domingo, 26 de enero de 2020

CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA


CAPÍTULO5
LA OBEDIENCIA
Profesión regular de obediencia de fray Iuri y fray Lorenzo.
Solemnidad de nuestros santos fundadores Roberto, Alberico y Esteban

El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. 2Exactamente la que corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. 3Estos, por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el deseo de la vida eterna en la gloria, 4son incapaces de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5De ellos dice el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció». 6Y dirigiéndose a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí». 7Los que tienen esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a su propia voluntad 8y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan ágiles como su obediencia. 9Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del discípulo. 10Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, 11y por eso eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor: «Estrecha es la senda que conduce a la vida». 12Por esta razón no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que les gobierne un abad. 13Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió». 14Pero incluso este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. 15Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios ama al que da con alegría». 17Efectivamente, el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo con el corazón, 18aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19y no conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.

Queridos fray Iuri y fray Lorenzo, hoy delante de esta comunidad volvéis a pedir la misericordia de Dios y del Orden, como hicisteis cuando recibisteis el hábito de manos del abad José. Es decir, de nuevo os poneis con confianza delante de Señor y de esta comunidad, después de unos años de vida monástica, después de avanzar por aquel camino que en principio es estrecho, de vivir durante unos años que nos ha permitido conocer vuestra gran disponibilidad de cara a los hermanos de la comunidad.
Mañana os comprometeréis de manera solemne delante del Señor y de la comunidad, y esta misericordia que pedisteis hace unos años, y hoy volvéis a pedirla a de guiar vuestras vidas. Habéis llegado lejos y no habéis llegado al final. Habéis llegado lejos porque habéis superado las dificultades de los comienzos, de los inicios de la vida monástica, y no habéis llegado al final porque la verdadera profesión solemne la haremos delante del Padre al finalizar nuestra vida terrenal. A lo largo de estos años habéis encontrado dificultades y a la vez múltiples satisfacciones, para concluir que cuando el Señor os llamó a la vida monástica, en este monasterio concreto de Poblet y vosotros habéis respondido a su llamada, comienza un camino que hoy y mañana tendrá un punto y seguido con la voluntad de continuar hasta la muerte.
En esta sociedad que nos envuelve y de la que formamos parte hay un cierto miedo al compromiso. Es una realidad. Todo es más o menos relativo y provisional, o responde al criterio de “mientras dure”… Por esto el comprometerse para toda la vida es un gesto valiente y nada corriente en nuestros tiempos. Hay un solo motivo que puede llevarnos a hacerlo, y es el Cristo. No lo olvidéis nunca. Él nos ha llamado. Él nos da la fuerza para superar las dificultades. Él nos espera al final del camino. Por esto somos afortunados, pero no os confiéis, no os detengáis en vuestro camino, ni os consideréis satisfechos del camino recorrido. Contentos, siempre; satisfechos, nunca.
Hoy es un buen momento para mirar atrás, para pensar en la llamada que escuchasteis y contemplar el camino recorrido, pero, sobre todo para mirar adelante y no bajar la guardia. La vocación monástica, la vocación cristiana, es preciso cuidarla, para que no se seque, para que siga dando frutos. No dejar lugar a la rutina que puede matar lo más valioso de nuestra vida. Y esto pide y exige vivir todos los momentos, buenos y malos, grises y soleados… no desesperando nunca de la misericordia de Dios, como nos enseña san Benito.
Las herramientas para mantener nuestra vocación nos las proporciona el mismo san Benito: la paciencia, la obediencia ciega, el celo por el Oficio divino, la disponibilidad. El mismo san Benito nos describe todo esto en los instrumentos de las buenas obras y en los grados de la humildad. Hoy destacamos la obediencia, que es una obediencia a Cristo, no una obediencia ciega, sino como disponibilidad a Cristo. En este sentido san Pablo, de quien acabamos de celebrar la fiesta litúrgica de su conversión, nos habla de la obediencia como servicio: “apreciando vuestro servicio en todo lo que vale, glorificarán a Dios por la obediencia que profesáis al evangelio de Cristo y por la generosidad que os hace solidarios con ellos y con todos”. (2 Cor 9,13)
La obediencia es ofrenda de la propia voluntad, pero esta voluntad no queda aniquilada, sino que es una renuncia voluntaria para identificarse de una manera más firme y segura con la voluntad de Cristo. Una obediencia que nace del amor porque nuestro modelo es Cristo, que identifica su voluntad con la del Padre, haciéndose servidor de sus hermanos, siguiendo el camino de la sumisión al Padre con el objetivo de redimir a los hombres.
La primera y única obediencia del monje es a Dios, escuchando y obedeciendo la llamada de la voz interior del Espíritu, obediencia por la fe y dejándose guiar al servicio de los hermanos. La centralidad de Cristo en nuestra vida no la debemos olvidar nunca, pues entonces perdemos el rumbo y el sentido de todo. Cristo no ama. Fray Iuri y fray Lorenzo,  Cristo os ama, por esto os ha llamado, y en tanto que os ama quiere que su amor llene la vuestra vida. No es solo una teoría, es la práctica, el día a día y a lo largo de toda la jornada. Cristo nos espera en el Oficio divino, en el trabajo, en los hermanos, y esencialmente, en el contacto con su Palabra y en la Eucaristía. Por esto no podemos desfallecer en nada, no podemos dejar arrastrar por una vocación vivida a medias, con falta de caridad. Solamente de esta forma podemos ir configurándonos más y más a Cristo, humilde y obediente, evitando de apartarnos de él con la desidia y la desobediencia.
Que vuestra disposición esté siempre atenta, a punto, y que la ayuda de la gracia de Dios, imprescindible e irrenunciable, os acompañe siempre a vosotros, y también a nosotros.






















