domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO 2, 1-10 COMO DEBE SER EL ABAD


CAPÍTULO 2, 1-10
COMO DEBE SER EL ABAD

El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. 2Porque, en efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su sobrenombre, 3según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!» 4Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se desvíe de los preceptos del Señor, 5sino que tanto sus mandatos como su doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la justicia divina, 6Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios. 7Y sepa el abad que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el padre de familia encuentre en sus ovejas. 8Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda suerte de remedios para sus enfermedades, 9en ese juicio de Dios será absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos, despreciándome, me desecharon». 10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo.

Leemos en un Sermón de san Bernardo sobre la Ascensión alrededor de la solicitud paternal del pastor, del único y verdadero pastor que no es otro que Cristo. La solicitud o esta otra semejante: soledad que puede tener una relación. Dos palabras que en uno u otro aspecto pueden definir la tarea del pastor, del obispo, del abad, de un superior, y, no hace falta decir, del Papa.

Solicitud hacia los demás postergando en cierta manera lo que puede ser interesante a nivel personal, por lo que puede interesar más al conjunto de la comunidad. Soledad, que pueden experimentar también en comunidad; una experiencia o sentimiento que han vivido con motivo de la pandemia algunos abades de nuestra Orden, según me han comunicado. Evidentemente no son solamente sentimientos del superior, pues solícitos debemos serlo todos, unos para con otros.

Nos dice san Benito que, para el abad, como por cualquier monje, el modelo es Cristo, el pastor solícito por excelencia. Entonces, ¿cómo actuar? San Benito responde que, siguiendo los preceptos del Señor, no estableciendo ni mandando nada al margen de dichos preceptos. La doctrina, parece para san Benito, un fundamento esencial de donde debe brotar la obediencia para evitar que la muerte prevalezca sobre las ovejas inquietas, desobedientes que solo piensan en acciones malsanas. De aquí que sea tan importante, fundamental, aprovecharse de aquellos elementos que nos dan la pauta para nuestra vida como monjes: el Evangelio, la Regla, las enseñanzas de los santos Padres y el ejemplo de los ancianos. De aquí donde todos debemos sacar las cosas nuevas y antiguas que nos ayudaran a hacer camino hacia la vida eterna.

Nuestras fragilidades, tanto físicas como morales nos hacen semejantes a aquel edificio del que nos habla san León Magno en su “Tratado sobre el ayuno cuaresmal”. Nos afectan las infiltraciones de las humedades del egoísmo, la furia de las tempestades, de las tentaciones, o el paso de los años nos deteriora la humildad; por esto tenemos necesidad de ejercer una vigilancia asidua, para que nada desordenado o impuro se infiltre en nuestra alma; pues las infiltraciones son siempre peligrosas por pequeñas que parezcan en un principio y pueden acabar por provocar el hundimiento. Es preciso recurrir a quien nos puede ayudar para evitarlo, y como nos enseña san León nuestro edificio no puede subsistir sin la protección previa del Creador.: “O es que hay alguien tan insolente o soberbio que se considere tan inmaculado o inmune hasta el punto de no necesitar ninguna renovación?”.

No, no somos ni insolentes ni soberbios, o al menos ninguno de nosotros pretende serlo, ya que, o, por el recuerdo del terrible juicio intentamos ser diligentes en nuestro camino, o siendo solícitos hacia Dios y hacia los hermanos.

Hemos de ser conscientes que vivir en comunidad es una riqueza, pero implica también renuncias. No es extraño que uno u otro acuda al superior para pedir algo, incluso, a veces, con el riesgo de buscar un cierto provecho personal, una ventaja por delante de los demás. Entonces nos podemos plantear si esto que pido para mí, si también los otros lo pidieran cual sería consecuencia… Detrás de toda comunidad, de todo grupo debe haber una corresponsabilidad, como señala en una entrevista el cardenal Tarancón, que pone en boca del Papa Pío XII: “corresponsabilidad de todos en bien de la sociedad -aquí nos podemos poner nosotros en bien de la comunidad- y es eso lo que corresponde a personas racionales y libres”.

