domingo, 31 de octubre de 2021

CAPÍTULO 18, ORDENACIÓN DE LA SALMODIA

 

CAPÍTULO 18

ORDENACIÓN DE LA SALMODIA

En primer lugar se ha de comenzar con el verso «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», gloria y el himno de cada hora. 2 El domingo a prima se recitarán cuatro secciones del salmo 118. 3 En las restantes horas, es decir, en tercia, sexta y nona, otras tres secciones del mismo salmo 118. 4 En prima del lunes se dirán otros tres salmos: el primero, el segundo y el sexto. 5 Y así, cada día, hasta el domingo, se dicen en prima tres salmos, por su orden, hasta el 19; de suerte que el 9 y el 17 se dividan en dos glorias. 6 De este modo E 26 Abr 29 Jul. 31 Oct. 52 coincidirá que el domingo en las vigilias se comienza siempre por el salmo 20. 7 En tercia, sexta y nona del lunes se dirán las nueve secciones restantes del salmo 118; tres en cada hora. 8 Terminado así el salmo 118 en dos días, o sea, entre el domingo y el lunes, 9 a partir del martes, a tercia, sexta y nona se dicen tres salmos en cada hora, desde el 119 hasta el 127, que son nueve salmos; 10 los cuales se repiten siempre a las mismas horas hasta el domingo, manteniendo todos los días una disposición uniforme de himnos, lecturas y versos. 11 De esta manera, el domingo se comenzará siempre con el salmo 118. 12 Las vísperas se celebrarán cada día cantando cuatro salmos. 13 Los cuales han de comenzar por el 109 hasta el 147, 14 a excepción de los que han de tomarse para otras horas, que son desde el 117 hasta el 127 y desde el 133 hasta el 142. 15 Los restantes se dirán en vísperas. 16Y como así faltan tres salmos, se dividirán los más largos, o sea, el 138, el 143 y el 144. 17 En cambio, el 116, por ser muy corto, se unirá al 115. 18Distribuido así el orden de la salmodia vespertina, todo lo demás, esto es, la lectura, el responsorio, el himno, el verso y el cántico evangélico, se hará tal como antes ha quedado dispuesto. 19 En completas se repetirán todos los días los mismos salmos: el 4, el 90 y el 133. 20Dispuesto el orden de la salmodia para los oficios diurnos, todos los salmos restantes se distribuirán proporcionalmente a lo largo de las siete vigilias nocturnas, 21 dividiéndose los más largos de tal forma, que para cada noche se reserven doce salmos. 22 Pero especialmente queremos dejar claro que, si a alguien no le agradare quizá esta distribución del salterio, puede distribuirlo de otra manera, si así le pareciere mejor, 23 con tal de que en cualquier caso observe la norma de recitar íntegro el salterio de 150 salmos durante cada una de las semanas, de modo que se empiece siempre en las vigilias del domingo por 53 el mismo salmo. 24 Porque los monjes que en el curso de una semana reciten menos de un salterio con los cánticos acostumbrados, mostrarán muy poco fervor en el servicio a que están dedicados 25 cuando podemos leer que nuestros Padres tenían el coraje de hacer en un solo día lo que ojalá nosotros, por nuestra tibieza, realicemos en toda una semana.

 

Del capitulo 18 al 20, la regla trata de la plegaria y la liturgia, inmediatamente después de los capítulos dedicados al fundamento espiritual de la vida del monje: la humildad, el silencio, las buenas obras o la obediencia. Como si éstas fuesen una preparación para la plegaria. San Benito no deja la plegaria al azar, y tampoco establece un esquema cerrado al decirnos: “sobre todo advertimos que si a alguno no le agrada esta distribución de los salmos, lo ordene, si lo cree mejor, de otra forma”. Pero viene a recalcar que “en todo caso observe esto: Que cada semana se recite el Salterio con sus ciento cincuenta salmos, y en las vigilias del domingo se retome siempre por donde se ha comenzado.

Esta no es una idea nueva en el monaquismo. San Pacomio ya lo proponía en monasterios de Egipto, donde se rezaban 24 salmos diarios; distribuidos 12 por la mañana, 12 a la tarde, para llegar a los 150 en una semana. San Benito es más preciso y organiza un esquema para las comunidades, con su habitual sensibilidad, repartiendo los salmos más largos en diversos días, o reuniendo los más cortos.

