domingo, 21 de julio de 2019

CAPÍTULO 10 CÓMO SE HA DE CELEBRAR EN VERANO LA ALABANZA NOCTURNA


CAPÍTULO 10
CÓMO SE HA DE CELEBRAR EN VERANO
LA ALABANZA NOCTURNA

Desde Pascua hasta las calendas de noviembre se mantendrá el número de salmos indicado anteriormente, 2y sólo se dejarán de leer las lecturas del libro, porque las noches son cortas. Y en su lugar se dirá solamente una, de memoria, tomada del Antiguo Testamento, seguida de un responsorio breve.  3Todo lo demás se hará tal como hemos dicho; esto es, que nunca se digan menos de doce salmos en las vigilias de la noche, sin contar el 3 y el 94. 

Dos ideas destacan en este breve capítulo de la Regla. Por un lado, la sensibilidad de san Benito adecuando el horario a la época del año y a la luz natural. Durante la primavera y el verano las noches son más cortas y por lo tanto no hay tanto tiempo para dedicarse a la primera hora del Oficio divino sin quitar horas de sueño. De aquí que san Benito opte por reducir de tres a una las lecciones. Un segundo aspecto es que san Benito da prioridad a la salmodia, que considera la parte más esencial del Oficio divino, y no quiere que se recorte, sino que se mantenga en los doce salmos, tanto en el invierno como en el verano. Destaca también la importancia del número doce. El objetivo es hacernos caer en la cuenta de que los salmos forman un conjunto, que no están puestos al azar, sino que forman un itinerario espiritual hacia Dios, o una subida a la Jerusalén celestial.

De hecho, este periodo estival coincide entre Pascua y Adviento, que no se trata de tiempos fuertes sino de lo que llamamos “durante el Año”, o Tiempo Ordinario. Un tiempo durante el cual la Regla del Maestro permitía reagrupar dos salmos en uno solo, o recitar solamente algunos versos de un salmo. Para san Benito, en cambio, el Salterio no se debe acortar y menospreciar, porque viene a ser como un resumen de toda la Escritura, donde Cristo está especialmente presente. No son una parte entre iguales del Oficio, sino el centro y por esto no quiere que se recorten.

Todo lo dispone san Benito siguiendo el gran modelo de plegaria que es Cristo. Esta faceta de Cristo como hombre de plegaria, es recogida en numerosas ocasiones en los Evangelios. Se retira solo a orar, pasa las noches orando, enseña a sus discípulos a orar, utiliza los salmos para la plegaria. El mismo Cristo es el gran modelo de oración para el monje. A orar nos invita el mismo Jesús en el evangelio de Lucas con sus palabras: “orar en todo momento” (Lc 21,36). San Pablo dice a los cristianos en la primera carta a los Tesalonicenses. “Orar continuamente” (1Tes 5,17), y partiendo de aquí tenemos como modelo al mismo Cristo y la comunidad apostólica san Benito establece nuestra vida centrada en la plegaria.

La tradición de la propia vida monástica y de los Padres del monacato lentamente va a explicitar y buscar el equilibrio en la vida cenobítica, en la cual se había de integrar plegaria y trabajo, vida interior y exterior. La frase “Ora et Labora” que explicita esta doble dimensión pone de relieve la búsqueda de este equilibrio espiritual. El objetivo es todavía mucho más profundo: lograr convertir toda nuestra vida en una verdadera oración, dar un valor espiritual a todas nuestras actividades. La plegaria, ya sea personal o comunitaria, debe alimentar toda nuestra vida, porque tanto el trabajo, la lectio o el estudio se realizan desde Dios y para Dios, es decir, que viene a ser una verdadera oración. Todo esto se nos hace más fácil si somos fieles al Oficio divino.