Pues nuestra vocación, la respuesta que hemos dado a la llamada del Señor es racional y libre, madura; pero debemos tener claro qué quiere decir respuesta a la llamada.

Hace un tiempo, un huésped con cierta inquietud vocacional manifestaba una determinada debilidad, ciertamente no menor, pero trabajaba bien y cumplía con el tiempo de plegaria. Pero no se trata solo de trabajar, de cumplir un horario, sino que detrás de todo ello haya una recta intención, pues si a una debilidad, no le damos la importancia adecuada puede acabar por hundir la casa, y afectar la estructura de las casas vecinas. La solidez de los fundamentos de nuestra vocación, la sana doctrina fundamentada en el precepto del Señor no debe ayudar. Por esto san Benito en este capítulo segundo examina la figura del superior en relación a la doctrina espiritual que ha de enseñar, mientras que en el capítulo 64 habla más bien de la elección del abad y de las tareas que le están encomendadas, aunque se hable del abad a lo largo de toda la Regla y de manera especial en la parte disciplinaria que trata de los distintos oficios.

En este capítulo una frase sintetiza todo su contenido, una frase profunda. El abad toma el lugar de Cristo en el monasterio; una idea que ya viene de la Regla del Maestro, y que sintetiza que el ideal de cualquiera comunidad monástica es la comunidad apostólica. Modelo y reto a la vez. “La comunidad religiosa es un don del Espíritu, antes de ser una construcción humana… Tiene su origen en el amor de Dios difundido en los corazones por medio del espíritu…Por tanto no se puede comprender la comunidad religiosa sin tener en cuenta que es un don de Dios, que es un misterio y que tiene sus raíces en el corazón mismo de la santa Trinidad y santificadora, que la quiere como una parte del misterio de la Iglesia para la vida del mundo”. (VFC, 8).

Solícitos, pues, para recibir el don del Espíritu en soledad para recibir el amor del Padre, no anteponiendo nada a Cristo, “soli Deo”. Tan solo Dios.  

domingo, 21 de junio de 2020

CAPÍTULO 72 DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES


CAPÍTULO 72
DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales.  6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Hay un celo que procede de la amargura, es el celo con que hacemos mal a los demás, y que nos autodestruye, porque nos paraliza, nos domina hasta que acaba, incluso, provocando como efecto secundario, alteraciones de nuestra salud. Este mal celo nace de la envidia, del inconformismo con nosotros mismos, y aparece cuando, lejos de asumir nuestras debilidades, tanto físicas como morales, las proyectamos de mala manera sobre nuestros hermanos. No nos engañemos, todos lo practicamos, lo cual nos lleva al cerramiento o a la exageración, a intentar desaparecer del foco de atención, o a querer ser la novia de la boda, el niño en el bautismo o el muerto en el entierro, como se dice de manera coloquial, pero siendo algo bien real.

Cuando este celo nos domina no poden vivir siendo el centro de atención, o no podemos vivirlo sin ser aquí o allá protagonistas de todo, queriendo escuchar en todo momento elogios, vengan o no a cuento, y en este caso los otros nos molestan y somos víctimas de nuestro mal celo como los otros, pues siempre seremos los primeros perjudicados.

Lo escuchamos a menudo en la plegaria de Sexta de boca del Apóstol:
“Ayúdanos a llevar las cargas los unos a los otros, y cumplir así la ley de Cristo. Si alguno piensa ser alguna cosa, cuando de hecho no es nada se engaña a sí mismo. Más bien, que cada uno examine su propia conducta, entonces si encuentra motivos para gloriarse será contemplándose a sí mismo y no haciendo comparaciones con los demás” (Gal 6,2-4)

San Benito nos viene a decir que por este camino no vamos bien, pues este celo amargo, malo por sí mismo, no hace sino amargarnos, hacernos malos, nos empuja a un verdadero infierno y nos aleja de Dios.

Pero el ser celoso, por sí mismo no es malo, sino que bien comprendido y vivido nos puede ayudar en nuestra vida, ya que nos aleja de los vicios y nos lleva a Dios y a la vida eterna, que es a donde os encaminamos.