Este esquema es seguido mayoritariamente en los monasterios durante siglos, y no se ha abandonado por una relajación de costumbres, sino que influyeron factores como las reformas eclesiales del Oficio Divino.

Citamos dos. A inicios del siglo XX, a partir de la Constitución Apostólica Divino Aflatu, sobre el Salterio de san Pio X se propone un nuevo esquema. Para San Pio X es un hecho demostrado que los Salmos, compuestos por inspiración divina, desde los orígenes de la Iglesia, sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza. Los Salmos, además tienen una eficacia especial parea suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En esta distribución establecida en 1911, cada día ya tenía sus propios Salmos, dispuestos en un nuevo Salterio, común para todo el año a excepción de ciertos días de fiesta.

Una nueva reforma del Concilio Vaticano II, a partir de la Constitución Apostólica Laudis Canticum de San Pablo VI, que promulga el Oficio Divino reformado por mandato del Vaticano II, con un esquema que acabará imponiéndose en muchas comunidades, y también en monasterios, en detrimento de la tradición monástica. El Vaticano II, supone todo un impulso considerable para establecer el Oficio Divino como plegaria de toda la Iglesia, como escribe San Pablo VI:

“El Oficio es oración de todo el pueblo de Dios, ha sido dispuesto y preparado de manera que puedan participar no solamente los clérigos, sino también los religiosos y los mismos laicos. (Laudis Canticum, 1)

Si “sobre todo la oración de los Salmos que proclama la acción de Dios en la historia de la salvación, ha de ser recibida con renovado amor por el pueblo de Dios (Laudis Canticum 8), tanto más debe ser para los monjes, un instrumento privilegiado de plegaria.

Nos podríamos preguntar, qué representan los Salmos para cada uno de nosotros, cómo los rezamos o los cantamos… En ocasiones, parece que los salmistas leen palabras sueltas de lo que resulta que quienes escuchan difícilmente captan el sentido de la salmodia. Los Salmos no son para nosotros desconocidos, pues si prestamos atención percibimos que están en las manifestaciones de nuestra vida diaria, en nuestro interior. Son un reflejo de toda la problemática humana.

El Oficio Divino no puede ser un hablar por hablar, sino un hablar con Dios, con el mismo vocabulario que utilizó Cristo, con las mismas palabras que utilizan otras religiones y sobre todo nuestros “hermanos mayores” en palabras de san Juan Pablo II (cfr. Discurso en la Sinagoga de Roma, 13 Abril 1986)

Siempre estamos llamados a profundizar en los Salmos. O estudiando su estructura literaria, o sus autores, su formación o el contexto en que nacieron. También considerando los diferentes sentimientos que manifiestan del espíritu humano: alegría, acción de gracias, amor, ternura, sufrimiento….

Los Salmos, a pesar de haber sido escritos hace muchos siglos, y por creyentes judíos, son asumidos en la plegaria de los discípulos de Cristo. Por ello, los Padres de la Iglesia, convencidos de que en ellos nos habla Cristo, se interesaron de manera especial. No pensaban solo en la persona individual de Jesús, sino en el Cristo total, es decir la Iglesia. Es preciso orar el salterio a la luz del misterio de Cristo; de esta lectura nace su dimensión eclesial, que se pone de manifiesto cuando oramos con los salmos en comunidad, como oración del Pueblo de Dios. Entonces, es imposible dirigirse a Dios, que habita en los cielos sin una auténtica comunión de vida con los hermanos que viven en la tierra. Por todo ello, el Salterio es la fuente y la cima de toda la oración cristiana.

