domingo, 19 de julio de 2020

CAPÍTULO 8, EL OFICIO DIVINO DURANTE LA NOCHE


CAPÍTULO 8
EL OFICIO DIVINO DURANTE LA NOCHE

Durante el invierno, esto es, desde las calendas de noviembre hasta Pascua, se levantarán a la octava hora de la no che conforme al cómputo correspondiente, 2 para que reposen hasta algo más de la media noche y puedan levantarse ya descansados. 3 El tiempo que resta después de acabadas las vigilias, lo emplearán los hermanos que así lo necesiten en el estudio de los salmos y de las lecturas. 4 Pero desde Pascua hasta las calendas de noviembre ha de regularse el horario de tal manera, que el oficio de las vigilias, tras un cortísimo intervalo en el que los monjes puedan salir por sus necesidades naturales, se comiencen inmediatamente los laudes, que deberán celebrarse al rayar el alba

Este capítulo muestra una gran sensibilidad y realismo. San Benito está atento a la organización de las comunidades a lo largo del año, al descanso de los monjes, que debe ser suficiente, e incluso a la satisfacción de las necesidades naturales, hecho que lejos de escandalizarnos nos muestra su detallismo. Y todo sin descuidar lo más importante: la plegaria, el Oficio Divino, que debe adecuarse a las horas pertinentes a fin de santificar el día.

Esta santificación del día fue un aspecto importante de la Constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II. Era costumbre entre los sacerdotes, no así en los monjes, de hacer el Oficio de una “tirada”, lo cual no ayudaba a la devoción, la calma y la concentración que requiere.

En la biografía de Mosén Ramon Muntanyola sobre el cardenal Vidal i Barraquer hay una anécdota que ilustra este punto: el Cardenal, su auxiliar, el beato Manuel Borrás y los otros sacerdotes que residían en el Palau.: el 21 de Julio de 1936, antes de marchar de Tarragona hacia Poblet, ya habían hecho, como buenos sacerdotes el Oficio de Lectura del día siguiente. Sorprende quizás ahora la alusión y nos muestra su carácter habitual y que estaba bien valorada.

En la vida monástica cada plegaria tiene su momento, y cada momento su ocupación, una vida reglada a fin de dedicarse a lo más importante: buscar a Dios. Es un punto fundamental, como para no olvidarlo, teniendo siempre en cuenta el ritmo, un ritmo que es necesario para vivir el sentido de nuestra vida.

A la entrada de nuestro monasterio hay un cartel donde se recuerda el capítulo 53 de la Regla y se cita el texto que dice «Todos los forasteros que se presentan tienen que ser acogidos como el Cristo» (*RB, 53,1), y forasteros recibimos a lo largo del año, recibimos muchos y diversos. ¿Por qué acoger unos y rechazar otros? ¿Qué criterio debería guiarnos para la selección? ¿Tendríamos que acoger a quienes piensan como nosotros y a quienes no lo hacen cerrarles la puerta? Y si el criterio es que coincidan con nuestros intereses o pensamiento, ¿con los de quienes tienen que coincidir? Porque también nosotros somos una comunidad plural de origen, de lengua, de cultura, de educación, de situación familiar. Pero nos une el objetivo de buscar Dios y para llevarlo a buen término nos tiene que unir también el de acoger a los forasteros, sean quién sean.

Los últimos años nos han llevado a situaciones complicadas y dolorosas, para muchas personas y como colectivo. La nuestra no debe ser nunca una respuesta partidista, parcial. Estos días estamos escuchando en el refectorio un libro de entrevistas de Fulvia Nicolàs con el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Durante toda la larga entrevista se plasma la idea de fondo de este prelado de acoger a todos, de hablar con todos y no le fue nunca fácil. Recibió críticas feroces, insultos, amenazas; como años antes le había pasado al Cardenal Vidal y Barraquer, como ha pasado a tantos cristianos a lo largo de la historia.

Acoger no significa compartir ni el pensamiento, ni los objetivos, ni los métodos de la persona acogida. Acoger quiere decir recibir, escuchar y aceptar al visitante. Sea quién sea; desde alguien a quien necesita algo para comer a quién no le falta de nada; desde alguien que tiene responsabilidades, a quien las ha perdido por una u otro causa; desde quién ha cometido errores, y quien no los ha cometido?, hasta aquel cuya actuación nos place; desde el que habla una lengua extraña, a quien habla la nuestra; desde el quien piensa de una manera a quien piensa la contraria. No hacer acepción de personas pide san Benito en la Regla para el abad, para los monjes; primeramente, entre ellos, pero también con quienes se nos acercan.