San Benito nos va hablando a lo largo de la Regla de este celo. Por ejemplo, cuando lo pide al principiante referente al Oficios divino, a la obediencia y las humillaciones. No podemos olvidarlo a lo largo de nuestra vida monástica este celo bueno y provechoso, que nos ha de acompañar siempre, sobre todo en relación a la plegaria, en la obediencia y la humildad.

Este buen celo nos lleva no a una envidia destructiva o a una malsana indiferencia o superioridad, sino a honrarnos los unos a los otros.  “Los unos a los otros”, no quiere decir que los demás me honren a mí, que estén obligados a hacerlo, sino hacerlo mutuamente, en lo cual san Benito viene a decir que esto solo se puede realizar si partimos de la base del reconocimiento de nuestras debilidades, tanto físicas como morales, y una vez reconocidas no se acaba el proceso, que continua y nos pide llevar todo esto a cabo con paciencia, lo cual no es un ir diciendo: ¡Señor, Señor, qué paciencia he de tener con estos hermanos pecadores! San Benito es claro: soportarnos con paciencia es obedecernos unos a otros con emulación, lo cual no es envidia sino superar las propias debilidades.
En la raíz de todo está el deseo de buscar lo que nos parece útil para nosotros o bien que lo sea para los otros. La primera postura representa el celo amargo que nos aleja de Dios, la segunda, el celo que nos aleja de los vicios y nos lleva hacia Dios. Acciones concretas para avanzar en la buena dirección: practicar desinteresadamente la caridad fraterna, temer a Dios con amor, amar con sinceridad y humildad. San Benito muestra que conoce bien la vida comunitaria, pues nos habla de ser caritativos, pero no por interés sino practicarla desinteresadamente. La sinceridad y la humildad deben estar en la raíz de la práctica de la caridad, de lo contrario viene a ser algo ficticio.

Detrás de todo está el Cristo. A él no debemos anteponer nada en absoluto, ni lo que parece útil para nosotros, ni otros objetivos que vengan a ser innobles delante de la nobleza de Cristo. Seguirlo para que nos lleve a la vida eterna.

La última frase de este capítulo viene a ser como un resumen de toda la Regla: Cristo como modelo y mediador único, la casa del Padre como único objetivo. Somo débiles, y debemos ser conscientes de ello para ir venciendo las dificultades con las espléndidas y fortísimas armas de la obediencia, con esta arma que es el buen celo. Dios no se impone, es muy celoso. Con un celo inimitable de nuestra libertad y quiere que mutuamente nos obedezcamos con emulación los unos a los otros, que busquemos lo que es útil a los otros, que practiquemos la caridad fraterna.

Detrás de todo esto está el temor de Dios; es solamente este amor temeroso el que nos puede mover hacia Cristo.

En palabras del Papa Benedicto XVI: “San Benito indicó a sus seguidores como objetivo fundamental, único, la búsqueda de Dios: Quaerere Deum. Pero sabía que cuando el creyente entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse con una vida mediocre, según una ética minimalista y una religiosidad superficial… San Benito tomó de san Cipriano una expresión que sintetiza en la Regla el programa de vida de los monjes: Nihil amori Christi praeponere, “no anteponer nada al amor de Cristo” En esto consiste la santidad propuesta que sirve también para todo cristiano” (19 Julio 2005)


