domingo, 24 de septiembre de 2017

CAPÍTULO 73 NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN.

CAPÍTULO 73

NO QUEDA PRESCRITA EN ESTA REGLA TODA LA PRACTICA DE LA PERFECCIÓN.

Hemos esbozado esta regla para que, observándola en los monasterios, demos pruebas, al menos, de alguna honestidad de costumbres o de un principio de vida monástica. 2 Mas el que tenga prisa por llegar a una perfección de vida, tiene a su disposición las enseñanzas de los Santos Padres, que, si se ponen en práctica, llevan al hombre hasta la perfección. 3 Porque efectivamente, ¿hay alguna página o palabra inspirada por Dios en el Antiguo o en el Nuevo Testamento que no sea una norma rectísima para la vida del hombre? 4 ¿O es que hay algún libro de los Santos Padres católicos que no nos repita constantemente que vayamos por el camino recto hacia el Creador? 5 Ahí están las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, y también la Regla de nuestro Padre San Basilio. 6 ¿Qué otra cosa son sino medios para llegar a la virtud de los monjes obedientes y de vida santa? 7 Mas para nosotros, que somos perezosos, relajados y negligentes, son un motivo de vergüenza y confusión. 8 Tú, pues, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, 9 y así llegarás finalmente,  con la protección de Dios, a las cumbres más altas de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén.

Acaba la Regla y comienza nuestra responsabilidad para vivirla. San Benito nos da una serie de consejos para alcanzar una honestidad de costumbres y un comienzo de vida. Siempre seremos aprendices, pues para eso estamos en la escuela, en la Escuela del Servicio Divino. Cada uno de nosotros somos este “tu” a quien habla san Benito; venimos al monasterio para esforzarnos en llegar a la patria celestial, cumpliendo con la ayuda de Cristo esta mínima Regla que san Benito ha redactado como un comienzo. Es preciso ponerse en camino y no dejar de caminar, para poder llegar, con la protección de Dios, a las cumbres más elevadas de doctrina y de virtudes que nos recuerda san Benito.

Llegados al final del texto de esta lectura que hacemos en comunidad cuatro veces al año, y que al escucharla nos hace enrojecer de vergüenza en ocasiones, cuando somos conscientes de nuestra negligencia en su cumplimiento. ¡Y solo es un comienzo de vida monástica!

San Benito nos conoce mejor que nosotros mismos; nos sabe perezosos, negligentes, que la vivimos mal, que somos motivo de confusión y vergüenza para otros. Nos conoce como el Apóstol cuando dice: “os he dado leche, y no comida sólida, porque no la habríais podido asimilar. De hecho, tampoco ahora podéis” (1Co 3,2)

La Regla es como la leche para el niño, porque hay un manjar sólido, anuncia san Benito, que no podemos deglutir, un camino superior para llegar a la perfección de la vida monástica que cuesta asimilar, y que nos enseñan los Santos Padres católicos, las  Colaciones y las instituciones. San Benito se refiere a Casiano, aunque no lo nombre, la Regla de san Basilio y por encima de todo la Sagrada Escritura, norma rectísima de vida humana, en cada una de sus palabras y de sus páginas.  Solamente para la Escritura emplea san Benito la palabra norma, y habla como una norma perfecta de vida humana. No solo de vida monástica o cristiana sino de la misma vida humana. Lo escuchábamos en la lectura del texto del P. Lorenzo Maté, abad de Silos, durante la cena: “La regla se reconoce como una mínima regla de iniciación (RB 73,8), es decir un manual para principiantes, pero que tiende a formar personas avanzadas y perfectas, y asegurar a los discípulos la entrada en la vida teórica, es decir, en la contemplación divina”.

