domingo, 26 de mayo de 2019

CAPÍTULO 48 EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA


CAPÍTULO 48
EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA

La ociosidad es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el trabajo manual, y a otras, en la lectura divina. 2 En consecuencia, pensamos que estas dos ocupaciones pueden ordenarse de la siguiente manera: 3 desde Pascua hasta las calendas de octubre, al salir del oficio de prima trabajarán por la mañana en lo que sea necesario hasta la hora cuarta. 4 Desde la hora cuarta hasta el oficio de sexta se dedicarán a la lectura. 5 Después de sexta, al levantarse de la mesa, descansarán en sus lechos con un silencio absoluto, o, si alguien desea leer particularmente, hágalo para sí solo, de manera que no moleste. 6 Nona se celebrará más temprano, mediada la hora octava, para que vuelvan a trabajar hasta vísperas en lo que sea menester. 7 Si las circunstancias del lugar o la pobreza exigen que ellos mismos tengan que trabajar en la recolección, que no se disgusten, 8 porque precisamente así son verdaderos monjes cuando viven del trabajo de sus propias manos, como nuestros Padres y los apóstoles. 9 Pero, pensando en los más débiles, hágase todo con moderación.

“La ociosidad es la madre de todos los vicios” (Eclo 33,29), una idea del Eclesiástico que recoge san Benito. La regla establece que toda la jornada esté ocupada por diversas actividades: el trabajo, la lectura divina, la plegaria, el reposo… Parece que san Benito sabe lo del dicho popular: qui no te feina el gat pentina (refran popular catalán referido a que quien no tiene faena, se dedica a labores inñutiles o superfluas como peinar un gato), y cree que nuestra alma puede estar en peligro si, en lugar de seguir el horario que nos aconseja, damos prioridad al ocio sobre la actividad que toca en el momento que toca. No se trata de activismo, o de que le horario sea nuestro objetivo por sí mismo, sino de un medio de buscar a Dios.

San Agustín hace una reflexión importante sobre el trabajo de los monjes en la lectura que escuchamos en la Sala capitular. Hace unos meses reflexionamos sobre este tema en la comunidad. San Agustín, comentando el Evangelio y las Cartas de san Pablo nos venía a decir que no hemos de tentar a Dios esperando que él nos lo dé todo hecho. En cuanto a lo que necesitamos para vivir materialmente, no debemos dejarlo a la responsabilidad divina, sino que cada uno debe hacer lo que pueda, jóvenes o grandes, más o menos fuerte, en la medida de nuestras posibilidades. Porque si podemos trabajar, debemos hacerlo como un don del Señor, no como una carga, pues entonces es cuando somos verdaderamente monjes, dice san Benito.

El trabajo nos aporta madurez y responsabilidad, mientras que la ociosidad puede traernos grandes males, como la murmuración, que tanto rechaza san Benito, o la pereza, de manera que se nos vaya apoderando hasta paralizarnos.

Recordemos el que estos días hemos escuchado del Papa en la lectura del refectorio al hablar de la vocación en la vida consagrada:

“Es muy necesario morderse la lengua. Para mí, dice el Papa, éste es un consejo ascético, uno de los más fecundos en una vida comunitaria. Antes de hablar mal de un hermano o de una hermana, muérdete la lengua”.

También san Agustín nos recuerda en su obra La santa virginidad, (nº 34) que san Pablo califica de chafarderos a algunas personas, y que este vicio viene de la ociosidad.

Quizás san Benito añadiría que nos centremos bien en la plegaria, en la lectura y el trabajo, cuando corresponde, y evitaremos en parte la tentación de caer en la murmuración, hija de victimismo inmaduro, como destaca Aquinata Böckmann. Porque la ociosidad conduce al crecimiento de los propios deseos y éstos nos llevan a las enfermedades del alma. Al fin y al cabo, la ociosidad nos lleva a ser esclavos de nuestros propios deseos, y nos cierra a Dios. Para evitarlo debemos estar ocupados en todo tiempo en aquello que nos corresponde hacer. Como dice el Eclesiastés: “Todo tiene su momento bajo el cielo, hay un tiempo para cada cosa” (Ecl 3,1)

De este capítulo podríamos sacar la expresión “Ora et Labora”, una frase que alude como a un resumen de la vida monástica, aunque no aparezca formulada con estas palabras en la Regla. Y según esta expresión, la vida monástica debe dividirse en dos partes: oración y trabajo. San Benito nunca la emplea; en parte, porque de acuerdo con la tradición monástica, el trabajo es también una forma de plegaria y la plegaria una forma de trabajo. San Benito parla del monasterio como de un obrador en el cual los monjes trabajan noche y día con unas herramientas muy particulares, las de las buenas obras que han de abarcar todos los aspectos de nuestra vida. (RB 4,78)

