domingo, 30 de junio de 2019

CAPÍTULO 2, 23-29 COMO HA DE SER EL ABAD

CAPÍTULO 2, 23-29
COMO HA DE SER EL ABAD

El abad debe imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende, exhorta, amonesta». 24Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. 25En concreto: que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más duramente; en cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a que avancen más y más. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los negligentes y a los despectivos. Y no encubra los pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos de raíz con toda su habilidad, acordándose de la condenación de Helí, sacerdote de Silo. 27A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles una o dos veces; 28pero a los audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en cuanto se manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura: «Sólo con palabras no escarmienta el necio». 29Y también: «Da unos palos a tu hijo, y lo librarás de la muerte».

Cuando los comentaristas de la Regla hablan del llamado código penal de san Benito, nos viene la reflexión de que son cosas de otros tiempos. En la sociedad de la Alta Edad Media, que es donde vivió san Benito, incluso algunas conquistas fruto del derecho romano se habían perdido y no nos sirven para practicarlas hoy. Pero hay algo que no ha pasado, y es nuestra naturaleza humana, que según esta podemos ser indisciplinados, inquietos, negligentes, o también obedientes, pacíficos, de espíritu delicado…Parece que san Benito, a lo largo de su experiencia de vida monástica se encuentra con esta diversidad de tipologías en las comunidades y saca sus conclusiones.

Si partimos de la base de que hemos venido al monasterio a buscar a Dios, convencidos de que Dios nos ha llamado para estar a su servicio, todo sería más fácil. Buscar a Dios es el objetivo de nuestra vida, de nuestra venida al monasterio, como le decía el P. Francisco a la periodista Pilar Rahola durante el coloquio sobre su libro “SOS Cristians”. Este punto de partida es cierto, pero a esto se añade inevitablemente nuestra fragilidad humana, nuestra imperfección.

¿Cómo afrontarlo?, ¿cómo superarlo? San Benito nos sugiere diversas maneras, tantas como personas y casos, pero el objetivo es la rectitud de nuestro camino, hacernos conscientes de que nos podemos alejar de Dios, que podemos enturbiar nuestra mente buscando nuestra voluntad. Nos cuesta rectificar, y en situaciones mucho más, cuando lo podemos considerar una derrota, una muestra de debilidad de la que creemos que otros se pueden aprovechar.

Y esto sirve para todos, pues el abad no es sino otro monje, imperfecto entre los imperfectos, pues perfecto solamente lo es Dios. Puede ser la causa de que no nos confiemos del todo a Dios, que no nos dejemos llevar por él, y sacamos las manos del timón de la barca de nuestra vida tantas veces como veamos necesario, cuando un mínimo cambio de rumbo no nos agrada o sospechamos que no va en la buena dirección, en la que es más cómoda, es decir, en la que nosotros creemos que nos conviene más. Intentamos controlar al máximo nuestra vida, aunque no siempre podemos controlar todo, pues, por ejemplo, una enfermedad no la elegimos nosotros, ni podemos influir mucho o nada en el tiempo, y en el modo de como lo ven nuestros hermanos mayores.

Ha pasado ya el tiempo de aquellas humillaciones piadosas para unos y no tanto para otros, cuando se imponían con dudosa intencionalidad. Se ha vuelto a la raíz, como nos ha recordado M. Hildegarda esta semana al hablarnos de la Carta de Caridad. Algunos valores de nuestra sociedad democrática son herencia del cristianismo, incluso del monaquismo, que se han desvirtuado.

No debemos disimular los pecados, nos dice san Benito, no minimizar nuestras faltas, pues de aprendeos den nuestros errores, así como también de la reprensión, interpelación o exhortación. Lo que cuenta es es progresar, caminar hacia Cristo. Esto no quiere decir adoptar un continuo sentimiento de culpabilidad, ni tampoco adoptar una moral laxa. Cuando hacemos una cosa mala, cuando no hacemos bien, somo nosotros mismos quienes nos hacemos conscientes, sino es que ya hicimos la falta con cierta premeditación. Y estas faltas viene de nuestra insatisfacción, de una cierta frustración, al no conseguir lo que queríamos, quizás satisfacer nuestro capricho.