En palabras de san Pablo VI: “la oración cristiana es, sobre todo, oración de toda la familia humana que se asocia en Cristo. En esta plegaria participa cada uno, pero es propia de todo el cuerpo, por eso expresa la voz de la amada Esposa de Cristo, los deseos y votos de todo el pueblo cristiano, las súplicas y peticiones por las necesidades de todos los hombres” (Laudis Canticum, 8)

 

 

 

 

domingo, 24 de octubre de 2021

CAPÍTULO 11, CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS

 

CAPÍTULO 11

                CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS

Los domingos levántense más temprano para las vigilias. 2 En estas vigilias se mantendrá íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis salmos y el verso, tal como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y por orden en los escaños, se leen en el libro, como ya está dicho, cuatro lecciones con sus responsorios. 3 Pero solamente en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo cante; y cuando lo comience se levantarán todos con reverencia. 4Después de las lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los anteriores, y el verso. 5 A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones con sus responsorios, de la manera como hemos dicho. 6 Después se dirán tres cánticos de los libros proféticos, los que el abad determine, salmodiándose con aleluya. 7 Dicho también el verso, y después de la bendición del abad, léanse otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento de la manera ya establecida. 8 Acabado el cuarto responsorio, el abad entona el himno Te Deum laudamus. 9 Y, al terminarse, lea el mismo abad una lectura del libro de los evangelios, estando todos de pie con respeto y reverencia. 10 Cuando la concluye, respondan todos «Amén», e inmediatamente entonará el abad el himno Te decet laus. Y, una vez dada la bendición, comienzan el oficio de laudes. 11 Esta distribución de las vigilias del domingo debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o de verano, 12 a no ser que, ¡ojalá no ocurra!, se levanten más tarde, y en ese caso se acortarán algo las lecturas o los responsorios. 13 Pero se pondrá sumo cuidado en que esto no suceda. Y, cuando así fuere, el causante de esta negligencia dará digna satisfacción a Dios en el oratorio.

Escribe san Juan Clímaco en el 19 grado de su Escala espiritual:

Cuando la campana da la señal para la plegaria, el monje que ama a Dios dice: “Bien, bien”.  Y el perezoso, en cambio, suspira: Ay de mí, ay de mí”.

La campana nos convoca cada día para celebrar las vigilias cuando todavía domina la noche, “Mediae noctis tempus est” cantamos en un himno de maitines. Esta plegaria nocturna ha tenido siempre un lugar importante en la liturgia. Fundamentalmente, expresa la espera del Señor que ya vino, que murió en la cruz, fue sepultado y resucitó, que subió al cielo, y que ahora esperamos su vuelta.

Esta hora litúrgica representa la última etapa de la plegaria, que tenía lugar durante la oscuridad, siguiendo el ejemplo del mismo Jesús que se retiraba en la noche para orar, como nos dice san Lucas: “Jesús se fue a la montaña para orar, y pasó toda la noche orando a Dios (Lc 6,12); o san Mateo: “después de despedirlos, subió solo a la montaña para orar” (Mt 14,23

No se sabe bien como está hora litúrgica se configuró en los primeros tiempos del cristianismo, la frecuencia que tenía, o si era una oración privada o comunitaria. Sí, que en la Edad Media, en el mundo monástico viene a ser un momento fuerte del día, en las Iglesias de Roma, Jerusalén, Milán  (López Martín, Julián), La oración de las Horas, p. 185-199).

Poco a poco, se situó en la hora antes del alba, en latín “matuta”, de donde viene el nombre de maitines. Las mismas palabras que han ido definiendo esta plegaria indican una cierta diversidad en su ubicación horaria. Parece que en la tradición benedictina la palabra latina “matutinum” significa un oficio de la mañana o del amanecer, mientras que, en general, en la Iglesia se utiliza más la palabra ·Vigilias”, en relación con la Vigilia Pascual, o las celebradas para iniciar las solemnidades de Navidad o Pentecostés, o en las catedrales, presididas por el obispo, y teniendo como modelo la liturgia de Jerusalén. Los Padres nos exhortan a la plegaria nocturna cuotidiana, estructurada a partir de los monasterios, a medianoche o al canto del gallo. Es lo nos dice el Sal 119: “A media noche me levanto para alabaros, porque sois justo en vuestros juicios (Sal 119,62)

La Constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano II nos dice que “la Hora llamada Maitines, aunque conserve su carácter de alabanza nocturna puede rezarse a cualquier hora del día” (SC 89c)

Lo ideal es mantener esta plegaria cuando todavía es noche. “Son dignos de alabanza los que mantienen el carácter nocturno del Oficio de Lectura” dice la Institutió Generalis Liturgiae Horarum. En cualquier caso, la Iglesia quiere que esta Hora conserve su importancia espiritual con lecturas; incluso el Vaticano II pide que “tenga menos salmos y lecturas más largas” (SC 89c). Esta Hora ya había sido objeto de diferentes cambios en las reformas del Oficio Divino y en el Vaticano II, ante aquellos que pedían incluso la desaparición de esta Hora, o su conversión en una lectura libre de la Escritura. Pero ha acabado por mantenerse como una plegaria eclesial pública, oficial.

