domingo, 24 de noviembre de 2019

CAPÍTULO 42 EL SILENCIO DESPUES DE COMPLETAS



CAPÍTULO 42
EL SILENCIO DESPUES DE COMPLETAS

En todo tiempo han de cultivar los monjes el silencio, pero muy especialmente a las horas de la noche. 2 En todo tiempo, sea o no de ayuno 3 -si se ha cenado, en cuanto se levanten de la mesa-, se reunirán todos sentados en un lugar en el que alguien lea las Colaciones, o las Vidas de los Padres, o cualquier otra cosa que edifique a los oyentes; 4 pero no el Heptateuco o los libros de los Reyes, porque a los espíritus débiles no les hará bien escuchar a esas horas estas Escrituras; léanse en otro momento. 5 Si es un día de ayuno, acabadas las vísperas, acudan todos, después de un breve intervalo, a la lectura de las Colaciones, como hemos dicho; 6 se leerán cuatro o cinco hojas, o lo que el tiempo permita, 7 para que durante esta lectura se reúnan todos, si es que alguien estaba antes ocupado en alguna tarea encomendada. 8 Cuando ya estén todos reunidos, celebren el oficio de completas, y ya nadie tendrá autorización para hablar nada con nadie. 9 Y si alguien es sorprendido quebrantando esta regla del silencio, será sometido a severo castigo, 10 a no ser que lo exija la obligación de atender a los huéspedes que se presenten o que el abad se lo mande a alguno por otra razón; 11 en este caso lo hará con toda gravedad y con la más delicada discreción. 

San Benito destaca que los monjes, ante todo, deben ser hombres de silencio, cultivarlo siempre, durante todo el día, pero sobre todo a la noche, periodo que se viene a llamar el gran silencio. El monje ha de ser un hombre de silencio, de oración, de trabajo, enemigo de la murmuración, amigo de Dios en todo tiempo. El silencio de los monjes no es un silencio estéril, sino atento, expectante, en la línea de la concepción teológica cristiana del silencio. Jesús se retiraba a menudo a la noche a orar, solo, en silencio ante el Padre.

Para el gran silencio nos preparamos con los Salmos de Completas, con los que invocamos la protección del Señor durante la noche, viendo la noche en relación con la muerte, con el tiempo de Jesús en el sepulcro, una noche que no es el fin sino la espera de un nuevo día, recuerdo del momento de la Resurrección, cuando todavía era oscuro en aquel domingo primero, momento que recordamos en el oficio de Maitines. Este silencio nocturno tiene un sentido escatológico, el sentido de la muerte para resucitar a un nuevo día, a una nueva vida.

Para preservar nuestro silencio hay como tres círculos que nos ayudan.  En primer lugar, la misma situación del monasterio. No estamos en el desierto, es cierto, pero sí a una cierta distancia de los núcleos urbanos, y esto lejos de ser un inconveniente debemos verlo como una situación privilegiada que nos centra en nuestra vida de búsqueda de Cristo, evitando obstáculos innecesarios. “El lugar más adecuado para dedicarse a la oración, a la contemplación y a la soledad es un lugar remoto y tranquilo” (Dionisio el cartujano). Es un concepto de separación del mundo de fuga mundo, como se formulaba en otro tiempo, y que hoy podríamos entender como un tomar distancia para ver el mundo con una cierta perspectiva que nos permite orar por él, del que formamos parte, y a la vez contemplándolo con los ojos de la fe
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Un segundo círculo es el mismo monasterio, que siguiendo la Regla está pensado para poder vivir allí sin sentirse encerrado, con espacios amplios, en un lugar privilegiado por el entorno y la misma arquitectura, concebida para esta finalidad: ayudarnos a vivir con intensidad la búsqueda de Dios. Un espacio para orar, un espacio donde comer escuchando una lectura; otro donde seguir la lectura de la Regla; otro donde trabajar, otro donde descansar, donde escuchar la Palabra… Algunos de estos espacios los compartimos con quienes se acercan como huéspedes, para compartir el silencio y la oración, para lo que necesitan una ayuda, dada la dificultad del ambiente social, lo cual supone también para la comunidad un mayor esfuerzo de fidelidad en nuestra vida monástica, para ser también más fieles en el testimonio.

