domingo, 24 de junio de 2018

PRÓLOGO 8-20


PRÓLOGO 8-20

8 Levantémonos, pues, de una vez, ya que la Escritura nos exhorta y nos dice: "Ya es hora de levantarnos del sueño". 9 Abramos los ojos a la luz divina, y oigamos con oído atento lo que diariamente nos amonesta la voz de Dios que clama diciendo: 10 "Si oyeren hoy su voz, no endurezcan sus corazones". 11 Y otra vez: "El que tenga oídos para oír, escuche lo que el Espíritu dice a las iglesias". 12 ¿Y qué dice? "Vengan, hijos, escúchenme, yo les enseñaré el temor del Señor". 13 "Corran mientras tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan las tinieblas de la muerte". 14 Y el Señor, que busca su obrero entre la muchedumbre del pueblo al que dirige este llamado, dice de nuevo: 15 "¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?". 16 Si tú, al oírlo, respondes "Yo", Dios te dice: 17 "Si quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y que tus labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y síguela". 18 Y si hacen esto, pondré mis ojos sobre ustedes, y mis oídos oirán sus preces, y antes de que me invoquen les diré: "Aquí estoy". 19 ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? 20 Vean cómo el Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida.

Levantémonos, que la Escritura nos invita. La pereza, la inacción, la negligencia, la inercia, la pereza, la lentitud nos entorpecen, nos limitan y distraen. Con el oído bien atento podremos escuchar lo que cada día nos repite Dios al principio del día cuando recitamos el Salmo 94: ¡ojalá escuchéis hoy su vos, no endurezcáis los corazones! Un corazón endurecido nada puede hacerlo útil. El salmista nos advierte que no endurezcamos el corazón como lo hizo Israel en el desierto al resistir a la voluntad de Dios (Ex 17,7). Estaban tan convencidos de que Dios no podía liberarlos que llegan a perder la fe en él. Cuando el corazón se nos endurece nos aferramos tanto a nuestros caminos que no podemos escuchar y mirar al Señor. Esto no viene de repente, sino que es el resultado de pasar por alto la voluntad de Dios con frecuencia.

La llamada la sentimos cada día si vencemos la tentación de la pereza y nos despertamos para acudir a la primera plegaria del día, al primer encuentro con la Palabra, al encuentro matinal con el Señor, si logramos que el primer pensamiento sea para él. El Salmo 94 nos invita en la primera hora del día a celebrar al Señor, a aclamarlo, a presentarnos delante de él, a postrarnos y adorarlo. El oído atento, los ojos bien abiertos, cada día al amanecer para escuchar la voz del Espíritu, para escuchar qué quiere el Señor de nosotros. Despertarnos, atentos ala pregunta que nos hace cada día, cuando nos dice si estimamos la vida verdadera, si deseamos vivir días felices de verdad, si respondemos a la llamada que nos hace para aplicar el programa que nos propone para seguirlo. Guardar la lengua del mal, de la murmuración, hacer el bien, buscar la paz, y una vez conseguida seguirla y no abandonar espantados. Será entonces, cuando nos responderá, que tendrá su mirada fija en nosotros antes de que lo invoquemos. Tendrá su mirada fija en nosotros, estará atento a nuestras plegarias y en su bondad nos mostrará el camino de la verdadera vida.

Si no nos despertamos, si no abrimos los ojos, si no prestamos un oído atento, si no escuchamos lo que nos dice el espíritu, si no respondemos con un YO, cuando nos pregunta si lo amamos, al que es la verdad y la vida, no sentiremos su mirada sobra nosotros, y sus oídos atentos a nuestra plegaria. La atención a Dios, la renuncia a todo para estar disponibles, la aceptación de su dirección, la lealtad absoluta a la búsqueda del bien, es no anteponerle nada. Ya no es solamente el monje quien escucha a Dios, que le busca, sino que es Dios quien nos espera, quien nos escucha, quien nos invita a seguirlo.

El monje es para san Benito un interlocutor de Dios; éste lleva siempre la iniciativa, pero nos debe encontrar receptivos, atentos, expectantes, dispuestos. No es la oscuridad, ni la soledad de los lugares lo que da fuerza a los demonios contra nosotros, sino la esterilidad del alma, escribe san Juan Clímaco (Escala Espiritual 28,9).

El alma adormecida es la que olvida a Dios, y no observa sus preceptos. El alma despierta es la que guarda los mandamientos del Señor, quien le tiene siempre presente. El alma dormida no tiene interés en corregir sus faltas, ni recordar las pasadas, ni en cometer las presentes, ni evitar las futuras. El alma despierta es la que mira atrás para procurar de no volver a tropezar, y si lo hace se levanta rápidamente. Como si viniese el mismo Señor a la cabecera de nuestro lecho para quitarnos el sueño y las legañas del alma. Entonces es preciso responder, levantarnos, correr a celebrarlo, presentarnos delante de él, porque él es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo.

“Ya es hora de despertarnos”.  Hay una hora para cada uno de nosotros. La hora de Cristo es una hora que no es suya, no escogida por él, sino por el Padre. Mientras no llega esta hora, Jesús permaneció libre de sus adversarios, pero cuando llegó esta hora es entregado a sus enemigos, aceptando que fuera así, con plena libertad de corazón. No es un determinismo, ni una falta de libertad, sino sumergirnos en lo más profundo de la libertad, adhiriéndonos totalmente a Dios y a su voluntad. En el caso de Cristo, acepta su hora por amor. Es el amor quien enfrenta Cristo a la hora determinada. Es también con esta disposición interior con la que nosotros debemos aceptar la llegada de la hora de Dios sobre nuestra vida, aceptando su voluntad y su designio.

La hora de la que nos habla el cuarto Evangelio es también la hora de la Escritura, la hora de optar entre la muerte y la vida. La hora de la luz, porque Cristo es la luz, y san Benito nos muestra con insistencia que el camino de la vida es el camino de la luz, es la llamada a seguir este camino a la que debemos prestar el oído y abrir los ojos.

En la vida hay muchas veces, muchos que no escuchan, que no saben donde vamos o qué podemos hacer para seguir adelante, a pesar de que sí sabemos que solamente quien confía en Dios puede lograr lo que busca y espera. El Señor no está nunca lejos de nosotros, sino muy cerca. Es la Palabra que nos invita a levantar la mirada. Nuestra libertad puesta en las manos de Dios decide sobre nosotros según designios que a nosotros se nos escapan, y que él con su inteligencia y sabiduría sabe a donde nos guía. Levantémonos, pues, de una vez, despertémonos, porque cada día es hora de sentir su voz, no endurezcamos nuestros corazones, pues no hay nada más dulce que esta voz que nos invita a seguir el camino de la vida, a seguir a Cristo.

domingo, 17 de junio de 2018

CAPÍTULO 68 SI A UN HERMANO LE MANDAN COSAS IMPOSIBLES

CAPÍTULO 68
SI A UN HERMANO LE MANDAN  COSAS IMPOSIBLES

1 Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles o imposibles, reciba éste el precepto del que manda con toda mansedumbre y obediencia. 2 Pero si ve que el peso de la carga excede absolutamente la medida de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su imposibilidad con paciencia y oportunamente, 3 y no con soberbia, resistencia o contradicción. 4 Pero si después de esta sugerencia, el superior mantiene su decisión, sepa el más joven que así conviene, 5 y confiando por la caridad en el auxilio de Dios, obedezca.

En el capítulo dedicado al portero concluía la primera redacción de la Regla; lo pone de manifiesto que al final del capítulo san Benito habla de leerla a menudo en comunidad, para que ninguno pueda alegar ignorancia. Pero, luego, añade algunos capítulos más, como si se hiciera consciente de que había dejado de tratar algunos otros aspectos importantes.

Hoy, vemos este punto de que se nos pueden mandar cosas difíciles, imposibles de llevar a cabo, superiores a nuestras fuerzas. ¿Qué hacer?, ¿hay que afrontarlo? San Benito se pone en el lugar de cada monje, de cada uno de nosotros. No tiene la intención de espantarnos, sino de estar cerca en los momentos más duros para animarnos a encontrar una salida, fruto de la reflexión, que brota de una conciencia lúcida y de una fe firme, en la confianza de estar en las manos de Dios. No nos ahorraremos nunca el sufrimiento, como ya lo sugiere san Benito, pues las cosas duras deben decirse por adelantado.

El capítulo nos plantea tres situaciones, in crescendo, marcadas por “tres si condicionales”. San Benito no considera que sea habitual el que nos manden cosas difíciles o imposibles de realizar, pero siempre existe esa posibilidad. Lo primero que debemos hacer es recibir la orden con mansedumbre y obediencia, no rebelarnos, captarlo como algo que nos viene del mismo Cristo, pensando que es Cristo quien nos lo manda, quien nos lo pide. Este primer paso ya es difícil. La tentación con frecuencia puede ser responder: “Sí, hombre, y qué más?... ¿quién te piensas que soy?… ¿el as de copas?

San Benito no nos pide una obediencia ciega, puramente disciplinaria. Si seguimos realmente a Cristo, no podemos tener una obediencia mecánica, de modo semejante a una orden militar y con aquella misma respuesta: “Señor, sí, Señor”…
Nosotros no obedecemos por obedecer, sino por amor a Cristo y a los hermanos. Hay, no obstante, momentos de oscuridad, de tinieblas. Ante éstas debemos pedir al Señor el don de la sabiduría, como san Elredo cuando dice: “ Por eso, Señor, te pido la sabiduría para que permanezca en mí, para que trabaje en mí: que ella disponga todos mis pensamientos, mis palabras, mis actos, todas mis decisiones, según tu designio, para gloria de tu nombre”.

San Benito nos plantea un segundo “sí” condicional, un sí dispuesto para la reflexión y para la plegaria, considerando si lo que nos piden, por su dureza, excede nuestras fuerzas. Entonces, debemos exponer nuestra imposibilidad al superior, pero con paciencia, de manera oportuna, no con orgullo, resistencia y contradicción. El modelo lo tenemos en Cristo, en la escena de Getsemaní, y aunque no llegamos a sudar sangre, siendo realistas nos podemos sentir a veces angustiados, impotentes, inseguros de nuestras propias fuerzas. Entonces, con Cristo debemos pedir al Padre que se haga su voluntad y no la nuestra. La tentación que tenemos siempre delante cuando algo nos supera. Entonces, nos debemos preguntar: ¿seguro que no puedo?  Ciertamente solos a veces no podemos, pero dejándonos ayudar quizás sí podemos.

Nos cuesta pedir ayuda, nos cuesta confiar en Aquel que nos ayuda, y nos cuesta confiar en Dios. Como en la noche de Getsemaní, si después de manifestarlo al superior, éste sigue pensando igual y se mantiene “en sus trece”, nos conviene confiar, amar y obedecer. No es una doctrina fácil, más bien al contrario, exigente, pero también fecunda. La confianza en Cristo es lo que nos debe llevar a la paz interior, acogida como un don evangélico, huyendo de los gestos desconsiderados, de las palabras fuera de lugar, con tonos excesivamente altos o precipitados, con intervenciones intempestivas, con la murmuración que destruye la obra de Dios, o con silencios o gestos desmesurados.

Ante un problema espinoso, un trabajo pesado o desagradable hay una cierta rigidez, unos deseos fuertes de salir lo más rápidamente posible, de “bajarnos del tren”, o de rechazar el cáliz, en expresión evangélica. Ante todo, una visión lineal y rigorosa nos quita la paz y nos lleva al conflicto. Las situaciones que vivimos, a menudo, no son las que querríamos vivir, ni las que hemos creado nosotros; a menudo ni siquiera hemos ayudado a crearlas, nos las encontramos, como si no tuviéramos bastante con asumirlas e intentar reparar nuestros propios errores.

¿Qué hay de realmente imposible en las situaciones que la vida lleva a plantearnos? Para Dios, con la ayuda de Dios, hay pocas cosas o ninguna, imposible. Pesado, difícil, angustioso, que nos confunde… sí, nos encontramos con frecuencia en dichas situaciones. La confianza es la clave. Confianza en nosotros mismos, confianza en que el Señor no nos carga con algo que no podemos soportar y que nos haga doblar hasta caer por tierra. Confianza en los hermanos, en que si nos dejamos ayudar podemos salir, realizar la tarea. Confianza, en definitiva, en Dios, es la que no falla nunca, pero nos cuesta confiarle nuestras preocupaciones, nos creemos suficientes y con fuerza. Cuando algo nos aparece pesado la tentación es renunciar, o denunciarlo como un abuso, como algo que no podemos llevar a cabo, nos vence.

Si a veces nos encontramos cosas pesadas o incluso imposibles, confiemos en nosotros mismos, en las fuerzas y los dones que Dios nos ha dado. Si vemos que la dureza de la carga excede la medida de nuestras fuerzas, confiemos en los hermanos y pidamos ayuda. Si la orden se mantiene, confiemos en Dios y obedezcamos por caridad, porque los dones de Dios no son para guardarlos, sino para compartirlos, siempre recibimos para dar; nunca para guardar las cosas dentro, como si el alma fuera un almacén. Las gracias de Dios se reciben para darlas a los otros. Esta es la vida del cristiano, lo que recibimos como un don de Dios, de hecho ha de darse, el don debe darse para que sea fructífero y no enterrado con miedos egoístas  (Cf. Papa Francesc Audiencia general  6 Junio 2018)

domingo, 10 de junio de 2018

CAPÍTULO 61 COMO HAN DE SER RECIBIDOS LOS MONJES PEREGRINOS



CAPÍTULO 61
COMO HAN DE SER RECIBIDOS LOS MONJES PEREGRINOS

1 Si un monje peregrino, venido de provincias lejanas, quiere habitar en el monasterio como huésped, 2 y acepta con gusto el modo de vida que halla en el lugar, y no perturba al monasterio con sus exigencias, 3 sino que sencillamente se contenta con lo que encuentra, recíbaselo todo el tiempo que quiera. 4 Y si razonablemente, con humildad y caridad critica o advierte algo, considérelo prudentemente el abad, no sea que el Señor lo haya enviado precisamente para eso. 5 Si luego quiere fijar su estabilidad, no se opongan a tal deseo, sobre todo porque durante su estadía como huésped pudo conocerse su vida. 6 Pero si durante este tiempo de hospedaje, se descubre que es exigente y vicioso, no sólo no se le debe incorporar al monasterio, 7 sino que hay que decirle cortésmente que se vaya, no sea que su mezquindad contagie a otros. 8 Pero si no fuere tal que merezca ser despedido, no sólo se lo ha de recibir como miembro de la comunidad, si él lo pide, 9 sino aun persuádanlo que se quede, para que con su ejemplo instruya a los demás, 10 puesto que en todo lugar se sirve al único Señor y se milita bajo el mismo Rey. 11 Si el abad viere que lo merece, podrá también colocarlo en un puesto algo más elevado. 12 Y no sólo a un monje, sino también a los sacerdotes y clérigos que antes mencionamos, puede el abad colocarlos en un sitio superior al de su entrada, si ve que su vida lo merece. 13 Pero tenga cuidado el abad de no recibir nunca para quedarse, a un monje de otro monasterio conocido, sin el consentimiento de su abad o cartas de recomendación, 14 porque escrito está: " No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo".

Si se presentaba, si quería permanecer, si estaba contento, si se contentaba con lo que encontraba, si, razonablemente y con caridad humilde censuraba o hacía ver algo, y después quería integrarse; entonces sí, entonces que lo admitan. Pero si se ha mostrado exigente y vicioso, si fuera tal que mereciera ser expulsado, si el abad veía que no era digno, que no lo merecía su vida, entonces no, que lo expulsen.

San Benito no lo pone fácil, pero sería extraño que, en el caso que nos ocupa hoy, pusiera fácil la posibilidad de que un monje cambie de estabilidad de un monasterio a otro. Porque no lo es. Incorporarse a una comunidad exige observar todas las prescripciones de la Regla, no suavizar nada. Así lo afirma san Benito cuando habla de los sacerdotes que quieren integrarse en el monasterio (RB LX). Lo dice, sobre todo, en uno de los capítulos que más debemos tener presentes: el LVIII, cuando habla de no admitir fácilmente, sino poner a prueba; que el candidato persevere pidiéndolo a la puerta, soportando con paciencia, perseverando en la llamada, permaneciendo un tiempo estudiando, comiendo y durmiendo, escuchando acerca de las cosas duras y ásperas que le esperan, manteniendo la promesa de incorporarse, sabiendo claramente a que se quiere comprometer, escuchando día tras día la Regla. Y después de haberlo pensado mucho y bien, y prometiendo de cumplir y observar todo, entonces, solamente entonces podemos pedir la admisión a la comunidad, estando más seguros de buscar verdaderamente a Dios y ser celosos por el Oficio divino. 

Nos lo decía esta semana el apóstol san Pedro: Pensando en ello, procurad con toda solicitud que vuestra fe vaya acompañada de una vida virtuosa, de la templanza, del conocimiento, de una paciencia constante, de la piedad con Dios, y del amor a los hermanos. (2Pe,7)

La razón invocada es el servicio a Cristo, a quien se puede servir en cualquier lugar. Lo determinante no es la situación exterior, ni las costumbres de cada casa, sino la actitud interior del monje y su relación con el Señor. En todo lugar servimos al Señor y militamos para un mismo rey. El Señor es llamado también Rey, y el servicio se define como un combate. La estabilidad, ciertamente, nos ayuda a profundizar la relación con el Señor y Rey, dos títulos que san Benito utiliza aquí y en el Prólogo. El modelo a seguir siempre es Cristo, aquel que vino a servir y no a ser servido, aunque fue merecedor de que le sirvieran los ángeles. Cristo es siempre el modelo a seguir, a imitar, siempre inabarcable, siempre imposible de llegar a ser como él, pero no por esto debemos renunciar a imitarlo.

Cristo es formado por la fe en el hombre interior del creyente, el cual es llamado a la libertad de la gracia, siendo manso y humilde de corazón, y no se vanagloria del mérito de sus obras”, escribe san Agustín en su comentario a la carta a lo Gálatas. “Como hay un solo Dios, hay también un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo. (1Tim 2,15). Si decimos a Cristo como Felipe: “Señor, muéstranos al Padre, y no necesitamos nada más” (Jn 14,8). Él nos responderá: “¿hace tanto tiempo que estoy con vosotros y todavía no me conoces? (Jn 14)

Es a Cristo a quien hemos venido a servir, y este servicio tiene una cierta dimensión de combate, pues combatir por Cristo es servirlo.

Este capítulo acaba todo el grupo de los que hablan de la entrada o la incorporación al monasterio; ciertamente, no hay ningún capítulo de la Regla menor, e incluso aquellos que nos pueden parecer más extraños, tiene un fondo de caridad, de igualdad, de comunión. Pero, especialmente en estos dedicados a la entrada al monasterio: jóvenes, niños, sacerdotes o monjes de otros monasterios. Aquí encontramos el fundamento del monaquismo, según san Benito. Cada monasterio tiene la manera concreta de vivir el ideal monástico, las tradiciones y las costumbres de cada lugar… Lo podemos experimentar cuando visitamos uno y nos detenemos en él; quizás en un primer momento nos podemos sentir un poco interesados por la novedad, pero pronto empezamos a reconocer las semejanza con el nuestro; aunque es verdad que siempre podemos aprender algo que nos puede ayudar en nuestra propia vida monástica: otra distribución del tiempo, más tiempo de plegaria, más silencio.

En algunos candidatos a la vida monástica puede surgir la tentación de venir a ser algo giróvagos inter-monasterios, aquellos que quizás les gustaría pasar el tiempo cambiando de comunidad, a la búsqueda de una comunidad ideal que no existe, o buscando la que más facilidades nos dé en una época de escasez de vocaciones. No se trata de facilitar por facilitar, sino de asegurar en la medida de lo posible de que quien se acerca al monasterio venga, verdaderamente, a la búsqueda de Dios. Lo que san Benito no aprecia son las personas que reclaman cosas superfluas, puntillosas y exigentes, y que es necesario protegerse contra los elementos perturbadores, pues seguir a Cristo en comunidad exige que nuestras miserias contagien a otros, y que lo que no queremos para nosotros no lo deseemos tampoco para otros.

Este capítulo nos puede aportar de nuevo la certeza de que san Benito quiere que nos edifiquen aquellos que nos ayudan a crecer espiritual y humanamente, vengan de donde vengan; pues en todas partes servimos al mismo Señor y Rey, pero es preciso preservar siempre la paz de la comunidad ante cualquier peligro, “sobre todo que no se manifieste el mal de la murmuración por ningún motivo, sea quien sea, ni con la más pequeña palabra o señal.” (RB 34,6) Contentos con las costumbres que encontramos, no perturbando con nuestras pretensiones, contentándonos con lo que encontramos, no siendo exigentes ni viciosos. Elementos que sirven tanto para le monje forastero, como para cada uno de nosotros, porque nuestras miserias no contagien a los demás, y para que, con caridad humilde, nuestra vida sea merecedora de ser acogida por la comunidad.