domingo, 22 de diciembre de 2019

CAPÍTULO 68 SI A UN HERMANO LE MANDAN COSAS IMPOSIBLES


CAPÍTULO 68
SI A UN HERMANO LE MANDAN COSAS IMPOSIBLES

Cuando a un hermano le manden alguna vez obedecer cm algo penoso para él o imposible, acoja la orden que le dan con toda docilidad y obediencia. 2 Pero, si ve que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, 3 excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. 4 Mas si, después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene la disposición dada, debe convencerse el inferior que así le conviene, 5 y obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios. 

Decía un político: ”Se me pide algo que no quiero hacer, ni puedo hacer (M. Rajoy, La Vanguardia 27/05/17) ¿Cómo saber si somos capaces de hacer alguna cosa, o que supera nuestras fuerzas, nuestra capacidad? ¿cómo saber si no es nuestro querer el que nos imposibilita hacer algo?

San Benito se plantea esto. Primero, define como deben ser estas cosas, para poder analizar si superan o no nuestras fuerzas; en segundo lugar nos dice con qué actitud debemos afrontarlo; en tercer lugar, nos invita a hacer un segundo análisis de la situación antes de exponer nuestras objeciones, hechas con determinadas actitudes que no nos pueden sorprender, porque están bien presentes a lo largo de la Regla; y finalmente, si la cosa no tiene salida, o no tiene la que nosotros querríamos, nos pide obedecer llevados por la caridad, que es quien siempre debe guiar nuestra vida de monjes y cristianos. 

Lo que nos mandan que es considerado como pesado o imposible. Estos dos adjetivos, a veces, pueden limitar la visión de estas órdenes a cosas materiales; como se si se tratase de mandarnos agarrar con una sola mano la tumba del rey Martín y llevarla a la galilea, por decir un absurdo. Pero hay muchas otras cosas que se nos presentan como pesadas o imposibles, y que provocan en nosotros reacciones diversas. A veces podemos optar por desobedecer, como si no hubiéramos sentido, o no haber entendido, o interpretado que no se refieren a nosotros, sino al resto de la comunidad. O bien se toman con una resistencia numantina, como si la aceptación implicara la renuncia a nuestra libertad, una gran humillación, como si nos fuera la vida, y no llegamos a plantearnos si somos o no capaces de hacerlo, y hasta enviar a paseo de pensamiento, palabra, obra u omisión, a quien nos lo mandó,

Aquí es cuando caemos en la mundanidad espiritual, cuando buscamos la gloria humana en lugar de la gloria de Dios, cuando exaltamos nuestro ego hasta no dejar lugar a la alteridad, y sobre todo a aquel que es todo Otro, en expresión de san Agustín. También podemos optar por una táctica más instrumental y hacer una lista de requisitos que creemos imprescindible para afrontarlo: si tenemos ayuda, si se nos proporciona este o aquel medio, si lo podemos hacer ahora o dentro de un tiempo… ¡excusas!

En todos los casos debemos analizar si lo que nos afecta es el orgullo, y no nos dejamos llevar por la humildad que debería ser nuestra norma de conducta. Con humildad recibiríamos la petición con mansedumbre y obediencia, como nos dice san Benito.

Decía en su homilía de recepción del palio el arzobispo Juan: “no nos refugiemos en el pasado, o en nuestros egos de autosuficiencia y espacios logrados”. Esto sirve para todos; cuantas veces, por ejemplo, una cosa podría ser más simple si dejáramos lo que estamos haciendo, para atender a otra.
Pero san Benito no cierra la puerta a reconocer la imposibilidad de realizar lo mandado. Podemos hacer una apelación, con paciencia y oportunamente, no con orgullo o resistencia o contradicción. Esta palabra “contradicción puede ser un concepto importante a la hora de analizar nuestra imposibilidad. San Benito nos dice que si esta apelación, por decirlo en un lenguaje judicial tampoco prospera, debemos aceptarlo, porque ya hicimos todo el recorrido, y quizás nos conviene, entonces, confiar en la ayuda de Dios. Si nos limitamos a confiar en nuestras propias fuerzas no vamos bien. Nuestras debilidades, tanto físicas como morales, nos pueden dificultar el camino y acostumbrarnos a no aceptar retos nuevos. Siempre necesitamos confiar en el Señor; él sabe lo que nos conviene y lo sabe porque nos ama.

El hermano Luis Serra, marista, afirma que Dios no cura los problemas, pero da la fuerza para afrontarlos. Es esta confianza la que nos ha de mover a avanzar en la vida monástica.

