domingo, 28 de mayo de 2023

CAPÍTULO 48,14-25, EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA


 CAPÍTULO 48,14-25

EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA

 

Durante la cuaresma dedíquense a la lectura desde por la mañana hasta finalizar la hora tercera, y después trabajarán en lo que se les mandare hasta el final de la hora décima. 15 En esos días de cuaresma recibirá cada uno su códice de la Biblia, que leerán   por su orden y enteramente; 16 estos códices se entregarán al principio de la cuaresma. 17 Y es muy necesario designar a uno o dos ancianos que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos están en la lectura. 18 Su misión es observar si algún hermano, llevado de la acedía, en vez de entregarse a la lectura, se da al ocio y a la charlatanería, con lo cual no sólo se perjudica a sí mismo, sino que distrae a los demás. 19 Si a alguien se le encuentra de esta manera, lo que ojalá no suceda, sea reprendido una y dos veces; 20 y, si no se enmienda, será sometido a la corrección que es de regla, para que los demás escarmienten. 21 Ningún hermano trate de nada con otro a horas indebidas. 22 Los domingos se ocuparán todos en la lectura, menos los que estén designados para algún servicio. 23 Pero a quien sea tan negligente y perezoso que no quiera o no pueda dedicarse a la meditatio o a la lectura, se le asignará alguna labor para que no esté desocupado. 24 A los hermanos enfermos o delicados se les encomendará una clase de trabajo mediante el cual ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga desistir. 25 El abad tendrá en cuenta su debilidad.

 

San Benito cree que la vida del monje debería de responder en todo tiempo a una observancia cuaresmal; sin embargo, considera que somos débiles y que este objetivo no es fácil de alcanzar, por lo que dispone que, por lo menos durante la Cuaresma, se siga un horario determinado, aunque éste debería ser el ritmo de nuestra vida a lo largo del año.

¿Quién nos impide de seguir este ritmo?

La pereza, la negligencia, no es una buena consejera, ni una buena compañía a lo largo del camino, pues nos dificulta el paso para el cumplimiento de nuestras obligaciones. Pero hablar de la lectura, la plegaria o el trabajo, como una obligación capaz de engendrar pereza, es, en cierta monera, pervertir el concepto, Venimos al monasterio llamados por Dios, estamos ciertos de haber sido llamados por Dios, y a esta llamada no hemos respondido sino con alegría; por lo tanto, cuando surge la tentación de la pereza o de la negligencia, alguna cosa ha fallado en nuestro mismo proceso vocacional, tenemos la vocación enferma.

Necesitamos revisar si dedicamos el tiempo oportuno a la escucha de la Palabra, a dejarnos “coger” por el Espíritu, o si le cerramos nuestros oídos, en un creer inconsciente de que no tenemos una estricta necesidad. Esta pereza espiritual, junto con una cierta autosuficiencia, puede perjudicar nuestra vocación y nuestra vida de creyentes. Aunque para san Benito todavía es más negativo ser un obstáculo para los demás, siendo piedra de tropiezo. Podemos servirnos de los demás para justificar nuestros deseos personales, olvidando nuestra necesidad de la humildad en el camino monástico.

La humildad, para san Benito, se manifiesta en la atención, la obediencia y el servicio, tres elementos claves de la vida comunitaria, pues toda la vida monástica es una escuela de servicio, en la que no podemos disponer de nosotros mismos. Somos, debemos ser, servidores de Jesucristo en los hermanos, y teniéndole siempre como modelo. Lo cual no significa olvidarse de la debilidad, como un pretexto para escapar de nuestras obligaciones.

San Agustín escribe: “Débil es aquel de quien se teme pueda sucumbir cuando acecha la tentación; enfermo, en cambio, es quien se halla dominado por alguna pasión, y se impedido de acercarse a Dios y de aceptar el yugo de Cristo” (Sermón sobre los pastores) También la misma Regla dice: “No queremos decir que se haga acepción de personas, Dios no lo quiera, sino que se tenga consideración con los débiles” (RB 34,2)