Durante el Sínodo de Obispos de a967, un grupo de obispos insistió en la reconversión, eliminando salmos, y dando libertad en las lecturas. Quizás de aquí viene la denominación de Oficio de Lectura. Nos lo dice la misma Institutio Generalis Liturgiae Horarum: “La plegaria ha de acompañar la lectura bíblica, para que sea un verdadero coloquio entre Dios y el hombre, ya que “cuando oramos hablamos a Dios, y cuando leemos la Escritura escuchamos a Dios (DV 25). Este Oficio de Lectura no busca ser un estudio intelectual sino una meditación orante de la Escritura o del Magisterio de los Padres en un ciclo bianual.

Escribe San Juan Clímaco en su Escala Espiritual (grado 19):

“El mal monje está siempre despierto para una conversación; pero cuando llega la hora de la plegaria, entonces se le cierran los ojos. El monje relajado sobresale en charlar; pero cuando es la hora de la lectura es incapaz de tener los ojos abiertos”.

San Benito nos habla de lo importancia de los Maitines, que aumenta cuando los celebramos en domingo. Es preciso estar despiertos para empezar el Día del Señor, que iniciamos con las primeras Vísperas.

“Primo dierum Omnium” cantamos en la semana 1ª. En la tradición judía era el primer día de la semana, pero con la Resurrección de Cristo viene a ser “el día del Señor” (Apoc 1,10). En este día, además de la celebración de la Eucaristía, el oficio mas antiguo es la Vigilia, por esto san Benito nos propone un formulario más desarrollado, para los que desean celebrar la fiesta dominical de manera más intensa.

Escribe san Juan Pablo II: “Una aguda intuición pastoral va sugerir a la Iglesia cristianizar, para el domingo, el “día del sol”, expresión con la que los romanos llamaban a este día, y que todavía hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas, apartando a los fieles de la seducción de los cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia Cristo, verdadero sol de la humanidad”  (Dies Domini, 27)

¿Qué mejor manera de celebrar este Día del Señor que con los salmos y las lecturas que nos ofrece el oficio de Maitines? San Benito nos pide, incluso, de levantarnos más temprano, pero por lo menos no sea más tarde y tengamos que recortar el oficio.

Nos dice san Eusebio de Alejandría: “El sagrado día del Domingo es la conmemoración del Señor. Por esto se llama Domingo, que es como decir el primero de los días. De hecho, antes de la Pasión del Señor no se decía Domingo, sino el día primero. Este día primero el Señor se inicia con la Resurrección del Señor, es decir con la creación del mundo; este dio al mundo las primicias de la Resurrección; y también manda que celebremos los misterios sagrados. Por lo tanto, este día nos lleva al comienzo de toda gracia; el inicio de la creación del mundo, el inicio de la resurrección, el inicio de la semana. Al contemplar en este día tres comienzos, nos muestra el primado de la Santísima Trinidad”. (Sermón 6, 1-3)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



domingo, 17 de octubre de 2021

CAPÍTULO 7,56-58 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,56-58

LA HUMILDAD

El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57 ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58 y que «el deslenguado no prospera en la tierra».

Vigilaré mis pasos para no pecar con la lengua, nos dice el Salmo 39.

Pecado y lengua son dos palabras muy relacionadas en la Escritura. Nos fijamos en una palabra concreta que aparece en el texto latino: taciturnitatem, que la Regla traduce por guardar silencio.

Taciturnitatis la define el Diccionario del Instituto de Estudios Catalanes, como la cualidad de taciturno, persona habitualmente silenciosa, que huye de toda conversación. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, dice del taciturno, que es el callado silencioso, que le molesta hablar o que es triste, melancólico, cansado… Su sentido original latino va estrechamente unido al verbo latino “taceo”, callar, también con la idea de conservar la calma y hacer silencio.

