domingo, 31 de marzo de 2019

CAPÍTULO 4 CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS

CAPÍTULO 4

CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS
DE LAS BUENAS OBRAS

Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», 2y además «al prójimo como a sí mismo». 3Y no matar. 4No cometer adulterio. 5No hurtar. 6No codiciar. 7No levantar falso testimonio, 8Honrar a todos los hombres. 9y «no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo». 10Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11Castigar el cuerpo. 12No darse a los placeres, 13amar el ayuno. 14Aliviar a los pobres, 15vestir al desnudo, 16visitar a los enfermos, 17dar sepultura a los muertos, 18ayudar al atribulado, 19consolar al afligido. 20Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21no anteponer nada al amor de Cristo. 22No consumar los impulsos de la ira 23ni guardar resentimiento alguno. 24No abrigar en el corazón doblez alguna, 25no dar paz fingida, 26no cejar en la caridad. 27No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28decir la verdad con el corazón y con los labios. 29No devolver mal por mal, 30no inferir injuria a  otro e incluso sobrellevar con paciencia las que a uno mismo le hagan, 31amar a los enemigos, 32no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33soportar la persecución por causa de la justicia. 34No ser orgulloso, 35ni dado al vino, 36ni glotón, 37ni dormilón, 38ni perezoso, 39ni murmurador, 40ni detractor. 41Poner la esperanza en Dios. 42Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y no a uno mismo; 43el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que siempre es una obra personal. 44Temer el día del juicio, 45sentir terror del infierno, 46anhelar la vida eterna con toda la codicia espiritual, 47tener cada día presente ante los ojos a la muerte. 8Vigilar a todas horas la propia conducta, 49estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar. 50Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51Abstenerse de palabras malas y deshonestas, 52no ser amigo de hablar mucho, 53no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de reír mucho o estrepitosamente. 55Escuchar con gusto las lecturas santas, 56postrarse con frecuencia para orar, 57confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas, 58y de esas mismas culpas corregirse en adelante. 59No poner por obra los deseos de la carne, 60aborrecer la propia voluntad, 61obedecer en todo los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». 62No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. 63Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64amar la castidad, 65no aborrecer a nadie, 66no tener celos, 67no obrar por envidia, 68no ser pendenciero, 69evitar toda altivez. 70Venerar a los ancianos, 71amar a los jóvenes. 72Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. 74Y jamás desesperar de la misericordia de Dios. 75Estos son los instrumentos del arte espiritual. 76Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77«Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman». 78Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

En el Evangelio un maestro de la Ley le pregunta a Jesús cuál es el primero de los mandamientos. Jesús, citando la Escritura le respondió que “amar al Señor, nuestro Dios, con todo el corazón, con todo el pensamiento, con todas las fuerzas y con toda el alma (Deut 6,14). Y el prójimo como a nosotros mismos (Lev 19,18).

Dos mandamientos fundamentales recogidos en el Antiguo Testamento, recordados por Jesús, y que recoge también san Benito. Podemos decir con el Eclesiastés que “no hay nada nuevo bajo el sol. Cuando dicen de alguna cosa: ¡mira, eso es nuevo!, seguro que ya existía en el tiempo que nos ha precedido” (Ecl 1,9-10). Pero san Benito concreta un poco más, pues si nosotros le decimos: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para lograr la vida eterna? (Lc 18,18), o lo que es lo mismo: qué he de hacer o dejar de hacer, para ser un buen monje, nos los explica en este capítulo de 74 sentencias, que son las buenas obras.

Cada día cuando el examen que hacemos en Completas, o cuando nos preparamos para el sacramento de la Penitencia, podría tomar estas 74 sentencias, y repasar donde hemos fallado contra la pobreza, la caridad, la obediencia. No admitiendo los propios errores, imponer nuestra opinión o criterio, teniendo actitudes de superioridad… Ciertamente, si lo hacemos el resultado puede ser decepcionante, de las faltas que acumulamos, pero no debemos de olvidar nunca que detrás de las sentencias tenemos una última como epitafio: “no desesperar nunca de la misericordia de Dios”. Sin esta misericordia, si esta gracia, somos muy poca cosa, no somos nada.