domingo, 19 de enero de 2020

CAPÍTULO 7,56 – 58 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,56 – 58
LA HUMILDAD

El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58y que «el deslenguado no prospera en la tierra»

Las palabras silencio y taciturnidad aparecen diversas veces en la Regla. Con la obediencia o la paciencia, el silencio y la taciturnidad, son para san Benito unos instrumentos, que nos permiten acercarnos a Dios. Dedica todo el capítulo VI a la taciturnidad, y también hace una especial referencia a lo largo de la Regla a la práctica del silencio en el refectorio, para escuchar la lectura, al oratorio para orar con atención los salmos, o el gran silencio entre Completas y Laudes.

El silencio y la taciturnidad son el medio para conseguir el objetivo que centre nuestra vida, que no es otro que Cristo, y buscarlo con toda la intensidad de que seamos capaces. El silencio se contrapone, a menudo a palabra ociosa, vana, el peligro de hablar por hablar, con el riesgo de caer en la presunción, la vanagloria, la mentira o la exageración, con tal de centrar la atención. O bien, lo que es peor, que nuestra palabra haga daño a los hermanos. Para san Benito vale más callar que hablar, si este hablar puede comportar un daño para nuestra vida o la de los hermanos.

Pero el silencio no está hecho, lo debemos construir o procurar. A menudo nos resulta más fácil romper lo que ya está que construirlo; es más fácil decir algo que haga reír, o que nos proporcione un talante de ingeniosos, que no guardar silencio. Por eso, en la tradición monástica el silencio constituye un elemento primordial. No es solo una necesidad para la convivencia, o una exigencia para la paz en el claustro. Es necesario para escuchar a Dios, un silencio que nos lleve al recogimiento, a escuchar con atención lo que Dios nos quiera decir, un silencio que viene a ser taciturnidad. Hay un silencio exterior, pero sobre todo un silencio interior, porque un silencio que sea solo ausencia de ruido y de palabras, estaría privado de una utilidad espiritual.

La búsqueda de Dios exige a la vez un silencio integral, la taciturnidad. El silencio exterior solo puede ser fecundo cuando se refleja en un silencio interior; están íntimamente relacionados, son interdependientes, viniendo de esta forma a ser un silencio de labios, de corazón y de mente a la vez. Si este silencio nos predispone a abandonar, por ejemplo, la curiosidad, a no centrarnos en las cosas materiales nos hará más disponibles para vivir la presencia de Dios.

