domingo, 25 de agosto de 2019

CAPÍTULO 45 LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO


CAPÍTULO 45
LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

Si alguien se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, si allí mismo y en presencia de todos no se humilla con una satisfacción, será sometido a un mayor castigo 2 por no haber querido reparar con la humildad la falta que había cometido por negligencia. 3 Los niños, por este género de faltas, serán azotados.

En este capítulo san Benito nos habla de las faltas, no de los pecados o faltas graves de las que nos habla en otros capítulos, sino de faltas leves, distracciones o negligencias. No quiere decir que las considere tolerables, o no necesarias de corrección con humildad y humillación. Nos muestra el capítulo que antes del siglo VI no debía ser fácil inculcar a los monjes el gusto por un Oficio bello, realizado con rigor y poniendo todos los sentidos en ello. 

Todos nos equivocamos, y a menudo tendemos a considerar las faltas de los otros como graves, y las nuestras como leves. Es muy humano. En el oratorio, con carácter periódico los salmistas, los hebdomadarios, los diáconos o quien sea que tiene una responsabilidad es normal que en un momento u otro tenga un desliz, una falta de atención o cualquiera otra falta. San Benito no es intolerante, sino que nos pide que incluso en las pequeñas faltas pongamos atención y la voluntad de rectificar.

San Benito habla de “negligentia”, en el original latino, y que en sentido literal vine a significar “ne legere”, no leer o no leer correctamente. La lectura en el oratorio, refectorio o la colación, debe edificar a los demás, A veces, un pequeño error puede cambiar el sentido de una frase o de todo el texto. No es lo mismo “tomar las armas de la obediencia” que “perder las armas de la obediencia”, por ejemplo. San Benito llama a la responsabilidad a los lectores, a que sean conscientes de la tarea que tienen encomendada. Ciertamente, algunos errores son más peligrosos que otros, saltarse una negación, por ejemplo, cambia el sentido del texto, y todavía existe el riesgo de atribuir al autor una verdadera herejía, como también el peligro de cambiar la persona con los pronombres, que lleva a cambiar todo el sentido de la expresión, incluso el misterio de la Santísima Trinidad o el de la Encarnación.

La manera de satisfacer ha ido cambiando con los tiempos. Antes se hacía con una inclinación hasta tocar tierra, después con un golpe de pecho. Sea con la fórmula que sea, no es necesario que sea excesiva, ciertamente, pero tampoco que nos habituemos a pasar por alto nuestros errores. San Benito pide, ante el error, una humillación inmediata delante de todos. Hoy puede ser suficiente un simple “perdón”, para rectificar y dar a entender que fue un error involuntario.

San Benito nos invita, nos exhorta a no bajar la atención, a vigilar, porque, como decía Gandhi, “vigila tus pensamientos, se convierten en palabras; vigila tus palabras, se convierten en acciones; vigila tus acciones, se convierten en hábitos; vigila tus hábitos, se convierten en carácter; vigila tu carácter, se convierte en tu destino”.

San Benito quizás nos quiere decir en este capítulo que si no nos corregimos en los pequeños errores, sin malicia, si no aprendemos de ellos, pueden llegar a ser faltas grandes. Un día nos parece que no podemos levantarnos para ir a Maitines y cedemos, y si vamos cediendo a la tentación se llega a extender a Laudes y Completas, y nuestra vocación de monjes, de buscadores de Dios, se irá paralizando espiritualmente en nosotros. En segundo lugar, nos viene a decir san Benito que todos cometemos errores, y que si somos intolerantes con los errores de los demás e ignoramos los nuestros acabaremos por hacer de ello costumbre, y vendrá, de este modo, a hacer de nosotros un carácter intolerable.

Dicho con palabras del Papa Francisco: “no juzguemos a los demás con más rigor que a nosotros mismos, no condenemos con ligereza, imitemos la misericordia del Padre…. Para no equivocarnos, en la vida necesitamos seguir un modelo: Cristo, y por medio de él ir hacia Dios, caminando siempre bajo la mirada del Padre”





















































domingo, 18 de agosto de 2019

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA


CAPÍTULO  38
EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.  