Algunos atribuyen la frase a san Buenaventura, otros a una antigua canción medieval, aquella que nos dice: Bernardus valles, montes Benedictinus amabat. La podríamos aplicar en otro sentido figurado. Los primeros cistercienses al buscar más austeridad y un programa espiritual más equilibrado, empezaron a hablar de la pureza de la Regla, de ser fieles al espíritu de la Regla, de bajar de la montaña del idealismo al plano de la vida de cada día. Pues la Regla tiene dos aspectos fundamentales: por una parte, la letra, las prescripciones detalladas, y, por otra, el espíritu, los valores evangélicos que recoge, ya que a lo largo de todo el texto se hace evidente el profundo conocimiento de la Escritura por parte de san Benito, y que es su constante y verdadera fuente de inspiración. El espíritu de la Regla es en último término la acción del Espíritu Santo sobre cada uno de nosotros, y debemos reconocer que el Espíritu tiene trabajo en nuestras vidas para poder actuar.

Escuchábamos ayer en la cena que nos decía el P. Lorenzo Maté: “la contemplación de grandes personajes espirituales como Bernardo de Claravall, Guillermo de Saint Thierry, Guerric de Igny y muchos otros es la consecuencia lógica de la observancia rigurosa de las prácticas de la Regla; y, a la vez la contemplación se sitúa en la Regla, prolongándola y cumpliéndola, algo semejante como sucede con el Nuevo Testamento que prolonga y lleva a término el Antiguo.

San Benito nos ofrece un programa de vida coherente y sociológicamente verificable, caracterizado por un triple camino: las observancias monásticas de la plegaria y el trabajo, la disciplina mental de la lectio divina y la humildad de corazón. Todo lo demás, como el servicio abacial, el noviciado o los diversos oficios y normas para la vida diaria, son consecuencia y están al servicio de estas disciplinas fundamentales. La Regla no es un código legal cerrado, ni un documento simplemente exhortativo. Es un texto que nos pide una constante fidelidad a su espíritu, nos pide crecer, discernir, avanzar, aprender. El monaquismo benedictino y cisterciense, de entre los valores contenidos en el Evangelio hay algunos a los que se presta una atención especial y que definen la vida del monje como un camino particular de vida cristiana. Por esto, nuestra vida no debe ser solamente una buena observancia, sino también una conversión total a Cristo, una tarea de cada día. Escribía san Bernardo a los monjes de Aulps: “Obrar bien y considerarse como inútiles… para mí esta virtud vale más que todos los largos ayunos, las vigilias nocturnas y cualquier otro ejercicio corporal”.

En este capítulo, san Benito resume muy bien su concepción de la vida monástica. Para él no consiste en observar unas normas y practicar unos ejercicios ascéticos, sino que nos lancemos a recorrer con toda energía hacia el objetivo de la vida cristiana, que es la perfección de la caridad. La Regla no tiene otro propósito que proporcionar orientación para este viaje. Con una simplicidad y una sinceridad que no es una falsa humildad. San Benito nos dice que es una Regla de principiantes, pero no para unos principiantes cualquiera. Nos quiere principiantes con una actitud concreta y comprometida hacia la Regla, como expresión rica, equilibrada y adaptada de una tradición espiritual, que nunca puede ser reflejada en un texto, por fiel y rico que sea.

Este capítulo, que concluye la Regla, nos permite dar una ojeada global a como san Benito considera la vida monástica. En primer lugar, el monje ha de ser muy humano, equilibrado y desear vivir en plenitud. Hemos de ser de los que al sentir decir que Dios dice: “Quien es el hombre que estima la vida y desea ver días felices”, repongamos convencidos: “Yo” (Pro 15-16).  Y para alcanzar este objetivo tenemos fundamentalmente la Palabra. El monje es un hombre que por la Escritura recibe ahora y aquí, en la lectio divina y en la liturgia, la revelación y el mensaje de Cristo. Por lo tanto, somos unos cristianos que nos debemos esforzar por hallar en el Evangelio toda la enseñanza que necesitamos para vivir como monjes. La Regla de san Benito es una interpretación del Evangelio, marcada por la sabiduría y aplicada a un contexto cultural específico. Con ayuda de la Regla, hemos de volver constantemente siempre al Evangelio y, como san Benito, buscar, aquí y ahora, una actitud espiritual como la suya. Éste nuestro reto permanente como cristianos, como monjes, y como comunidad, como miembros del Orden y de la Iglesia.