Escribía, hace un tiempo, un analista: “¿es cierto que querer es poder?, ¿realmente, hace más el que quiere que el que puede?, ¿hasta qué punto la voluntad, la perseverancia, la fe y el propósito vencen a la adversidad y las circunstancias desfavorables?” (Alex Rovira “Cuando el querer es poder” El País semanal 4/06/20006)

No siempre querer es poder, pero si ni siquiera queremos menos todavía podremos. Son muchas las cosas que siempre o a veces, se nos presentan como duras o imposibles: físicas, porque nos cansamos, u otras, u otras como la puntualidad en el Oficio, la lectura de colación, mantener el silencio.

No somos perfectos, caemos una y otra vez en las mismas trampas, pero hemos de buscar la voluntad suficiente para levantarnos de nuevo y hacer el propósito de no volver a caer. Por lo menos intentarlo, siempre confiando en Aquel que nos ama. Solo la confianza en él nos puede ayudar a la mansedumbre, la obediencia, la paciencia, la caridad.




domingo, 15 de diciembre de 2019

CAPÍTULO 61 LA ACOGIDA DE LOS MONJES FORASTEROS


CAPÍTULO 61
LA ACOGIDA DE LOS MONJES FORASTEROS

Si algún monje forastero que viene de una región lejana desea habitar en el monasterio, 2 si le satisfacen las costumbres que en él encuentra y no perturba con sus vanas exigencias al monasterio, 3 sino que simplemente se contenta con lo que halla, sea recibido por todo el tiempo que él quiera. 4 Y, si hace alguna crítica o indicación razonable con una humilde caridad, medite el abad prudentemente si el Señor no le habrá enviado precisamente para eso. 5 Si más adelante desea incorporarse definitivamente al monasterio, no se le rechace su deseo, ya que se pudo conocer bien su tenor de vida durante el tiempo que permaneció como huésped. 6 Mas si durante su estancia se vio que es un exigente o un vicioso, 7 no solamente tendrán que denegarle su vinculación a la comunidad monástica, sino que han de invitarle amablemente a que se vaya, para que no se corrompan los demás con sus desórdenes. 8 Mas si, por el contrario, no merece ser despedido, no sólo ha de admitírsele como miembro de la comunidad, si él lo pide, 9 sino que han de convencerle para que se quede, con el fin de que con su ejemplo edifique a los demás 10 y porque en todas partes se sirve a un mismo Señor y se milita para el mismo rey. 11 El abad podrá incluso asignarle un grado superior, si a su juicio lo merece. 12 Y no sólo a cualquier monje, sino también a los que pertenecen al orden sacerdotal y clerical, de quienes ya hemos tratado, podrá el abad ascenderlos a un grado superior al que les corresponde por su ingreso, si cree que su vida se lo merece. 13 Pero el abad nunca recibirá a un monje de otro monasterio para vivir allí sin el consentimiento de su propio abad o sin una carta de recomendación, 14 porque está escrito: «No hagas a otro lo que no quieras te hagan a ti». 

En todo lugar se sirve a un mismo Señor y se milita para un mismo rey”. Compartimos nuestra vida monástica en un mismo Orden, a la vez que somos diversas Ordenes quienes seguimos la Regla de san Benito. Entonces, en cierta manera, vivimos nuestra vida monástica en una comunidad de comunidades. Es la Iglesia. Es bueno saber que no estamos solos, que otras comunidades siguen la misma manera de vivir, cada uno en su lugar concreto, en una cultura concreta, pero sirviendo a un mismo Señor, como dice san Benito.

La Regla nos habla hoy de compartir por un tiempo, la vida en otra comunidad, bien por razones de formación, de retiro… Siempre puede ser una experiencia positiva que nos ayude a apreciar nuestra `propia vida o nuestra comunidad, porque se descubre que hay ciertos arquetipos, que no somos piezas únicas en el esfuerzo de centrarnos en Cristo y alejarnos del pecado.

En cierta manera san Benito nos habla de que es bueno tomar distancia de la habitual vida ordinaria. Puede ser positivo o negativo. Por ejemplo, si tenemos dificultades de convivencia con algún hermano, o si nuestra relación, por el contrario, sobrepasa la normalidad al venir a una dependencia afectiva… que nos impiden de ver con claridad la situación. Pues todos estamos supeditados a luces y sombras, aspectos positivos y negativos, pues nadie es perfecto sino solo Dios. Todos somos perfectibles en el camino de recuperar la imagen de Dios.