Se explica que un santo estaba cansado de las peticiones de un devoto y le dijo: “He decidido concederte las tres cosas que me pides. Después ya no te daré nada más”

El devoto lleno de gozo hizo su primera petición:  que muriese su mujer, pues no podía soportarla. Pero cuando logró esto fue consciente de no haber reconocido lo suficiente las virtudes de su mujer, y ahora la encontraba a faltar. Entonces pidió al santo que le devolviese la vida. Al que no ya más que una petición, pasó unos años atormentado en pensar cual podía ser esta tercera petición, y pedía consejo a los demás. Finalmente pidió consejo al mismo santo, y éste le respondió: “Pide ser capaz de estar satisfecho con lo que el Señor te ofrece, sea lo que sea, sin atormentarte por desear lo de los otros”. Sucede que empleamos muchos esfuerzos en intentar sacarnos de encima lo que nos molesta, más que el mirar de poder aceptarlo.

Tenemos que poner a Dios por delante, en cuanto apuntan las faltas, intentar extirparlas de raíz y dejar que nos ayuden a extirparlas, si nosotros no nos vemos con fuerza o no podemos. No nos agrada que nos corrijan, que nos enmienden la plana, pero debemos confiar en Aquel que está por encima de todo, que quiere nuestro bien, y es a quien hemos venido a buscar al monasterio.

Nos dice san Pablo: “Mirad de no convertir la libertad en un pretexto para hacer vuestra propia voluntad” (Gal 5,14)

domingo, 23 de junio de 2019

PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO (1-7)


DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO  (1-7)

Escucha, hijo, estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con  gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica, 2para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia. 3A ti, pues, se dirigen estas mis palabras, quienquiera que seas, si es que te has decidido a renunciar a tus propias voluntades y esgrimes las potentísimas y gloriosas armas de la obediencia para servir al verdadero rey, Cristo el Señor. 4Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y apremiante que él la lleve a término, 5para que, por haberse dignado   contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones. 6Porque, efectivamente, en todo momento hemos de estar a punto para servirle en la obediencia con los dones que ha depositado en nosotros, de manera que no sólo no llegue a desheredarnos algún día como padre airado, a pesar de ser sus hijos, 7sino que ni como señor temible, encolerizado por nuestras maldades, nos entregue al castigo eterno por ser unos siervos miserables empeñados en no seguirle a su gloria.