Entre el capítulo que san Benito dedica al abad y los que hablan de las grandes virtudes monásticas, como la obediencia, el silencio o la humildad, la Regla nos habla de acciones u omisiones concretas, como norma de vida que van acompañadas de frases que nos muestran la centralidad de Cristo en nuestro camino, y el carácter cristológico que da san Benito a la Regla y por extensión a la vida monástica. Jesucristo ha vivido hasta el fondo las limitaciones de la vida humana, excepto el pecado, ha sido tentado por la incomprensión, la soledad, el desánimo, el sufrimiento, el miedo; ha gustado la radical experiencia humana del dolor, la muerte y la limitación, como todos nosotros. Por esto es modelo.

En primer lugar, san Benito cita los mandamientos de la ley de Dios sintetizados en dos, y concretado en una máxima, cuando habla de no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros. Concluye esta primera parte con la llamada a la abnegación en el seguimiento de Cristo. Siguen las obras de misericordia, sintetizadas en apartarse de las maneras del mundo y no anteponer nada a Cristo. Cristo está muy presente en todo este capítulo, a él tenemos que amar, seguir y poner en él nuestra esperanza, a quien hemos de atribuir todo lo que podemos hacer, ya que vigila permanentemente sobre nosotros, y en él podemos estampar todos nuestros malos pensamientos. A él confesar nuestras faltas y pedir ayuda para corregirnos y rectificar nuestro rumbo cuando vamos por malos caminos, porque de su misericordia no debemos desesperar nunca.

La Regla puede leerse en la perspectiva de la restauración en nosotros de la imagen de Dios, perdida por el pecado. Una idea muy apreciada por los Padres Cistercienses. San Benito nos dice que este camino de retorno a Dios debemos empezarlo absteniéndonos de hacer el mal, pues san Benito sabe muy bien que podemos decir, como el Apóstol: “no hago el bien que querría, sino el mal que no quiero”  (Rom 7,19) y lo sabe por experiencia personal, ya que sus monjes fueron capaces no solo de calumniarlo sino de intentar envenenarlo.

Este capítulo nos puede sorprender, hacer reflexionar, llevarnos a examinar nuestra conciencia, pero también nos puede incomodar de tan exigente como viene a ser. Si nos fiamos de ser justos y menospreciamos a los demás, si queremos pasar por santos, o que nos lo digan sin serlo, recordemos la parábola del fariseo y el publicano, a fin de no ensalzarnos más de lo debido.

Temer y desear son dos verbos que sintetizan este capítulo, porque concentran la mayor parte de las motivaciones humanas. Actuemos, hablemos, pensemos motivados por el temor o el deseo, pero precisamos saber si nuestro temor está fundamentado y nuestro deseo es justo. San Benito nos quiere impulsar en este capítulo a que nuestro temor, que no es miedo, y nuestro deseo, estén motivados por causas justas, porque a menudo tememos sin que valga la pena o deseamos lo que no es bueno. A temer y desear debemos aprender trabajando nuestro interior. A menudo tememos de hacer el ridículo, sin ser conscientes que con nuestras palabras y nuestros deseos nos destruimos interiormente e intentamos destruir a otros. Somos víctimas de nuestros temores y de nuestros deseos. Tener temor, que no es tener miedo de nuestras deficiencias, es desear superarlas, y a eso nos puede ayudar solamente el Señor, y practicar cada día sus mandamientos no desesperando nunca de su misericordia.


domingo, 24 de marzo de 2019

PRÓLOGO 39-50

PRÓLOGO 39-50

Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40Por tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41Y como esto no es posible para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne concedernos la asistencia de su gracia. 42Si, huyendo de las penas del infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43mientras todavía estamos a tiempo y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas a cosas a luz de la vida, 44ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo que en la eternidad redundará en nuestro bien. 45Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. 46Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, 48no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. 49Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios.50De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amen

Si nuestro objetivo es habitar en la casa del Señor todos los días de nuestra vida, debemos prepararnos, nos dice san Benito; lo debemos desear con toda el alma, como dice el salmista, preparar nuestros cuerpos y corazones para alcanzarlo.