La obediencia a los preceptos de la Regla es la piedra de toque de la humildad, o, en expresión de san Jerónimo, “la forma privilegiada de la humildad”. Ciertamente, su enemigo es el orgullo, pero la obediencia que nos propone san Benito es liberadora (Cf. El servicio de la autoridad y la obediencia, 5) Es una obediencia que nace de una libertad interior, una obediencia que implica la libre disponibilidad para todo cumplimiento. La obediencia a Dios es un camino de crecimiento, y, en consecuencia, de libertad de la persona, porque permite acoger un proyecto o una voluntad diferente a la propia, que no solo no mortifica o disminuye nuestra personalidad, sino que más bien fomenta la dignidad humana. Al mismo tiempo, el creyente se realiza libremente obedeciendo como hijo al Padre. El modelo es Cristo, aquel que en su Pasión llega a entregarse a sí mismo, pues estaba seguro que así cumplía la voluntad del Padre. Como recuerda san Bernardo: “lo que va agradar no fue la muerte, sino la voluntad de quien moría libremente” (Errores de Pedro Abelardo, 8,21)

Cumplir nuestras obligaciones no debe ser una excepción; vivir siempre respondiendo a una observancia cuaresmal, debería ser nuestra norma de conducta habitual, porque a menudo nos invade la tentación de pensar si he hecho tal o tal cosa, si tengo merecido no hacer esto o lo otro… Pero no debemos olvidar que venimos a una vida de servicio, siendo nuestro modelo Cristo, y no otros modelos de la sociedad. Vivir para Dios se hace realidad en las pequeñas cosas de la vida. En palabras del Papa Francisco es preciso ser santo cumpliendo con honradez y competencia nuestros deberes, luchando por el bien común y renunciando a nuestros intereses personales.

Ante la tentación de que la santidad está reservada solo para quienes la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, más bien debemos considerar que nos santificamos haciendo lo que tenemos que hacer, y cuando debemos hacerlo. La santidad, ciertamente, nos viene de Dios, nosotros ayudamos viviendo nuestra vocación con amor y ofreciendo nuestro testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día, y huyendo de toda pereza y negligencia,

domingo, 21 de mayo de 2023

CAPÍTULO 43, LOS QUE LLEGAN TARDE ALOFICIO DIVINO O A LA MESA

  

CAPÍTULO 43

LOS QUE LLEGAN TARDE AL OFICIO DIVINO

O A LA MESA

 

A la hora del oficio divino, tan pronto como se haya oído la señal, dejando todo cuanto tengan entre manos, acudan con toda prisa, 2 pero con gravedad, para no dar pie a la disipación. 3 Nada se anteponga, por tanto, a la obra de Dios. 4 El que llegue a las vigilias nocturnas después del gloria del salmo 94, que por esa razón queremos que se recite con gran lentitud y demorándolo, no ocupe el lugar que le corresponde en el coro, 5 sino el último de todos o el sitio especial que el abad haya designado para los negligentes, con el fin de que esté a su vista y ante todos los demás, 6 hasta que, al terminar la obra de Dios, haga penitencia con una satisfacción pública. 7 Y nos ha parecido que deben ponerse en el último lugar o aparte para que, vistos por todos, se enmienden al menos ante el bochorno que han de sentir. 8 Porque, si se quedan fuera del oratorio, tal vez habrá uien vuelva a acostarse y dormir, o quien, sentándose fuera, pase el tiempo charlando, y dé así ocasión de ser tentado por el maligno. 9 Es mejor que entren en el oratorio, para que no pierdan todo y en adelante se corrijan. 10 El que en los oficios diurnos llegue tarde a la obra de Dios, esto es, después del verso y del gloria del primer salmo que se dice después del verso, ha de colocarse en el último lugar, según la regla establecida, 11 y no tenga el atrevimiento de asociarse al coro de los que salmodian mientras no haya dado satisfacción, a no ser que el abad se lo autorice con su perdón, 12 pero con tal de que satisfaga como culpable esta falta. 13 Y el que no llegue a la mesa antes del verso, de manera que lo puedan decir todos a la vez, rezar las preces y sentarse todos juntos a la mesa, 14 si su tardanza es debida a la negligencia o a una mala costumbre, sea corregido por esta falta hasta dos veces. 15 Si en adelante no se enmendare, no se le permitirá participar de la mesa común, 16 sino que, separado de la compañía de todos, comerá a solas, privándosele de su ración de vino hasta que haga satisfacción y se enmiende. 17 Se le impondrá el mismo castigo al que no se halle presente al recitar el verso que se dice después de comer. 18 Y nadie se atreva a tomar nada para comer o beber antes o después de las horas señaladas. Mas si el superior ofreciere   alguna cosa alguno, y no quiere aceptarlo cuando desee aquello que ha rehusado o alguna otra cosa no se le dará nada hasta que no haya dado la conveniente satisfacción.