Recordando la figura de san Teodoro Estudita el Papa Benedicto XVI decía: “Para san Teodoro Estudita, junto a la obediencia y la humildad, una virtud importante es la “philergia”, es decir, el amor al trabajo, en el cual ve un criterio para comprobar la cualidad de la devoción personal. Quien es fervoroso en los compromisos materiales lo es también en los espirituales. Por eso, no admite que bajo el pretexto de oración y de la contemplación, el monje se dispense del trabajo, que, en realidad, según él y toda la tradición monástica es un medio para encontrar a Dios”. (Audiencia general, 27 Mayo 2009)
El trabajo y la lectura nos ayudan a la conversión personal, porque es la verdadera tarea que nos corresponde a cada uno en particular y a todos como comunidad. El monasterio, de esta forma, es un obrador, donde se hace un trabajo bien concreto que nos lleva a Dios.

Para favorecer esta tarea san Benito cree que todo debe estar ordenado de manera que los monjes estén permanentemente involucrados en el trabajo de conversión, sin distracciones, a no ser que haya una necesidad. Por ello san Benito dice que “el monasterio se ha de establecer de manera que todas las cosas necesarias, se ejerzan dentro del monasterio, para que los monjes no tengan necesidad de correr por fuera, porque no conviene de ninguna manera para sus almas” (RB 66,6-7)

La Regla busca una vida equilibrada, sin caer en extremos, como podría ser buscar solo el interés económico. Ya en el Prólogo, san Benito nos dice, hablando de nuestra vida, de no instituir nada áspero o difícil. (RB, Pr. 46). Esta idea la repite en varias ocasiones. Halando del mayordomo, afirma que si la comunidad es numerosa que le pongan un auxiliar, para que pueda cumplir con tranquilidad el oficio encomendado (RB 31,17). Lo mismo dice sobre lo que están de semana: “se le procure ayudantes, para que no lo hagan con tristeza” (RB 25,3-4)

San Benito nos dice que oremos, leamos la Palabra de Dios, que trabajemos, sin angustia y tristeza, “para que nadie se turbe o entristezca en la casa de Dios” (RB 31,19).

Escribe Andres Louf: “el equilibrio entre el trabajo y la quietud en una vida monástica viene a ser una especie de apuesta que solo puede tener como resultado el mantener la gracia. De aquí que este equilibrio se puede considerar como el criterio de una vida monástica más o menos feliz y realizada. Para que se produzca este equilibrio es necesario que predomine en el monje el gusto por la plegaria y la lectio” (El camino cisterciense, p.125)

Como un comentario vivo de este capítulo podríamos fijarnos en algunos monjes que con su edad y sus limitaciones físicas no solo cumplen la jornada laboral, por ejemplo, en la lavandería, sino que además hacen el servicio de portería o celebrar la Eucaristía en la enfermería, cuando se les pide, y no dejando de acudir a ningún acto comunitario. O el hermano, que con más de 90 años baja de la enfermería para ayudar a plegar ropa en la lavandería, continua con las lecturas espirituales, o asistiendo cada día la eucaristía n la enfermería. Son monjes que edifican a la comunidad, son un comentario vivo de este capítulo que se nos ofrece para reflexionar.

domingo, 12 de mayo de 2019

CAPÍTULO 34 SI TODOS HAN DE RECIBIR IGUAL LAS COSAS NECESARIAS


CAPÍTULO  34

SI TODOS HAN DE RECIBIR IGUAL LAS COSAS NECESARIAS

Está escrito: «Se distribuía según lo que necesitaba cada uno». 2Pero con esto no queremos decir que haya discriminación de personas, ¡no lo permita Dios!, sino consideración de las flaquezas. 3Por eso, aquel que necesite menos, dé gracias a Dios y no se entristezca; 4pero el que necesite más, humíllese por sus flaquezas y no se enorgullezca por las atenciones que le prodigan. 5Así todos los miembros de la comunidad vivirán en paz. 6Por encima de todo es menester que no surja la desgracia de la murmuración en cualquiera de sus formas, ni de palabra, ni con gestos, por motivo alguno. 7Y, si alguien incurre en este vicio, será sometido a un castigo muy severo. 