Según Juan Casiano en las comunidades de Egipto las comidas se hacían en silencio y la costumbre de la lectura espiritual procede de las comunidades de Capadocia.

Parece que la razón de su institucionalización no fue tanto el estar ocupados espiritualmente durante las comidas como evitar las conversaciones vanas y ociosas en el refectorio. Poco después, apunta Casiano, se añade la razón de ahorrar cualquier disputa que pudiera surgir y que no se veía la manera de evitar. (cfr Instituciones, L. IV, XVII) Tal era la preocupación por mantener el silencio en las comidas, donde ya se hacía con la capucha puesta, para evitar otra visión que no fuese la del propio plato, y así evitar la mirada sobre la comida de otro. Esta costumbre se mantiene todavía en las escasa comidas comunitarias de los cartujos. También entre nosotros, sobre todo en invierno, hay algún monje que guarda esta costumbre.

Es san Agustín quien argumenta que no solamente es preciso alimentar el cuerpo, sino también el espíritu, por la boca y la escucha. Dice el Deuteronomio: “el hombre no vive solo de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Deut 8,3). San Benito recoge ambas tradiciones, pero se inclina hacia la versión agustiniana, e incluye una referencia al silencio cuando habla del silencio absoluto que debe haber en el refectorio, donde no debe escucharse más que la voz del lector, un silencio semejante al que nos debe acompañar durante toda la jornada. Conviene no olvidar que ya dedica el capítulo VI al tema del silencio.

San Benito también muestra una atención hacia la figura del lector, al destacar la necesidad de que reciba la bendición para que el Señor le ayude en su servicio, que tome un poco de vino con agua antes de comenzar a leer; y que no se escoja el lector al azar, sino que sea capaz de instruir, de edificar a los oyentes con su lectura. Todo un conjunto de aspectos, que debe mover al lector a ser consciente de su responsabilidad en su servicio de lectura y de la misma Palabra de Dios, que llega cada día a toda la comunidad.

Durante el año escuchamos lecturas diversas. Si, por un lado, en la lectura de colación se atiende más a lecturas espirituales, en el refectorio, aunque se tenga en cuenta esta temática espiritual no tiene el estilo tan espiritual, pues, por otra parte, es más difícil seguir la lectura con la misma atención que en la colación.

A lo largo de los últimos meses recordamos lecturas escuchadas en el refectorio y seguidas con interés, como, por ejemplo, el libro de Pilar Rahola sobre la persecución de los cristianos en el mundo. Seguramente otra lectura sería el libro “La eternidad de las horas”, sobre la experiencia de cuatro jóvenes en la cartuja de Parkminster, los años 60. O bien, últimamente el libro sobre el origen y aplicación de la medida política de la desamortización, que ha marcado en gran medida la historia de nuestro monasterio y de tantos otros, a lo largo de los siglos.

El objetivo, como dice san Benito, es doble: primero formarnos, y después ayudarnos a mantener el silencio, lo cual no siempre es fácil, pues siempre cabe la tentación de comentar algún aspecto de la misma lectura, y de la misma comida, por lo que recomienda el absoluto silencio y la utilización de un gesto antes que una palabra.

Para san Benito, la lectura se ha desarrollar recogiendo las numerosas expresiones y negaciones del capítulo, sin que nadie tome la iniciativa propia en la lectura, evitando el riesgo del orgullo. Otro punto es el del silencio y el posible comentario con los vecinos de mesa. La dificultad mayor, como destaca Aquinata Bockman es mantener la humildad y el silencio. San Benito parece que piensa en el servicio de lector como un servicio difícil, que hacen necesario unos lectores capaces, pero que aún así tienen necesidad de la bendición del Señor para llevarlo a cabo. Pero esto no es una novedad, pues a lo largo de toda la Regla estas ideas están muy presentes: humildad, silencio, conciencia de las propias limitaciones, necesidad de la ayuda del Señor. Y, además, otra idea importante: la relación entre la liturgia eucarística y las comidas de la comunidad, entre el altar y la mesa. En ambos casos comportan rituales, plegarias, cantos o lecturas. La Palabra de Dios está presente tanto en relación al altar, como en relación a la mesa, pues, en definitiva, esta Palabra debe ser el eje fundamental de nuestra vida, de toda nuestra jornada monástica.