 

Éste es uno de los capítulos que forman parte de la segunda parte del Código penal de la Regla. Puede parecer que se trata de faltas menores relacionadas con la vida ordinaria: comida, bebida, silencio… que son como una forma de introducción a los temas que vienen ahora: llegar tarde al Oficio, equivocarse en el Oratorio… pero a los que san Benito hace referencia en cuanto a dar una satisfacción de reparación, lo cual indica que no son faltas menores, o leves, sino que pueden llegar a ser síntomas de una mala salud espiritual.

Este capítulo nos sitúa en dos momentos importantes de nuestra jornada. En primer lugar, el Oficio Divino, al que no debemos anteponer nada; en segundo lugar, nos sentamos a la mesa como un acto comunitario, y no solo como una simple reparación de las fuerzas. Y esta clara la predisposición que debemos tener de llegar puntual a todo acto comunitario, así como nos exige la Regla. Hacer lo que toca y cuando toca no siempre aparece como una responsabilidad fácil. No se trata solamente de seguir en la cama, o perder el tiempo hablando, sino también cuando estamos haciendo cosas útiles y buenas.

San Benito en el capítulo 33 dice que “somos unos hombres a quienes no es lícito hacer lo que quieren, ni con su propio, ni con su voluntad(33,4), lo cual podríamos ampliar diciendo que no es licito hacer con nuestro tiempo lo que querríamos hacer, sino el que Regla y nuestro horario nos mandan, lo cual no es una esclavitud, sino al contrario es estar libres para Dios, a quien no tenemos que anteponer nada (Cf RB 4,21) Por ello nada más oír la campana, es preciso dejar lo que tenemos entre manos e ir con prontitud y gravedad a aquello a que nos llaman.

Tampoco es vano el comentario de san Benito respecto a quienes llegan tarde al Oficio Divino, Para que no se queden hablando, y dando ocasión al maligno. Siempre nos puede suceder un imprevisto, una dificultad, pero esta voluntad de incorporarnos en cuanto podemos muestra que le negligencia ha sido en parte reconocida o reparada.

Esta idea de la reparación, o satisfacción es importante. Es importante reconocer la falta y mirar de rectificar, pues nos ayuda a ser más conscientes de nuestra responsabilidad.

En conjunto san Benito considera los actos comunitarios como algo prioritario. No vamos al refectorio solo a comer, sino como a un acto comunitario de alimento de nuestro cuerpo, así como del espíritu, escuchando la lectura. De aquí la indicación de la Regla de no comer ni beber antes o después de la hora establecida, sino cuando toca.

Escribe Aquinata Bockmann que lo importante de este capítulo es la relación entre la falta, el reconocimiento de la misma y la reconciliación o satisfacción. Porque, sin duda es más importante sabernos en un camino de perfección y avanzar o por lo menos mirar de avanzar en esta dirección.

Toda la Regla está centrada en la persona de Cristo; no tanto en el Jesús de la historia, sino en el Cristo Resucitado. No miramos de imitar a un hombre, sino de seguir al Hijo de Dios. De hecho, nunca aparece en la Regla el nombre de Jesús; la referencia siempre es el Cristo, el Señor. San Benito escribe la Regla después del concilio de Calcedonia, y la cristología que emana de este concilio es la que domina en el texto de la Regla. Lo cual no quiere decir que no se valora la humanidad de Cristo, por lo que podemos ver cuando habla de reproducir en nuestra vida la de Jesús, participando en los sufrimientos de Cristo, por ejemplo, con la paciencia, para merecer también compartir su reino (Prólogo 50)

Pero san Benito nos viene a mostrar aquí a quien dirigimos nuestra plegaria, a Cristo, al Cristo Resucitado, a quién seguimos. Este cristocentrismo aparece, también, en la organización de la vida comunitaria, así como en el Oficio o reuniones comunitarias. En realidad, las comidas de la vida monástica no son sino un reflejo de las que el Señor compartía con los suyos a lo largo de su vida, o con los pecadores o publicanos.