El silencio interior consiste en hacer callar todo aquello que nos puede distraer de la atención a Dios. No es fácil adquirirlo, lograr que con su práctica toda nuestra atención, exterior e interior, se centre en Dios. Por esto, es preciso construir primero el silencio exterior. No vivido como imposición sino deseado para escuchar la voz de Dios, para poder escucharlo con la mayor nitidez posible. Es duro permanecer sordo a los ruidos interiores que nos aturden, sean pensamientos, sentimientos, actitudes, miedos, juicios, complejos; todo aquello que nos agrada de nosotros mismos, y que rechazamos, pero que centra nuestra atención y nos impide escuchar a Dios con claridad. Pero, quizás es más duro todavía, que sean los malos pensamientos y deseos los que nos ensordecen con respecto a los otros.

San Benito hace servir la expresión taciturnidad, que no es lo mismo que el silencio. Aunque la palabra taciturnidad en su uso corriente tenga un perfil peyorativo, y que adjetivar a una persona de taciturna no es precisamente un elogio, san Benito utiliza la palabra de acuerdo a la nitidez de su origen. Nos habla alternativamente de las palabras taciturnidad y silencio. Hace servir la palabra silencio con un matiz más disciplinario, al hablar de un silencio nocturno, durante las comidas. Quiere decir silencio estricto, ausencia de toda palabra, silencio exterior. En cambio, taciturnidad denota sobriedad, sensatez, moderación en el uso de la palabra, e incluso algunas traducciones hablan de amor al silencio. Cuando hablamos de silencio y de taciturnidad nos olvidamos a menudo del silencio como una tarea, como una exigencia de trabajo interior, de conversión.

Para los monjes el silencio no es una técnica de distensión o de profundización como lo es para otras espiritualidades, ni tampoco un método para desconectarse del entorno. El silencio viene a ser una exigencia moral, para eliminar nuestras actitudes viciadas, combatir nuestro egoísmo y poder abrirnos a Dios.

Solo viene a ser un silencio fecundo, si dejamos espacio para la voz de Dios. Un silencio que venga a ser taciturnidad no permite ir subiendo con firmeza los grados de la humildad.


domingo, 12 de enero de 2020

CAPÍTULO 7,31-33 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,31-33

LA HUMILDAD

 El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos, 32sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». 33Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona». 

La vida monástica está dominada por algo que le da sentido pleno, y que es su centro: la búsqueda de Dios, que se nos revela de modo especial en la Palabra. Nada más empezar la subida por los grados de la humildad nos encontramos tres palabras interesantes: voluntad, deseo y hechos.

Si abordamos la vida monástica desde la dimensión exterior, es decir desde la práctica, desde los hechos, nos encontramos que el monje es aquel que renuncia con más o menos dificultad a diversas cosas, con un objetivo claro: “es preciso que él crezca y que yo disminuya (Jn 3,30).  Es decir, adecuar nuestra voluntad a la voluntad del Señor. En este sentido de desprenderse de la propia voluntad para acomodarse a la voluntad de Dios, no se trata de una anulación del propio deseo, tampoco de acomodarse al deseo de otro que no sea el del Señor.
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San Benito no nos dice de renunciar a la propia voluntad, sino de que no la pongamos `por encima de la del Señor, a quien hemos venido a servir, a través de la Regla de san Benito. Podemos tener el peligro, o la tentación de seguir nuestros propios deseos, aun pensando que seguimos la voluntad del Señor, cuando nos hacemos una regla a nuestra medida, o al nuestro deseo, y su medida es el menosprecio de la voluntad de los demás, y de la del Señor. Sería el pecado de una impostura espiritual.

Los monjes no renunciamos a nosotros mismos, ni renunciamos a nada por el mero hecho de renunciar, como dice Luis Bouyer. Esta renuncia no implica condenar nada, sino crear un orden preferencias. Al final, el objetivo es adecuar nuestra voluntad a la del Señor en la mayor medida posible, y esto solo es posible amándole a él y a los demás como a nosotros mismos, y para amarlo es preciso ejercitarse en su presencia, sentirlo cerca, de manera que nuestra voluntad se sienta fortalecida para adecuarse a la suya.

