domingo, 19 de abril de 2020

CAPÍTULO 11 CÓMO SE HAN DE CELEBRAR LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS


CAPÍTULO 11
CÓMO  SE HAN DE CELEBRAR LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS

Los domingos levántense más temprano para las vigilias. 2En estas vigilias se mantendrá íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis salmos y el verso, tal como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y por orden en los escaños, se leen en el libro, como ya está dicho, cuatro lecciones con sus responsorios. 3Pero solamente en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo cante; y cuando lo comience se levantarán todos con reverencia. 4Después de las lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los anteriores, y el verso. 5A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones con sus responsorios, de la manera como hemos dicho. 6Después se dirán tres cánticos de los libros proféticos, los que el abad determine, salmodiándose con aleluya. 7Dicho también el verso, y después de la bendición del abad, léanse otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento de la manera ya establecida. 8Acabado el cuarto responsorio, el abad entona el himno Te Deum laudamus. 9Y, al terminarse, lea el mismo abad una lectura del libro de los evangelios, estando todos de pie con respeto y reverencia. 10Cuando la concluye, respondan todos «Amén», e inmediatamente entonará el abad el himno Te decet laus. Y, una vez dada la bendición, comienzan el oficio de laudes. 11Esta distribución de las vigilias del domingo debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o de verano, 12a no ser que, ¡ojalá no ocurra!, se levanten más tarde, y en ese caso se acortarán algo las lecturas o los responsorios. 13Pero se pondrá sumo cuidado en que esto no suceda. Y, cuando así fuere, el causante de esta negligencia dará digna satisfacción a Dios en el oratorio. 

¿Qué celebramos el domingo? 

Nos dice Eusebio de Cesarea en un sermón pascual: la Pascua. Cada semana celebramos los misterios del Cordero verdadero que nos ha liberado; cada domingo somos vivificados con el santo cuerpo de la Pascua. El Domingo es el Día del Señor, en recuerdo del primer día de la semana cuando las mujeres fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, poco antes de que se les apareciera a ellas y luego a los discípulos. 

Ocupa, pues, un lugar central en la semana. Hay una profunda relación entre la celebración del domingo y la Resurrección del Señor. Cada semana se pone a la consideración de los fieles este acontecimiento pascual del cual brota la salvación del mundo.

Durante los primeros siglos del monaquismo este carácter central era realzado al ser el Domingo el día en que se celebraba la Eucaristía, pues la práctica diaria de la misma vino más tarde.
La importancia del Domingo ha sido destacada por el Concilio Vaticano II. La Constitución Sacrosanctum Concilium nos dice:

“La Iglesia, por tradición apostólica, que tiene su origen en el día de la resurrección, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el “Dia del Señor”, o domingo. En este día los fieles han de reunirse para escuchar la Palabra de Dios, y participado en la Eucaristía, recordando la Pasión, Resurrección y la Gloria del Señor Jesús, dar gracias a Dios… Por eso el domingo es la fiesta primordial, ya que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico” (SC 106)

Otros documentos como el Código de Derecho Canónico, la Ordenación General del Misal Romano la instrucción Misterio Eucarístico, insisten sobre esta importancia. San Juan Pablo II le dedicó la Carta Apostólica “Dies Domini”, que no da las claves teológicas y pastorales de la centralidad del domingo en la semana y en el Año litúrgico. La acumulación de celebraciones particulares había desdibujado esa centralidad, y con la voluntad de preservar la continuidad del Año litúrgico, fue voluntad del Concilio resaltar la importancia del Día del Señor. Escribía san Juan Pablo II:

 “El domingo, establecido como sustentación de la vida cristiana, tiene un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de comunión y de alegría, que repercute en la sociedad irradiando energías de vida y motivo de esperanza. Es anuncio que el tiempo, habitado por Aquel que es el Resucitado y Señor de la historia; no es la muerte de nuestras ilusiones, sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semilla de eternidad. El domingo es una invitación a mirar el futuro, acompaña y sostiene la esperanza de los hombres, y de domingo en domingo la comunidad cristiana iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén celestial, cuando se completara en todos los aspectos la mística Ciudad de Dios” (DD, 84)

¿Cómo quiere san Benito que los monjes celebren el domingo?