domingo, 14 de junio de 2020

CAPÍTULO 65 EL PRIOR DEL MONASTERIO


CAPÍTULO 65
EL PRIOR DEL MONASTERIO

 Ocurre con frecuencia que por la institución del prepósito se originan graves escándalos en los monasterios. 2 Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de soberbia, y, creyéndose segundos abades, usurpan el poder, fomentan conflictos y crean la disensión en las comunidades, 2 especialmente en aquellos monasterios en los que el prepósito ha sido ordenado por el mismo obispo y por los mismos abades que ordenan al abad. 4 Fácilmente se puede comprender lo absurdo que resulta todo esto cuando desde el comienzo su misma institución como prepósito es la causa de su engreimiento, 5 porque le sugiere el pensamiento de que está exento de la autoridad del abad, 6 diciéndose a sí mismo: «Tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad». 7 De aquí nacen envidias, altercados, calumnias, rivalidades, discordias desórdenes. 8 Y así, mientras el abad y el prepósito sostienen criterios opuestos, es inevitable que peligren las almas por semejante discordia 9 y que sus subordinados vayan hacia su perdición, adulando a una parte o a la otra. 10 La responsabilidad de esta peligrosa desgracia recae, en primer término, sobre los que la provocaron, como autores de tan gran desorden. 11 Por eso, nosotros hemos creído oportuno, para mantener la paz y la caridad, que el abad determine con su criterio la organización de su propio monasterio. 12 Y, si es posible, organice por medio de los decanos, como anteriormente lo hemos establecido, todos los servicios del monasterio, 13 pues, siendo varios los encargados, ninguno se engreirá. 14 Si el lugar exige, y la comunidad lo pide razonablemente con humildad, y el abad lo cree conveniente, el mismo abad instituirá a su prepósito con el consejo de los hermanos temerosos de Dios. 16 Este prepósito, sin embargo, ejecutará respetuosamente lo que el abad le ordene, y nunca hará nada contra la voluntad o el mandato del abad, 17 pues cuanto más encumbrado esté sobre los demás, con mayor celo debe observar las prescripciones de la regla. 18 Si el prepósito resulta ser un relajado, o se ensoberbece alucinado por su propia hinchazón, o se comprueba que menosprecia la regla, será amonestado verbalmente hasta cuatro veces. 19 Si no se enmendare, se le aplicarán las sanciones que establece la regla. 20 Y, si no se corrige, se le destituirá de su cargo de prepósito y en su lugar se pondrá a otro que sea digno. 21 Pero, si después no se mantiene dentro de la comunidad tranquilo en la obediencia, sea incluso expulsado del monasterio. 22 Mas piense el abad que rendirá cuentas a Dios de todas sus disposiciones, no sea que deje abrasar su alma por la pasión de la envidia o de los celos.

San Benito sabe que, a menudo, se originan escándalos graves en los monasterios. En esta parte final de la primera redacción de la Regla, trata del Abad, del orden de la comunidad, de los forasteros, monjes o sacerdotes, de los porteros. No es una imagen idílica la que nos presenta, sino realista. San Benito sabe que las pasiones humanas por mucho que no afanemos por superar, nos hacen caer una y otra vez. Para vencerlas nos debe guiar siempre una intención pura y el celo de Dios, aquel buen celo del que nos habla la Regla. Pero la soberbia, las envidias, disputas, calumnias, celos, discordias, adulación… acechan para abrumar nuestras almas.

Somo humanos, no dejamos de serlo por el hecho de ser monjes. No podemos alegar ignorancia o desconocimiento. Sabemos que el Evangelio y la Regla son nuestra norma de vida, y que menospreciar sus enseñanzas nos llevan a perder la paz y la caridad, tanto personal como comunitaria.

Lo que nos dice este capítulo sobre el Prior, como cuando nos habla del administrador, de los sacerdotes del monasterio o del mismo abad, está guiado por un misma idea. Que es preciso observar más solícitamente los preceptos de la Regla, cuanto más responsabilidad les ha sido confiada.

No cabe pensar que una vez llegados a la Profesión Solemne hemos llegado al final del camino y podemos seguir malinterpretando aquel dicho de san Agustín: “ama y haz lo que quieras”… Si no amamos la Regla adulteramos ese dicho, y no llegamos a ninguna parte, pues el mismo san Benito establece que los que han de estudiar, comer y dormir son los de reciente ingreso, no los que ya dejamos la cédula sobre el altar ofreciendo nuestra vida a Dios.

