domingo, 17 de julio de 2022

CAPÍTULO 7,60-61 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,60-61

LA HUMILDAD

El undécimo grado de humildad es que el monje hable reposadamente y con seriedad, humildad y gravedad, en pocas palabras y juiciosamente, sin levantar la voz, 61 tal como está escrito: «Al sensato se le conoce por su parquedad de palabras».

“No ser amigo de hablar mucho”, es uno de los instrumentos de las buenas obras. San Benito, en estos grados de la humildad dedica tres, del nueve al once, a hablar del peligro de pecar con el mucho hablar. El silencio monástico no es algo fácil; el silencio, la contención en el hablar, el reír necio o levantar la voz son cosas a las que estamos acostumbrados, y que nos cuesta contenernos.

Todos sabemos que, en el refectorio, como dice san Benito, debe haber un silencio absoluto, de manera que no se sienta ningún murmullo, sino la voz del que lee, y lo que se necesite para comer o beber, que se lo sirvan los hermanos mutuamente, de manera que nadie tenga que pedir nada, pero si hace falta que se haga mediante una señal, mas que con la voz (cf. RB 38, 5-8)

Y añade san Benito una frase expresiva: “para que no empiecen”. Está fuera de lugar, pues que sirviendo la mesa hay que abstenerse de comentar nada con quienes sirven, que parece algo más propio de la Cuaresma, cuando dice de “abstenerse de hablar mucho y de bromear” (RB 49,7). O quizás que no terminamos de aprender a pedir sin necesidad de decir palabra, pues puede incluso llegar a suscitar un rumor que detenga incluso al lector. Todo necesita de una práctica, y es precisa esta práctica, de manera que vayamos avanzando en este y otros aspectos.

También es para plantearse lo que nos lleva a hablar mucho. San Bernardo nos ayuda con su acostumbrada contundencia verbal:

“Si la vanidad llega a tomar cuerpo, se llega a un grado de dilatación tal que se precisa un espacio más grande. En caso contrario podría reventar. Esto ocurre con el monje que va más allá de la vana alegría. Ya no tiene bastante con el simple agujero de la risa o de los gestos; y prorrumpe con la exclamación de Eliú: Mi interior es como vino sin escape que hace reventar los odres nuevos. Está cargado de verborrea, y el aire de su vientre la constriñe. Camina hambriento y sediento buscando una auditoría a donde lanzar sus vanidades, lanzar todo lo que siente y darse a conocer en lo que es y en lo que vale. A la primera ocasión, si la temática versa sobre las ciencias trae a colación sentencias antiguas y nievas y dispone de un discurso trayendo a colación sentencias antiguas y nuevas, y comienza un discurso con palabras ampulosas. Se avanza a las preguntas, responde incluso a lo que no se pregunta. Propone cuestiones, las resuelve él mismo y corta a su interlocutor, sin dejar que acabe lo que empezó a decir. Cuando suena la señal y se requiere interrumpe la conversación, la hora larga transcurrida le parece un instante. Pide permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado. Está claro que no lo hace para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría edificar, pero no pretende eso. No trata de enseñar o aprovecharse de tus conocimientos, sino de demostrar que sabe alguna cosa, la sepa o no. Si la conversación es sobre la religión pronto viene a relucir visiones y sueños. Después elogia el ayuno, recomienda las vigilias y habla de la oración. Diserta ampliamente sobre la paciencia, la humildad y sobre cada una de las virtudes con gran ligereza. Si le escuchas, dirías que lo que desborda de su corazón lo habla la boca, y que el hombre saca cosas buenas de su bondad. Si la conversación declina en mera diversión, entonces se muestra como un fenómeno de locuacidad que domina cualquier materia. Si lo oyes, dirás que su boca es como un torrente de vanidad, fin al punto de provocar ligereza incluso en las personas más formales y pudorosas. Resumiendo: brevemente todo lo dicho: en el mucho hablar se descubre la jactancia. Al largo de estas líneas se describe el cuarto grado. Huye de él pero recuerda su contenido.” (Grados de la humildad y de la soberbia XIII, 41)

Hablamos mucho por vanidad, para demostrar que sabemos muchas cosas, otras hablamos con falta de verdad, lo cual es falsedad. No es que la sociedad nos ayude mucho con sus tertulias o espacios de televisión, donde la gente opina de los que sabe y de lo que no sabe, pero se opina de todo en lo que piensan que puede agradar a los oyentes.