La vida monástica no viene a ser nada más que la vida de un cristiano; es la vida de un cristiano vivida con intensidad y pasión.
Escribía el P. Alejandro que “el monje, cuando lo es conscientemente no quiere sino ser, sencillamente, un cristiano que busca la verdad a fondo” (“Si buscas a Dios de verdad”, p.20). La vida del cristiano es una vida de relación con Dios, en que la iniciativa la tiene él y pasa por él; no podemos dirigirnos a él sino en respuesta a la palabra que él nos dirige.
San Benito en la primera palabra de la Regla nos invita a escuchar la palabra que nos viene de Dios. Él es el maestro por excelencia. La palabra de Dios nos es dirigida a cada uno de nosotros, y cada uno la acogemos a nuestra manera. Esta palabra es la que habla el cuarto evangelio, del Hijo de Dios que nos habla del Padre amoroso. En san Benito, y por medio de san Benito, es Dios quien nos habla. Esto significa que Dios nos habla también, y a menudo, por medio de intermediarios, a través de los que forman parte de la comunidad, de la Iglesia.
Delante de Dios que nos habla debemos mantenernos atentos, poner la oreja del corazón dice san Benito. Si Dios nos habla es para que su palabra se realice, sea acción, que tenga su cumplimiento en nosotros. Una palabra que debe pasar de la potencia al acto.
Escribía el P. Alejandro: “Dios llama, y Adán, después del pecado primero, lo escucha, se esconde, se retira de la obediencia, (piensan que obediencia, obedecer, viene de la raíz latina ob-audire, escuchar, cumplir obedeciendo), cuando Dios todo solícito y herido en su amor de padre le dice: Adán, ¿dónde estás?, ¿dónde te has metido? Y será Cristo quien compensará esta desobediencia, como un segundo Adán, presentándose valientemente a la muerte y muerte de cruz, para salvarnos y volvernos al diálogo con Dios y a la obediencia que supone y exige como a condición sine qua non, decir:“estoy  aquí, oh Dios, para hacer tu voluntad”. (Si busca a Dios de verdad, p. 76)
La nuestra no debe ser una escucha pasiva, sino bien activa; escuchamos para poner en práctica, escuchamos para volver a Dios, siempre que nos alejamos, y lo hacemos con frecuencia con nuestra desobediencia, que es lo que verdaderamente importa. Escribía Louis Bouyer que “el monje es alguien que renuncia, que renuncia a sí mismo. Se distingue de otros precisamente porque abandona la vida que hacen otros” (Le sens de la vie monastique, p.184)
Renunciando a los propios deseos, nos dice san Benito, y esto nos cuesta, podemos estar años y años lamiendo heridas que quizás no cicatrizaran nunca del todo, y que hemos recibido al impedir que se haga nuestra voluntad. Pero esta renuncia al propio deseo, no es una renuncia desdibujada, tiene un claro y único objetivo, y es militar para el Señor Cristo, el rey verdadero. No militamos para esta o aquella persona, sino para Cristo, el único para quien vale la pena militar, el único a quien buscamos obedecer. Si entrásemos en el monasterio para seguir a tal o cual monje, erraríamos, pues al final todos tenemos fecha de caducidad, y somos limitados. San Benito nos lo deja bien claro en la primera palabra de la Regla. Cristo es el objetivo, no importa quién somos y de dónde venimos, seamos lo que seamos, lo que cuenta es escuchar, acoger, renunciar, tomar las armas de la obediencia; y todo a partir de la verdadera libertad del cristiano.
Para lograrlo, no tenemos suficiente con desearlo; con nuestras propias fuerzas no es suficiente. Necesitamos pedirlo en la plegaria, necesitamos la ayuda del Señor, para obtener cualquier cosa buena que deseamos hacer. San Benito nos pone en alerta de que no podemos correr el riesgo de ser desheredados, de irritar hasta conseguir la pena eterna. Y es que la pena eterna es, precisamente, el alejamiento de Dios, de aquel de quien nos alejamos con la desidia de la desobediencia. Parece todo claro y fácil, pero sabemos por experiencia que sin la ayuda del Señor no lo podemos lograr.
El monje viene, de esta forma, a ser un soldado de Cristo, alguien que milita, es decir que se toma con seriedad, con fuerza, sobre sus espaldas. Las armas son, precisamente, las que recogemos en la escucha, en la escucha de la Palabra de Dios. Cada mañana y cada tarde tenemos ocasión de recogerlas mediante la práctica de la lectio, y a lo largo del día con el Oficio divino. El campo de combate es, a veces, nuestro propio interior, donde se desata una lucha entre nuestra voluntad que se quiere imponer, a pesar de saber que no tenemos razón, y que nos lleva a ponernos en actitudes egoístas que, además, nos lleva a hacer mal a los demás y en definitiva a nosotros mismos.
Nuestro maestro nos mira, no nos pierde nunca de vista, espera una y otra vez a que le escuchemos y acojamos lo que nos dice. Él es aquel que no se cansa nunca de hablarnos y de esperar nuestra respuesta. Escuchemos su palabra, acojámosla de bon grado, pongámosla en práctica, siempre a punto con los dones que Dios pone en nosotros a su disposición sin tacañerías, sin reservarnos para nuestro propio provecho, sino con generosidad, militando para él, el Señor.