 A pesar de compartir el objetivo de buscar a Dios en el monasterio, a pesar de militar o luchar por vivir bajo una Regla, Dios nos ha hecho distintos, y aquí reside la riqueza y también las dificultades de una vida comunitaria. San Benito, por esto, establece la organización del monasterio en decanatos, de manera que encomendando a muchos el desarrollo de la organización, nadie se pueda enorgullecer de sí mismo. Esta tarea que se nos encomienda, debemos cumplirla con respeto, sin actuar en contra de la voluntad del abad, no porque él se la haya arrogado, sino por el honor y amor de Cristo. Como nos dice san Benito en el capítulo 63: cumplir todo con respeto significa ocuparnos con todas nuestras fuerzas, y a la vez respetar la tarea encomendada a los demás.

El año 2.000, el Maestro General de los Dominicos Timothy Radcliffe decía en Roma, en san Anselmo, a un grupo de abades benedictinos, que nuestras vidas no adquieren forma o significado ascendiendo en un escalafón o siendo promovidos. Somos tan solo hermanos y hermanas, monjes y monjas… No aspiramos a más. Un soldado o un universitario que tenga éxito puede subir profesionalmente a través de los diferentes escalones sociales, pues muestran su valor en la vida a través de una promoción. Pero éste no es nuestro caso. La única escala que existe en la Regla es la escala de la humildad. Seguramente los monjes, a veces pueden alimentar deseos secretos de hacer carrera, y pueden soñar con la “gloria” de ser mayordomos, priores, abades… Y añadía el Padre Radcliffe con cierta ironía: “Creo que muchos monjes se miran al espejo imaginándose como estarían con el pectoral o la mitra…Lo mismo podríamos decir respecto va cualquier otro oficio decanía, sea prior, mayordomo, hospedero, cocinero…) Pero sabemos bien que nuestras vidas adquieren su sentido, no por las promociones, sino porque nos hallamos en el camino del Reino. La Regla se nos da para desear nuestra llegada al hogar celestial”. (El trono de Dios. El papel de los monasterios en el nuevo Milenio)

Para san Benito es muy importante la lealtad. Cuando a uno se le da una autoridad mayor es para que la ejerza con humildad, honestidad y lealtad. Todos sabemos que la tentación surge con frecuencia cuando nos lleva a actitudes destructivas, cegando nuestra mente y enturbiando las relaciones. La vida monástica, al estar siempre juntos y en un espacio cerrado, da lugar a que el monasterio se transforme en un lugar propicio para poner a prueba las relaciones humanas, pues es cuando surgen enfrentamientos, divisiones,.. donde cada uno busca imponer su criterio, sea apeteciendo un determinado cargo, sea queriendo ejercer un poder en la sombra, todo lo cual viene a finalizar en la frustración. También en el monasterio la realidad humana se presenta en toda su crudeza, pues “los monjes son hombres, y donde hay hombres hay humanidad”, decía el abad Mauro Esteva. Todo esto, lejos de desanimarnos nos ha de llevar a ver el monasterio como un espacio para crecer, sin escandalizarnos de la dureza de los capítulos de la Regla, como éste, pues todo esto existe de manera más o menos explícita, pero también debe existir en nuestra vida la obstinación sincera de superación.

Como leemos en una pasada entrevista con el Cardenal Tarancón: “Hemos de reconocer que las personas humanas somos una contradicción viva. Nosotros sabemos lo que queremos, pero la realidad no está nunca de acuerdo con nuestros deseos; son dos caminos diferentes, y para justificarnos acomodamos el ideal a nuestra pequeñez, y llegamos a creer que una manera de comportarse es absolutamente cristiana porque nosotros ponemos esta intención por encima de todo, y todavía olvidamos lo más importante que es la caridad, el amor, el servicio a los hermanos” (Conversaciones con un cardenal valenciano, p. 43-45)