Ya nos lo dice san Benito cuando habla de discernir si un candidato a la vida monástica busca a Dios de verdad; y este buen celo en la recitación de los salmos nos ayuda a mantener viva la presencia de Dios. Si vamos obviando la participación activa en cada hora del Oficio divino nuestra vida espiritual se va secando y comienzan a aparecer enfermedades espirituales, la insatisfacción, la murmuración o la acedía.

Dios nos habla en la salmodia, es preciso escucharlo. Como escribe san Agustín:

“Para que el hombre alabe dignamente a Dios, Dios se fue alabando a sí mismo, y porque se digno alabarse, el hombre encontró la manera de alabarlo” (In Ps, 144,1)



domingo, 14 de julio de 2019

CAPÍTULO 7, 55 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7, 55
LA HUMILDAD
El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores.

San Benito nos propone dos ideas: la Regla y la práctica, el texto que viene a ser el libro de estilo de los mandamientos evangélicos, y el ejemplo de los mayores. Un texto, por muy bonito que sea no sirve de nada sino se pone en práctica; y un poner en práctica con sinceridad y libertad. No se trata de aplicar un conjunto de normas o costumbres sin más; se trata de vivir en plenitud el espíritu, y no la letra, de la Regla y el Evangelio.

Este año celebramos el noveno centenario de la Carta Caritatis, que se puede considerar la Carta fundacional del nuestro Orden, ya que ésta viene a ser fruto de todo un proceso que dura unos cuantos años, desde la salida de un grupo de monjes de Molesmes a Citeaux, hasta establecer el marco relacional que está simbolizado por la Carta Caritatis.

Se dice habitualmente que nuestros padres fundadores no buscan vivir la literalidad de la Regla, sino vivir intensamente su espíritu con la máxima fidelidad posible. Los monjes de Citeaux eran monjes conventuales de un monasterio benedictino, que había profesado según la Regla de san Benito, y habían abandonado Molesmes no para crear una nueva forma de vida monástica, como lo hizo, por ejemplo, san Bruno con la Cartuja, sino para ajustarse mejor al proyecto de vida propuesto por san Benito.

El monasterio, según san Benito, estaba formado por unos hombres o mujeres que se apartaban del mundo para llevar una vida de plegaria, lectura y trabajo juntos. Poco a poco, el clericalismo, los grandes edificios, las muchas rentas y propiedades y la centralidad, cuando no la exclusividad del servicio litúrgico, fue dando la imagen de un grupo huido de las miserias de este mundo, y la certeza de haber conseguido la salvación. A lo largo del siglo XI son muchos los que se planteaban encontrar una vida más intensa, teniendo como referencia la concepción de la primitiva vida monástica y no la vida en un monasterio como un estado de perfección, sino como una vocación personal de servicio a Cristo en la pobreza, la sencillez, el trabajo, la plegaria y la obediencia. Así nacen los cistercienses fruto del espíritu de una época, como una reacción ante una realidad que san Bernardo sintetiza diciendo: “que lejos estamos de los monjes que vivían en tiempo de san Antonio”.

También san Elredo plantea que el peso de la observancia no es un obstáculo para el desenvolvimiento de la caridad del alma. La ascesis monástica puede parecer penosa, pero esta dureza no es por el yugo de Cristo que siempre es suave y ligero, sino por nuestros malos deseos que nos oprimen. Si nos pesan ciertas observancias, quizás es porque son precisamente los instrumentos apropiados para sintonizar con la voluntad del Señor. En este sentido escribe en el “Espejo de la caridad”:

“No padezco por haberme sometido al yugo de Cristo, sino por no haberme librado del yugo de la concupiscencia. A la concupiscencia se la reprime fácilmente con la moderación en la comida; la aflicción de las vigilias da vigor a un corazón débil y voluble; el silencio mitiga la ira; la aplicación al trabajo reprime la acedía del alma”.