Necesidades, debilidades y murmuraciones, son las tres palabras clave de este capítulo. Tener todas las necesidades cubiertas, hoy, es una situación de privilegio; mucho más en la época de san Benito, donde la mayor parte de la población no tenía las necesidades básicas garantizadas. Siempre debemos dar gracias a Dios por tener a punto todo aquello que necesitamos. Un plato en la mesa, un lecho, un coche a la puerta si es necesario, y todo aquello de que tenemos necesidad en nuestra vida. 

La sociedad actual crea adiciones, crea necesidades allí donde no las hay, y, a la vez, frustraciones si no las obtiene, y no precisamente en lo que tiene necesidad sino en cosas que se desean siendo superfluas e innecesarias. Cuando esta dinámica social está tan arraigada cuesta más mantenerse al margen de las opciones de nuestra vida concreta. A nivel material nos tendríamos que considerar satisfechos porque tenemos todo aquello de que tenemos necesidad, y deberíamos sentirnos libres de la dinámica tan actual que establece el deseo como una meta, un deseo que alimenta un nuevo deseo, y así de manera ilimitada, sin llegar nunca a la felicidad, porque no satisfacemos del todo nuestras necesidades sino nuestros caprichos. Tener por tener, puede parecer que da la felicidad, pero no es cierto; incluso, a veces, también nosotros podemos pensar que si tuviéramos algo concreto que deseamos ya no necesitaríamos nada más, y no es así, pues, si lo llegamos a tener, la felicidad no nos viene automáticamente, pues lo probable es que desearíamos algo nuevo. A nivel material uno de nuestros votos es el de la pobreza. Quizás, hablar de pobreza sería excesivo, contemplando nuestra vida, pero sí que podríamos hablar de contención, de evitar caer en el consumismo, en los excesos, de aprovechar lo que tenemos, de optimizar recursos, dicho en un lenguaje económico. Cada vez que pensamos en apagar nuestra sed con algo material, su posesión comporta su devaluación, porque ya no lo valoramos porque lo tenemos, y esto hace crecer mas en nosotros el vacío.

San Benito nos habla también de debilidades, de tristeza y de murmuración. Si en todo momento nos estamos comparando unos con otros, ciertamente, nos ponemos difícil la paz. Puede ser que si un día, o una temporada, necesitamos algo y después ya no, entonces debemos dar gracias a Dios de no necesitarlo, más que quejarnos de una supuesta pérdida que no es, en realidad, tal. San Benito nos recomienda el sentimiento de humillación si necesitamos algo, y el de comprensión hacia el necesitado.

Explican que los ingleses intentaban transmitir sus costumbres a los pueblos africanos colonizados por ellos. Entre estas costumbres estaba el criquet. Advirtieron que los partidos entre los africanos siempre acababan en empate. Al preguntar el porqué de ese comportamiento esta fue la respuesta: “ganar siempre crea problemas, porque si siempre hay un ganador y un vencido, hay el riesgo de traspasar los límites del terreno de juego. Pero si emparamos todos gozamos del partido y no hay ningún riesgo de que alguien se sienta humillado, o que alguien se sienta superior. De esta forma, un partido viene a ser un tiempo de buena convivencia y nada más”.

Esta historia, por supuesto que no la conocía san Benito, pero cuando nos habla de necesidades, debilidades y murmuraciones, nos invita a adoptar esta actitud de no querer ser superiores a los demás, tampoco en el aspecto material. Lo que san Benito nos propone es una igualdad asimétrica; todos somos iguales, pero a la vez no lo somos; lo importante es tener la mirada puesta en Cristo, ver cubiertas nuestras necesidades, pero no crearnos otras nuevas superfluas, ni mucho menos provocar malestar al considerar las necesidades de los otros.

La murmuración es en el fondo una queja, y la queja puede venir a ser una manera de afrontar la vida, y activar en los demás un sentimiento de lástima. Escribe Salvo Noé en el libro “Prohibido quejarse” que suele nombra el Papa Francisco que esta actitud es como si la supuesta víctima pusiera en marcha un mecanismo para involucrar a favor suyo el potencial salvador que cree tener delante, un mecanismo dirigido a manipular a los demás.

Este capítulo, aparte de su evidente sentido material nos puede poner también delante la necesidad espiritual. En el monasterio tenemos o podemos tener todo aquello que necesitamos para llevar a término una saludable vida monástica:  un ambiente, una formación. Un horario, un oficio divino, un contacto con la Palabra de Dios, un trabajo una comunidad… Pero en este terreno podemos caer en una especie de consumismo espiritual, alejándonos de la centralidad en Cristo, buscando aquella ocupación concreta que creemos merecer por ser los más idóneos, envidiando a otro, o queriendo tener algún recurso superfluo para nuestra vida, y cuando no lo conseguimos, como nos viene a recodar san Benito, podemos caer en el mal de la murmuración, expresado de palabra, obra u omisión.