domingo, 7 de junio de 2020

CAPÍTULO 58 LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS


CAPÍTULO 58
LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS

 Cuando alguien llega por primera vez para abrazar la vida monástica, no debe ser admitido fácilmente. 2 Porque dice el apóstol: «Someted a prueba los espíritus, para ver si vienen de Dios». 3 Por eso, cuando el que ha llegado persevera llamando y después de cuatro o cinco días parece que soporta con paciencia las injurias que se le hacen y las dificultades que se ]e ponen para entrar y sigue insistiendo en su petición, 4 debe concedérselo el ingreso, y pasará unos pocos días en la hospedería. 5 Luego se le llevará al lugar de los novicios, donde han de estudiar, comer y dormir. 6 Se les asignará un anciano apto pata ganar las almas, que velará por ellos con la máxima atención. 7 Se observará cuidadosamente si de veras busca a Dios, si pone todo su celo en la obra de Dios, en la obediencia y en las humillaciones. 8 Díganle de antemano todas las cosas duras y ásperas a través de las cuales se llega a Dios. 9 Si promete perseverar, al cabo de dos meses, se le debe leer esta regla íntegramente 10 y decirle: «Esta es la ley bajo la cual pretendes servir; si eres capaz de observarla, entra; pero, si no, márchate libremente». 11 Si todavía se mantiene firme, llévenle al noviciado y sigan probando hasta dónde llega su paciencia. 12 Al cabo de seis meses léanle otra vez la regla, para que se entere bien a qué entra en el monasterio. 13 Si aún se mantiene firme, pasados otros cuatro meses, vuélvase a leerle de nuevo la regla. 14 Y si, después de haberlo deliberado consigo mismo, promete cumplirlo todo y observar cuanto se le mande, sea entonces admitido en el seno de la comunidad; 15 pero sepa que, conforme lo establece la regla, a partir de ese día ya no le es licito salir del monasterio, 16 ni liberarse del yugo de una regla que, después de tan prolongada deliberación, pudo rehusar o aceptar. 17 El que va a ser admitido, prometa delante de todos en el oratorio perseverancia, conversión de costumbres y obediencia 18 ante Dios y sus santos, para que, si alguna vez cambiara de conducta, sepa que ha de ser juzgado por Aquel de quien se burla. 19 De esta promesa redactará un documento en nombre de los santos cuyas reliquias se encuentran allí y del abad que está presente. 20 Este documento lo escribirá de su mano, y, si no sabe escribir, pedirá a otro que lo haga por él, trazando el novicio una señal, y la depositará con sus propias manos sobre el altar. 21 Una vez depositado, el mismo novicio entonará a continuación este verso: «Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; no permitas que vea frustrada mi esperanza». 22 Este verso lo repetirá tres veces toda la comunidad, añadiendo Gloria Patri. 23 Póstrese entonces el hermano a los pies de cada uno para que oren por él; y ya desde ese día debe ser considerado como miembro de la comunidad. 24 Si posee bienes, antes ha debido distribuirlos a los pobres o, haciendo una donación en la debida forma, cederlos al monasterio, sin reservarse nada para sí mismo. 25 Porque sabe muy bien que, a partir de ese momento, no ha de tener potestad alguna ni siquiera sobre su propio cuerpo. 26 Inmediatamente después le despojarán en el oratorio de las propias prendas que vestía y le pondrán las del monasterio. 27 La ropa que le quitaron se guardará en la ropería, 28 para que, si algún día por sugestión del demonio con sintiere en salir del monasterio, Dios no lo permita, entonces, despojado de las ropas del monasterio, sea despedido. 29 Pero no le entreguen el documento que el abad tomó de encima del altar, porque debe conservarse en el monasterio.

San Benito nos presenta en este capítulo de la Regla la admisión de los hermanos como una relación bilateral entre el candidato y la comunidad. Y sujeta al principal protagonista que es el Señor, el cual llama a la vida monástica, y a la vez ilumina a la comunidad para saber si busca Dios de verdad. San Benito establece un doble discernimiento, individual y colectivo, para interpretar la voluntad de Dios. Pero no es un proceso estático. Por un lado, el candidato se ha de presentar, buscar, perseverar, soportar con paciencia los agravios y dificultades, y perseverar, es decir, debe trabajar e ir madurando su vocación. En la vocación entra en juego, por supuesto, la gracia de Dios, y la libre cooperación del hombre.

Dios nos habla a través de los acontecimientos, de las personas y también a través de nuestros gustos e inclinaciones. Si nos sentimos llamados por Dios es preciso probar la autenticidad de la vocación, pasando por las sendas de una seria reflexión y la prueba del tiempo. Ante el candidato que llama a la puerta, la comunidad no debe admitir fácilmente, sino poner a prueba la perseverancia.