La vida espiritual, la vida monástica, nuestra vida, a la que el Señor nos ha llamado, y que hemos aceptado libremente, no es estática, es preciso progresar, hacer camino experiencial. Las formas, las costumbres, pueden ser las mismas a lo largo de los años, pero será preciso trabajar y hacer aquello que nos aproveche para siempre, no solo puntualmente como satisfacción de ambiciones pasajeras, sino que nos aproveche más bien para alcanzar a Cristo.

Progresar espiritualmente en esta Escuela del servicio divino que es el monasterio, quiere decir vivir las obligaciones de cada día, que nos incorpore todo un estilo de vida. Hacer algo que nos ayude a vivir en santa obediencia de los preceptos, evitando lo que nos desgasta, y nos aleja del centro donde debemos poner el corazón: Cristo.

San Benito lo concreta en el tema de la conversión; una palabra ligada a este tiempo cuaresmal, camino hacia la Pascua, que la liturgia nos invita a recorrer cada año. “Si no os convertís todos acabaréis igual”, enseña Jesús. Conversión quiere decir experimentar la vida monástica en su integridad, todas sus observancias. Es el estilo de vida que debemos adoptar, si deseamos vivir con seriedad la llamada del Evangelio. Avanzar, pues, con la ayuda de su gracia, con más coherencia en lo que creemos.

Necesitamos avanzar en la fe, en la certeza, en la confianza de que Dios habita en nosotros. Si queremos habitar en su templo, nos dice san Benito, tenemos que cumplir los deberes de quien habita en él. La fe es más un acto de voluntad que del intelecto, y crece en nosotros por medio de la plegaria. La conversión nos tiene que ir conduciendo a una plegaria más profunda, más intensa, sincera, enriquecedora y confiada. Entonces, nos hacemos más conscientes de la presencia del amor de Dios en nuestra vida, y al ser realmente presente este amor, no puede haber en nosotros lugar para el odio, el resentimiento, ni para la autosuficiencia, orgullo, egoísmo o la mentira. Si no podemos perdonar a quien nos ha herido, si no podemos amar a quien nos molesta, quiere decir que no dejamos actuar el amor de Dios en nuestra vida. Para que actúe necesitamos su gracia. Para hacer este camino no debemos quedarnos parados o lamentarnos de la monotonía del camino, o creernos el centro del mundo. Si os afanamos por tener esto o lo otro, en una especie de carrera consumista espiritual, no obtendremos lo que nos llene de verdad, y las faltas serán siempre una excusa.

Nos dice san León Magno que “cada uno sabe qué virtudes debe vigorizar y qué vicios combatir. ¿Quién se sentirá tan orgulloso de sí mismo, o será tan inconsciente que no se dé cuenta de aquello que hay que extirpar o desarrollar?... No podemos coger todo lo que nos agrada. No podemos valorar las acciones movidos solamente por lo que nos sugieren los sentidos. Considera tus costumbres a la luz de los mandamientos de Dios; allí se te dice lo que tienes que hacer y lo que no tienes que hacer” (Sermón 49 Sobre la Cuaresma)

San Agustín afirma que no hay nada difícil para quien ama, nos lo dice también san Benito al indicarnos que si el camino que encontramos al principio es angosto, se ensancha cuando lo hacemos movidos por la inefable dulzura del amor. Lo que debemos desear es llegar a la vida perdurable, y para esto debemos aprovechar todos los momentos, todas las posibilidades que nos concede la vida. Nuestro camino debe ser hecho a buen ritmo y ganando a cada paso fortaleza en nuestra fe. Nos preparamos, pedimos al Señor que nos otorgue la ayuda de su gracia, no abandonándonos espantados por el terror, sino participando en y por Cristo. No podemos entrar en la plenitud de Dios sino por medio de Cristo; nuestra vida cristiana debe estar marcada por la cruz de Cristo. Lejos de angustiarnos por este sufrimiento, vivido sobre todo con paciencia, que da sentido a nuestro sufrimiento, que es un sufrimiento redentor, que nos ayuda a soportar las dificultades y estrecheces del camino. San Pablo en su Carta a los Colosenses dice “estoy contento de padecer por vosotros y de completar de este modo lo que falta a los sufrimientos de Cristo para bien de su cuerpo (1,24). Es sobre todo por la paciencia, por la que nosotros completamos lo que falta a estos sufrimientos.