Si Regla del Maestro establecía que había que orar toda la noche del domingo, san Benito más comprensivo, establece un esquema que singulariza el ¨Día del Señor” litúrgicamente, sin interrumpir en exceso la rutina habitual, que para él forma parte fundamental de la vida del monje. Destaca esta importancia estableciendo una plegaria más intensa, más rica, para aprovechar con más intensidad el domingo: levantarse antes para orar con los salmos, lecciones y antífonas que determina.

Presta una atención importante a la liturgia dominical porque quiere destacar su relevancia, no sea que los monjes se levanten más tarde y no aprovechen la celebración de este día santo. A lo largo de la Regla nos habla del domingo 17 veces en relación con la liturgia, con el inicio de los diferentes servicios, haciéndose eco de que es preciso aprovechar para dedicarse de manera más intensa a la lectura, como nos dice en el capítulo 48 sobre el trabajo.

De nosotros depende que esta celebración del Día del Señor nos llene espiritualmente, que sea para nosotros el verdadero centro de la semana. Parafraseando a san Benito, cuando nos habla de la Cuaresma, quizás nosotros podríamos proponernos guardar la propia vida en toda su pureza y a la vez intentar borrar en este día las negligencias de tiempos pasados. Con cosas concretas, como mirar de ser puntuales y fieles al Oficio divino, más diligentes en el servicio que se nos encomienda, evitando toda murmuración o exageración de la verdad que a veces nos pone en el límite de la falsedad…, en definitiva intentando, con la fuerza del resucitado, de avanzar en nuestro camino monástico, que nunca llega al final, por nuestra debilidades físicas o morales, y que necesita siempre de la ayuda de aquella misericordia de Dios de la que no debemos desesperar nunca.

Como decía el Papa Benedicto XVI: “El domingo es un bien para el hombre. Este día santo es para los cristianos día de oración, que les permite recuperar energías espirituales y sostener su vida con la escucha y meditación de la Palabra de Dios, y alimentándose del Cuerpo de Cristo (12 Julio 2009)

Vivamos con intensidad cada semana el domingo, y más si cabe en esta Octava de Pascua en que recordamos la divina misericordia del Señor resucitado.

CAPÍTULO 18 EN QUÉ ORDEN SE HA DE DECIR LA SALMODIA

CAPÍTULO 18
EN QUÉ ORDEN SE HA DE DECIR LA SALMODIA

En primer lugar, se ha de comenzar con el verso «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», gloria y el himno de cada hora. 2 El domingo a prima se recitarán cuatro secciones del salmo 118. 3 En las restantes horas, es decir, en tercia, sexta y nona, otras tres secciones del mismo salmo 118. 4 En prima del lunes se dirán otros tres salmos: el primero, el segundo y el sexto. 5 Y así, cada día, hasta el domingo, se dicen en prima tres salmos, por su orden, hasta el 19; de suerte que el 9 y el 17 se dividan en dos glorias. 6 De este modo coincidirá que el domingo en las vigilias se comienza siempre por el salmo 20. 7 En tercia, sexta y nona del lunes se dirán las nueve secciones restantes del salmo 118; tres en cada hora. 8 Terminado así el salmo 118 en dos días, o sea, entre el domingo y el lunes, 9 a partir del martes, a tercia, sexta y nona se dicen tres salmos en cada hora, desde el 119 hasta el 127, que son nueve salmos; 10 los cuales se repiten siempre a las mismas horas hasta el domingo, manteniendo todos los días una disposición uniforme de himnos, lecturas y versos. 11 De esta manera, el domingo se comenzará siempre con el salmo 118. 12Las vísperas se celebrarán cada día cantando cuatro salmos. 13Los cuales han de comenzar por el 109 hasta el 147, 14a excepción de los que han de tomarse para otras horas, que son desde el 117 hasta el 127 y desde el 133 hasta el 142. 15Los restantes se dirán en vísperas. 16Y como así faltan tres salmos, se dividirán los más largos, o sea, el 138, el 143 y el 144. 17En cambio, el 116, por ser muy corto, se unirá al 115. 18Distribuido así el orden de la salmodia vespertina, todo lo demás, esto es, la lectura, el responsorio, el himno, el verso y el cántico evangélico, se hará tal como antes ha quedado dispuesto. 19En completas se repetirán todos los días los mismos salmos: el 4, el 90 y el 133. 20Dispuesto el orden de la salmodia para los oficios diurnos, todos los salmos restantes se distribuirán proporcionalmente a lo largo de las siete vigilias nocturnas, 21 dividiéndose los más largos de tal forma, que para cada noche se reserven doce salmos. 22Pero especialmente queremos dejar claro que, si a alguien no le agradare quizá esta distribución del salterio, puede distribuirlo de otra manera, si así le pareciere mejor, 23 con tal de que en cualquier caso observe la norma de recitar íntegro el salterio de 150 salmos durante cada una de las semanas, de modo que se empiece siempre en las vigilias del domingo por el mismo salmo. 24Porque los monjes que en el curso de una semana reciten menos de un salterio con los cánticos acostumbrados, mostrarán muy poco fervor en el servicio a que están dedicados 25cuando podemos leer que nuestros Padres tenían el coraje de hacer en un solo día lo que ojalá nosotros, por nuestra tibieza, realicemos en toda una semana.