Cuando vamos al coro, como cuando vamos a refectorio vamos a encontrarnos con Cristo, ¿cómo podemos llegar tarde si vamos al encuentro de Aquel que amamos por encima de todo?

domingo, 14 de mayo de 2023

CAPÍTULO 36, LOS HERMANOS ENFERMOS



CAPÍTULO 36

LOS HERMANOS ENFERMOS

 

Ante todo, y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna. 7 Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre. 10 Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos.

 

“Ante omnia et super omnia”

Ante todo, y por encima de todo, nos dice san Benito, debemos cuidar a los enfermos. Ya nos habla antes, de la solicitud del mayordomo hacia ellos, al recomendar los gastos de la comida, de sus debilidades físicas. San Benito es sensible a la enfermedad, a la debilidad y la vejez. Nos sitúa en este capítulo en los dos papeles: como monjes solícitos hacia el enfermo, y cómo los enfermos no deben contristar con sus exigencias a los hermanos que los atienden.

La vejez, los hermanos ancianos son una riqueza para la comunidad. Ciertamente, cada uno envejece de la manera que ha vivido, y las reacciones son diferentes. Hay quien acepta positivamente, con bondad, y quien la rechaza o se rebela queriendo seguir en activo una vida comunitaria. No es un capítulo fácil de llevar. En los monasterios todavía convivimos con los hermanos grandes sin sucumbir a la moda de apartarlos, o incluso llegar a olvidarlos, lo cual es positivo y una riqueza para la comunidad.

San Juan Pablo II fue muy sensible con los enfermos y con la vejez. Escribe en su encíclica Salvifici Dolors:

“La parábola del Buen samaritano pertenece al evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto, cuál debe ser nuestra relación con el prójimo que sufre. No nos está permitido “pasar de largo”, con indiferencia, sino que debemos “detenernos” junto a él. Buen Samaritano es todo hombre, que se detiene junto al sufrimiento de otro, del género que sea. Este detenerse no significa curiosidad sino disponibilidad. Es como abrirse con una determinada disposición interior de corazón, que es también una expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno; el hombre que “se conmueve” ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta “conmoción” quiere decir que es importante para nuestra actitud ante el sufrimiento ajeno. Por tanto, es necesario cultivar en si mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión con el que sufre. A veces, esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre” (SD, 28)

En una comunidad siempre hay alguien que tiene una responsabilidad concreta respecto al enfermo o el anciano; un hermano diligente y solícito, temeroso de Dios y servidor de los demás. Vigilar, junto a un hermano en agonía, en sus últimas horas puede ser agotador, pero a la vez de una extraordinaria riqueza; acompañar a alguien en los últimos momentos de la vida crea un vínculo especial de manera que casi se puede decir que vivir tal situación es un verdadero regalo de Dios. Por un lado, estar junto a quien sufre, de otra vivir el paso a otra vida es percibir como se abre la puerta al misterio de la salvación. Es el momento al que alude Juan Pablo II cuando dice: “Cuando Dios permite nuestro sufrimiento por la enfermedad, la soledad u otras razones relacionadas con la edad avanzada se nos da la gracia y la fuerza para unirnos con más amor al sacrificio y participar con más intensidad en su proyecto salvífico” (Carta a los ancianos, 13)

San Benito es consciente que el enfermo o el anciano debe dar testimonio de su fe en las circunstancias adversas, no contristando con sus exigencias y pensando que es por el honor de Dios que es servido. A veces, cuando nos vemos limitados y se nos priva de hacer algo por nuestro bien, reaccionamos culpando a quien tenemos más cerca, y ponemos a prueba su diligencia, solicitud y temor de Dios. También el enfermo o anciano tiene sus derechos, sus obligaciones, derechos a ser atendidos, a cuidar su régimen alimentario para se repongan, a descansar, a la atención espiritual, pero también el deber de no contristar, ni exigir a quienes sirven, cosas fuera de lugar.