domingo, 9 de junio de 2019

CAPÍTULO 60 LOS SACERDOTES QUE DESEAN INGRESAR EN EL MONASTERIO


CAPÍTULO LX
LOS SACERDOTES QUE DESEAN INGRESAR EN EL MONASTERIO

 Si alguien del orden sacerdotal pidiera ser admitido en el monasterio, no se condescienda en seguida a su deseo. 2 Pero, si persiste, a pesar de todo, en su petición, sepa que deberá observar todas las prescripciones de la regla 3 y que no se le dispensará de nada, porque está escrito: «Amigo, ¿a qué has venido?». 4 Sin embargo, se le concederá colocarse después del abad, bendecir y recitar las plegarias de la conclusión, pero con el permiso del abad. 5 De lo contrario, nunca se atreva a hacerlo, pues ha de saber que en todo está sometido a las sanciones de la regla; y dé a todos ejemplos de mayor humildad. 6 Cuando se trate de proveer algún cargo en el monasterio o de resolver otro asunto cualquiera, 7 recuerde que debe ocupar el puesto que le corresponde según su ingreso en el monasterio y no el que le concedieron por respeto al sacerdocio. 8 En cuanto a los clérigos, si alguno quiere incorporarse al monasterio con el mismo deseo, se les colocará en un grado intermedio, 9 mas con la condición de que prometan observar la regla y perseverar. 

San Benito no lo pone fácil a nadie. Quiere que se prueben los espíritus, si son realmente de Dios, a través de la paciencia, de las humillaciones… Pero podría parecer que si pedía ingresar en el monasterio un sacerdote la cosa debería ser más fácil, pero no es así, al contrario, parece que san Benito lo pone más difícil y no se fie de que un sacerdote quiera cambiar el ámbito de su vocación. La relación entre el sacerdocio y la vida monástica no ha sido nunca, en este sentido, algo fácil.
Escribe Juan Casiano:

“En ocasiones la vanagloria le evoca al monje la idea del estado eclesiástico, sugiriéndole el deseo del sacerdocio o al menos el del diaconado. Y finge en su imaginación la austeridad con la que habría ejercido su misión en el caso de haber estado puesto en esta dignidad contra su deseo. Está claro que los demás sacerdotes hubieran tenido en él un modelo de perfección. Además, habría ganado muchas almas con el ejemplo de su vida, pero también con su doctrina y predicación… Recuerdo en este momento un anciano que conocí en el desierto. Un día fue a la celda de un hermano con el propósito de visitarlo. Ya cerca de la celda lo oyó musitar una lectura. Se detuvo para saber qué pasaje de la Escritura leía o recitaba, según se acostumbra a hacer cada día. Puso atención con piadosa curiosidad, y percibió que el pobre hermano, seducido por la vanidad, se creía en la Iglesia haciendo una exhortación ante un auditorio fingido. El anciano esperó inmóvil. El otro acabó su sermón. Después cambiando y, como si fuese el diácono, pronunció la confesión de los catecúmenos. En aquel momento el anciano trucó a la puerta. El hermano acudió con la habitual reverencia y le introdujo dentro. Pero confundido por la actitud en la que había sido sorprendido, sintió remordimientos, y preguntó si hacía tiempo que había llegado: “¿No habré cometido el desaire de haceros esperar mucho tiempo? El anciano respondió: acabo de llegar en el momento justo en que recitabas la confesión de los catecúmenos” (Instituciones XI, 16)

Lo que intenta evitar san Benito es la vanagloria del ministerio sacerdotal, porque para toda la Iglesia y para la comunidad, es un servicio, un servicio privilegiado, porque el sacramento del Orden no es algo banal sino muy importante, pero no destinado a una promoción personal, sino al bien del pueblo de Dios. Por eso, precisamente, no ha sido fácil la relación monacato-sacerdocio a lo largo de los tiempos.