Todo esto, en su conjunto, nos puede hacer perder la paz, y éste es el gran peligro, y ya no a causa de algo fundamental, sino per cosas accidentales. Si es cierto que el sentimiento de necesidad material, el consumismo, crea más infelicidad que felicidad, también la inestabilidad espiritual fundamentada en una falsa necesidad de algo, nos puede crear infelicidad al perder de vista el seguimiento de Cristo, pobre y humilde.

Es algo que nos recuerda san Ambrosio: “El árbol de la cruz es como la nave de nuestra salvación, nuestro vehículo, no nuestra pena. Realmente, no hay salvación posible fuera de este vehículo de salvación eterna; mientras espero la muerte, no la siento; despreciando la pena no la sufro; no teniendo en cuenta el miedo, lo ignoro.”

domingo, 5 de mayo de 2019

CAPÍTULO 27 LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS


CAPÍTULO 27
LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON
LOS EXCOMULGADOS

El abad se preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos». 2Por tanto, como un médico perspicaz, recurrirá a todos los medios; como quien aplica cataplasmas, esto es, enviándole monjes ancianos y prudentes, 3quienes como a escondidas consuelen al hermano vacilante y le muevan a una humilde satisfacción, animándole «para que la excesiva tristeza no le haga naufragar», 4sino que, como dice también el Apóstol, «la caridad se intensifique» y oren todos por él. 5Efectivamente, el abad debe desplegar una solicitud extrema y afanarse con toda sagacidad y destreza por no perder ninguna de las ovejas a él confiadas. 6No se olvide de que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la de dominar tiránicamente a las almas sanas. 7Y tema aquella amenaza del profeta en la que dice Dios: «Tomabais para vosotros lo que os parecía pingüe y lo flaco lo desechabais». 8Imite también el ejemplo de ternura que da el buen pastor, quien, dejando en los montes las noventa y nueve ovejas, se va en busca de una sola que se había extraviado; 9cuyo abatimiento le dio tanta lástima, que llegó a colocarla sobre sus sagrados hombros y llevarla así consigo otra vez al rebaño.
 
Somos enfermos, nuestras almas están enfermizas; nuestra debilidad se nos hace presente cada día, lo cual es algo a tener presente. San Benito es bien consciente de esta realidad, y sabe que el ideal de la vida monástica es posible, o, por lo menos, debemos intentarlo, ya que consciente o inconscientemente, somos también nosotros mismos quienes ponemos la dificultad en el camino hacia ese ideal.

Son nueve los capítulos que san Benito dedica a este tema, a las faltas graves, el llamado Código penal de la Regla, la excomunión, como enmendar nuestras faltas… todo esto que trata con contundencia y a la vez con caridad.

Escribe Dom Guillermo, Abad de Mont des Cats, que a menudo no entendemos la corrección, que imaginamos que no acceder a nuestras pretensiones implica una especie de discriminación, de persecución, y tendemos a demonizar al superior, a otros hermanos o a la comunidad incluso. La cosa se complica más si sucumbimos a la tentación de lavar los trapos sucios fuera de casa, porque entonces implicamos a terceros, y hacemos una verdadero mal a la comunidad. Ante la dificultad de una negativa o de una frustración, real o no real es preciso afrontarla con fortaleza. Nuestra fortaleza no debe ser un reforzar nuestro “ego”, sino que debe venir de la plegaria, de la meditación asidua de la Palabra de Dios, de la práctica del sacramento de la reconciliación… Si descuidamos estas premisas cuando planteamos nuestra situación acabamos por hacer una defensa numantina del nuestro propio “deseo”, que incluso, a veces, los mismos ciudadanos de Numancia envidiarían. Es muy importante, fundamental, llevar al día nuestro cuidado espiritual, esforzarnos por tener una salud espiritual aceptable, pues si fallamos aquí nuestro horizonte se hace más problemático.

Bernarde ad quid venisti?  Bernardo, ¿a qué has venido?

Era la pregunta que san Bernardo se hacía con frecuencia, según dicen los cronistas. Esta misma pregunta quizás nos la deberíamos de plantear nosotros a menudo: cuando siendo todavía noche y suena la campana, mientras, quizás, nosotros, damos media vuelta en el lecho, cuando debemos ir satisfechos al encuentro del Señor en la primera plegaria del día; cuando estamos en el Oficio divino para participar en una alabanza al señor y nos reclinamos como hastiados con la boca cerrada en el coro.