San Benito pide al monje en el capítulo 42. “studere silentium”, donde nos dice que es preciso cultivar, cuidar, crear, construir… el silencio. La finalidad es doble, pues por un lado nos abre a la escucha meditativa de la Palabra de Dios, y por otro, facilita la caridad con los hermanos.

La lengua hay que controlarla, saberla utilizar para evitar el pecado. El mal uso nos puede llevar a pecar de palabra; pues como dice el libro de los Proverbios, “muerte y vida están en manos de la lengua” (18,21). El silencio es renuncia a utilizar el poder de la palabra en beneficio propio. Nuestro Abad General utiliza una expresión más fuerte: es desarmarse delante de los otros, de manera que las palabras no sean como armas de destrucción masiva que buscan duelos en los cuales hay un vencedor y un vencido, dinámica que provoca la venganza y la eternización del conflicto.

San Benito sabe bien que a veces puede ser mejor callar, que no pasar a una ofensiva con un arma de grueso calibre, como puede ser nuestra lengua. El problema es que raramente somos amos de la cualidad de nuestra palabra y de su efecto en los demás. Para conseguir un control necesitamos una conversión del corazón que corte el poder perverso de la palabra, su capacidad posesiva y ofensiva, y la convierta más en transmisión de la Palabra de Dios, que es más creadora y bondadosa (cfr Gen 1). Para favorecer este desarme unilateral, san Benito nos propone: callar y escuchar; nos propone un silencio constructivo, atento a la Palabra de Dios, para que ésta transforme nuestros corazones, y haga salir de nuestra boca palabras sensatas y justas, y en el momento oportuno.

Callando y escuchando, aprendemos a concebir la palabra no como un arma en manos de la lengua, sino como un don para transmitir el bien. Pero será preciso fundamentarnos en la Palabra de Dios, que debe ser escuchada en silencio. El silencio benedictino y monástico no es nunca autista, un cerrarse en si mismos, que sería escuchar la propia voz, sino que es un acto de relación, un renunciar a la palabra propia para escuchar al otro, para escuchar esencialmente a Dios. Por tanto, el silencio debe nacer de la humildad de reconocer que la palabra del otro puede ser más importante que la nuestra, o por lo menos tan importante como la nuestra. Pero a esto solamente llegamos si cuidamos la escucha de la Palabra de Dios.

El silencio, por sí mismo, es puro vacío. Pero es un vacío que hace relación a alguna cosa. Hay vacíos cerrados y vacíos capaces de ser llenados. Nosotros, somos capaces de Dios, pero para poder acoger su presencia es preciso desear acogerla, lo cual conseguiremos con un silencio interior que apague o neutralice el rumor de nuestros malos pensamientos, que, descontrolados, salen de nuestra lengua en forma de palabras pecadoras.

El peor enemigo de la vida comunitaria, repite san Benito en la Regla, es la murmuración, y el peor enemigo de la murmuración es la taciturnidad.

Nuestro Abad General, afirma que es preciso trabajar contra el ruido interior, y este ruido no es otro que el de la murmuración. Cuando renunciamos a hacer un espacio, cuando no queremos desprendernos de nuestros ruidos, ideas, verdades… cuando rechazamos el cuestionarnos y ser cuestionados, entonces no dejamos lugar ni a Dios ni a los demás. Cuando construimos una defensa agresiva de nuestros puntos de vista, no damos lugar a aprender, y corremos el riesgo de hacer crecer en nosotros un ego desmesurado con el peligro de invadir los espacios de los otros y cerrar la puerta a Dios.

 El Papa Francisco también habla de la murmuración como uno de los grandes males de la Iglesia. Nos dice: “Muchas veces, lo sabemos, es más fácil o más cómodo percibir y condenar los defectos y los pecados de los otros sin ser conscientes de los nuestros con la misma claridad. Siempre escondemos nuestros defectos, en cambio, es fácil ver y manifestar los defectos de los otros. La tentación es ser indulgente con uno mismo, y duro con los demás… Todos tenemos defectos, todos. Hemos de ser conscientes de esto y, antes de condenar a otros, mirar dentro de nosotros mismos. Así podremos actuar de manera fiable, con humildad, dando testimonio de caridad… Quien es bueno saca de su corazón y de su boca el bien, y quien es malo saca el mal, practicando el ejercicio más nocivo entre nosotros, que es la murmuración, el chafardear, hablar mal de los otros. Eso destruye la familia, destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye la vecindad. Por la lengua comienzan las guerras” (Angelus 3 de Marzo de 2019)

domingo, 10 de octubre de 2021

CAPÍTULO 7,31-33 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,31-33

LA HUMILDAD

El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos, 32 sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». 33Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona».