Escribía estos días un monje, colaborador habitual de Cataluña Cristiana que “vemos renacer estos días, por la red católica, toda una muestra de devociones piadosas: Vía-Crucis, rosarios, exposiciones del Santísimo… de alguna como recursos contra el miedo. ¿Y los Salmos? Se preguntaba”.

“Si los reencontramos descubriremos en ellos, y en nosotros, una fuerza inesperada, en estos momentos en que la necesitamos, un tesoro de belleza y de sabiduría incomparable”…[1]  No se trata de infravalorar otras plegarias, sino de singularizar, de poner en un primer plano los Salmos como la plegaria con mayúsculas.

Los Salmos son una riqueza de la Iglesia, heredada del AT, que el mundo monástico preserva de manera especial, y que el Concilio Vaticano II ha puesto de nuevo en el centro de la plegaria, también para los fieles, mediante el Oficio Divino, la Liturgia de las Horas. Una plegaria milenaria que adquiere todo su sentido a la luz de los antecedentes judíos. Una plegaria cristológica en tanto que fue la plegaria utilizada por el mismo Jesús para dirigirse al Padre. Jesús, como dice el P. Hilario Raguer, acepta el sistema de la oración oficial judía e infunde un nuevo espíritu, y cuando nos invita a orar en secreto es para dar a entender que tanto en privado como en público se trata sobre todo de agradar a Dios.

A todo esto, no es ajeno San Benito. A lo largo de la Regla establece la estructura del Oficio Divino, e insiste en la centralidad de la plegaria mediante los Salmos, que nuestros Santos Padres hacían en su totalidad cada día, mientras que nosotros, lo llegamos a cumplir en una semana.
Hay diversas maneras de profundizar en esta plegaria tan cercana. Una, a través de la estructura literaria de sus autores, de su formación, del contexto donde nacieron, del estudio; a través de los diferentes sentimientos humanos que ponen de relieve: Alegría, reconocimiento, acción de gracias, amor, ternura, entusiasmo; también el sufrimiento, petición de ayuda y de justicia… todo un amplio abanico de sentimientos del ser humano que experimenta a lo largo de su existencia, y que Jesús compartió a través de su humanidad. En los Salmos el ser humano se encuentra consigo mismo, se puede reconocer en los diferentes momentos de su vida con el mensaje que nos presentan.