Hemos venido al monasterio para desarrollar una tarea concreta, configurada ya desde siglos, y a ponernos a disposición de una comunidad, es decir del Señor con una total disponibilidad.

No son simples preguntas retóricas. Son preguntas que afectan a nuestra vida y a la de la comunidad, y según sea la respuesta nuestra vida monástica será viva o se irá secando hasta venir a ser un “seco cadáver”.

Para poder avanzar, para poder caminar hacia Cristo, nos debemos sentir débiles, enfermizos, pues si, por el contrario, nos sentimos autosuficientes sería algo grave. Para que nos puedan ayudar debemos sentirnos necesitados de ayuda. Con frecuencia, no es que nos cerremos a la ayuda del superior o de los hermanos, sino que nos cerramos a la ayuda del mismo Dios. Sería absurdo que el superior se sienta el salvador del mundo, pues no es sino un débil entre los débiles. Es entre todos que debemos caminar hacia el Señor, hacia Cristo, nuestro rey verdadero. La ilusión de creernos salvadores del mundo no es una buena compañía, para este camino que nos pide san Benito, y que debe ser realizado con humildad.

Como dice el Papa Francisco “nos hace bien saber que no somos el Mesías… Cuando hay triunfalismo Jesús no está presente. O bien si hay triunfalismo es un paso previo al Viernes Santo. El único triunfalismo real es el del Domingo de Ramos. Aquí está el Señor. Este triunfalismo te dice: “Tú, prepárate para lo que viene… No hay soluciones mágicas, el triunfalismo nunca es de Jesús. El triunfo de Jesús, de verdad es siempre el de la cruz”.

Los celos, el deseo de llamar la atención, y la ilusión de creerse salvadores del mundo son tres agujeros en los que tenemos el peligro de caer en un momento o en otro de nuestra vida monástica; lo bueno es saber que hemos caído, y aceptar la mano que nos ayuda a salir y buscar colaborar por nuestra parte, para hacer real esta ayuda, y no arrastrarle también al pozo.

La verdadera compasión comienza donde acaba nuestro egoísmo, actúa donde retrocede nuestro egoísmo natural, intrínseco a nuestra personalidad, contra el que debemos luchar cada día.

¿A qué hemos venido al monasterio?

A ser monjes, dijimos un día, no a hacer esta u otra cosa que también podíamos hacer fuera del monasterio. No hacía falta que Dios nos llamara aquí. Si nos ha llamado es para hacer su voluntad, pues de lo contrario no tiene sentido nuestra permanencia aquí, ciertamente sin angustias ni anacrónicos sacrificios, pero con generosidad y honradez y limpieza. No sufrimos por nuestros pecados, por nuestras deficiencias, sino sobre todo por nuestra incapacidad de reconocerlos. Esta es la verdadera causa de nuestro sufrimiento. Si no acudimos nunca al sacramento de la reconciliación no parece que tengamos deseos de reconocer nuestras faltas y sentirnos necesitados del perdón de Dios. Cuando acudimos a Dios, pidiendo perdón, como el publicano en el templo, nos sentimos poca cosa. Entonces él nunca nos mira con altivez sino que alarga su mano para sacarnos del pozo de nuestra debilidad, donde nos han llevado nuestras fuerzas enfermizas. La insensibilidad ante nuestra propia debilidad nos paraliza el alma a todos a lo largo de nuestra vida. Lo experimentamos en uno u otro momento de la vida, y cerrándonos no salimos, sino abriéndonos al perdón.

Un judío que había estado en un campo de concentración conociendo que un amigo suyo del campo estaba gravemente enfermo fue a encontrarlo y le preguntó: “¿ya has perdonado a los nazis?”. Él le respondió: -de ninguna manera, los odio todavía con más fuerza”. Quién le visitaba le dice: -“entonces, todavía te tienen prisionero”.

El perdón nos libera, buscar el perdón es ponerse en un camino de libertad, lo mismo que recibir el perdón; aventar las cenizas del rencor, poner el dedo en las llagas de las heridas una y otra vez no nos lleva sino a una vida más enfermiza.

Es lo que nos dice san Gregorio el grande en uno de sus sermones:

“las almas que están en Dios no piden para que se aparte nada de la voluntad de Aquel que contemplan, sino que con más fervor se unen a él, pero se sienten movidas a pedir aquello que saben está dispuesto a hacer… No irían de acuerdo a la voluntad del Creador si no pidieran lo que ven que es su voluntad; y no estarían tan unidas a él, si llamaran con pocos deseos a la puerta de quien está dispuesto a dar”: