domingo, 19 de agosto de 2018

CAPÍTULO 34 LA RACIÓN DE LA COMIDA

CAPÍTULO 34

LA RACIÓN DE LA COMIDA

Creemos que es suficiente en todas las mesas para la comida de cada día, tanto si es a la hora de sexta como a la de nona, con dos manjares cocidos, en atención a la salud de cada uno, 2 para que, si alguien no puede tomar uno, coma del otro. 3 Por tanto, todos los hermanos tendrán suficiente con dos manjares cocidos, y, si hubiese allí fruta o legumbres tiernas, añádase un tercero. 4 Bastará para toda la jornada con una libra larga de pan, haya una sola refección, o también comida y cena, 5 Porque, si han de cenar, guardará el mayordomo la tercera parte de esa libra para ponerla en la cena. 6 Cuando el trabajo sea más duro, el abad, si lo juzga conveniente, podrá añadir algo más, 7 con tal de que, ante todo, se excluya cualquier exceso y nunca se indigeste algún monje, 8 porque nada hay tan opuesto a todo cristiano como la glotonería, 9 como dice nuestro Señor: «Andad con cuidado para que no se embote el espíritu con los excesos» 10 A los niños pequeños no se les ha de dar la misma cantidad, sino menos que a los mayores, guardando en todo la sobriedad. 11 Por lo demás, todos han de abstenerse absolutamente de la carne de cuadrúpedos, menos los enfermos muy débiles.

Quien no quiera trabajar, que no coma (2Te 3,10). Si la semana pasada escuchábamos un capítulo dedicado a las herramientas del monasterio, en ésta tenemos el que habla de la comida. La famosa frase de san Pablo a los tesalonicenses es un buen enlace. Porque las herramientas son para el trabajo, no para acapararlas o hacer colección; y el trabajo, además de hacernos sentir parte del mundo y ser uno de los tres pilares de nuestra vida, sirve para ganarnos el pan, o debería servir para eso.

La moderación es el tema presente en toda la Regla: moderación austeridad, autenticidad. San Benito se preocupa de que los monjes estén alimentados, vestidos, con un lecho a su disposición; todo un lujo en su época; pero sin excesos, ya que no hay nada tan contrario a un cristiano como el exceso, y a un monje como el empacho. No es un tema exclusivo de san Benito, pues también lo era de los Padres. Lo que quiere decir que es un riesgo evidente presente en nuestra vida.

En la vida monástica puede suceder, Dios no lo quiera, que la importancia de la alimentación derive en la gula, en expresión de san Juan Clímaco: es decir caer en el acto de comer como un vicio muy ligado a otros. El mismo Juan Clímaco dedica el grado 14 de su Escala Espiritual a este tema. Entre otras cosas dice que la gula nubla la razón, de manera que nos hace creer en la necesidad de comer todo lo que se nos pone por delante, y así prescinde de la templanza, la penitencia y la compasión. Añade que “las hijas de la gula son la pereza, la murmuración, la excesiva confianza en sí mismo, las groserías y las carcajadas, la apatía para escuchar la Palabra de Dios, la insensibilidad por las cosas espirituales, la prisión del alma, los gastos superfluos y excesivos, la soberbia, la osadía, la afición a las cosas mundanas. A todo esto, sigue la oración impura y todo tipo de calamidades y desastres no previstos, verdadero anticipo de la desesperación, que es el peor de los males”.

Una de las frases que decía el P.Rosavini cuando recordaba los primeros años de la restauración monástica de Poblet en una entrevista era, ante la pregunta de si había pasado hambre: “no teníamos hambre, pero sí apetito”. Lo podríamos aplicar a este capítulo. Para san Benito se trata de satisfacer nuestra hambre, no nuestra gula. Comer sirve para rehacer nuestras fuerzas, como el dormir; son dos cosas necesarias para vivir. Un estómago hambriento no escucha, pero uno demasiado lleno tampoco, porque tiene más bien tendencia a dormir. La finalidad de las comidas es estar disponibles de nuevo para el Señor con fuerzas y voluntad renovadas. Nuestra vida espiritual se puede ver debilitada por un estómago excesivamente hambriento, pero mucho más por una digestión pesada debida a la gula. Otra cosa es la gula espiritual, el peligro de habituarse y complacerse demasiado en la gratificación que puede venir de la plegaria personal, como si fuera un fin en sí misma, y no un medio, es lo que san Juan de la Cruz define como gula espiritual, un inconsciente orgullo sobre las cosas espirituales, al considerar a los otros inferiores, aunque este punto no ocupa a san Benito en este capítulo.