Durante siglos marcó una frontera entre un tipo de comunidad y otra; una manera de vivir como monje, y otra como un hermano, lo cual durará hasta el Concilio Vaticano II. Lo realmente importante es que el Señor nos llama a seguirlo en el monasterio, después cada uno, poniendo sus dones al servicio de los otros, llegará a los ministerios que sean útiles para la comunidad.

San Benito teme que los mojes caigan en la soberbia si son ordenados, y también que eso signifique dejar nuestro estilo de vida. Por lo que dice de los decanos o del mayordomo podemos deducir que también lo pide para los candidatos al sacerdocio:  sentido común, madurez de costumbres, fidelidad y vida santa.

En la antigüedad cada monasterio disponía de sus clérigos, no muy numerosos. En general, con un sacerdote por comunidad era suficiente, ya que la Eucaristía no se celebraba diariamente.

Fue Clemente V, en el siglo XIII, quien introdujo la novedad de que todos los monjes de coro tuvieran las cualidades para poder ser ordenados. Esto significaba para él ennoblecer el culto divino, ya que un coro de sacerdotes y clérigos podía ofrecer una alabanza más perfecta que un coro de simples monjes. Un Decreto de Clemente VII, de 1603 insiste sobre este tema.

O parece que sea la idea que nos presenta la Regla. Toda la vida del monje es concebida por san Benito como un camino ascendente hacia la exaltación celestial, buscando un equilibrio de las virtudes en el amor a Cristo, una armonía entre lo humano y lo divino. Y la virtud característica del progreso hacia le reino escatológico es, fundamentalmente, la humildad. “Por la exaltación se baja y por la humildad se sube”. (RB 7,7) Es la compunción de corazón la que abre las puertas del reino interior, pues sin ella no es posible la conversión. La renuncia a la voluntad propia, y, más concretamente, la obediencia por amor a Dios es la condición indispensable y verdadera para imitar a Cristo, obediente hasta la muerte. (Filp 2,8) El anonadamiento de Cristo hasta una muerte de cruz, fue el camino de su exaltación, que contemplamos también como la cima de la ascensión monástica. San Benito, En la Regla, nos habla de este abajamiento, de esta humillación, como el medio para acercarnos a Dios. Si el modelo del monje es Cristo, el modelo del sacerdocio monástico es el sacerdocio de Cristo, del que nos habla la Carta a los Hebreos.

No se trata de poder, de imagen, sino de un servicio, para lo cual san Benito insiste en recordar cual debe ser la actitud de quien recibe este don. Lo importante no es lo que tenemos, sino lo que somos. No son nuestros títulos, sino la bondad del corazón. No es lo que Dios nos da, sino lo que nosotros le devolvemos. No es lo que sabemos sino lo que vivimos. El sacerdocio ministerial es un carisma para santificar a los demás, pero por si mismo no santifica al que lo recibe. San Benito nos previene de que quien entra en un monasterio habiendo sido sacerdote en una comunidad cristiana tiene el peligro de mantener unas actitudes aprendidas antes, porque todos tendemos a mantener lo aprendido de joven. Un signo de su vocación es ver su capacidad para cambiar estas actitudes en un monasterio, porque en caso contrario no podrá vivir en una comunidad monástica siguiendo el estilo que nos propone san Benito. Quien entra en un monasterio debe estar dispuesto a dejarse hacer por Dios, a dejarse transformar por la escucha de la Palabra, y a ponerla en práctica siguiendo la enseñanza de la Regla, que debe ser nuestro punto de referencia.