Afirmar en nuestra sociedad que renunciar a la voluntad es bueno puede aparecer como una anomalía, pues estamos educados para un ejercicio de la independencia de la propia voluntad. Eso sería si la concepción de la humildad fuera la de hace unos años, cuando era sinónimo de docilidad, de sumisión, de falta de iniciativa. No es esto el renunciar a los propios deseos, sino más bien poner los dones al servicio del Señor y de los otros.

Situar correctamente, hoy, este grado de humildad, puede no ser fácil, a no ser que lo consideremos en su justo sentido, no como aniquilador de la propia voluntad. No como un renunciar a lo positivo de una voluntad personal, ya que entonces nos deberíamos preguntar la razón de dicha renuncia, y seguramente nos haríamos conscientes, entonces, que era en favor de la voluntad de otros, o de los propios deseos, o del capricho, y eso sería alejarnos de la voluntad del Señor. 

Los monjes venimos al monasterio para seguir a Cristo y volver por el camino de la obediencia al Padre, de quien el hombre se ha alejado por la desobediencia (RB Pro.2).

El Hijo de Dios viene a ser el modelo, y él aprendió la obediencia a través del sufrimiento, “aún siendo el Hijo, aprendió en los sufrimientos que es obedecer (Hebr 5,8). Este es el camino para el cristiano que quiere seguir a Cristo, que es muy explícito en sus exigencias: “Si alguno quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (Mt 16,24). Esta es la primera actitud a contrastar por el monje. ¿Estamos dispuestos a esto, a aceptar la cruz? No es hoy rara, en nuestras comunidades, la experiencia de ver marchar a un monje que parecía un excelente candidato; quizás era feliz en la vida monástica, pero mientras se hallaba en un ambiente agradable, donde se valoraban sus talentos, se desarrollaban sus capacidades o, Dios no lo quiera, se le adulaba. Pero cuando llega una prueba con cierto grado de dureza, cuando llega la cruz, toda nuestra vida corre el riesgo de sumergirse en la duda, y entonces, nuestra voluntad corre el riesgo de querer imponerse a la del Señor.

Sin aceptación de la cruz no tiene sentido la vida monástica, la vida cristiana. Una cruz que puede ser grande o pequeña, que de todo hay, pero cargarla de manera gratuita no es la voluntad del Señor; porque, inevitablemente, elegimos la que nos va mejor a nosotros, cuando es preciso cargársela, o dejarla en el camino y huir lo más rápidamente posible. No es una mera cuestión teórica, el conflicto de voluntades, la lucha o la convivencia con nuestros deseos. Es el tema de cada día, la lucha diaria. Escuchar la Palabra en la lectio, sacar “gusto” a los salmos en la Liturgia, llevar una vida equilibrada de plegaria y de trabajo, nutrirnos fundamentalmente de la Eucaristía, nos puede ayudar a discernir qué quiere Dios de nosotros y ver si estamos dispuestos a dar a Dios lo que le corresponde, que es, en definitiva, nosotros mismos.

Como dice el P. Jon Sobrino, se trata de mirar que nos falta de sencillez, y qué nos sobra de orgullo.
Preguntaron a Abba Poemen como obrar, y respondió: “Sed discretos hacia los extraños, respetad a los ancianos y no impongáis vuestro propio punto de vista”, es decir actuar según la voluntad de Dios.

Este segundo grado de humildad se deriva del primero. Si amamos a Dios por encima de todo, si lo tememos en el sentido que da al término san Benito, y lo tenemos siempre presente, amaremos también su voluntad sobre la nuestra. Renunciando a un excesivo afecto por nuestra voluntad, al deseo de imponerla sobre cualquiera otra consideración, y acomodándonos cada vez más al deseo y a la voluntad de Dios, y mirando a nuestro entorno con la mirada de Dios, porque toda la vida depende de la voluntad de Dios y lo hombres imágenes suyas. Desear lo que queremos, querer lo que quiere Dios para nosotros y demostrarlo con hechos.

Como nos dice san Agustín: “Es difícil que viva mal el que cree bien. Creed bien de todo corazón, sin claudicar, sin vacilar, sin argumentar contra esta misma fe con sospechas humanas. Se llama fe, precisamente, porque uno hace lo que dice” (Sermón 49,2-3)