, sino amorosa que hace emerger lo mejor de nosotros, la verdad mas profunda. Cuando descubrimos que solo Dios es necesario es cuando podemos adentrarnos más y más en este misterio y ser transformados.

El silencio material lleva al espiritual, a vivir en Dios. Como escribía Tomás Merton, cuando las ventanas del monasterio no se abren, la comunidad cae en la vanidad. Esta mundanidad nos lleva a las palabras ociosas que destruyen el silencio interior.

“Como los peces mueren si permanecen fuera del agua, de la misma manera los monjes que pierden el tiempo fuera de la celda o se entretienen con seculares, pues se relaja el interior. Es preciso permanecer en la celda para evitar que entreteniéndonos en el exterior olvidemos el interior” (San Antonio, Apotegma 10)

San Benito une el silencio a la humildad. En el grado nueve, habla de reprimir la lengua, que el hombre hablador no acierta el camino. Y en grado once, que el monje debe decir palabras sensatas, humildemente y con gravedad. Estos grados son indicios, signos externos, de la paz interior que nos abre a la comunicación con Dios.

Silencio en la liturgia, es otro lugar importante; un elemento importante de la celebración, un signo sagrado y medio para la intimidad con Dios.

Escribía san Juan Pablo II: “Un aspecto a cultivar en nuestras comunidades es la experiencia del silencio. Resulta necesario para conseguir la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en el corazón, para unir estrechamente la oración personal y la Palabra de Dios, y la voz pública de la Iglesia” (Intitutio Generalis Liturgiae Horarum, 202) En una sociedad que vive de manera frenética, aturdida por los ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es casual que más allá del culto cristiano se divulgan prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿Por qué no emprender, con audacia pedagógica, una educación específica en el silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos tener nuestros ojos en el ejemplo de Jesús el cual “salió de casa y marchó a un lugar desierto y allí oraba” (Mc 1,35) Tampoco la liturgia, entre sus diversos momentos y signos no puede descuidar el del silencio” (Carta Apostólica Spiritus et Sponsa, 13)

 

domingo, 2 de enero de 2022

CAPÍTULO 2,1-10, CÓMO DEBE SER EL ABAD

 

CAPÍTULO 2,1-10

CÓMO DEBE SER EL ABAD

El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. 2 Porque, en efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su sobrenombre, 3 según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!» 4 Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se desvíe de los preceptos del Señor, 5 sino que tanto sus mandatos como su doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la justicia divina, 6 Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios. 7Y sepa el abad que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el padre de familia encuentre en sus ovejas. 8 Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda suerte de remedios para sus enfermedades, 9 en ese juicio de Dios será absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos, despreciándome, me desecharon». 10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo.

 

Parece que uno de los muchos problemas que afectan hoy a la Iglesia es la negativa creciente de eclesiásticos a asumir responsabilidades concretas, como por ejemplo en el episcopado.

Aquinata Bockmann, comentando este capítulo, recuerda los honores que rodeaban en tiempos pasados estos cargos, que eran confiados a nobles, e iban unidos a grandes ceremonias llenas de ostentación. Hoy la realidad es muy diferente, habiéndose perdido aquel ceremonial, y un responsable cualquiera se ve sometido a una exposición excesiva.

Aquinata recoge un texto de Terrence Kardong, monje trapense norteamericano, que, reflexionando sobre este capítulo, escribía sobre los hombres y monjes de hoy que no quieren responsabilidades, ni tampoco seguir a quien las tiene. Todo lo que quieren es un trabajo interesante y unas relaciones afectivas satisfactorias, caracterizadas por la amistad o la simpatía limitadas al terreno personal.

Todo esto nos hace pensar sobre el papel de servicio en la Iglesia, en las Diócesis, parroquias…. Un tema del que ha hablado el Papa Francesc en muchas ocasiones, la última en su discurso de Navidad a la Curia Vaticana.

San Benito dentro del panorama eclesial puede representar también un punto de vista diferente, y quizás más práctico en este aspecto. Tenemos la experiencia vivida hace pocas semanas, de los que hoy nos dice san Benito.