«Tenía hambre, y me disteis de comer; tenía sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; iba desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis; estaba en la prisión, y vinisteis a verme.» (Mt 25,35-36). Este es el baremo que Dios nos aplicará en nuestro juicio. No nos preguntará si militábamos a aquel u otro partido; si promovíamos esta o aquella opción para nuestro país. Y con este baremo hay otro de muy importante también y es que quien más necesita ser acogido es aquel a cuál más se le van cerrando las puertas, una detrás de otra, a quien es rechazado, desterrado, perseguido, exiliado, encarcelado. Muy a menudo amigos dichos del Monasterio, se sienten movidos a decirnos que a este sí que lo debemos acoger, pero a este otro no; es muy legítimo opinar y discrepar, pero ni la pertenencia a uno u otro organismo, ni la adscripción a esta o a otra ideología es excusa para mal aconsejar.

Calcular razonablemente nos dice en este capítulo san Benito sobre la hora de levantarse. Razonablemente quiere decir ahora y aquí, en nuestra sociedad no caer en el rechazo al otro; porque esto es muy peligroso puesto que el círculo, el grupo se va estrechando cada vez más, haciéndose más y más reducido, más excluyente, menos cristiano. Y hoy es muy fácil puesto que las nuevas tecnologías favorecen los comentarios anónimos, la inmediatez, la carencia total de reflexión, cuando no el insulto. Aquí hoy o mañana recibiremos a tal persona, quizás ayer lo hicimos con una otro de talante muy diferente. Lo que tenemos que hacer es hacerlo bien dispuestos, como al levantarnos como nos pide san Benito.

Porque como decía el Papa Francisco durante su viaje a Marruecos en 2019 «Es cierto, son tantas las circunstancias que pueden alimentar la división y la confrontación; son innegables las situaciones que pueden llevarnos a enfrentarnos y a dividirnos. No podemos negarlo. Siempre nos amenaza la tentación de creer en el odio y la venganza como formas legítimas de administrar justicia de manera rápida y eficaz. Pero la experiencia nos dice que el odio, la división y la venganza, lo único que consiguen es matar el alma de nuestros pueblos, envenenar la esperanza de nuestros hijos, destruir y llevarse consigo todo el que amamos.» (31 de marzo de 2019).

domingo, 12 de julio de 2020

CAPÍTULO 7, 49-50, SOBRE LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7, 49-50
SOBRE LA HUMILDAD

El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con todo lo que es más vil y abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo e indigno para todo cuanto se le manda, 50diciéndose interiormente con el profeta: «Fui reducido a la nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en tu presencia, pero yo siempre estaré contigo».

La clave de este capítulo está en la idea de “contentarse”.

No contentarse con lo que tenemos, con que Dios nos da, en definitiva, es fuente de problemas. En primer lugar, para nosotros mismos, y para los demás. San Benito, de hecho, a lo largo de la Regla nos dice que es bueno contentarnos con lo que tenemos, cuando hace referencia a múltiples aspectos de nuestra vida: la comida y bebida con medida, el orden de la comunidad, no defender a otros… Nos propone un equilibrio entre lo que podemos desear, pues desear no dejaremos nunca de hacerlo, y lo que podemos tener. Ciertamente, no es suficiente con decir que no podemos tener nada propio, o que debemos confiar en el abad o los decanos que es aceptar la voluntad de Dios, pero es preciso que la conversión de costumbres llegue al fondo del corazón.

San Benito ve claro que el origen del descontento viene a estar en como nos vemos, como nos consideramos. Si seguimos su consejo, si nos tenemos por indignos e inhábiles, entonces nos será más fácil percibir la gracia de Dios en cualquier aspecto que nos propongan.  Por el contrario, si llenos de orgullo, creemos que todos están obligados hacia nosotros, siempre nos parecerá que están en deuda con nosotros, que nos se nos reconoce nuestra valía, nuestras virtudes… San Benito nos viene a hablar en este capítulo de una actitud vital, de una manera de ser, de conformar nuestro carácter al siervo humilde que es Cristo.