La reacción más humana cuando alguien nos hace mal es volvernos y vengarnos, y si podemos le hacemos todavía más mal. Es porque sufrimos de manera equivocada, y esto nos pone de mal humor, y entonces intentamos no de compartir nuestro sufrimiento sino trasladarlo a otros. La belleza de la paciencia es que nos llama a detener este sentido que nos hace estar mal con nosotros mismos y el Señor, mirando a la vez que los otros estén tanto o más mal que nosotros. Somos hábiles en cuanto a los recursos para conseguirlo, para venir a ser víctimas profesionalizadas que nos da la oportunidad de hacer de los otros nuestras propias víctimas.

San Benito nos invita a superar todo esto, a descubrir que si somos pacientes viviremos más tranquilos, haremos la vida de quienes nos rodean más plácida, y lo que es más importante, avanzaremos, correremos por este camino que nos ha de elevar al templo del Señor, a la vida perdurable. Conformarnos a Cristo, venir a ser como él en nuestra relación con los otros es practicarlo incluso cuando los otros no son como nosotros desearíamos que fuesen, porque de hecho no lo serán nunca; los otros son también imágenes de Dios, no nuestras. Elegir este camino, progresar en esta escuela, conformar nuestra voluntad con la de Cristo, significa un cambio radical de actitud y es entonces cuando progresamos, pues siendo el camino angosto y pesado, nos aparece amplio. Avanzar en el camino espiritual es ser fieles a  Cristo, que nos habla en la Palabra, y a quien hablamos en la plegaria, levantándonos  tantas veces como caemos, no desesperando nunca de su misericordia.

Participar de los sufrimientos de Cristo es participar de su Pasión, es prepararnos para su reino, es hacer aquello que nos va a aprovechar para siempre. Como escribe Juan Mediocre de Nápoles: “Él es la nuestra fuerza. Él se da siempre a nosotros, démonos también nosotros a él”.

domingo, 10 de marzo de 2019

CAPÍTULO 48,14-25 y 49 LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA


CAPÍTULO 48,14-25  y  49

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

Durante la cuaresma dedíquense a la lectura desde por la mañana hasta finalizar la hora tercera, y después trabajarán en lo que se les mandare hasta el final de la hora décima. 15 En esos días de cuaresma recibirá cada uno su códice de la Biblia, que leerán por su orden y enteramente; 16 estos códices se entregarán al principio de la cuaresma. 17 Y es muy necesario designar a uno o dos ancianos que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos están en la lectura. 18 Su misión es observar si algún hermano, llevado de la acedía, en vez de entregarse a la lectura, se da al ocio y a la charlatanería, con lo cual no sólo se perjudica a sí mismo, sino que distrae a los demás. 19 Si a alguien se le encuentra de esta manera, lo que ojalá no suceda, sea reprendido una y dos veces; 20 y, si no se enmienda, será sometido a la corrección que es de regla, para que los demás escarmienten. 21 Ningún hermano trate de nada con otro a horas indebidas. 22 Los domingos se ocuparán todos en la lectura, menos los que estén designados para algún servicio. 23 Pero a quien sea tan negligente y perezoso que no quiera o no pueda dedicarse a la meditatio o a la lectura, se le asignará alguna labor para que no esté desocupado. 24 A los hermanos enfermos o delicados se les encomendará la clase de trabajo mediante el cual ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga  desistir. 25 El abad tendrá en cuenta su debilidad.

Aunque de suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 no obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que durante los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza 3 y que en estos días santos borren las negligencias del resto del año. 4 Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a la tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya impuesto; 7 es decir, que  norma que se haya impuesto; 7 es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse con el consentimiento del abad.


En la oración-colecta del Miércoles de Ceniza, y en todo el Oficio divino, pedíamos al Señor su ayuda para empezar el ejercicio cuaresmal de la milicia cristiana. La Cuaresma se define en la liturgia como un ejercicio y una milicia.

Una idea presente en la Regla, ya que san Benito nos habla de que militamos para el Señor, Cristo, el Rey verdadero; y lo hacemos cargados con las armas fortísimas y espléndidas de la obediencia, es decir renunciando a nuestros propios deseos (cf RB 58,10). San Benito nos dice que toda nuestra vida debería ser un ejercicio cuaresmal, pero sabe que no es fácil mantener este nivel.