El círculo tercero es, seguramente, el más importante. Es el silencio interior que se facilita en principio con la práctica del exterior. Es un punto que comenta san Columbano:

“Lo que es óptimo suele ser también muy frágil, y las cosas más preciosas exigen una mayor cautela y custodia más diligente. Es frágil lo que una pequeña palabra puede hacer perder, o aniquilar un pequeño daño de un hermano. Porque no hay nada que atraiga tanto como decir cosas que en realidad no importan a los demás, o preocuparse de cosas con las que no van a hacer nada, decir palabras ociosas, o hablar de los ausentes. Entonces, los que no puedan decir: “El Señor me ha dado una lengua de maestro para que, con la palabra, sepa sostener a los cansados, que callen, y si dicen alguna cosa que sea pacífica” (De las Instrucciones de san Columbano, Abad)

A este esfuerzo por mantener el silencio, especialmente el silencio nocturno nos ayuda, al acabar el día, la lectura. San Benito nos habla de las lecturas de las Colaciones o las Vidas de los Padres, o algo edificante. Es como si al acercarnos a la oración final del día lo que escuchamos se transformara en un suave rumor que nos invita al silencio. Los tiempos han cambiado y el silencio interior y exterior ha de ser también un silencio virtual para poder reposar en paz, como le pedimos cada día al Señor.

Hablamos demasiado del silencio, y acabamos rompiéndolo a la más mínima ocasión para atraer la atención del otro. Quizás por eso habla san Benito en el capítulo VIII en el sentido de prohibir las palabras groseras, ociosas y que producen risas, condenándolas a una eterna reclusión.

Hay momentos y momentos, y como dice el libro del Eclesiástico: “Un hablar inoportuno es como reír en un funeral” (Eclo 22,6). Hay lugares y momentos privilegiados para mantener el silencio: el coro, el claustro, el refectorio, sala capitular…. A partir de Completas y hasta después de Laudes. Aprovechémoslos.




domingo, 17 de noviembre de 2019

CAPÍTULO 35 LOS SEMANEROS DE COCINA


CAPÍTULO 35
LOS SEMANEROS DE COCINA

 Los hermanos han de servirse mutuamente, y nadie quedará dispensado del servicio de la cocina, a no ser por causa de enfermedad o por otra ocupación de mayor interés, 2porque con ello se consigue una mayor recompensa y caridad. 3Mas a los débiles se les facilitará ayuda personal, para que no lo hagan con tristeza; 4y todos tendrán esta ayuda según las proporciones de la comunidad y las circunstancias del monasterio. Si la comunidad es numerosa, el mayordomo quedará dispensado del servicio de cocina, y también, como hemos dicho, los que estén ocupados en servicios de mayor interés; 6todos los demás sírvanse mutuamente en la caridad. 7El que va a terminar su turno de semana hará la limpieza el sábado. 8Se lavarán los paños con los que se secan los hermanos las manos y los pies. 9Lavarán también los pies de todos, no sólo el que termina su turno, sino también el que lo comienza. 10Devolverá al mayordomo, limpios y en buen estado, los enseres que ha usado. 11El mayordomo, a su vez, los entregará al que entra en el turno, para que sepa lo que entrega y lo que recibe. 12Cuando no haya más que una única comida, los semaneros tomarán antes, además de su ración normal, algo de pan y vino, 13para que durante la comida sirvan a sus hermanos sin murmurar ni extenuarse demasiado. 14Pero en los días que no se ayuna esperen hasta el final de la comida. 15Los semaneros que terminan y comienzan la semana, el domingo, en el oratorio, inmediatamente después del oficio de laudes, se inclinarán ante todos pidiendo que oren por ellos. 16Y el que termina la semana diga este verso: «Bendito seas, Señor Dios, porque me has ayudado y consolado». 17Lo dirá por tres veces y después recibirá la bendición. Después seguirá el que comienza la semana con este verso: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme». 18Lo repiten también todos tres veces, y, después de recibir la bendición, comienza su servicio.  

La palabra clave de este capítulo es SERVICIO. En una primera mirada podemos captar que san Benito sigue la misma idea del capítulo 19 de la Regla del Maestro. Solo que aquí se añaden otros puntos y más extensos. En una primera lectura observamos que san Benito se cuida también del aspecto alimenticio de los monjes: qué han de comer, y en consecuencia quién tiene que cocinar y quién tiene que servir las comidas. Para tratar esta cuestión, que podría parece una práctica banal, el capítulo se estructura en cuatro apartados: el servicio, la atención de la preparación, tener en cuenta la debilidad de quienes la preparan, y, finalmente, aspecto muy importante, implorar la ayuda del Señor, para hacer el servicio con diligencia y sin desfallecer.