Podríamos recoger pequeños detalles de la vida cotidiana que afectan a este grado de humildad. Pequeñas cosas, detalles, que viene a poner de relieve un trasfondo no tan pequeño. Por ejemplo, hace unos años un abad general comentaba que al servirnos la mesa alguno debía de recoger aquella porción de la bandeja que nos queda más cerca, o sea no coger la parte mejor para mí, y menos protestar si no me llega bien lo que yo quiero, pues eso no es contentarse con lo que hay. Parece una nadería, pero pone de relieve una actitud interior. Y a ciertas actitudes de estas corresponde una actitud de fondo de superioridad, de orgullo que no nos ayuda, y que incluso nos puede llevar al ridículo. O podríamos considerar el pensar mal de un hermano porque ha dejado la ventana abierta o una puerta cerrada con llave… por molestarme. Toda una serie de detalles que ponen de relieve el rechazo egoísta, al no contentarme con lo que hay.

Además, podríamos considerar otro elemento importante:  no hay un único pensamiento, una sola manera de hacer; una comunidad, y en esto está su riqueza y su dificultad en una vida comunitaria es que viene a ser diversa multipersonal.

Lo que nos debe interesar y preocupar es que lo fundamental nos una, y mirar de hacerlo lo mejor posible en beneficio de todos. Y esto es buscar a Dios, ser fieles al Oficio, al trabajo, olvidarnos de las palabras ociosas, no contristar a los hermanos… No somos perfectos sino perfectibles, de aquí el consejo de san Benito de considerarnos inhábiles e indignos. No en lo que no debemos contentarnos es en permanecer como estamos, sino desear progresar hacia Cristo, nuestro modelo. Ser cada día más fieles, fervientes, sin detenernos en el camino, que es propio de la vida monástica.

Este grado y toda la escala de la humildad la comenta san Bernardo que lo considera, en su defecto, como la arrogancia, así como el séptimo que considera como la presunción, y que no da el marco, origen y fuente del descontento
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Es algo que también comenta otro monje en otro sermón:

“Menosprecia tu vida a causa del Señor… Considérate pecador si quieres llegar a ser justo. Sé humilde en tu sabiduría, y no te vanaglories de tu saber. (Sentencias y relatos de los Padres, Juan Mosco, monje)

 No contristar a los hermanos, pide san Benito de manera explícita a los enfermos en relación con quienes les cuidan.

La idea, en principio, es válida para todos porque nace del descontento hacia nosotros mismos. Evidente, ha de haber diferencia, pero teniendo en cuenta siempre, al más débil, al que necesita más. No quiere resignarnos, sino gozar, agradecer lo que tenemos, no sentirnos satisfechos con lo que tenemos o nos falta… Una buena ocasión de reflexión la tenemos siempre en el libro de Job. Nos puede poner en un buen sendero en nuestra ruta hacia Cristo.

domingo, 5 de julio de 2020

CAPÍTULO 6 LA PRÁCTICA DEL SILENCIO


CAPÍTULO 6
LA  PRÁCTICA DEL SILENCIO

1Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.

En torno a la Gran Cartuja hay unas señales con la referencia pintada de un monje y el aviso de que aquella es una zona de silencio, un silencio a menudo roto, sobre todo en el verano, por los turistas y visitantes curiosos que se acercan, quizás con el deseo de obtener una foto o una grabación de la intimidad de la vida de aquellos monjes. Lo que nos muestra que el silencio es tan escaso en nuestra sociedad que es necesario crear zonas de protección para preservarlo.

En el mundo monástico el silencio ocupa un lugar importante. Dom Inocencio Le Mason, que fue Prior de la Gran Cartuja habla de tres círculos concéntricos en torno al monje, para garantizar el silencio: el primero, es el mismo espacio geográfico del monasterio, en su origen, a menudo el desierto, en el sentido concreto de poca gente, como fue en el Nuevo Monasterio de Cister. Un segundo círculo son los muros del monasterio que aíslan del exterior, pero no cierran los monjes a su interior. Finalmente, el tercero es el mismo espacio de la celda de cada uno de los monjes.