Timoty Radcliffe, antiguo superior general de los dominicos decía a un grupo de abades benedictinos: “Quizás el papel del abad es precisamente el de ser la persona que de manera evidente no hace nada en concreto. Los otros monjes ejercen un oficio particular, como mayordomo, enfermero, granja… pero yo me atrevería a proponer que el abad es la persona que custodia la identidad más profunda de los monjes, como aquellos que no tienen nada en concreto que hacer, como no sea el de ser monjes” (El trono de Dios. El papel de los monasterios en el nuevo milenio. Septiembre 2000)

El sentido de todo esto nos lo puede mostrar san Pablo cuando compara la Iglesia al cuerpo humano diciendo “que todos los miembros, siendo muchos forman un solo cuerpo” (1Cor 12,12), aunque podemos tener la tentación del pie, del que habla el Apóstol: “como no soy mano, no soy del cuerpo” (1Cor 12,15), o podríamos ser excluyentes, pero tampoco puede decir “el ojo a la mano no me haces falta” (1Cor 12,21). Para concluir: que en el cuerpo no haya divisiones, sino que todos los miembros tengan la misma solicitud unos con los otros; por esto, si un miembro sufre, todos los demás sufren con él, y cuando un miembro es honrado todos se alegran con él” . (1Cor 12,25-26)

En nuestro caso, donde Pablo habla de manos, pies u otros miembros, podríamos decir cocinero hortelano, administrador, cantos…o cualquier otro con una responsabilidad concreta. Del menosprecio del otro no sale nada bueno, a no ser actitudes de orgullo y falta de humildad. Formamos un conjunto donde nadie es imprescindible, y al mismo tiempo tampoco prescindible.

De donde el absurdo de plantearnos la vida como “carrerismo”, como suele decir el Papa Francisco. O como dice el P. Timoty a los abades benedictinos:

“Las vidas de los monjes dan que pensar a quienes se hallan fuera del monasterio, no solo porque ustedes no ejercen ninguna función particular, sino porque sus vidas no van a ninguna parte. Como los miembros de todas las órdenes religiosas sus vidas no adquieren una forma o significado ascendiendo un escalafón o siendo promovidos. Solamente son hermanos y hermanas, monjes, monjas. No pueden aspirar a más. Un soldado o universitario que tenga éxito puede subir profesionalmente. Sus vidas demuestran su valor, son promovidos a catedráticos o generales, pero esto no se cumple en nuestro caso. La única escala que existe en la regla de san Benito es la escala de la humildad.”

A menudo acabamos siendo abades, priores, cocineros, cantores…. Sin arriesgar nada, hablando por hablar. Como decía el Papa a la Curia: “nos entretenemos vanidosos hablando del que “habría que hacer”, dando alas a la imaginación y perdiendo el contacto con la realidad.

El mismo P. Timoty dice: “Estoy seguro que los monjes, como los frailes, a veces alimentan deseos secretos de hacer carrera y sueñan con la gloria de ser abades o mayordomos… Creo que hay monjes que se miran al espejo e imaginan que están con el pectoral, o incluso con la mitra, y quizás incluso alguno esboce una bendición creyendo que no le mira nadie. Pero bien sabemos todos que nuestras vidas adquieren su forma, no para ser promovidos sino para encontrarnos en camino hacia el Reino. La Regla se nos da para procurar nuestra llegada al hogar celestial”.

Es preciso no perder nuestra centralidad en Cristo. Como dice el P. Abad General en su Mensaje de Navidad:

“Solo la luz de la mirada de Cristo crea fraternidad. Cuando somos conscientes del amor tan grande con que Jesús nos mira personalmente descubrimos que esta es la mirada con la que Dios mira a cualquier persona, cualquier corazón o vida.”

En el fragmento del capítulo segundo de la Regla hay una expresión fuerte según Aquinata: “el abad no debe enseñar ni establecer ni mandar nada al margen del precepto del Señor”.

De nuevo la centralidad en Cristo porque solamente nos puede llevar todos juntos a la vida eterna. Vigilemos, pues, no caminar descompensados, soñando… en lo feliz que podría ser si esta situación concreta en la que estoy, fuera otra.

Nos dice el Papa Francisco: ”Llega un momento en la vida de cada uno en que se siente el deseo de no vivir más detrás del revestimiento de gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin necesidad de armaduras ni máscaras” (Discurso a los miembros de la Curia Romana, 23 Diciembre 2021