Los Padres de la Iglesia son quienes han sabido presentarlos en clave cristológica. Nos ayudan a contemplar a Cristo orante, a través de la plenitud de su misterio, y que nos llega todo ello a través de la Tradición de la Iglesia. Los Padres estaban convencidos de que en los Salmos nos habla Cristo, pero además se dirigen hacia el mismo Cristo, y que incluso es el mismo Cristo quien habla en ellos. Leer, orar, el salterio a la luz del misterio de Cristo nos hace conscientes, a la vez, de su dimensión comunitaria eclesial. Por ello han podido ser asumidos como una oración del pueblo de Dios para hacerla en comunidad, para ser orados, fundamentalmente, en comunión, con una sola voz.

Detengámonos tan solo en un punto concreto de este capítulo, y que repetimos como mínimo cuatro veces cada día, sin ser del todo conscientes de lo que significa. Es el verso introductorio: Dios ven en nuestro auxilio, date prisa en socorrernos.

Señor, ven a ayudarme… Los antiguos monjes, seguros de ser, de alguna manera, instrumentos del Espíritu Santo, y convencidos por su fe que los versos del Salmo proporcionan una energía particular, que solo puede venir del Espíritu Santo, manifestaban esta convicción utilizando los Salmos como una plegaria jaculatoria que viene de la palabra latina “iacullum”, es decir “dardo”. Eran expresiones sálmicas, muy breves, que podían ser utilizadas para repetidas y lanzadas como si fueran flechas incendiarias contra las tentaciones o cualquier otra situación difícil.

En este sentido, Juan Casiano nos habla de que algunos monjes habían descubierto la eficacia extraordinaria del breve “íncipit” del Salmo 70(69), que, desde entonces, y hasta hoy, viene a ser la puerta de entrada a la Liturgia de las Horas.

Pidamos al Señor que venga a salvarnos, hagámoslo de corazón al empezar cada plegaria, porque en los Salmos, como escribía Dietrich Bonhoeffer ora David, Salomón y Cristo, y ahora también nosotros, y, con nosotros, toda la comunidad. Por la riqueza del Salterio participamos de Cristo y de su comunidad haciendo camino hacia Dios




[1] Fray Luis Solá Ensanchar el corazón en el peligro. Cataluña Cristiana, 19,04, 2020

lunes, 13 de abril de 2020

CAPITULO 7,59 LA HUMILDAD


CAPITULO 7,59 LA HUMILDAD

El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».

¿No le parece bien a san Benito que los monjes rían? En cualquier caso, sorprende que en un capítulo tan trascendente como éste, uno de los grados de la humildad esté destinado al reír. No obstante, no es un tema ausente de la Regla: 

En el capítulo IV, cuando habla de las buenas obras nos dice que el monje “no debe decir palabras vanas o que den lugar a la risa. No debe ser amigo de reír mucho o estruendosamente”. En el capítulo V nos dice que las groserías o las palabras ociosas y que hacen reír, las condenamos en todo lugar a eterna reclusión, y no permitimos que el discípulo abra la boca para este tipo de expresiones. En el grado undécimo dice: el grado once de la humildad es cuando el monje al hablar, lo hace suavemente y sin reír, humildemente y con gravedad, y hablas pocas palabras y con sabiduría, sin voces fuertes, tal como está escrito: “el sabio se da a conocer por las pocas palabras”. O el capítulo XLIX al hablar sobre la Cuaresma nos dice que en el camino de la Pascua es necesario no hablar mucho ni hacer bromas.

Hay una relación evidente entre el reír, el hacer broma y el silencio. San Benito nos habla más de una actitud que de hechos puntuales, porque, evidentemente, a lo largo de nuestra vida comunitaria hay muchas situaciones que pueden provocar la sonrisa. En el fondo, el centro está en la actitud con que reímos, cómo tomamos nuestra vida de monjes. No debe ser con un semblante triste, pues, siempre, la nuestra debe ser una actitud de corazón y no hacia la galería. Si muestro una actitud determinada, pero el desprecio inunda mi corazón, estoy en falso. La tentación nos asalta, es fácil caer en un comentario con el más próximo que puede dar lugar a la risa, como en el caso, por ejemplo, del refectorio o de una lectura… En todo lugar, y sobre todo en la iglesia, debemos evitar todo comentario vano, ese reír necio del que habla san Benito. Si hay que hacer una indicación, que a veces será necesario, siempre hay maneras eficaces de hacerlo. Evitando todo exceso. Recordemos lo que san Benito nos dice en el capítulo XX de la Regla sobre la actitud en la salmodia, cuando nos dice de estar allí donde debemos estar, y si creemos que Dios está presente en todo lugar debemos creerlo sobre todo cuando estamos en el Oficio Divino.