La voluntad guía nuestras acciones. Nuestra vida sin voluntad en todo lo que podemos hacer deja de tener sentido, pues los hombres no somos unas máquinas, unos autómatas programados para hacer sin pensar. Dios nos ha dado el libre albedrío para decidir. Potencia y acción son dos axiomas que rigen la conducta del ser humano, por esto es tan importante ser guiados por una recta voluntad.

Ciertamente, nos dice san Benito, no hay mejor ejemplo, mejor modelo que el mismo Cristo. Pero hacer la voluntad del Padre, como él la hizo hasta el extremo, no es fácil e implica una lucha interior. Cristo hizo la voluntad del Padre hasta el extremo, lo que no es fácil e implica una fuerte lucha interior. Si creemos hacer la voluntad de Dios como por naturalidad, nos engañamos a nosotros mismos, porque estamos cubriendo nuestro deseo, supuestamente, con el deseo del querer de Dios y eso es engañarnos.

La voluntad puede ser conjugada en las tres personas del singular. Habitualmente lo hacemos en primera persona, “yo quiero”, y esta expresión se convierte en ley para nuestra vida, y obstáculo para la voluntad del Señor.

Escribe Benito Standaert, monje de san Andrés en Bélgica, que este segundo grado toca la voluntad propia en una doble línea: positiva y negativa. La negativa enlaza con el primer grado de la humildad, de no amar la propia voluntad, el propio deseo, no ir detrás de nuestros deseos, y pedir a Dios con la plegaria que se haga en nosotros su voluntad. Una voluntad, la de Dios, que a veces no es el camino que nos parece más recto, sino el que se nos presenta más pedregoso.

Escribía santa Teresa de Jesús: “Decir que dejaremos nuestra voluntad en otra persona es muy fácil, hasta que probándose se entiende que es la cosa más recta que se puede hacer, si se cumple como se ha de cumplir” (Camino de perfección, 32).

La positiva es imitar al Señor, habiendo escuchado lo que Él nos dice en la Escritura y poniéndolo en práctica.

“No he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado” (Jn 6,38) es una palabra que utiliza san Benito en el capítulo V al hablar de la obediencia, y al mostrarnos el lazo estrecho entre la voluntad del Señor y la obediencia, pone en evidencia la clave cristológica de toda la Regla.

Normalmente es nuestra voluntad la peor enemiga para hacer la voluntad del Señor. En nuestra jornada diaria la voluntad del Señor viene determinada por el horario establecido en la comunidad, en hacer cada cosa cuando toca y donde toca, y este horario se expresa de manera muy concreta con la voz de la campana. Y siempre está la tentación de demorarnos con un “tengo tiempo”, corriendo el riesgo de hacer tarde, y ocasionar así distracción en la vida de la comunidad.

Este es un aspecto en el conjunto de nuestra vida, y bastante habitual, y que muestra bien la lucha constante entre la voluntad del Señor y la nuestra.

La segunda persona del singular “tu quieres”, también puede acabar siendo un enemigo para hacer la voluntad del Padre, pues los pequeños grupos cerrados llevan a un exclusivismo, y una dependencia afectiva de otros hermanos. No se trata de satisfacer la voluntad de estos. Se trata de satisfacer la voluntad del Señor y no el ego de un hermano nuestro, no sea que se cumpla lo que escribe san Pablo a Tito: “a estos convienes taparles la boca, pervierten familias enteras, enseñando por una ganancia mezquina lo que no conviene! (Tit 1,11)

Escribe santa Teresa de Jesús: “de aquí viene el no amarse tanto todas, el sentir el agravio que se hace a la amiga, el desear tenerla para regalarla, el buscar tiempo para hablarla, y muchas veces más para decirle lo que la quiere y otras cosas impertinentes. Porque estas amistades grandes pocas veces van ordenadas a ayudar a amar más a Dios, antes creo las hace comenzar el demonio para comenzar bandos en las religiones, que cuando es para servir a Su Majestad, luego se parece que no va la voluntad con pasión, sino procurando ayuda para vencer otras pasiones” (Camino de perfección, 4)