El pan y el vino, san Benito nombra directamente el vino, son otros de los elementos comunes. Las comidas comunitarias vienen a ser un ágape, una prolongación de la misma Eucaristía. Así lo pone de relieve también la estructura de nuestros monasterios, haciendo del refectorio un espacio de un nivel semejante al del oratorio o la sala capitular.

Oliveto Geradin, un monje olivetano, en su libro “Confesión de un joven monje”, describe el refectorio monástico como un espacio donde “gracias al silencio y a la lectura, nos restauramos no solo a nivel material, sino también intelectual y espiritual. Se trata de una recuperación de la unidad de nuestro ser. Por eso el refectorio está en relación con el oratorio del monasterio y con la liturgia que allí se celebra”. (Confession d’un jeune moine, p.57)

domingo, 11 de agosto de 2019

CAPÍTULO 31 COMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO


CAPÍTULO 31
COMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16Puntualmente y sin altivez ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.  

Este capítulo trata de la administración de los bienes materiales del monasterio y abre el apartado dedicado a la intendencia, empleando un lenguaje militar, ya que san Benito habla de la milicia para definir la vida monástica. Esta tarea no se puede dar a cualquier monje, por lo que san Benito nos ofrece una serie de rasgos personales que debe tener, así como unos defectos que conviene no tenga. Si partimos del hecho de que san Benito escribe desde su larga experiencia de vida monástica y comunitaria podríamos concluir que su experiencia de mayordomos no era muy positiva, si nos atenemos a sus palabras de que eran glotones, vanidosos, violentos, injustos, pródigos, que no temían a Dios, que hacías cosas sin el consentimiento del abad, que no se ocupaban de los demás, que los contristaban, los menospreciaban, que no atendían a los enfermos, los niños, los huéspedes, que se dejaban llevar por la avaricia, disipaban el patrimonio del monasterio y se metían en asuntos que no les pedía al abad… Parece difícil pensar que alguien pudiera actuar de esta manera, pero parece que hay el riesgo de que esto suceda. San Pablo también apunta a esto cuando escribe: “no hago el bien que querría, sino el mal que no querría” (Rom 7,9).

Para evitarlo san Benito recomienda actuar con el temor de Dios, vigilando la propia alma, mirando todos los objetos del monasterio como vasos sagrados del altar. Hacerlo todo con discreción y bajo las órdenes del superior, evitando que nadie se turbe ni entristezca en la casa de Dios. San Benito es directo, para que cada uno saque las propias conclusiones y nos apliquemos cada uno a la propia tarea encomendada. Ciertamente, no se comprendería que un cocinero cocinará solo para él platos especiales, o comidas de su gusto; o que el portero abriera la puerta o atendiera por teléfono a quien le pareciera mejor, o que un hospedero acogiera solamente a sus amigos, o que un mayordomo utilizase los dineros de la comunidad para satisfacer sus caprichos personales.

En el aspecto de la vida material del monasterio rigen dos principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia. Por un lado, la dimensión subsidiaria, es decir que quien puede hacer algo que tiene encomendado a su responsabilidad no espere delegarlo en otro, y el de la responsabilidad para hacer lo mejor posible la tarea encomendada. Seguramente, puede ser bueno ir intercambiando lugares de responsabilidad entre los miembros de la comunidad, pero también es cierto que no todos tienen la capacidad para hacer todo o para asumir ciertas tareas lo cual limita el margen de maniobra a la hora de distribuir las tareas.