El razonamiento de san Benito sobre el reír necio arraiga de hecho en su entorno cultural. Clemente de Alejandría ya habla no de eliminar la risa, sino de hacerlo en el momento oportuno. San Ambrosio, san Jerónimo, Basilio o san Juan Crisóstomo consideran que el reír desvía la atención hacia el cuerpo y, que por ello, aleja de Dios. En todos ellos está presente una reacción hacia la excesiva mundanidad de la sociedad en que viven, y que consideran que dificulta la vida espiritual.
San Benito, como no podía ser de otra manera, es heredero de una tradición y la asume. Pero, ciertamente, el mismo san Benito nunca renuncia a la ironía, a un fino sentido del humor. Es éste, seguramente, el sentido con que debemos interpretar hoy este grado de la humildad de condenar un reír fácil y necio, y buscando proyectarnos hacia una madurez espiritual. Debemos tener presente el contexto en el que habla san Benito, a dos grados del final de esta escala sobre la humildad, por la cual exaltándonos bajamos, y humillándonos subimos.

La humildad que se basa en la conciencia de nuestros propios defectos, debilidades y carencias, si la vivimos con autenticidad nos libera poco a poco, pero esto nos cuesta por el peso de nuestro orgullo. Si nos tomamos seriamente la vida y el respeto a los otros no debe haber lugar para una risa necia.

Como escribe una comentarista del texto (Joan Chisttiter, Espíritu radical. Doce maneras de vivir una vida libre y auténtica) ningún otro grado de la humildad es tan claro como éste sobre lo que significa tener un ego excesivo, y cuando neciamente reímos de otros, estamos abandonando toda pretensión de madurar espiritualmente. La humildad no es falsa modestia, sino nuestra capacidad de sentirnos a gusto con la verdad de lo que somos y de lo que no llegamos a ser, en aciertos y errores. Escribe esta autora que las personas verdaderamente humildes no se permiten actuar como los abusadores del patio de una escuela, que riendo de los otros, murmurando, o de otras maneras, no demuestran sino un falso y nocivo sentido de la superioridad que no implica ser mejores, sino al contrario. Porque lo que hemos venido a hacer al monasterio es seguir a Cristo, no a satisfacer nuestro ego.

San Benito busca aquí mostrarnos su interés para que vengamos a ser equilibrados y justos en todo momento, y esto no lo conseguiremos si buscamos imponer nuestra voluntad, nuestro capricho, por encima de todo, faltando a la verdad, o adornándola de tal manera que sea difícil de reconocerla, faltando a la caridad o viniendo al menosprecio. La idea de conjunto de esta escala, de la que no podemos saltar los grados de dos en dos o de tres en tres, sino que debemos de recorrer todos los grados, no es otra, como en los instrumentos de las buenas obras, es ponernos delante del peligro que nuestra propia persona nos puede ocasionar en el camino monástico.

Como escribe otra comentarista (es curioso que el contenido de este grado suscite tanta reflexión en las pocas monjas comentaristas de la Regla), san Benito no tiene nada contra el humor si este proviene de una verdadera humildad, de la aceptación de las propias miserias; lo que nos muestra que la soberbia puede acabar por destruir las relaciones humanas (Aquinata Böckman, Commentaire de la Regle de saint Benoit)

Como escribe san Bernardo: “ el que sinceramente quiera conocer la verdad propia de sí mismo, será preciso que saque la viga de su soberbia, porque le impide, que sus ojos conecten con la luz… Entonces podrá encontrar la verdad en sí mismo, o mejor dicho encontrarse a sí mismo en la verdad” (Grados de la humildad y la soberbia)