El primer domingo de Cuaresma establece que se reparta un libro a cada monje, para que su lectura sea una ayuda en el camino cuaresmal. Como siempre san Benito sabe que podemos flaquear, y establece una vigilancia para asegurar su cumplimiento, por medio de uno o dos ancianos que hacen la ronda para garantizar que todos leen y hacen algo provechoso. San Benito se preocupa solamente por el hecho de que alguno pueda pasar el tiempo sin hacer nada o, lo que es peor, molestar a otros, de manera que establece amonestaciones y la corrección de la Regla. La Regla nos quiere a cada hora en el lugar adecuado y haciendo lo correcto, sabiendo san Benito que una vida reglada nos ayuda a alcanzar el verdadero objetivo de buscar a Dios, y ser verdaderamente libres.

La Cuaresma es, pues, un tiempo privilegiado para nosotros, durante la cual debemos profundizar en la milicia cristiana, es decir ejercitándonos de manera activa y aportando alguna cosa de más en aquello en que fallamos más, allí donde hace falta, renunciando a nuestros deseos personales. Si somos de los que se ponen preocupados, es preciso intentar cargar la mochila con más paciencia; si nos cuesta llegar puntuales al Oficio, intentar salir de la celda, o donde estemos, un poco antes; si nos cuesta levantarnos, no dando media vuelta al sonar la campana; si nos cuesta encontrar un tiempo para a plegaria personal, dejar aquellos momentos que dedicamos a no hacer nada de provecho; si la Palabra de Dios se nos hace árida, abrir más el oído de nuestro corazón a Dios; estemos donde estemos, esforzarnos por hacer las cosas lo mejor posible, con prontitud, sin murmurar. De esta manera, la Cuaresma puede ser para nosotros un buen ejercicio, una escuela para practicar lo que deberíamos hacer durante todo el año, ofreciendo a Dios algo por propia voluntad con el gozo del Espíritu Santo.

Para conseguirlo nos puede ayudar mucho una lectura atenta, pausada y reflexiva que nos acompañe a lo largo de este camino hacia la Pascua. Parece que san Benito hubiese inventado “el día del libro” muchos siglos antes de convertirse en una celebración social. Es porque san Benito sabe que necesitamos ayuda, que no debemos dejar de formarnos, que no debemos bajar la guardia y mantenernos atentos durante todo el año; pero en Cuaresma, de una manera especial puede ayudarnos a ser más fuertes espiritualmente y vivir con más pureza nuestra vida.

No dice el Papa Francisco en el Mensaje de Cuaresma que “la celebración del Triduo Pascual de la Pasión, Muerte y resurrección de Cristo, cima de todo el Año Litúrgico, nos llama una vez más a vivir un itinerario de preparación, conscientes de querer conformarnos a Cristo (cf. Rom 8,29), siendo un don inestimable de la misericordia e Dios”.

Intentemos de vivirla con intensidad, sin pereza, dándonos a la lectura, privándonos de algo, intentando desterrar nuestra negligencias, y hacerlo sin presunción ni vanagloria, sino con un deseo espiritual, fijos los ojos en el  Misterio central de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección de Aquel con quien nos hemos comprometido a seguir.

domingo, 3 de marzo de 2019

CAPÍTULO 56 LA MESA DEL ABAD



CAPÍTULO 56

LA MESA DEL ABAD

Los huéspedes y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando los huéspedes sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a los hermanos siempre con los hermanos uno o dos ancianos que mantengan la observancia.

San Benito nos habla en estos capítulos de temas prácticos: si podemos aceptar algo, cómo vestir, cómo acoger a los huéspedes… La Regla recomienda acoger con deferencia, como al mismo Cristo, como nos sugiere en el capítulo 53.

No queda del todo claro como acoger a los huéspedes y sentarlos a la mesa del abad. Parece como si hubieran de comer aparte de la comunidad, pues dice san Benito de dejar un anciano o dos con los hermanos para conservar el orden. La duda vuelve cuando se habla de romper el ayuno en atención a los huéspedes. Pero no se entendería bien que mientras el abad y los huéspedes comen platos más suculentos los monjes tengan una comida más parca. Y todos en el mismo refectorio. En la actualidad cada maestrillo tiene su librillo:  hay monasterios donde los huéspedes comen aparte, y en este caso, en algunos, hombres y mujeres separados; en otros monasterios comparten la mesa con los monjes y la conversación a la vez, relegando en todo o en parte la lectura; en otros, como el nuestro, comparten mesa, lectura y ritmo de comer con la comunidad.