Tanta preocupación por preservar los espacios de silencio no es en vano, porque el silencio, aunque parezca una contradicción, no se hace por sí solo, es necesario construirlo y después preservarlo. San Benito es consciente de esta realidad y le dedica un capítulo completo; aunque luego vuelve sobre él en otros capítulos, cuando habla de la humildad o del Oficio, Pues no solo los visitantes se sienten tentados de romperlo, también nosotros hablamos mucho del silencio, escribimos páginas… y, en un momento dado, encontramos justificado de romperlo, cuando, entonces, no debería ser así. Pues el silencio tiene momentos concretos donde debe hacerse presente, espacios concretos, como la iglesia, el claustro o el refectorio, donde san Benito pide que se practique.

El silencio no es una imposición que nos oprime, sino que es algo que debe ayudarnos a vivir en libertad y no ser esclavos de nuestras palabras. No es un silencio impuesto, sino escogido, vivido no como una privación sino como un beneficio.

Silencio, ¿para qué?   Silencio para evitar el pecado.

San Benito nos habla del silencio como la ocasión o la oportunidad de evitar el pecado, evitar hacer mal a otros con este aguijón que a veces es nuestra palabra, a veces arrojada con la intención clara de hacer daño. Siempre es necesario abstenerse de conversaciones malas, y si hablamos mucho nos cuesta evitarlas. Hablar por hablar, por gritar, por llamar la atención, por criticas a los demás, por manifestar una actitud negativa… viene a ser destructor para nosotros mismos y para los hermanos.

Escribe monseñor Darío Eduardo Viganó. Que el pecado de la murmuración, sobre el que tanto insiste el Papa Francisco es el que más abunda y el más difícil de combatir, es el hijo primogénito de la envidia, un cáncer que corroe el corazón y la mente hasta provocar la pérdida de un hermano. Es fruto de la envidia que pone de manifiesto la incoherencia de la humanidad, ya que la envidia no quiere obtener lo que tiene el otro, sino que más bien desea que el otro no tenga lo que yo tengo, lo que no tengo y lo que he perdido, y para lograr este innoble objetivo la envidia está dispuesta a todo, si con ello el otro no puede gozar de algo concreto. Y en esta línea engendra calumnias, mentiras, rencores…y nos neutraliza para hacer el bien  (El susurro de las habladurías, p.7-9)

El arma no es otra que la palabra, porque como escribe san Bernardo; “Hay lenguas disolutas que envuelven conversaciones inútiles, lenguas deshonestas y lenguas jactanciosas. Las primeras son esclavas del placer, y las otras de la arrogancia. También existe la lengua engañadora y que habla mal: la primera se subdivide en mentirosa y aduladora, y la segunda injuria a la cara a la vez que difama detrás. Y si los hombres hemos de dar cuenta el día del juicio de toda palabra ociosa que pronunciamos, como no debe ser rigurosa la sentencia para la palabra mentirosa. Mordaz e injuriosa del arrogante y lascivo, que calumnia y difama (Sermón 17, 2)

Silencio, ¿para qué?  Silencio para escuchar a Dios

Con el silencio, a menudo, podemos evitar el pecado y abrirnos a Dios. Nuestro silencio no es algo pasado de moda, sino actual y necesario para nuestra vida. Es un silencio abierto a la escucha de Dios, pues Dios habla en el silencio, Nos dice el libro d los Reyes (1Re 19,11-12) que el Señor no se presentó a Elías en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa del viento. Para percibirlo es necesario el silencio.

Un silencio exterior que ayuda y es necesario para crear un silencio interior. No debe ser un silencio ofensivo, pues no venimos al monasterio para llevar constantemente conversación con este o aquel monje. Si perdemos de vista el objetivo de la vida monástica vivida en comunidad, que es la de buscar a Dios, perdemos el norte de nuestra vida.

El silencio exterior es una herramienta fundamental para lograr el silencio interior, para apagar el ruido de nuestras preocupaciones mundanas y abrir las puertas a Dios. Afirmaba el Papa Benedicto que si no somos capaces de escuchar la voz de Dios, fundamentalmente en la plegaria, el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que debería ser un eco de la voz de Dios, corre el peligro de reducirse a un espejo del “ego”, de manera que el coloquio interior se transforma en un monologo que da pie a innumerables justificaciones. (Hom. 8 de febrero de 2008)

El objetivo al que debe dirigirse nuestro silencio es ayudarnos a encontrar a Dios, a abrir nuestro oído, nuestro corazón, todo nuestro ser. Abrirnos a la Palabra de Dios, al árbol de la vida, dando gracias por lo que recibimos y no entristecernos por la abundancia de lo que sobra. (Comentario al  Diatessaron)