Este capítulo está inserto entre otros que nos hablan de como admitir a los hermanos, como hacerlo si hijos de nobles o pobres, infantes o sacerdotes, para acabar hablando del orden de la comunidad, donde san Benito deja clara la importancia de la antigüedad de la edad monástica, de los ancianos y de los jóvenes, monásticamente hablando.  Estamos al final de los capítulos que dedica a las diversas categorías de candidatos que se pueden presentar en el monasterio. San Benito distingue claramente estos monjes peregrinos de los giróvagos de los que habla en el capítulo primero.

Este capítulo está escrito en un momento en que la institución monástica estaba muchos menos estructurada que hoy. No había órdenes monásticas, y tanto los lazos de pertenencia a una comunidad como los lazos entre las comunidades eran más bien débiles. San Benito es muy coherente en todas sus posiciones. Cualquiera que desee encajar en la vida de una comunidad precisa de aceptar todas sus características como un requisito previo. Lo cual quiere decir que no ha de molestar a la comunidad que le acoja con sus exigencias, y que será preciso tener en cuenta su comportamiento. No es una cuestión de reclutamiento o argumento numérico de la comunidad, pues la dimensión de una comunidad no es importante para san Benito, sino más bien su autenticidad, estar dispuesto a asumir de manera estable de vida la Regla de una comunidad concreta. Encontramos aquí el equilibrio entre la atención al bien espiritual del individuo y el respeto por la comunidad.

En alguna ocasión, aquí o en otro monasterio con quien podemos tener una relación más o menos cercana, podemos escuchar la reflexión de alguno que se acerca a una comunidad con el deseo de incorporarse a ella, y en lugar de centrarse en su relación con Dios, para discernir su vocación, cae en la rutina de analizar la posible comunidad de acogimiento con una óptica que acaba por ser crítica demoledora. Esto es humano, pero deberíamos tener presente que es Dios quien nos llama a nosotros y no nosotros a Dios, siempre respetando nuestra voluntad, la libertad de nuestra respuesta. Por lo tanto, no se trata de elegir una comunidad a nuestro gusto, sino de responder a la llamada de Dios en un lugar concreto. Quizás sería el que hoy nos dice san Benito, el riesgo de acabar siendo exigente o vicioso, y en este caso vemos que aconseja marchar, eso sí, con delicadeza, pero con claridad, haciendo servir una expresión contundente: “que marche”, seguida de una motivación clara para esta invitación: “que su miseria no contagie también a los demás”.
  
Puede parece que a san Benito no le hacía mucha gracia que un sacerdote o un monje de otro monasterio entre en una comunidad distinta: en todo caso no lo pone fácil, como tampoco lo hace con cualquiera que se acerca con el deseo de entrar. Seguramente, esta postura se apoya en dos principios: la prudencia y la reflexión. San Benito tiene muy claro que una vocación, aunque proceda de otra anterior, o precisamente por eso, necesita de un proceso de discernimiento profundo y claro.

También nos alerta san Benito de no enviar a un monje incomodo, a otro monasterio sin una explicación del motivo. La regla hace servir la frase “lo que no quieres para ti no lo quieras para otro”. Una reflexión que podríamos aplicar a toda nuestra vida, y esto nos ayudaría a no sentirnos en ningún momento superiores a los demás, y respetando las propias singularidades de cada uno, que es lo que no invita siempre san Benito, para poder avanzar juntos hacia la vida eterna.

domingo, 8 de diciembre de 2019

CAPÍTULO 54 SI EL MONJE HA DE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA


CAPÍTULO 54
SI EL MONJE HA DE RECIBIR CARTAS O CUALQUIER OTRA COSA

El monje no le está permitido de ninguna manera recibir, ni de sus padres, ni de cualquier otra persona, ni de entre los monjes mismos, cartas, eulogias, ni otro obsequio cualquiera, sin autorización del abad. 2 Y ni aunque sean sus padres quienes le envían alguna cosa, se atreverá a recibirla sin haberlo puesto antes en conocimiento del abad. 'Pero, aun cuando disponga que se acepte, podrá el abad entregarla a quien desee. 3 No se contriste por ello el hermano a quien había sido dirigida, para no dejar resquicio el diablo. 4 Y el que se atreviere a proceder de otro modo, sea sometido a sanción de Regla.

En una sociedad donde el valor de tanto tienes, tanto vales, la observación de san Benito nos puede sorprender. Sobre todo, si tenemos presente que es uno de los derechos humanos inalienables, concretamente el art. 17 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948, que se refiere al derecho a la propiedad, del que afirma que nadie puede ser privado.