Y todo esto nos puede dar la imagen de un mundo donde el valor de la palabra está devaluado. Dice un antiguo proverbio que rectificar es de sabios. Pero no dice que sea de sabios argumentar en falso. Incluso nuestra sociedad se ha acostumbrado a desconfiar de los curriculums, cuando escuchamos una biografía que no ha podido tener tiempo material para hacer tantas cosas.

Prestemos atención al “humildemente y con gravedad”, que corona este once grado de la humildad y añadamos los calificativos de “pocas y sensatas”. Escribe Aquinata Bockmann que estos adjetivos son propios de san Benito, que se podría traducir mejor por “razonables”, que es un vocablo que san Benito utiliza en otros capítulos, cuando habla del abad, nombramiento de prior o del cellerario…

De nuevo tenemos el testimonio de san Bernardo:

“No pensemos más en lo que nos agrada, y somos incapaces de contener la risa y de disimular la alegría simple Se parecen a una vejiga llena de aire; si la punchas con una aguja, hace ruido mientras se desinfla. El aire a su paso por el agujero invisible produce frecuentes y originales sonidos. Eso mismo sucede al monje que llena su corazón de pensamientos jactanciosos. La disciplina del silencio no les deja expulsar libremente el aire de la vanidad. Por eso lo lanza forzado y entre risas de su boca. Muchas veces, avergonzado, esconde el rostro, comprime los labios, y los dientes, y dejar ir risas como a la fuerza. Aunque cierra la boca con su puños, deja escapar algunos ruidos por la nariz. (Grados de la humildad y soberbia, XII, 40)

Como a todo lo largo de la Regla san Benito busca en nuestra vida la moderación, la sensatez, la coherencia y evitar los excesos, también en el hablar, no sea que por hablar demasiado acabemos cayendo en algún pecado peor. Hablar humildemente con gravedad, pocas palabras y sensatas, no es mal consejo.

 

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 10 de julio de 2022

CAPÍTULO 7,35-43 LA HUMILDAD

CAPÍTULO 7I, 35-43

LA HUMILDAD

35 El cuarto grado de humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36 y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». 38Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39Mas con la seguridad que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le acompañan otras dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.

 

“Los grados de humildad a los cuales san Benito reduce toda la espiritualidad de su Regla, muestran una profundización progresiva.

Se trata, en suma, de establecer y mantener en el pensamiento que nuestra vida parte de un error, de una falta” (El sentido de la vida monástica, p. 210, Louis Bouyer)

 

La obediencia es práctica, es un instrumento, no un concepto teórico al que referirse mental o vocalmente. Teorizar sobre ella sería como aquel monje que alaba la plegaria de Maitines, pero apenas participa en ella. La obediencia es un instrumento que nos ayuda cuando aparecen las contradicciones, las dificultades, la injusticia,… y es manifiesta en el ejercicio de otra alta virtud muy amada por san Benito, la paciencia, mediante la cual participamos en los sufrimientos de Cristo.