Sirve esta alusión a nuestra historia particular para situar lo que san Benito nos dice hoy. Que debemos tener como fuente la Regla y la tradición, entendida en el sentido del Vaticano II, como fuente de inspiración interpretando los signos de los tiempos. La vida monástica se transmite de padres a hijos, espiritualmente hablando. Así, una comunidad, fundamentalmente un maestro de novicios, se encarga de la formación de los novicios, pero es toda la comunidad también, quien transmite una manera de vivir, que no son solo costumbres, sino un espíritu vivo.

El Papa Francisco alerta, a menudo que nuestra vida no puede reducirse a una ideología; no podemos caer en el gnosticismo, en una visión en exceso teórica, en un pelagianismo como el que, según el Papa, se manifiesta en algunas congregaciones que lo apuestan todo por la perfección y el cumplimiento de unas normas. Las normas, las costumbres, las tradiciones, no deben ser como una soga que nos ahoga, sino una ayuda, un medio, un instrumento, para poder vivir aquello que es fundamental: el espíritu de la Regla.

Para transmitir esta manera de vivir es importante que cada uno de nosotros, como monjes, y todos como comunidad, la vivamos con autenticidad, no buscando subterfugios para escapar de nuestra responsabilidad, sino viviendo de acuerdo con el espíritu de la Regla. Entonces, todo nos será más fácil para alcanzar nuestro objetivo.

Esta es nuestra responsabilidad: vivir el espíritu de la Regla con autenticidad y libertad, ser testimonios de esta vida, ejemplo para quienes vengan detrás de nosotros. Que no tengamos que escuchar la reprimenda de san Bernardo en su Apología:

“El que he dicho, sí, parece muy duro, pero debo decir la verdad. ¿Será posible se haya transformado en tiniebla? ¿Qué la sal se haya vuelto insípida? Los que, con su vida, debían estar en camino hacia la vida han pasado a ser ciegos que guían a otros ciegos, a causa de la soberbia con que realizan sus obras”.

domingo, 7 de julio de 2019

CAPÍTULO 7, 10-30 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7, 10-30
LA HUMILDAD

Y así, el primer grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el temor de Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; 11que recuerde siempre todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida eterna está ya preparada para los que le temen. 12Y, absteniéndose en todo momento de pecados y vicios, esto es, en los pensamientos, en la lengua, en las manos, en los pies y en la voluntad propia, y también en los deseos de la carne, 13tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. 14Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las entrañas». 15Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres». 16Y vuelve a decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos». 17Y en otro lugar dice: «El pensamiento del hombre se te hará manifiesto». 18Y para vigilar alerta todos sus pensamientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia contra mi iniquidad». 19En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla cuando nos dice la Escritura: «Refrena tus deseos». 20También pedimos a Dios en la oración «que se haga en nosotros su voluntad». 21Pero que no hagamos nuestra propia voluntad se nos avisa con toda la razón, pues así nos libramos de aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen derechos a los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno». 22Y también por temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se corrompen y se hacen abominables en sus apetitos». 23Cuando surgen los deseos de la carne, creemos también que Dios está presente en cada instante, como dice el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia». 24Por eso mismo, hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al umbral mismo del deleite. 25Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus concupiscencias». 26Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos», si «el Señor mira incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún sensato que busque a Dios» 28y si los ángeles que se nos han asignado anuncian siempre día y noche nuestras obras al Señor, 29hemos de vigilar, hermanos, en todo momento, como dice el profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos hacemos unos malvados»; 30y, aunque en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé».

Podríamos decir que el primer grado de la humildad es amplio, porque recoge un grupo de conceptos. En primer lugar, san Benito nos habla del temor de Dios. No nos dice de tener miedo de Dios, sino de sentirlo cerca, presente siempre, no una presencia coercitiva sino con la certeza de que nada de lo que hacemos está lejos de su mirada, y por tanto queremos y deseamos hacer aquello que le agrada.