domingo, 17 de septiembre de 2017

CAPÍTULO 66 LOS PORTEROS DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 66

LOS PORTEROS DEL MONASTERIO

Póngase a la puerta del monasterio un monje de edad y discreto, que sepa recibir un recado y transmitirlo, y cuya madurez no le permita andar desocupado. 2 Este portero ha de tener su celda junto a la puerta, para que cuantos lleguen al monasterio se encuentren siempre con alguien que les conteste, 3 en cuanto llame alguno o se escuche la voz de un pobre, responda Deo gratias o Benedic. 4 Y, con toda la delicadeza que inspira el temor de Dios, cumpla prontamente el encargo con ardiente caridad. 5 Si necesita alguien que le ayude, asígnenle un hermano más joven. 6 Si es posible, el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga todo lo necesario, es decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se ejercitarán dentro de su recinto, 7 para que los monjes no tengan necesidad de andar por fuera, pues en modo alguno les conviene a sus almas. 8 Y queremos que esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún hermano pueda alegar que la ignora

En este capítulo san Benito nos presenta tres temas importantes.

En primer lugar, habla del trabajo bien hecho, al dar el perfil del portero del monasterio, que es el centro y el título del capítulo. Nos dice que el portero debe ser prudente, maduro, que no deambule, siempre a punto de dar un encargo y que lo haga con prontitud y fervor de Dios. Esto puede aplicarse a cualquier otro oficio o servicio comunitario; en una línea similar nos habla en otros capítulos del mayordomo, de los encargados de la cocina, del hospedero, de los artesanos, del prior y, ni que decir tiene, del abad.

San Benito no entendería, hoy, algunos absurdos que pueden darse: que el portero permanezca impávido, sin contestar, delante del teléfono que está sonando; que recibiendo un encargo no lo transmitiese al destinatario; no entendería que el cartero perdiera voluntariamente la correspondencia, o abriera cartas, no destinadas a él, para conocer su contenido; o que el encargado de la lavandería que manchara la ropa o la tirara estando en buenas condiciones; o que el cocinero dejará caer un exceso de sal en la olla; que el hospedero dejase el huésped a la intemperie, o que el bibliotecario subrayase los libros o arrancase páginas, o que el mayordomo destinará el dinero de la comunidad a caprichos personales.  

Y san Benito haría bien de no entender, porque el monje ha de ser responsable en aquello que le corresponde hacer, que no siempre es igual en cada uno y en cada época, o vendríamos a caer en esa diversidad de actuaciones, lo cual nos debe llevar a ser responsables y actuar movidos por el temor de Dios.

Nos decía hoy san Juan Crisóstomo en un bello sermón en Maitines que el mal que podemos hacer recae sobre nosotros, y somos nosotros quienes primero sufrimos las consecuencias.

Lo que aquí nos dice san Benito del portero se puede aplicar a cualquier otra tarea o responsabilidad, lo cual nos debe tener disponibles para ayudar, ser solidarios con otros miembros de la comunidad que pueden necesitar de nosotros, y que nos debe llevar a huir de la expresión muy poco monástica y fuertemente egoísta  “ya se arreglarán ellos”  que nos puede venir como tentación.

Afortunadamente, en lo que respecta al portero, los que habitualmente hacen este servició, o lo hacen los días festivos lo cumplen correctamente, siempre serviciales, sin caer en la desidia, la negligencia o la ineptitud, voluntariamente buscadas; y viene a dar una buena imagen de la comunidad. Ya he comentado más de una vez el buen servicio que se hace en la lavandería, así como en la hospedería interna, en la cocina, biblioteca…  Hemos de ser conscientes de que el servicio bien hecho no pone fronteras a nuestra vida, y que la faena mal hecha nunca tiene futuro monástico.

Pero aparte de las consideraciones sobre la tarea del portero, al final nos habla de otro tema muy importante en la vida monástica.