 

La reacción más habitual y, a la vez, la más natural ante las dificultades y contradicciones es la huida. Nuestra sociedad lo práctica cada vez más; todo dura mientras no surge la dificultad, y ésta no es algo teórico, pues sale al paso cada día. La fidelidad, la perseverancia no son valores en alza en nuestro entorno; y también en la vida monástica estos valores corren el riesgo de ser menos valorados y apartados, como algo que molesta, que impide el ejercicio que impide el ejercicio de nuestra libertad. No es que la dificultades o injusticias sean enormes, más bien, cada vez lo son más; cualquier cosa que contradice nuestra voluntad, nos predispone al desfallecimiento, y nos lleva a una reacción infantil de manifestar nuestro rechazo.

 

¿Qué falla, entonces? La respuesta rápida y fácil, es decir que fallan los otros; no nos atrevemos a decir que somos perfectos, pero esta es la idea que está en el fondo de nuestra autodefensa. Somos maestros para estos argumentos; e incluso para llegar a decir que el mal habita en aquel o en otro hermano. Necesitamos un reconocimiento de nuestra culpa, como nos habla Louis Bouyer; nos falta la confianza en Aquel que nos estima; en Aquel por quien podemos salir vencedores en cualquier dificultad… Si aspiramos a una vida sin dificultades es que no tenemos una idea muy adecuada y realista de la vida, pues la vida es lucha, lucha por mantener la fidelidad, la perseverancia, y esto no está ausente de la vida monástica y comunitaria, ya que ésta es exigente, una vida de compromiso, como supone siempre el compromiso con Cristo, a quien estamos llamados a seguir.

 

No agrada ser probado como la plata al fuego, o cargar con un peso insoportable… Pues todo esto en sí mismo no tiene sentido; lo que da sentido a las dificultades, a las contradicciones, injusticias… es superarlas con la ayuda de Quien nos ama.

 

Escribe san Juan Crisóstomo:

“Lo que debemos repetir nosotros en cualquier contratiempo que tengamos, tanto si se trata de un revés de fortuna o de una enfermedad corporal, o de un ultraje o de cualquier otra desgracia humana es: El Señor había dado, el Señor lo ha vuelto a tomar, sea como le ha parecido al Señor, que el nombre del Señor sea bendito por todos los siglos”  (Hom. sobre el paralítico)

 

Pensemos en lo que nos dice san Benito en los grados de la humildad previos a mantener el temor de Dios no dejándonos dominar por nuestros deseos: obedecer por amor de Dios. Los grados de la humildad no los establece san Benito al azar; tienen un sentido cada uno de ellos, pero sobre todo como camino, como un itinerario espiritual. Y de este modo viene a ser el núcleo espiritual de la Regla.

 

No es fácil presentar la otra mejilla; ni ceder el manto cuando nos han cogido la túnica… Sin el amor de Aquel que tanto nos ama es imposible de vivirlo. Sin embargo, como nuestra vida sin el amor de Cristo pierde todo sentido parea llegar a este amor, necesitamos reconocer nuestra culpa y convertirnos.

 

Escribe san Bernardo:

“¿Me preguntas de que tienes que convertirte? Apártate de tu voluntad” (Sermón 15, De diversos)

 

Para vencer nuestra voluntad no hay otro camino que abrirnos a la voluntad de Dios, y ésta la reconocemos acercándonos a Él mismo. Escribe san Ambrosio:

“Desea a Dios quien repite sus palabras, las medita en su interior. Hablamos siempre de Él. Si hablamos de sabiduría, Él es la sabiduría; si de virtud, Él es la virtud; si de justicia, Él es la justicia; si de paz, Él es la paz; si de verdad, de la vida, de la redención, Él es todo eso” (Coment. Sal 36)

 

Mantenernos firmes, que no desfallezca nuestro corazón, aguantar en el Señor, bendecir a quienes nos maldicen, son muestras, evidencias, de que vamos por buen camino; no somos perfectos, pero al menos reconocemos la falta, intentamos acercarnos a Aquel que nos ama. De otra manera aferrados a nuestra voluntad, no hacemos sino alejarnos del objetivo de nuestra vida, porque si morimos cada día es para acercarnos más y más a la recompensa divina, no perdiendo la esperanza.