domingo, 2 de junio de 2019

CAPITULO 53 COMO SE HAN DE ACOGER A LOS HUÉSPEDES


CAPITULO 53
COMO SE HAN DE ACOGER A LOS HUÉSPEDES

A todos los huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como a Cristo, porque él lo dirá un día: «Era peregrino, y me hospedasteis». 2 A todos se les tributará el mismo honor, «sobre todo a los hermanos en la fe» y a los extranjeros 3Una vez que ha sido anunciada la llegada de un huésped, irán a su encuentro el superior y los hermanos con todas las delicadezas de la caridad. 4 Lo primero que harán es orar juntos, y así darse mutuamente el abrazo de la paz. 5 Este ósculo de paz no debe darse sino después de haber orado, para evitar los engaños diabólicos. 6 Hasta en la manera de saludarles deben mostrar la mayor humildad a los huéspedes que acogen y a los que despidan; 7 con la cabeza inclinada, postrado el cuerpo en tierra, adorarán en ellos a Cristo, a quien reciben. 8 Una vez acogidos los huéspedes, se les llevará a orar, y después el superior o aquel a quien mandare se sentará con ellos. 9 Para su edificación leerán ante el huésped la ley divina, y luego se le obsequiará con todos los signos de la más humana hospitalidad. 10  El superior romperá el ayuno para agasajar al huésped, a no ser que coincida con un día de ayuno mayor que no puede violarse; 11 pero los hermanos proseguirán guardando los ayunos de costumbre. 12 El abad dará aguamanos a los huéspedes, 13 y tanto él como la comunidad entera lavarán los pies a todos los huéspedes, 14 Al terminar de lavárselos, dirán este verso: «Hemos recibido, ¡oh Dios!, tu misericordia en medio de tu templo». 15 Pero, sobre todo, se les dará una acogida especial a los pobres y extranjeros, colmándoles de atenciones, porque en ellos se recibe a Cristo de una manera particular; pues el respeto que imponen los ricos, ya de suyo obliga a honrarles. * 16 Haya una cocina distinta para el abad y los huéspedes, con el fin de que, cuando lleguen los huéspedes, que nunca faltan en el monasterio y pueden presentarse a cualquier hora, no perturben a los hermanos. 17 Cada año se encargarán de esa cocina dos hermanos que cumplan bien ese oficio. 18 Y, cuando lo necesiten, se les proporcionará ayudantes, para que presten sus servicios sin murmurar; pero, cuando estén allí menos ocupados, saldrán a trabajar en lo que se les indique. 19 Y esta norma se ha de seguir en estos y en todos los demás servicios del monasterio: 20 cuando necesiten que se les ayude, se les dará ayudantes; pero, cuando estén libres, obedecerán en lo que se les mande. 21 La hospedería se le confiará a un hermano cuya alma esté poseída por el temor de Dios. 22 En ella debe haber suficientes camas preparadas. Y esté siempre administrada la casa de Dios prudentemente por personas prudentes. 23 Quien no esté autorizado para ello no tendrá relación alguna con los huéspedes, ni hablará con ellos. 24 Pero, si se encuentra con ellos o les ve, salúdeles con humildad, como hemos dicho; pídales la bendición y siga su camino, diciéndoles que no le está permitido hablar con los huéspedes.  

Lo más importante cuando alguno se acerca a un monasterio es ser bien acogido. Hay diversas maneras de hacerlo. En algunos lugares, como es el nuestro caso, los huéspedes comparten nuestra vida, nuestra plegaria. Seguimos. Así el mensaje evangélico, la invitación de Cristo a sus primeros discípulos: “Venid y lo veréis”.

¿Qué es lo que invitamos a compartir? A menudo escuchamos que nuestros monasterios aparecen a sus ojos como un oasis de paz, de silencio… un lugar que invita a encontrarse consigo mismo, y así poder encontrar a Dios. Ciertamente, quizás no es fácil entenderlo por nosotros mismos, porque a menudo nuestro ritmo diario nos impide ver lo que venimos a ser para los demás.