Escribía el Abad Mauro Esteva al respecto: “En el crepúsculo de la vida solo me queda la cruz que me ha acompañado con su fuerte peso, una cruz que no siempre he querido reconocer, y que a veces he cargado a otros, porque no he aceptado de buen grado, sino por fuerza, o tal vez he levantado nubes de humo para no verla, creando humorísticas compensaciones para ocultarla, que eran como marcas de opresión” (18 Septiembre 2023)

“Curam autem maximam habeat”

Tener el máximo cuidado, enfermar, envejecer, forman parte de la vida monástica; y que sea un capítulo más o menos agradable depende de diversos factores:

De la atención y cuidado que tiene la comunidad con los enfermos, pero a la vez. de la fortaleza de nuestra fe en el lento declinar de las fuerzas físicas. La enfermedad nunca es deseada; podríamos decir que es como un martirio.

Dios ¿nos pone a prueba? Dios no juega con nosotros; somos demasiado valiosos para Él. Pero nuestra fe, como la del paciente Job, no es para vivirla solamente cuando la vida nos sonríe, sino en cada momento de nuestra existencia terrena. Como escribe san Juan Pablo II : “Hay algunos ejemplos de situaciones que llevan el signo del sufrimiento sobre todo moral que llevan: peligro de muerte, el escarnio, la irrisión hacia el que sufre, la soledad, el abandono” (SD,6)

Estos son campos de actuación en la enfermedad y en la vejez, para acompañar, compartir, animar y socorrer. Con el máximo cuidado, para que no sufran, como dice san Benito.

Atender al enfermo como el Buen Samaritano (cf Lc 10,33), soportar la enfermedad con la paciencia de Job (cf Jb 42,2), dar gracias al Señor por la mejora en la salud, agradecer por la curación de la lepra (cf Lc 17,16), siempre confiados en la resurrección, como Marta junto al sepulcro de Lázaro (cf Jn 11,27)

San Bernardo afirma: Dios no puede sufrir, pero puede compadecerse” Dios, la Verdad  y el Amor en persona, ha querido padecer por nosotros; se hizo hombre para poder compartir con el hombre de manera real, en carne y sangre. En cada sufrimiento humano hay, de entrada, alguien que comparte el sufrimiento y da soporte, en cada sufrimiento, se da consuelo, el consuelo del amor partícipe de Dios para hacer nacer la estrella de la esperanza (cf Spesalvi,39)”  (Mensaje del Papa Benedicto XVI en la XIX Jornada Mundial del Enfermo, 11 Febrero 2011).

domingo, 7 de mayo de 2023

CAPÍTULO 29, SI DEBEN SER READMITIDOS LOS HERMANOS QUE SE VAN DEL MONASTERIO

 Capítulo 29

SI DEBEN SER READMITIDOS LOS HERMANOS

QUE SE VAN DEL MONASTERIO

Si un hermano que por su culpa ha salido del monasterio quiere volver otra vez, antes debe prometer la total enmienda de aquello que motivó su salida, 2y con esta condición será recibido en el último lugar, ra probar así su humildad. 3Y, si de nuevo volviere a salir, se le recibirá hasta tres veces; pero sepa que en lo sucesivo se le denegará toda posibilidad de retorno al monasterio.

“Pedro preguntó al Señor. ¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga, siete veces?  Jesús le respondió: “No te digo siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,21-22)

Errar, equivocarse, es humano, nacemos pecadores. Jesús aporta una concepción nueva con respecto al pecado; es comprensivo y misericordioso, come y habla con los pecadores, perdona… y todo esto indigna a los fariseos y maestro de la Ley, pues contemplan en Jesús lo que está reservado a Dios, y no reconocen su divinidad, ni su mesianismo.

Pedro sabe que Él es el Mesías, el Hijo de Dios vivo (cf Mt 16,16), y por esto le pregunta cuantas veces debe perdonar. Jesús le sorprende con la respuesta.

San Juan Pablo II escribía el año 1984 en su encíclica Reconciliatio et Paenitentia: “La reconciliación no puede ser menos profunda de lo que es la división. La nostalgia de la reconciliación misma será plena y eficaz en la medida en que llegue, sanándola, a la rotura primitiva, raíz de todas las demás, origen de todo pecado (RP. 3)

San Benito, a lo largo de la Regla apunta al perdón, a la capacidad de pedir perdón por las propias faltas u otorgarlas a otros. En ocasiones nos cuesta perdonar, y lo hacemos exigiendo una reparación o parcialmente, pero no olvidamos, lo cual hace que lo que parece olvidado con el tiempo, en un momento dado vuelve a salir ese “tema” pasado” y provocar heridas que parecían suradas.