Nos habla el texto de que hemos de tener a Dios siempre presente en nuestros pensamientos, lo cual nos ayudará en nuestras debilidades. Ciertamente, una parte importante de lo que nos puede mover a caer es una cierta sensación de impunidad; de creer que lo que hacemos, lo que hacemos mal, evidentemente, no saldrá a la luz, y que nadie se va enterar de nuestra autoría. Esta es una reflexión un poco absurda, porque, ante todo sabemos bien, que el bien o el mal que hacemos, nos lo dice “la inquilina”, como llama Mafalda a la conciencia, y esto nos lleva a estar intranquilos de que otros tengan conocimiento, y así se deteriore nuestra imagen. Saberse siempre en la presencia de Dios nos puede ayudar, nos puede dar un margen para reflexionar sobre nuestras acciones antes de llevarlas a cabo y escapar de nuestra propia iniquidad. 

Un segundo punto que apunta san Benito es el de la voluntad de Dios y la nuestra. No se puede concebir una vida consagrada sin tensión, dice el Papa Francisco (La fuerza de la vocación, p.27). La tensión entre nuestra voluntad y la de Dios es una de las más recurrentes. Ciertamente, esta propia voluntad nos puede impulsar a hacer malas acciones que afecten o molesten a otros, o las podemos hacer para llamar la atención buscando una dinámica de acción-reacción que no nos ayuda a avanzar en nuestro camino monástico. La propia voluntad, nos dice san Benito, nos puede venir determinada por los propios deseos; y no hemos venido al monasterio a hacer nuestra voluntad sino a intentar hacer la voluntad de Dios. Pero no tenemos suficientes fuerzas, y tenemos que presentarnos en la presencia del Señor con la plegaria, por lo que es importante mantener el ritmo de nuestra jornada monástica.

La plegaria, la lectio, el trabajo, el descanso,… es lo que nos puede ayudar a hacer la voluntad de Dios, y es una muestra de que no hacemos nuestra voluntad sino la de Dios.

Tener opiniones es normal y bueno; también tener gustos y preferencias, pero que estas ideas y predilecciones nos tengan cautivos es una trampa en nuestra vida. No es fácil, no lo tenemos fácil; no lo fue para el mismo Cristo hacer la voluntad del Padre, cuando es tentado en el desierto o el Huerto de los Olivos. No será fácil para algunos discípulos que lo abandonan, porque no llegan a entender qué quería decir con hacer la voluntad del Padre, o lo encontraban demasiado difícil. Tampoco es fácil para nosotros, desde el momento en que cada día se nos presentan diversas opciones sobre las que nos hacemos la pregunta de cuál es la voluntad de Dios. Así que nos es necesario recurrir a la plegaria y pedir la gracia de hacer su voluntad, que nos dé su fuerza. “Sin perder nunca de vista por quien nos hemos comprometido. La presencia de Jesús es todo” (Papa Francisco, La fuerza de la vocación, p. 36)

Hay caminos que parecen rectos y que llevan al abismo, nos dice san Benito. Asumirlos es fruto de nuestro orgullo, ambición, la pereza… Decía el Papa Francisco en la Eucaristía del día de san Pedro y san Pablo que “cuando nos consideramos mejores que los otros, es el principio del fin”. 

Intentemos guardarnos de los malos deseos, busquemos de estampar pronto contra el Cristo los malos pensamientos que nos vengan al corazón. San Benito a lo largo de la Regla nos habla de aborrecer la propia voluntad, (RB 4,60) de renunciar a la voluntad propia,  (RB 5,7) de guardarnos de ella  (RB 7,12), o nos dice, resumiendo, que la propia voluntad lleva a la pena, mientras la obligación engendra la gloria (RB 7,33).

Este primer grado de la humildad nos hace vulnerables a Dios, accesibles a él, preparados para vivir su presencia, no con miedo sino con temor, un amor que nos abre a hacer, a querer hacer su voluntad.
Nos dice san Agustín: “Si no cesamos en nuestra buena conducta alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que le agrada. Si no te desvías nunca del buen camino, aunque tu lengua calle, tu conducta habla; y los oídos de Dios están atentos a tu corazón”. (Coment Sal 148)