A lo largo de la Regla san Benito insiste a menudo, como lo hace con el tema de la murmuración, sabiendo que somos pobres hombres débiles, que caemos con frecuencia en las mismas tentaciones, no buscar fuera del monasterio lo que no tenemos necesidad de buscar. Por ello debe haber dentro del monasterio todo lo necesario, para no buscar de manera indebida fuera lo que ya tenemos dentro. Y tener lo necesario quiere decir no tener por capricho lo que desearíamos tener, sino lo que realmente necesitamos. Siempre que alguno pide algo, si la petición tiene un mínimo de sentido se le proporciona. Pero podemos caer en el infantilismo de hacer las cosas a escondidas, y entonces puede suceder de caer en la tentación de la soberbia, y llegamos a comentar, incluso fuera del monasterio, que al final se sabe, de la compensación que se busca fuera a escondidas. 

De nuevo se puede recordar a san Juan Crisóstomo, que el mal que podemos hacer recae sobre nosotros y que sufrimos las consecuencias. El peligro del consumismo, el peligro de salir a la plaza a la búsqueda de alguien con quien hablar, y otras tentaciones siempre nos acechan. No es fácil librarse de ello.  Necesitamos pedir la fuerza del Espíritu para que nos ayude a reforzar nuestra voluntad, enmienda en las faltas a la Regla. San Benito sabe de nuestras debilidades, y a lo largo de la Regla nos avisa una y otra vez acerca de dichas debilidades más habituales.

Otro punto que nos aporta en los versos finales es la importancia del conocimiento de la Regla. Que la Regla se lea diariamente en comunidad para que ninguno pueda alegar ignorancia. Debe ser nuestro libro de cabecera, manual práctico de aplicación de nuestra vida y en la comunidad de los mandatos del evangelio. Siempre poden tener la tentación de decir “a mí que me van a decir si hace tantos años que la oigo”.  Podemos sentirla, ciertamente, pero no escucharla. La Regla siempre es nueva, como el Evangelio; siempre nos descubre algo nuevo, y nos pone en evidencia cuando al escuchar nos damos cuenta de que estamos lejos de ser fieles en su cumplimiento. Como dice el Apóstol nos damos cuenta de que “no hago el bien que querría, sino el mal que no querría” (Rom 7,19). Escuchamos cada día la Regla a la tarde cuando asistimos a la colación, y podemos pasar años sin escucharla, o en todo caso los domingos, lo cual no es lo que procede, y aún si estamos con el pensamiento de que se acabe pronto el comentario, para acudir al desayuno.

Dice el Abad General al Capítulo General de la OCSO que nuestra vida “no es una vida de sueños, una supervivencia sencilla, o, sobre todo una vida cómoda que se realiza en la inmanencia, sino una vida hic et nunc, una experiencia de vida eterna que comienza en la vida actual. Y la Regla es una ayuda singular para ello.  





domingo, 10 de septiembre de 2017

CAPÍTULO 56 LA MESA DEL ABAD



CAPÍTULO 56

LA MESA DEL ABAD

Los huéspedes y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando los huéspedes sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a los hermanos que desee. 3 Mas deje siempre con los hermanos uno o dos ancianos que mantengan la observancia.

San Benito presenta aquí de nuevo la solicitud que debemos tener con los huéspedes; una hospitalidad cordial y diligente, a la vez que prudente, discreta y limitada a quienes está asignado este servicio.

Como recuerda el abad Casiá Mª Just es necesario que la comunidad persevere en su ambiente de silencio y de trabajo; por ello, solamente aquellos que tienen esta responsabilidad deben dedicarse a los huéspedes. Los guías espirituales improvisados, que actúan por su cuenta nunca dan un buen resultado. Generalmente, sigue diciendo el abad Casiá, se trata de personas inmaduras que, bajo la apariencia de celo pastoral, buscan, instintivamente, llenar un vacío afectivo. San Benito es contundente en esto también.

La hospitalidad debemos practicarla con generosidad y a la vez con discreción; solamente así puede ser fuente de gracia, tanto para los huéspedes como para la comunidad. Sobre todo, compartiendo la experiencia de la plegaria que enriquece tanto a los huéspedes como a la comunidad.

Puede suceder, Dios no lo quiera, que quien no comparte la plegaria con la comunidad, está dispuesto siempre a compartir la tertulia con los huéspedes, en lugar no conveniente, cuando no es el tiempo, y además en un servicio que no le corresponde a él.