San Benito nos da, de alguna manera, el menú ideal; y advirtamos que incluso contempla que si algún monje no puede tomar de un cierto plato, coma de otro, que sean los dos cocidos, y que en cualquier caso sean suficientes, y que si se puede tener algo del propio huerto que se añada un tercero. También regula el pan, y pide al mayordomo que administre la ración con equidad. Y fiel a su sensibilidad contempla que si el trabajo es más pesado, se tenga en cuenta a la hora de rehacer las fuerzas.

Los rasgos fundamentales de este capítulo son la sobriedad y la economía, evitar excesos: esto debe ser siempre la norma de conducta rectísima en nuestra vida de monjes. San Benito no teme tanto la diversidad ligada a los temperamentos, a la cultura,  los hábitos de vida, cómo a los excesos que nos impidan abrirnos a la gracia de Dios. Tenemos riesgos: la comida, la bebida, la dependencia de otros, el exceso contacto con el exterior, sea presencia sea virtual, y tantas otras cosas. Para san Benito la clave está en el equilibrio y la medida. El monaquismo es una vida cristiana intensiva, escribe Aquinata Bockman, de aquí la importancia de vigilar los excesos, que es lo que hace perder el equilibrio y la templanza. Necesitamos una vida intensiva, regulada por un horario y unas costumbres, para centrarnos en lo esencial: la Palabra de Dios, la plegaria y el trabajo. La Palabra y la plegaria nos alimentan espiritualmente; el trabajo nos debe permitir alimentarnos materialmente, sin caer en la gula espiritual o material.

Escribe san Juan Clímaco: “Si la gula trata de dominarte, dómala con el trabajo, y si flaqueas en ello trata de dominarla con oraciones y vigilias”.

domingo, 12 de agosto de 2018

CAPÍTULO 32 LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO

CAPÍTULO 32

LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO

El abad elegirá a hermanos de cuya vida y costumbres esté seguro para encargarles de los bienes del monasterio en herramientas, vestidos y todos los demás enseres, 2y se los asignará como él lo juzgue oportuno para guardarlos y recogerlos. 3Tenga el abad un inventario de todos estos objetos. Porque así, cuando los hermanos se sucedan unos a otros en sus cargos, sabrá qué es lo que entrega y lo que recibe. 4Y, si alguien trata las cosas del monasterio suciamente o con descuido, sea reprendido. 5Pero, si no se corrige, se le someterá a sanción de regla.

San Benito recomienda al mayordomo en el capítulo anterior que considere todos los objetos y bienes del monasterio como objetos sagrados del altar, que no tenga nada como despreciable, que no se deje llevar por la avaricia, ni sea disipador del patrimonio del monasterio. Como complemento de todo ello, este capítulo establece que la administración de los bienes muebles, de las herramientas, las confíe el abad a monjes de los que uno puede fiarse, por su vida y costumbres. Lo que pretende san Benito es que no se caiga en la negligencia a la hora de tener cuidado de las herramientas y de las cosas que tenemos en el monasterio para el servicio de todos. Por un lado, procura el mantenimiento de las cosas, pero por la otra, todavía más importante, pone de relieve el espíritu comunitario. Pues, compartir las cosas no es fácil, y no quiere decir que puesto que las compartimos, las podemos tratar de cualquier manera. Precisamente, porque las compartimos debemos tener un cuidado riguroso de todas ellas.

Este espíritu, afirma el abad Casiano, se nutre y se manifiesta a través de gestos concretos de atención y delicadeza. A veces, pueden ser bien simples. Por ejemplo, encender una luz para bajar la escalera, o apagarla si ya no la necesitamos, Es un gesto simple que a la vez demuestra dos cosas: conciencia de evitar un gasto innecesario, y no dejar la acción en manos del “ya lo harán quien se lo encuentre”. Gestos simples como dejar una puerta cerrada, y hacerlo sin ruidos que molesten a los demás. Si, por ejemplo, se nos rompe un vidrio, recoger los trozos; si hemos utilizado un vehículo dejarlo en su garaje, a ser posible con gasolina, y tantas otras pequeñas cosas que podemos llevar a cabo. 
Podríamos decir que se trata de aplicar el principio de subsidiaredad, tan presente en la doctrina social de la Iglesia, y también de dejarlo todo bien arreglado y digno, porque, como apunta la abadesa Montserrat Viñas, quien no es capaz de tratar bien todo lo que toca es probable que en el trato con los demás tampoco sea muy delicado.