La única que vale es la tercera persona del singular: “Él quiere”, es decir el Señor. ¿Cómo saber lo que Él quiere de nosotros? Teniendo en cuenta los textos de la Escritura, de la Regla, de los Santos Padres. Según sus enseñanzas, nunca encontraremos justificación para imponer nuestra voluntad, o satisfacer la de otro hermano. Siempre nos encontraremos con la invitación a hacer la voluntad del Padre, como Jesús vino a hacerla, lo cual no le fue fácil, lo cual se evidencia con claridad en Getsemaní, momento culminante en que Jesús afronta el sacrificio final de su vida y de su voluntad.

A nosotros Dios no nos pide cada día un sacrificio tan sublime, sino ir conformando nuestra vida con la del Señor, y si nos va llevando por caminos de morir a nosotros mismos, esto no ha de dolernos si recordamos la enseñanza de san Pablo: “Porque para mí vivir es Cristo y morir una ganancia” (Filp 1,21)

En palabras de san Pedro de Alcántara, uno de los maestros espirituales de santa Teresa de Jesús: “Cada uno entienda que el fin de todos estos ejercicios y de toda la vida espiritual es la obediencia a los mandamientos de Dios y el cumplimiento de la divina voluntad, para lo cual es necesario que muera la propia voluntad, para que así viva y reine la divina” (Tratado de la oración y meditación, 11).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 3 de octubre de 2021

CAPÍTULO 2, 30-40 COMO DEBE SER EL ABAD

 

CAPÍTULO 2, 30-40

COMO DEBE SER EL ABAD

Siempre debe tener muy presente el abad lo que es y recordar el nombre con que le llaman, sin olvidar que a quien mayor responsabilidad se le confía, más se le exige. 31 Sepa también cuan difícil y ardua es la tarea que emprende, pues se trata de almas a quienes debe dirigir y son muy diversos los temperamentos a los que debe servir. Por eso tendrá que halagar a unos, reprender a otros y a otros convencerles; 32 y conforme al modo de ser de cada uno y según su grado de inteligencia, deberá amoldarse a todos y lo dispondrá todo de tal manera que, además de no perjudicar al rebaño que se le ha confiado, pueda también alegrarse de su crecimiento. 33 Es muy importante, sobre todo, que, por desatender o no valorar suficientemente la salvación de las almas, no se vuelque con más intenso afán sobre las realidades transitorias, materiales y caducas, 34 sino que tendrá muy presente siempre en su espíritu que su misión es la de dirigir almas de las que tendrá que rendir cuentas. 35Y, para que no se le ocurra poner como pretexto su posible escasez de bienes materiales, recuerde lo que está escrito: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura». 36Y en otra parte: «Nada les falta a los que le temen». 37 Sepa, una vez más, que ha tomado sobre sí la responsabilidad de dirigir almas, y, por lo mismo, debe estar preparado para dar razón de ellas. 38Y tenga también por cierto que en el día del juicio deberá dar cuenta al Señor de todos y cada uno de los hermanos que ha tenido bajo su cuidado; además, por supuesto, de su propia alma. 39Y así, al mismo tiempo, que teme sin cesar el futuro examen del pastor sobre las ovejas a él confiadas y se preocupa de la cuenta ajena, se cuidará también de la suya propia; 40 y mientras con sus exhortaciones da ocasión a los otros para enmendarse, él mismo va corrigiéndose de sus propios defectos. 

 

Temiendo siempre el futuro examen”, dice san Benito, nuestra vida de abad, de cada monje tiene una dimensión escatológica que es fundamental. No estamos en este mundo para permanecer, sino de paso, y lo importante es prepararnos para el día de juicio, para dar cuenta de nuestra vida. De acuerdo a nuestra vida seremos juzgados, y de acuerdo con la tarea encomendada por el Señor.

San Benito deje entrever que, a mayor responsabilidad, más dificultad será el encontrar la misericordia, aunque en el Señor es infinita, y debemos estar con esperanza viva. Lo cual no quiere decir relajación en el cumplimiento de los mandamientos del Señor.