 

Con este cuarto grado acaban los grados, podríamos decir preparatorios. A partir del cinco grado comienza el ascenso fundamental en cosas concretas. Pero sin estos primeros cuatro  grados es inútil intentar de subir el resto, pues nos desequilibraríamos, y, como escribe L. Bouyer, “el equilibrio que busca el monje es el equilibrio escatológico de la resurrección, único camino para alcanzarla, teniendo como referencia siempre la cruz, pues cualquier otro equilibrio es quimérico. (cfr El sentido de la vida monástica, p.213)


domingo, 3 de julio de 2022

CAPÍTULO 4 CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS

 

CAPÍTULO 4

CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS

Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», 2 y además «al prójimo como a sí mismo». 3Y no matar. 4No cometer adulterio. 5No hurtar. 6No codiciar. 7No levantar falso testimonio, 8Honrar a todos los hombres. 9 y «no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo». 10Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11Castigar el cuerpo. 12No darse a los placeres, 13 amar el ayuno. 14Aliviar a los pobres, 15 vestir al desnudo, 16 visitar a los enfermos, 17 dar sepultura a los muertos, 18 ayudar al atribulado, 19 consolar al afligido. 20Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21 no anteponer nada al amor de Cristo. 22No consumar los impulsos de la ira 23 ni guardar resentimiento alguno. 24No abrigar en el corazón doblez alguna, 25 no dar paz fingida, 26 no cejar en la caridad. 27No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28 decir la verdad con el corazón y con los labios. 29No devolver mal por mal, 30 no inferir injuria a otro e incluso sobrellevar con paciencia las que a uno mismo le hagan, 31 amar a los enemigos, 32 no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33 soportar la persecución por causa de la justicia. 34No ser orgulloso, 35 ni dado al vino, 36 ni glotón, 37 ni dormilón, 38 ni perezoso, 39 ni murmurador, 40 ni detractor. 41 Poner la esperanza en Dios. 42Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y no a uno mismo; 43 el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que siempre es una obra personal. 44 Temer el día del juicio, 45 sentir terror del infierno, 46 anhelar la vida eterna con toda la codicia espiritual, 47 tener cada día presente ante los ojos a la muerte. 48Vigilar a todas horas la propia conducta, 49 estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar. 50Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51Abstenerse de palabras malas y deshonestas, 52 no ser amigo de hablar mucho, 53 no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de reír mucho o estrepitosamente. 55 Escuchar con gusto las lecturas santas, 56 postrarse con frecuencia para orar, 57 confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas, 58 y de esas mismas culpas corregirse en adelante. 59No poner por obra los deseos de la carne, 60 aborrecer la propia voluntad, 61 obedecer en todo los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». 62No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. 63 Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64 amar la castidad, 65 no aborrecer a nadie, 66 no tener celos, 67 no obrar por envidia, 68 no ser pendenciero, 69 evitar toda altivez. 70Venerar a los ancianos, 71 amar a los jóvenes. 72Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73 hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. 74Y jamás desesperar de la misericordia de Dios. 23 75 Estos son los instrumentos del arte espiritual. 76 Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77 «Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman». 78 Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

Decía el Papa Benedicto XVI: “San Benito cualifica la Regla como “mínima Regla que hemos redactado como un comienzo” (RB 73,8), pero en realidad, ofrece indicaciones útiles no solo para los monjes sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad, y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy. En la búsqueda del verdadero progreso, escuchamos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje continúa siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo” (Audiencia General 9 de Abril de 2008)

Estos mínimos tienen un fundamento espiritual: los grados de la humildad; tienen un marco, que es el recinto del monasterio; una meta, la vida eterna; y unos instrumentos para llegar, como la obediencia, el silencio, la plegaria… Pero no nos podemos conformar y fiarlo todo a la vida eterna. Nuestra vocación, ha de mostrar frutos ya ahora, y este capítulo recoge los mínimos, lo que es esencial a la vida monástica, partiendo del marco general de lo que debe ser la vida cristiana.