Es lo que Aquinata Böckmann define como la fidelidad de las pequeñas cosas, lo que no deja de ser un reflejo de como nos comportamos con nosotros mismos, y de cómo respetamos a los otros y a la comunidad. La comunión de bienes es una de las características de la vida monástica, a imitación de la primera comunidad cristiana donde “la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y nadie consideraba como propios los bienes que poseía, sino que estaba al servicio de todos (Hech  4,32)

Es con este espíritu como debemos entender este capítulo de la Regla, que habla sobre todo de las herramientas, de la vida y de la conducta de los hermanos, así como de la confianza. Confiar alguna cosa a alguno significa confiar en él. El texto latino dice que se confía la custodienda atque recoligenda, por tanto, se confía el cuidado para que las herramientas no se pierdan o se dispersen y se mantengan en buenas condiciones.

San Benito también establece llevar un inventario de lo que se da y de lo que se devuelve al finalizar la tarea encomendada. Recibir una carga, un encargo, en el monasterio, es asumir la responsabilidad, es decir que es preciso responder a esta confianza depositada con hechos. San Benito es severo con los hermanos que hacen de las cosas encomendadas, motivo de satisfacción personal, cuando tienen un sesgo colectivo. Como buen romano, cuidadoso por el derecho que había estudiado de joven, presenta una deficiencia en una tarea sin una penalización, en el caso de no observar las condiciones en que se le ha encomendado. Pero es interesante observar la razón aducida para castigar al hermano que se ha comportado de modo negligente o desordenado. Por ejemplo, otro indicador es la limpieza de los espacios comunitarios, porque nos muestra el cuidado que tienen, dándose a cumplir con buen celo, de la vida espiritual, y por extensión a la de la comunidad. Lo mismo pasa cuando nos envían a estudiar, o tenemos una responsabilidad que supone recibir dineros del exterior y tantas cosas semejantes: estamos haciendo un servicio a la comunidad y no nos la debemos apropiar.

Responsabilidad y generosidad en el uso de las herramientas de monasterio, que están al servicio de todos como lo estamos nosotros mismos personalmente. Por extensión, respetuosos con la naturaleza.

Como escribe Aquinata este capítulo que puede anodino nos deja claro un mensaje: Cristo no está lejos de la manera que utilizamos las cosas; estas pueden venir a ser un lazo de amor fraternal y contribuir a reafirmarlo o a destruirlo. El respeto a los objetos y a la creación comienza en las pequeñas cosas y la espiritualidad está en relación como vivimos la vida cotidiana, porque todo en el nuestro vivir humano es expresión de espiritualidad.


domingo, 5 de agosto de 2018

CAPÍTULO 25 LAS CULPAS GRAVES

CAPÍTULO 25

LAS CULPAS GRAVES

El hermano que haya cometido una falta grave será excluido de la mesa común y también del oratorio. 2Y ningún hermano se acercará a él para hacerle compañía o entablar conversación. 3Que esté completamente solo mientras realiza los trabajos que se le hayan asignado, perseverando en su llanto penitencial y meditando en aquella terrible sentencia del Apóstol que dice: 4«Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día del Señor». 5Comerá a solas su comida, según la cantidad y a la hora que el abad juzgue convenientes. 6Nadie que se encuentre con él debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le da.

Culpabilidad, falta, exclusión. No es un lenguaje fácil. Uno de los pilares de la vida comunitaria es la corrección fraterna. Nos lo dice el mismo Jesús en el Evangelio de Mateo: “Si tu hermano te ofende, ves a su encuentro, y a solas con él hazle ver su falta. Si te escucha habrás ganado un hermano”. (Mt 18,15). Pero la corrección tiene un enemigo muy poderoso: el orgullo, la soberbia o el “yo”, por decir algunos de sus nombres. Cuando caemos en la culpa no aceptamos ser corregidos; a menudo alegamos un defecto de forma. El tono, el momento, el lugar, la persona… Pero también podemos padecer si somos nosotros los correctores y lejos de hacerlo por amor buscamos la humillación, la mortificación: al fin y al cabo, buscamos satisfacer nuestro capricho e intentar remover el obstáculo que hay en el otro, y que consideramos que nos molesta. Con frecuencia, suelen ser motivaciones muy humanas que podemos reconocer o no, y quizás de las cuales a veces ni somos conscientes, pero que sin duda existen. El sentido de la corrección debe ser no querer que ninguno camine por la senda equivocada; el sentido de la corrección debe ser el de cambiar el rumbo para retornar al buen camino.

Lo primero que debemos hacer es vigilar y ser conscientes de nuestra propia salud espiritual. Estos días hemos escuchado en Maitines un fragmento de las Instrucciones de san Doroteo de Gaza, abad, que dedica el capítulo 7 a la acusación de nosotros mismos. Es un buen punto de partida para hacer una reflexión personal, y no fácil de incorporar a nuestra vida espiritual.