De este capítulo quedan tres ideas claras. La primera es tratar a los huéspedes con deferencia, lo que no quiere decir con intrusismo en sus vidas, ni ellos en las nuestras, lo que san Benito nos advierte claramente acerca de los peligros que ello comporta. La segunda, que las comidas y la mesa son un elemento importante de la vida monástica. La tercera que en el refectorio debe mantenerse el silencio y el orden en toda ocasión. “Era forastero y me acogisteis” (Mt 25,35), nos dice Jesús en el evangelio. Idea que recoge san Benito al hablar de acoger a Cristo en los huéspedes.

La comida tiene un papel importante en la acogida. Las primeras comunidades cristianas tenían las comidas para el encuentro comunitario, una vez acabada la Eucaristía. Así lo pone de relieve san Pablo en su carta a los Corintios, cuando amonesta a los cristianos de no compartir la comida e ir cada uno por su cuenta. Mientras los ricos comían en exceso, y no esperaban a los pobres, y lo que debería ser un encuentro comunitario era un motivo de división y exclusión social.

Finalmente, san Benito pide que en el refectorio se haga silencio absoluto, de manera que no se sienta murmullo alguno ni voz, a no ser la del que lee, y que todo lo que necesiten para comer o beber se lo sirvan los hermanos mutuamente, para que nadie tenga que pedir nada, o en todo caso con una señal más bien que con la voz. (Cf RB 38)

San Benito recoge la tradición bíblica de la acogida de Abraham. Éste es ejemplo de la hospitalidad que se requería en los hogares orientales, incluso para los forasteros desconocidos; el huésped podía gozar de esta hospitalidad sin ninguna obligación de pago.
La Biblia está llena de ejemplos sobre este tema: El anciano que acoge el levita a Guebá (Jdt 19,24); en defensa suya Job alegaba que siempre estuvo atento a las necesidades de los viajeros (Job 31,31-32); Lot acogió dos forasteros sin saber que eran ángeles (Gen 19,1-3); los israelitas recibieron de Dios mismo la orden de proteger a los extranjeros y ser hospitalarios con ellos (Lv 19,33-34); en la misma línea san Pablo aconseja esto mismo con los cristianos. El mismo Cristo es acogido en Betania (Lc 10,38-41). Jesús entra en casa de Lázaro, Marta y María, como huésped y acaba como anfitrión, llenándoles el alma. Finalmente san Pablo por su carácter de viajero por causa del Evangelio es un modelo de acogido como en Jerusalén, donde es recibido por los Apóstoles  (Gal 1,18). Porque es Cristo a quien acogemos en la persona de los otros, el encuentro con un hermano es un encuentro con Dios.

Y este encuentro debe transcurrir compartiendo nuestra manera de vivir, comenzando por la plegaria. Es lo primero que recomienda san Benito hacer con un huésped: llevarlo al oratorio, y en silencio; dejando así a quien nos visita que se acerque a nuestra vida, al menos durante unas horas, y lo pueda hacer con serenidad y respeto.

La tradición de la hospitalidad monástica es, en cierta manera, el testimonio de nuestra vida, lo que compartimos con los que se nos acercan, y que tiene su raíz en la Escritura y en la Regla. Cuando uno va a un monasterio piensa recogerse en la soledad y el silencio, y sobre todo dejarse “tocar” por el mensaje de Cristo, compartiendo unos días con una comunidad que busca a Dios, o como decía un huésped: dejándose llevar por la falta e novedad, iniciándose en otra rutina, como un camino de acceso al interior, a la escucha del silencio, compartiendo los sencillos y callados actos de la comunidad. 

Lo que diferencia la hospitalidad monástica de otras es predisponer al que viene a un ambiente de silencio y de plegaria para poder acoger la voz de Dios, dejándose interpelar por el que un grupo de personas ha dejado determinadas cosas para poder buscar a Dios a través de la plegaria, el trabajo, la lectura de la Palabra y el silencio.