En el primer apartado tenemos los dos grandes mandamientos. Sobre quien son los más grandes nos dice el Señor: El primero es: escucha Israel: el Señor es el nuestro Dios, es único. Ama al Señor, tu Dios, con todo el corazón, toda el alma, todo el pensamiento y todas las fuerzas. El segundo es: “ama a los otros como a ti mismo, no hay mandamientos más grandes que estos” (Mc 12,29-31) Por tanto, es lógico que san Benito sitúe estos dos mandamientos en el lugar más destacado. Siguen, a continuación, los puntos principales de los mandamientos de la ley del Señor, para acabar diciendo: ”honra a todos. Lo que no quieres que te hagan a ti no lo hagas a otro” (RB 4,8-9).

Para lograr todo esto, es preciso no dejar dominar al cuerpo, por el deseo propio. San Benito propone negarnos, castigar el cuerpo, no darse a los placeres o amar el ayuno. No se trata de una escenificación, o una postura de cara a la galería, pues vemos que, a continuación, nos habla de practicar las obras de misericordia, como enterrar a los muertos, visitar enfermos, vestir al desnudo… Decía san Bernardo: “no creas que es mucho lo que has logrado, no sea que vomites y pierdas así lo que pensabas poseer, por haber dejado de buscar demasiado pronto” (Sermón 15, Sobre diversos)

El punto final de todo nos lo da san Benito: apartarse de las maneras de hacer del mundo y no anteponer nada al amor de Cristo.

¿Cómo mostrar esto?

Dejando la ira, el resentimiento, el engaño, la paz fingida, la mentira, la venganza, el orgullo, la pereza, la murmuración o la crítica… Si nos domina alguna de estas cosas, si las practicamos, anteponemos nuestro orgullo a Cristo, y vivimos a la manera del mundo. Evidentemente, que somos parte del mundo, pero no venimos al monasterio a llevar una conducta más propia de un adolescente con una actitud burlesca, despreciadora de los demás, sino a seguir a Cristo, y para esto san Benito nos da otras recomendaciones: ver en Dios lo que tenemos de bueno, tener como nuestro el mal que podemos hacer, no olvidar la brevedad de la vida y la posibilidad de nuestra condena.

Nuestra vida es una permanente lucha contra el maligno. Escribe el Papa Francisco:

"La vida cristiana es un combate permanente. Se requiere fuerza y valentía para resistir las tentaciones del diablo y anunciar el Evangelio. Esta lucha es muy bella, porque nos permite celebrar cada vez que el Señor vence en nuestra vida. No se trata solo de un combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce a una lucha contra la propia fragilidad y las inclinaciones de cada uno:  pereza, lujuria, envidia, celos… Es también una lucha constante contra el diablo, que es el principio del mal. El mismo Jesús celebra nuestras victorias. Se alegraba cuando los discípulos lograban avanzar en el anuncio del Evangelio, superando la oposición del maligno y decía: “Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un relámpago” (Lc 10,18)”  (Exhortación Apostólica Gaudete et exultate)

De aquí que san Benito nos habla de esclafar contra el Cristo los malos pensamientos y confesarlos para ahuyentarlos y vencer así al maligno. A vencerlo nos ayuda el confesarnos y corregirnos, o no querer ser santos antes de serlo, que son otros consejos que nos da san Benito.

Si cada noche tomásemos este capítulo con absoluta sinceridad de corazón y lo repasáramos mirando donde hemos faltado, ninguno saldría indemne. Fallamos muchas veces, san Benito lo sabe bien. Nuestra lucha contra el maligno no acabará sino en la última batalla cuando podamos decir con el Apóstol: “He luchado un buen combate, he acabado la carrera, he conservado la fe” (2Tim 4,7)