Nos habla de discernir el motivo principal de un hecho que se repita con frecuencia. A veces cuando sentimos una palabra molesta, hacemos como si no la hubiéramos oído, no nos sentimos molestados ni aludidos; en cambio, en otras ocasiones, nada más nuestro oído escuchó nos sentimos turbados y afligidos. San Doroteo distingue una causa por encima de cualquiera otra: nuestro estado de ánimo. Si estamos fortalecidos por la plegaria y la meditación nos cuesta más el perder la paz, incluso si un hermano, Dios no lo quiera, nos insulta o hiere.

Quien está fortalecido por la oración o la meditación, tolera fácilmente, sin perder la paz, a un hermano que le ofende; u otras veces soportará con paciencia a su hermano, porque se trata de alguien a quien profesa un gran afecto, o, por el contrario, por menosprecio, porque considera como “nada” a quien desea perturbarlo, y no se digna tomarlo en consideración, como si se tratara del más despreciable de los hombres, y entonces ni se digna dar una respuesta con la palabra, ni recordar sus maldiciones e injurias, con lo cual ni se turba ya ni se aflige. 

Lorenzo Montecalvo se pregunta a quién consideramos enemigo en la comunidad y con qué criterio. Quizás el que habla mal de nosotros, o el que nos calumnia, o el que no nos defiende cuando nos calumnian injustamente, o quien apenas se interesa por nosotros, o quien creemos que nos mortifica, o que murmura, o quien no se ríe de nuestras gracias.

Al fin y al cabo, la turbación o la aflicción por la palabras o actos de un hermano proviene por causa de una mala disposición momentánea o del odio contra un hermano, como fruto de la pobreza de nuestra propia paz interior. Para Doroteo de Gaza la causa de toda turbación se debe a que nadie se acusa a sí mismo. De aquí deriva toda molestia y aflicción, que nunca encontremos el descanso, lo cual no debe extrañarnos, ya que esta acusación de nosotros mismos es el único camino que nos puede llevar a la paz. Por muchas virtudes que posea un hombre, aunque sean incontables, si se aparta de este camino nunca encontrará la paz, sino que estará siempre afligido o afligirá a los otros, perdiendo así el mérito de todas sus fatigas. 
                    
El que se acusa a sí mismo acepta con alegría toda clase de molestias, daños, ultrajes, ignominias, y cualquier situación que tenga que soportar, ya que se considera merecedor de ello y no pierde la paz.
Pero dice san Doroteo: “Si mi hermano me aflige, y yo, examinándome a mí mismo, no encuentro que le haya dado ocasión, ¿por qué he de acusarme”?

Nos responde que en realidad el que se examina con diligencia y temor de Dios nunca se encontrará inocente del todo y tendrá conciencia de que en alguna ocasión, por pequeña que sea, de obra, palabra o pensamiento había dado ocasión. Y si no se encuentra culpable en nada seguro que en otro tiempo ha sido motivo de aflicción para aquel hermano por la misma o diferente causa, o quizás habrá causado molestia a algún otro en aquella u otra materia. Todavía añade Doroteo que quizás otro puede preguntar por qué se ha de acusar si, estando sentado con paz y tranquilidad viene un hermano y le molesta con una palabra desagradable o ignominiosa y, sintiéndose incapaz de aguantarla cree que tiene razón de  alterarse o enfadarse con su hermano porque si no hubiera venido a molestarlo no habría pecado. Añade que también el que está sentado con paz y tranquilidad, según cree, esconde a pesar de todo, en su interior, una pasión que él no es consciente. Viene un hermano, le dice una palabra molesta, y al momento le saca fuera todo lo peor que lleva escondido dentro. Para san Doroteo si queremos conseguir misericordia debemos procurar purificarnos, perfeccionarnos, y veremos que, más que atribuir a otro una injuria, quizás daremos gracias a aquel hermano que ha sido motivo de tan gran provecho. De este modo estas pruebas no nos causarán tanta aflicción, sino que, cuanto más nos vayamos perfeccionando, más leves nos parecerán.  Ciertamente, no se trata de soportar penalidades gratuitamente, ni menos de buscarlas o provocarlas, pero también es cierto que a lo largo de la jornada surgen situaciones molestas, que un día soportamos con paciencia y resignación y otro rechazamos con contundencia.

San Benito nos propone hoy para quienes faltan gravemente, soledad, silencio, penitencia, y algo todavía más importante. La falta de bendición. De todo ello podemos vivirlo satisfactoriamente, como muestra san Doroteo, alimentándonos espiritualmente y nada mejor para ello que seguir y gozar de la jornada monástica en plenitud: plegaria, lectura de la Palabra y trabajo; teniendo presente siempre a Dios en nuestros pensamientos y en nuestros actos.