Tenemos la libertad de decisión que nos ha dado Dios nuestro Creador. La libertad es el poder, radical en la razón y en la voluntad, de obrar o no obrar, de hacer esto o lo otro, de llevar a cabo acciones deliberadas. Por el libre albedrío cada uno dispone de si mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad logra su perfección cuando está ordenada a Dios. Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto de crecer en perfección o de rebajarse al pecado. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de repulsa. En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado (CEC 1731-1733).

La reflexión sobre la libertad personal que nos hace el Catecismo de la Iglesia Católica viene a cuento para que no busquemos excusas para evitar nuestra responsabilidad, huyendo de ella. Puede haber atenuantes, ciertamente, pero es difícil que logremos refugiarnos en un eximente de responsabilidad de manera tal que cubra todas nuestras deficiencias. Pero, para lograr hacer el bien hemos de confiar en la misericordia de Dios; solamente en él podemos tener la fuerza para buscarlo. Como escribe san Elredo:
“Ningún milagro es más grande que la admirable transformación de nuestro ser, por la cual, en un momento el hombre impuro se convierte en puro, el soberbio en humilde, el irascible en paciente, el impío en santo… Pero que no se atribuya este milagro ni al predicador elocuente, ni al que lleva a los ojos de los hombres una vida digna de alabanza, sino que la alabanza ha de recaer más bien en aquel que sopla donde quiere, así también sopla cuando quiere, e inspira el bien en la medida que quiere”. (Sermón sobre el rapto de Elías).

Este capítulo, como otros también podría aplicarse a la vida pública, donde la corrupción, el deseo de una ganancia personal y tantos otros vicios corroen los fundamentos de nuestra sociedad. Decía el Papa Francisco en el inicio de su pontificado: ”quería pedir, por favor, a todos los que ocupan lugares de responsabilidad en el ámbito político, económico o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos custodios, guardianes del otro;  no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de nuestro mundo. Pero para custodiar, también debemos de cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la soberbia, la envidia ensucian la vida. Custodiar, quiere decir vigilar sobe nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque aquí es donde nacen las intenciones buenas o malas, las que construyen y las que destruyen” (Hom. Inicio del pontificado 19 Marzo de 2013).

Aprendamos de nuestros errores, y también de los errores del otro, para intentar acercarnos al ideal del monje que san Benito nos va marcando capítulo tras capítulo a lo largo de la regla, no anteponiendo nada, en ningún momento, a Cristo.

domingo, 4 de agosto de 2019

CAPÍTULO 34 CUAL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

CAPÍTULO XXIV
CUAL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

 Según sea la gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo. 2Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada. 

Los capítulos 24 y 25 de la Regla forman una unidad. San Benito se plantea una pregunta e intenta dar una respuesta. La pregunta es: qué medida ha de tener la excomunión, y la respuesta nos la da a continuación. No es partidario de una excomunión sin límites, sino más bien de una medida que sirva para volver al buen camino. San Benito, siempre desde la experiencia, hace su diagnóstico; sabe que fallamos, que tenemos muchas deficiencias que nos arrastran al pecado. El primer paso para salir de esta situación es reconocer nuestra imperfección, nuestro pecado, que no somos el centro del mundo y no todo gira en torno a nosotros. Nos cuesta reconocer que somos limitados, imperfectos. A menudo, muy a menudo, lo que vemos en los otros no lo vemos en nosotros, o sea aquello de ver la mota en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro, como afirma el evangelio (Lc 6, 41-42)

Pero san Benito no solo hace el diagnóstico, de acuerdo a los síntomas del capítulo anterior, sino que apunta a un tratamiento para su curación. Sabe bien que de tanto en tanto hace fata reorientar nuestro rumbo, dar un golpe de timón, y que a menudo no lo hacemos por propia voluntad, y que es necesario una situación extrema, una medida contundente como puede ser la de la excomunión. Nos podríamos también referir a situaciones vividas a lo largo de los últimos años, situaciones dolorosas, complejas, que han exigido y todavía exigen actuaciones, pero para curarnos lo que primero se precisa es querer curarse, y para ello necesitamos reconocernos como enfermos,