Por ejemplo, un huésped no ha de permanecer en el refectorio una vez acabada la comida y hecha la bendición final, para hablar con un monje; si tiene necesidad de hacerlo con el encargado de la hospedería, puede hacerlo fuera en el lugar apropiado.
Ciertamente, el hospedero así lo comunica a los huéspedes, y así está escrito en las habitaciones de la hospedería, pero nosotros nos empeñamos en no ayudar ni al hospedero ni al huésped y no respetamos las normas.

Si compartimos las comidas con los huéspedes es porque comparten el silencio y la lectura, y no tiene sentido que una vez acabada la comida nos apresuremos a romper el silencio. Una vez acabada la comida, la comunidad y huéspedes salimos ordenadamente, excepto aquellos monjes que tienen una tarea concreta asignada para realizarla dentro, también en un clima de silencio. Si es necesario decir algo se puede hacer buscando un lugar discreto, y no nos dé apuro, si algún huésped si dirige a nosotros, llevarlo fuera y hablar en el lugar pertinente para ello.

Me comentaba recientemente, un huésped que había escuchado del mismo hospedero, y que había leído en la celda las normas en relación al silencio y a respetar el ritmo de los monjes, pero que nada más salir de la celda, le abordó un monje al que solo conocía de vista, y que encontraba en ello una contradicción en este hecho de que los mismos monjes rompiesen las normas que nos pide la Regla.

Por otro lado, en el contexto actual los huéspedes valoran y prefieren más compartir con la comunidad las comidas, que no una comida al margen de la comunidad; pero también es más positiva esta práctica para el hospedero y el mismo abad que no tiene que alejarse del ritmo comunitario.

Nadie está dispensado de la vida común, desde el tiempo de Maitines hasta la oración final del día en Completes, a no ser que por un impedimento físico reconocido lo autorice el abad. Puede ser que algunos lleven años de profesión monástica, pero ya no es tan claro que sean años de vida monástica. Si estableciéramos la vida monástica en paralelo con un carnet de puntos, quizás correríamos el riesgo si fuésemos descontando puntos por nuestras faltas a la plegaria, al refectorio, a la recreación…. de llegar a un saldo negativo.

Como escribía el P. Berginaud ya hace años, el monje no irá a la hospedería sino para cumplir por obediencia una orden del abad, y no buscará la ocasión de compartir objetos o regalos, o invitaciones, ni dentro ni fuera del monasterio.

Puede parecer un capítulo ligado a una situación obsoleta; porque tenemos el riesgo de que la Regla no dé respuestas a preguntas de nuestro tiempo, y tenemos el peligro de dejar de lado todo aquello que consideremos que ya no tiene actualidad. Si buscamos los pasajes que creemos que nos hablan hoy nos sentiremos felices de sentir decir a san Benito lo que nos agrada sentir. Puede pasar lo mismo con la Escritura si queremos encontrar aquello que nosotros consideramos correcto.

San Benito es actual si leemos con un espíritu de escucha. Él siempre se muestra preocupado por tener un equilibrio en la tensión entre puntos diferentes y complementarios, como la soledad y la comunión. La soledad no es aislamiento. Los monjes lo dejan todo para seguir a Cristo, que nos llama para seguirlo en un camino de renuncia, plegaria y ascetismo. Pero esto no es un rechazo del mundo, pues este mundo es el que Dios ha creado, lo ama y donde envía a su Hijo que da su vida por este mundo. El monje tiene contacto con el mundo exterior del monasterio, físico y virtual, y san Benito ha legislado sobre este tema.

Hoy vuelve a hablarnos de las personas del exterior que vienen al monasterio. El principio espiritual básico es que huéspedes y peregrinos se han de recibir como a Cristo, con respeto y sin alterar nuestra vida, y hacerlo con prudencia mediante aquello a quienes se da la responsabilidad.