Como dice Dom Dysmas de Lassus, Prior de la Gran Cartuja: “el discernimiento de las vocaciones gira en torno a estos elementos. San Benito nos da ejemplo: si verdaderamente busca a Dios. Si éste no es el caso, la persona no tiene lugar en la vida monástica, y se le debe decir. No es un reproche, ni un menosprecio, simplemente que se ha equivocado de puerta, y si lo intenta, a pesar de todo se expone a graves inconvenientes”.

 Este capítulo nos debería acompañar no solo en las primeras etapas de nuestra vida monástica, sino tenerlo siempre presente, releerlo a menudo, porque la perseverancia, la paciencia…. no son solo actitudes de un principiante, sino que nos deben acompañar toda la vida monástica.

El refranero catalán recoge el proverbio “cuanto más cuesta, más vale”. Parece que san Benito es del mismo parecer: no pone fácil la admisión de nuevos hermanos. En esta época de falta de vocaciones tomar un compromiso para toda la vida no es nada fácil, pues se extiende la provisionalidad, hasta afectar a instituciones fundamentales como el matrimonio o la familia. Este capítulo es un buen motivo de reflexión para nosotros y mucha otra gente. La vocación es un regalo de Dios, entendida en un sentido amplio, a la vida sacerdotal, consagrada, matrimonial, misionera, y también profesional.

Toda vocación monástica está dentro de un proceso; en él hay momentos de aridez, de dificultad, para descubrir la voluntad de Dios. San Benito da pistas para intuir esta vocación. La primera, aparte de la perseverancia, el celo por el Oficio Divino, por la obediencia y las humillaciones. El tema de la humillación es algo que rechaza nuestra sociedad. Pero no se trata de humillar en el sentido de tiempos pasados, como tampoco debe ser obviar las dificultades creándonos un monaquismo “a la carta”, pues llega un tiempo en que viene a ser perjudicial para quien pide entrar, como para la comunidad.

En un tiempo de falta de vocaciones es un riesgo caer en la adulación de quien viene, como quizás lo era antes el sublimar la comunidad, pues todo esto no ayuda a un crecimiento personal espiritual, y se corre el riesgo de adulterar el sentido de la vida monástica que debe ser siempre el seguimiento de Cristo.

Una vez admitido el programa es sugestivo: estudiar, comer y dormir. Parece fácil, pero san Benito añade que a continuación se le han de decir las cosas duras y ásperas, y la necesidad de pasar por ellas, pues por ella vamos a Dios. Escribe D. Bonhoeffer que el seguimiento “no es el capricho de una vida según la propia voluntad, sino que es Cristo quien conduce al discípulo”. Mediante el discernimiento el candidato trata de descubrir si es guiado por Dios, y mediante la reflexión la comunidad intenta escrutar si su vocación no es un capricho humano.

En este camino de consolidación tiene un papel fundamental la Regla. Dos meses después de llegar se le lee la Regla entera, que se repite seis meses más tarde. Ha de quedar bien claro, bajo qué ley queremos militar, y para poder decidirnos se da tiempo para pensarlo y libertad para tomar una decisión. En el proceso el papel del anciano, del maestro de novicios, es muy importante, pues de una buena formación, conceptual y espiritual dependerá la consolidación de la vocación. Al acabar esta fase inicial de nuestra vida monástica ofrecemos nuestra vida sobre el altar depositando la cédula de nuestra profesión, como culminación de una etapa, que continua, no obstante, con la mirada fija en la vida eterna.

Como escribe Gualterio de san Víctor: “si resulta difícil renunciar a nuestros planes, es decir a proyectos largamente acariciados, mucho más difícil es negarse a sí mismo, renunciando a la propia voluntad. Lo cual es necesario si queremos seguir a Cristo. El soldado de Cristo, efectivamente, ha de renunciar a su voluntad en favor de la voluntad de otro, y por tanto se debe abandonar una voluntad mala por una buena, la propia voluntad por la voluntad buena de otro” (Sermón 3, Sobre la triple gloria de la Cruz)