En la vida no lo podemos tener todo, una vida plena de renuncias de todo tipo, y asumirlo debería formar parte de nuestro aprendizaje de monjes, de creyentes o de personas humanas. Pero a menudo más bien nos provoca frustración, al no tener una capacidad mayor de renuncia en favor de otros.

¡Cuantas veces una frustración en la infancia o en la juventud percibida como una injusticia no llega a romper una familia! ¡Cuántas veces algo no alcanzado por dos o tres miembros de una comunidad acaba por provocar tensiones!

La renuncia, aun formando parte de nuestra vida, vivida a veces con dolor, nos rompe por dentro, y arraiga en el interior y entrando en erupción como un volcán, en algún momento puede arrastr4ar todo lo que encuentra a su paso.

También en las comunidades se da este fenómeno humano, pues están formadas por hombres o mujeres con su condición humana, y pueden no asumir estas debilidades, físicas o morales que contribuyen a engendrar un clima difícil en la convivencia.

Hoy san Benito nos habla de las culpas propias que pueden provocar la salida de un monasterio. Algo de lo que nos habla también en el código penal de la Regla; situaciones que se llegan a hacer crónicas que comportan un abandono, más frecuente que una expulsión.

En nuestra comunidad, a lo largo de los años desde la restauración en 1940 ha habido muchas salidas por causas diversas y con procedimientos y consecuencias diferentes, pero, sin duda, todas provocando dolor a unos u a otros.

San Benito nos pone en primer plano aquel tipo de hermano que sale del monasterio por culpa propia. Es el primer paso. Pero no lo es también que debemos considerar el sacramento de la reconciliación. Nos lo recuerda san Juan Pablo II:

“Reconocer el propio pecado es más yendo al fondo en la consideración de la propia personalidad, reconocerse pecador, capaz de pecar e inclinado al pecado es el principio indispensable para volver a Dios” (RP, 13)

Y san Agustín: “Si te confiesas pecador, la verdad está en ti, y la verdad es luz” (Trat sobre 1Jn)

Solo reconociendo la propia culpa se puede dar un segundo paso hacia una verdadera reconciliación: prometer una total rectificación o propósito de enmienda. En nuestro caso del monje que pide volver al monasterio, la enmienda de lo que le llevó a salir.

Escribe san Juan Pablo II:

“El acto esencial de la Penitencia por parte del penitente es la contrición, es decir, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición entendida así es, pues, el principio y el alma de la conversión, de la “metanoia” Evangélica que retorna el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el sacramento de la Penitencia el signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por eso “de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia” (RP31,3

En la marcha del monasterio suele suceder el no reconocimiento de culpa ni propósito de enmienda. Volver. Reconocer la culpa y hacer propósito de enmienda requiere valentía y son pocos lo que la tienen. El remedio último que propone san Benito para mostrar el arrepentimiento es la humildad, la mejor medicina contra la raíz del pecado.

Escribe Juan Casiano: “la envidia, como un veneno que arroja la serpiente, destruye la religión y la fe hasta las raíces de su vida, antes que la herida se manifiesta al exterior. Y digo que hace mal a la religión y a la fe porque el envidioso no se enfrenta con el hombre sino con Dios. No encontrando nada para reprender al hermano más que la felicidad que vive, censura no la falta de un hombre, sino los juicios de Dios. (Colaciones. El abad Plamón nos acoge al llegar a Dolcos, 17)

Satisfacer con la humildad, pues ·las obras de satisfacción que, incluso conservando un carácter de sencillez y humildad, debía ser más expresiva de lo que significan, quieren decir cosas importantes: son un signo de compromiso personal que el cristiano asume delante de Dios en el sacramento, de comenzar una existencia nueva”. (RP. 31,3

San Benito cree que tres oportunidades son suficientes, tres oportunidades para recuperar la sencillez y la humildad, tres oportunidades para reconciliarse con Dios, arrepentirnos y hacer propósito de enmienda.