Si san Benito sabe que son necesarias medidas extremas en un momento dado, sabe también que, una vez aplicadas eficazmente, Dios nos espera como Padre misericordioso con el deseo del retorno del hijo arrepentido y el propósito de enmienda, que no quiere decir que no vayamos a caer de nuevo, sino que hacemos el propósito de intentar no recaer. La historia nos debería ayudar a la sociedad, a la comunidad y nuestra persona a evitar el nuevo tropiezo. No es fácil cuando nos domina el “mantenernos en nuestros trece”, una expresión eclesial y cercana que tiene su origen en el Papa Benedicto XIII, aragonés de origen. Sea la que sea, la expresión empleada en relación a un mantenernos en nuestros errores, seamos conscientes de que nos cuesta rectificar el camino equivocado, y que generalmente es por orgullo, o por creer que el corregirnos es muestra de debilidad o de poner en duda nuestra capacidad, y nos aferramos a no cambiar incluso al precio de causar mal o perjuicio a los demás, y a nosotros mismos, en definitiva. No corregirnos es muy humano, son expresiones que han quedado en la sabiduría popular. 

Así se define bien la fragilidad humana, al referirse a un concepto de honor antiguo, cuando se veían obligados a no retractarse y llegar incluso a batirse en duelo, sin posibilidad de volverse atrás y ser tachados de cobardes. Hoy esto quizás nos resulta absurdo, pero en el fondo, la manera de actuar del hombre no ha cambiado. Lo vemos personal y socialmente, porque vivimos tiempos convulsos en los que repetimos los errores que creíamos ya superados, y con el mismo o más apasionamiento, que nos pueden aportar iguales o peores consecuencias. Antes de emprender nuevas aventuras es importante calcular los riesgos y el precio que podemos pagar, o el mal que podemos hacer.

Pero detrás de nuestras caídas hay una causa, un motivo, que no es otro que alejarnos de la voluntad de Dios, como nos enseña san Bernardo:
“Si quieres ser sabio, sé obediente. La obediencia ignora la voluntad propia y se somete a la voluntad de otro. Abrázala, pues, con todo el afecto de tu corazón y el esfuerzo de tu cuerpo; abrázala, repito, el bien de la obediencia, de manera que gracias a ella puedas acceder a la luz de la sabiduría”.  Y añade todavía:
“Mientras sigas tu propia voluntad no te verás libre de una inquietud interior, aunque de momento te parezca que se ha calmado la agitación exterior. No tendrás paz y la agitación de tu voluntad no cesará mientras no cambies el afecto de las cosas mundanas por el gusto de las cosas de Dios”. (Sermón VII de Epifanía)

Luchar con todas las fuerzas por imponer nuestra voluntad a la de Dios, que es a quien, en definitiva, debemos obedecer, nos agota, nos aleja de él, pero nunca juzguen que nuestros esfuerzos son suficientes para responder a Dios como él desea. Lo hacemos en las cosas grandes, y también en las pequeñas. Por ejemplo, cuantas veces no damos un golpe de puerta, o hacemos otro ruido, o murmuramos, para reafirmar nuestra voluntad, y a menudo en cosas nimias, pequeñas, pobres, y a menudo sin que llegue a enterarse aquel que ha motivado nuestra mala acción. O cuantas veces volvemos a nuestros recuerdos para traer a cuenta agravios pasados, que quizás, a veces no eran tales o tan grandes.

Somos humanos, frágiles, pecadores, pero no debemos de olvidar que Dios nos ha llamado a la vida monástica, a seguirle bajo la guía de la Regla. Nos enseña san Cesáreo de Arlés: “Alegrémonos, porque hemos merecido ser templo de Dios; pero vivamos a la vez con el temor de destruir con nuestras malas obras este templo suyo” (Sermón 229). Esforcémonos, luchemos para no ser pobres de todo bien, pobres de amor, pobres de bondad, de confianza en Dios, de esperanza eterna,