Cuando uno se acerca a un monasterio, mucha más en nuestro caso, encuentra unos edificios, puestas, escaleras…, una distribución que viene a ser un laberinto para los huéspedes. Encuentra un monumento, ciertamente, pero sobre todo encuentra una comunidad que le abre las puertas y le permite compartir lo que tenemos, espacio y tiempo, tiempos para orar, para leer, Para pasear, y un espacio donde hacer todo esto. El centro de la estancia de un huésped en el monasterio debe ser el reconocer la presencia de Dios, la centralidad de Cristo en nuestras vidas. Viene gente de toda clase: creyentes practicantes, bautizados alejados de la Iglesia, agnósticos y ateos, pero a todos les llega en un momento u otro, si de verdad centran el interés de su estancia en las piedras vivas una pregunta: ¿qué hacen aquí los monjes? ¿Por qué unas personas que podrían hacer nuestra vida en otro espacio y en otra actividad, se han reunido aquí?

Nosotros sabemos la respuesta: buscar a Dios en un monasterio concreto y en una comunidad concreta, y este mensaje es el que debemos de transmitir, sin palabras, compartir el día a día.

Interpelamos a la gente que se acerca al monasterio, sin ruido ni estridencias; quizás porque ven nuestra vida como más auténtica que en otros ministerios eclesiales; quizás porque a pesar de todo nuestra vida n oes cómoda, tenemos dificultad de convivencia… ¿quién no la tiene? Tenemos altos y bajos, nos cuesta en ocasiones aceptar las renuncias que hemos asumido, y que a menudo, el mundo, en la terminología antigua no estaría dispuesto a vivir. Todo ello, en conjunto ha de llevar a quien convive con nosotros a preguntarse el por qué de esta vida, de estar incomodidades, si se lo quieren plantear así, porque, ciertamente, no hemos venido a tener un lecho y un plato, o a hacer nuestra voluntad, sino a seguir a Cristo con humildad, paciencia y obediencia.

Un medio de comunicación hablaba así demuestra hospedería:

“Este monasterio de monjes cistercienses fundado el 1150 y Patrimonio de la Humanidad es de los más solicitados, según afirma Rumbo (una agencia de viajes). Durante siglos panteón real de la Corona de Aragón, esta abadía que recoge una diversidad de estilos, románico, gótico y barroco, tiene dos hospederías, una interna y otra externa que funciona como un hotel. La integrada en la clausura, habitada por una treintena de monjes solo acoge a hombres, y los huéspedes no pueden alojarse más de una semana. Seguir todas las rutinas de la comunidad, sin alterar el silencio y la sencillez del monasterio, adaptarse a los horarios de comer y oficios litúrgicos es una de las condiciones. Es preciso reservarla con antelación, pues está muy solicitada, y la aportación económica es libre para el visitante”.  (Cinco Días, 6 Noviembre 2014)

Seguir nuestra vida, participar en el Oficio divino, en el silencio y la sencillez de vida es lo que atrae a la gente a compartir nuestra vida.

Escribe un huésped sobre su estancia en Poblet:

“Ante de ir, lo que me dijeron algunas personas de mi entorno fue: ¿desconectarás, verdad? Vivimos sobrecargados de cosas por hacer, agobiados de tareas, largos desplazamientos, cargados con tanta información a la que tenemos acceso de manera instantánea, hipercomunicados con todo el mundo…, en definitiva, rodeados de un ruido ensordecedor que nos impide escuchar nuestro propio ser, el de las personas más próximas y el de la naturaleza que no rodea. ¿Desconectarás, no?  Pues, más bien conectaré… conmigo mismo, con mis pensamientos, con el paso del tiempo, con el silencio… con todo aquello que el ruido cotidiano nos impide estar conectados. Es en mi vida real habitual donde estoy desconectado de lo que es realmente importante”. http://cister.org/bloq

Acogiendo a los huéspedes no renunciamos a nuestra vida monástica, al contrario, la compartimos dejando participar a quienes se acercan, ofreciéndoles aquello que vivimos nosotros, y que quizás les sirva para preguntarse sobre cosas importantes de su vida. Quienes acuden al monasterio esperan silencio, quietud, un ritmo alterno de plegaria, trabajo y descanso. Por esto, san Benito nos pide acogerlos como a Cristo, instruirlos en la ley divina y compartir con ellos el honor conveniente con el silencio y la plegaria y el temor de Dios.