En concreto aparece la referencia bíblica de las comidas como una forma de comunión. En la vida monástica las comidas tienen una gran importancia. La idea e fondo de esta prescripción de san Benito es que cuando alguien llega al monasterio lo hace para conocer una comunidad, y por tanto es la comunidad quien le recibe y es aconsejable que el abad  o el hospedero, que es el único en quien delega el abad lo haga en nombre de la comunidad, para que no se altere el orden interior.

Cristo, esta sacramentalmente presente en la comunidad reunida en el refectorio como en la iglesia, o, en general, en el monasterio. El mismo Cristo recibe alojamiento, come en la comunidad. El mismo Cristo es recibido en la persona del mundo que nos llega con sus riquezas, sus problemas, su pobreza… aquí como en toda la  Regla san Benito espera de nosotros una mirada de fe; la visión que se lleve el huésped puede ser decisiva de cara al fruto espiritual de su visita. Recibamos con espíritu de generosidad y a la vez de discreción; solamente así la acogida puede ser fuente de gracia, tanto para los huéspedes como para la comunidad.

domingo, 3 de septiembre de 2017

CAPÍTULO 52 EL ORATORIO DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 52

EL ORATORIO DEL MONASTERIO

El oratorio será siempre lo que su mismo nombre significa y en él no se hará ni guardará ninguna otra cosa. 2 Una vez terminada la obra de Dios, saldrán todos con gran silencio, guardando a Dios la debida reverencia, 3 para que, si algún hermano desea, quizá, orar privadamente, no se lo impida la importunidad de otro. 4 Y, si en otro momento quiere orar secretamente, entre él solo y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del corazón. 5 Por consiguiente, al que no va a proceder de esta manera, no se le permita quedarse en el oratorio cuando termina la obra de Dios, como hemos dicho, pata que no estorbe a los demás.

La plegaria, con el trabajo y la Palabra, son los ejes de nuestra vida de monjes; la plegaria comunitaria y la individual. Para san Benito el lugar donde se desarrolla cualquier actividad tiene mucha importancia. Los monjes vivimos en una comunidad, y esta comunidad está arraigada en un espacio concreto.  El novicio, en cada etapa de su formación promete la estabilidad en este lugar. Y dentro del monasterio hay espacios para las diversas actividades del día: espacios para el trabajo, para comer, para dormir, y, por supuesto, también el espacio donde la comunidad se reúne para orar juntos y rezar el Oficio Divino, al que no hemos de anteponer nada. Un espacio para cada actividad y una actividad para cada espacio. Ciertamente, que para san Benito el oratorio no es el único lugar de plegaria del monje.  Pero está claro en toda la Regla la obligación del monje en relación con la plegaria.

En el capítulo XIX cuando habla de la manera de cantar afirma que “tenemos la certeza de que Dios está presente en todas partes”.  Tiene también presente las palabras de Jesús: “cuando quieras orar entra en tu celda cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto”. La soledad del corazón y la celda y el oratorio deben ser el lugar privilegiado de la plegaria comunitaria y personal del monje.

Nos dice san Gregorio Magno que san Benito solía orar en la celda mirando al cielo por la ventana, antes de que los monjes se levantaran para los Maitines.

Para la plegaria comunitaria lo primero que nos recuerda san Benito en este capítulo es que el oratorio debe ser lo que significa su nombre: un lugar donde los monjes oran en comunidad y donde no se hace otra cosa.

Esta consagración de un espacio para una ocupación precisa es muy importante para san Benito, y también debe serlo para nosotros. Si el oratorio, la iglesia, es el lugar donde uno ora y nada más, tan pronto como entra, se encuentra con un ambiente y un espíritu que le predispone ya para el Oficio Divino. Es más efectivo que sea el mismo lugar el que nos condicione en lugar de buscar métodos de oración o de concentración. También condiciona el ambiente, nos dice san Benito, y que una vez acabada la plegaria se salga en profundo silencio. Este silencio, no es simplemente el propósito de permitir a quienes lo desean permanecer en el oratorio. Este silencio es en sí mismo plegaria. Los hermanos nos reunimos en el oratorio para compartir la plegaria y salimos en silencio para que continúe el ambiente de la plegaria, y que hemos de procurar en todas las ocupaciones del día, y que nutre asimismo nuestra plegaria personal. Por ello san Benito ha previsto que algún hermano desee permanecer en el oratorio para continuar su plegaria personal, y por ello nos pide orar en silencio, en el secreto de nuestro corazón, con lágrimas de compunción y la intensidad del deseo en el corazón, y no en voz alta para no molestar a cualquier otro hermano que quiera hacer lo mismo.