La misericordia del Señor estará en relación a nuestro conocimiento de sus preceptos, y no se podrá aludir la ignorancia, pues con frecuencia escuchamos la Palabra del Señor y la meditamos, escuchamos la Regla de san Benito y la acogemos, o debería ser así. Nadie puede alegar desconocimiento, sino al contrario, estamos obligados a seguir estos preceptos, una disciplina elegida libremente para seguir la voluntad de Dios. El camino que lleva a la vida eterna es la obediencia. No, no obedecemos ningún hombre más o menos carismático, sino que obedecemos al Señor que nos ha llamado a la vida monástica, y que al final nos examinará a cada uno según lo que le ha pedido y le ha concedido.

Escribe Anselmo Grün que la disciplina genera bienestar, pues ayuda a minimizar los errores, unos errores que generan sufrimiento y pueden afectar a la salud emocional; mientras que la disciplina sostiene la espiritualidad, anima un comportamiento estructurado, es equilibrada, lo cual no es fácil y precisa de un esfuerzo personal para alcanzarlo y mantenerlo. Lo que verdaderamente nos importa como monjes es la salvación y lo que realmente preocupa a san Benito.

Estamos, dice Aquinata Böckmann en la conclusión de este capítulo, y la palabra “alma” adquiere un protagonismo central ligado con la diversidad. Individualidad y comunidad, dos conceptos muy unidos por un objetivo común: llegar juntos a la vida eterna.

La prioridad absoluta es la salvación de nuestras almas, y todos participamos de esta responsabilidad individual y colectiva. Todo el camino es un prepararnos para dar cuenta al Señor en el día del juicio, mediante la corrección de nuestros defectos.

 

La Regla es una guía, una hoja de ruta, inspirada en el Evangelio y no un fin en sí misma. San Benito afirma que “es un comienzo de vida monástica” (RB 73,1), un instrumento para encaminar al monje, para abrirle los horizontes infinitos de doctrina y de virtud, para encaminarse con la ayuda de Dios a la patria celestial, que es nuestro destino.

Una de las cosas más interesantes de la vida comunitaria, pero también de las más difíciles es la adaptación a los demás y la búsqueda del bien común, dejando los intereses personales. La adaptación exterior no resulta difícil. El trabajo, la oración litúrgica, la lectura, el estudio, la dinámica de una comunidad, son cosas a las cuales uno se va adaptando. Pero las relaciones fraternas nos ponen a prueba cada día, porque tocan nuestro “ego”, tienden a descubrir lo que verdaderamente somos. Podemos intentar huir refugiándonos en nuestras ocupaciones, pero en una vida comunitaria nunca nos podemos esconder del todo. Hay una tendencia natural a mirar las cosas desde uno mismo y hacer de nuestra visión el modelo que los demás deben seguir. Entonces es cuando nos quejamos o nos impacientamos si los demás no se aplican a hacer lo que nosotros creemos que deben hacer. Las relaciones fraternas nos ponen a prueba, y nos piden un cambio de actitud, acogiendo al otro en su diversidad, y soportando también sus debilidades.

Si el Señor es el centro y el horizonte de nuestra vida, si nos hemos consagrado a él y a él buscamos, y que es nuestro guía, sabemos que solamente él nos puede llevar a la meta.

Si en el Prólogo se nos dice que la Regla es el camino para volver a él, del cual nos habíamos apartado por la desobediencia, en el capítulo del buen celo reconoce que si el mismo Cristo, no nos lleva nunca llegaremos. Un camino que llega a su punto culminante con la muerte, inicio de una vida en plenitud, la vida eterna, tan deseada por san Benito no como una alienación de la realidad presente, sino como una plenitud.

Hay quien añora la vida futura, porque es incapaz de encontrar un sentido a la presente. Para nosotros es un añorar la patria futura como una plenitud de la que vivimos aquí. Este es el camino del monje, un camino guiado por el anhelo de la Pascua.

Decía san Cirilo de Alejandría: “luchamos ante la presencia de Dios, teniendo en gran honor su ley divina, y dirigimos el curso de nuestra vida hacia lo que le agrada más, dispuestos a servirlo” (Hom. Pascuales 9,6)