Hoy en nuestros ambientes se busca tener más, no para sobrevivir, sino para acumular, y de aquí los casos de corrupción que cada día abundan más, sin distinción de colores políticos, en gente que tienen más de lo necesario para vivir, y para vivir bien, por encima de la media de los ciudadanos. San Benito no va contra los derechos humanos, no atenta contra ellos, pues la misma Declaración habla de la propiedad individual y de la propiedad colectiva, y de no estar privados arbitrariamente de una o de otra.

De hecho, san Benito nos habla de otra cosa. En la Alta Edad Mediana san Benito establecía para los monjes un plato en la mesa, un lecho, unas herramientas, vestidos, una jornada de trabajo razonable, que venía a constituir unas condiciones de vida por encima de la mayor parte de la población. También hoy, si lo analizamos, vivimos bien, bastante bien. Además de lo que establece san Benito lo hemos adaptado a los tiempos actuales, y tenemos siempre un coche a punto para desplazamientos, un billete de avión o coche, para viajar, o cualquier cosa de uso diario, que el cillerero se afana por proveernos, o el enfermero se si trata de un medicamento o una visita médica.

San Benito no nos habla de privarnos de lo necesario, sino mas bien de no abusar de la comida o de la bebida… Sabe bien de las debilidades humanas, por esto pretende que aprendamos a dominarnos, a convivir con nuestras debilidades, tanto físicas como morales. Nos habla de simplicidad, de aprender a no depender de las cosas materiales, objetivo importante para no distraernos de nuestro objetivo permanente que es la búsqueda de Cristo.

Una de las muchas patologías que nos afectan es la que se conoce como el “síndrome de Diógenes: acumulamos cosas en la celda o en nuestro lugar de trabajo con la excusa del “por si acaso”. El “caso” no llega nunca, i si llega no recordamos donde lo tenemos aquello que necesitamos, entre tantos “por si acaso” que hemos acumulado.

Todo esto es anécdota. Lo realmente importante es buscar la sencillez, una vida equilibrada en la que tanto el cuerpo como la mente y espíritu estén abiertas a Dios por completo. El ideal de la vida benedictina concretado en la Regla manifiesta un estilo de vida modesta, simple. Cada monje ha de recibir lo necesario teniendo presente las necesidades y debilidades personales porque la mera privación crea frustración. Se trata de saber que los bienes, las herramientas, todo lo que utilizamos son bienes compartidos, propiedad colectiva, y eso significa responsabilidad en su uso, porque lo que hoy utilizo yo, mañana lo hará servir otro. Es muy pedagógico en la vida comunitaria dejar de lado aquel mal pensamiento que dice: “después de mi el diluvio”. Una expresión que no debe tener lugar en una vida comunitaria, cristiana y monástica. San Benito nos quiere dejar claro que debemos usar los bienes materiales con desprendimiento, no con desinterés, tratando todo como “vasos sagrados del altar”, como recomienda san Benito cuando se refiere al mayordomo.

Vivir en el mundo sin ser absorbidos por sus valores materialistas, mirar las cosas como parte integrante de la creación, como dones de Dios. En la Declaración de nuestro Orden se nos recuerda que debemos vivir siempre como cistercienses; pues Dios no es una idea, ni un ideal, sino una realidad concreta, y solamente como una realidad concreta podemos aspirar a relacionarnos con él. Dios no nos pide cosas extraordinarias ni heroicidades, sino lo cotidiano vivido con la intensidad de nuestros cinco sentidos.

Ninguna tarea es más importante que otra, ningún monje más importante que otro. Si lo tenemos presente quizás evitaremos el mal pensamiento de que alguno si me regala algo me lo quedo porque pienso que soy quien me lo merezco; evitaremos hacer un uso personal de aquello a lo que tengo un acceso personal por una tarea encomendada. Pues todo ello nos lleva a situaciones que pueden ser dolorosas para todos.  También nos puede suceder que si nuestra familia o conocidos tienen recursos los hagamos valer para obtener lo que deseamos, ya no solo aceptando, sino incluso pedirlo.

La clave es la simplicidad, responsabilidad, desprendimiento, generosidad, pensar en los demás, no dar ocasión al diablo, no contristarnos nunca por estos temas. El ideal cisterciense, escribe Ester de Waal, pone el acento en la simplicidad y la modestia; garantizar las condiciones necesarias para una vida vivida en la simplicidad que nos permita darlo todo a Dios. La consecuencia del deseo de posesión, de acumular, es la dificultad de abrirnos a la experiencia de Dios; de ninguna manera debemos permitir que este deseo nos posea a nosotros.