Ciertamente, no hemos de buscar en este capítulo la enseñanza sobre la oración personal que está presente a lo largo de toda la Regla;  aquí lo que le interesa es describir la actitud del monje en relación con el lugar destinado a la oración comunitaria, y que por extensión también puede servir para un momento más intenso de plegaria personal en la celda. No olvidemos que ya ha hablado extensamente sobre la actitud espiritual que se puede gozar en la plegaria, así como de la reverencia en la misma en los capítulos XIX y XX de la Regla, donde afirma que la oración debe ser “breve  y pura, excepto cuando se alarga al ser tocado por la inspiración de la gracia divina”.

El planteamiento de san Benito es simple. Si alguien quiere orar en lo más íntimo de sí mismo, que entre en el oratorio o en la celda i ore; quizás además de entrar físicamente en un espacio san Benito nos habla de entrar dentro de nosotros. Hay un espacio físico para la plegaria común y la personal, y un espacio interior común que debemos preparar y preservar acudiendo y saliendo del oratorio animados de un espíritu de plegaria y de silencio. A esto nos ayuda el verso que decimos al comienzo del Oficio: Deus in adiutorium meum intende, Domine ad adiuvandum me festina”, traducido al catalán no del todo correcto por “sigueu amb nosaltres Deu nostre; Senyor veniu a ajudar-nos” y al castellano por “Dios mío ven en mi auxilio, Señor date prisa en socorrerme”.

Se ha preferido este verso de la Escritura porque contiene todos los sentimientos que puede tener la naturaleza humana. Se adapta bien a todas a todos los estados y nos ayuda a mantenernos firmes delante de las tentaciones y las distracciones. Este verso es considerado por Casiano como una muralla inexpugnable y protectora, una coraza impenetrable y un escudo contra la acedía, la aflicción del espíritu, la tristeza, o frente a algunos pensamientos. Es una palabra, en cualquier situación del día, útil y necesaria para comenzar el Oficio Divino. Porque si deseamos a Dios como ayuda y socorro, necesitamos también su ayuda. Tanto cuando todo nos sonríe, como cuando viene la prueba, la debilidad del hombre no puede, sin la ayuda de Dios, mantenerse firme ante las circunstancias adversas de la vida.

Quizás hoy es un buen día para recordar uno de los episodios de san Gregorio Magno sobre la vida de san Benito, cuando habla del monje débil de espíritu que vuelve a la salud:
“En uno de aquellos monasterios que había edificado en la región, existía un monje que no podía resistir la oración individual después del Oficio, y así que los hermanos se arrodillaban para darse a la oración él salía fuera y con un espíritu desocupado y débil se ocupaba en cosas terrenas y transitorias… Cuando el varón de Dios fue al monasterio, y cuando a la hora establecida, acabada la salmodia para pasar a la oración individual, vio como un infante negro que estiraba hacia fuera, por el borde del vestido, a aquel monje que no podía aguantar la oración… Al día siguiente, acabada la oración, al salir del oratorio, el varón de Dios encontró al monje que estaba fuera y ante la ceguera de su corazón lo golpeó con una vara. Y a partir de aquel día no sufrió ya ningún engaño del infante negro, sino que permaneció quieto a la hora de la oración, mientras el enemigo no se atrevió a molestarlo, como si hubiese sido él mismo que había sido golpeado por la vara” (Diálogo, cap. 4)

Evitemos el espíritu desocupado que nos arrastra a la distracción en coses terrenas, echemos fuera ese infante negro de la distracción, golpeémonos con la de nuestra conciencia y en el mayor silencio y reverencia conservemos la reverencia debida a Dios no haciendo del oratorio otra cosa que un lugar de plegaria