Aquinata Böckmann destaca la importancia de la primera palabra: “hermanos”. San Benito no utiliza aquí la palabra “monjes”. Puede ser una referencia a la fraternidad cristiana, a la “koinonia” de la primera Iglesia. No hay clases, ni libres ni esclavos, como destaca también a lo largo de la Regla. En aquella época muchos de los monjes provenían de familias nobles, pensemos por ejemplo en el mismo san Benito, o en san Bernardo de Claravall, en cuyas casas debían ser servidos por los criados, que deberían tener estas ocupaciones como “opprobria”, que emplea en el capítulo LVIII, y que traducimos habitualmente como humillaciones.

Aquí nos encontramos con una primera novedad: la Regla no ve con buenos ojos que quien entra en el monasterio, si viene de familia noble, venga con alguien que le haga de criado o lo busque en la comunidad. La única excepción será la enfermedad o la ocupación importante; todos somos hermanos y todos participamos de las tareas comunes a diferencia de la sociedad donde encontramos el que sirve y el que es servido. A lo largo de los siglos, en el monacato benedictino esto no será fácil de mantener, hasta el Concilio Vaticano II, cuando se unifican las comunidades y dejará de haber dos clases de monjes, padres y hermanos, pues todos somos hermanos.

Esta idea queda reflejada en el lavado de los pies. Los hermanos no se lavan los pies a sí mismos, sino los unos a los otros, siguiendo el ejemplo de Cristo en la Última Cena. Es la plasmación del servicio, un servicio generoso, con la voluntad de llevarlo hasta el extremo, hecho con caridad, como dice san Benito, y con humildad.

Hace unos días, un diario publicaba un artículo sobre la humildad que decía:
“en el mundo actual, donde el narcisismo y el exhibicionismo parecen estar ganando la partida, en lucir palmito, hinchar el curriculum, o pavonearse de las propias habilidades reales o supuestas, parece un nuevo deporte –“dime de qué presumes y te diré de qué careces”, sentencia nuestro refranero-  y donde tener miles de “likes” (refiriéndose a las redes sociales) es la norma de la valía, resulta casi extraño encontrarse con seres humanos que habitan en el “planeta humildad”…La actualidad que poseen estos marcianos, también llamada modestia, contrariamente a lo que pueda parecer, ayuda a que la vida sea más placentera… En definitiva, una persona mesurada no necesita ser el centro de atención, ni hace girar su vida en torno al éxito y el reconocimiento; lo que en sí mismo es un gran logro vital y una enorme fuente de tranquilidad”. (¿Por qué a algunas personas les da vergüenza demostrar lo que valen?, El Mundo, 15 de Noviembre de 2019)

La humildad, para san Benito se muestra en la atención, la obediencia y el servicio, que son tres elementos claves de la vida comunitaria, ya que toda la vida monástica es una Escuela de servicio, donde no podemos disponer ni del propio cuerpo; servidores de Jesucristo en los hermanos, teniendo al Señor como modelo. Esto no significa no tener en cuenta la debilidad, pero no como pretexto para huir del servicio, sino como una razón para recibir ayuda. Un punto de que escribe san Agustín:

“Débil es aquel de quien se teme que puede sucumbir cuando la tentación le acosa; enfermo, en cambio, es aquel que se halla dominado por alguna pasión, y se impedido de acercarse a Dios y de aceptar el yugo de Cristo” (Sermón sobre los pastores)

O la misma regla nos dice en el capítulo anterior: No queremos decir con eso que se haga acepción de personas, Dios o lo quiera, sino que se tenga consideración con las debilidades (RB 34,2)

 Debilidad que tiene en cuenta san Benito cuando se refiere al pequeño detalle de tomar un vaso de vino con pan antes de servir, para no caer en la murmuración”, el gran peligro al que hace la Regla referencia en varias ocasiones.

Un tercer aspecto es el cuidado de las herramientas que se utilizan habitualmente, mantenerlas en buen estado y limpias. Se sigue la misma filosofía del capítulo XXXII sobre las herramientas y los objetos del monasterio, o la del capítulo XXXI sobre el Mayordomo, cuando recomienda a éste de contemplar todos los objetos y bienes como si fueran los vasos sagrados del altar.

Para todo se recomienda la ayuda de Dios, a quien invocamos con la plegaria hecha en la comunidad. Es preciso destacar en esta última parte un pequeño y significativo detalle: que el último día del trabajo de los servidores es el sábado y todo vuelve a comenzar el primer día de la semana, el domingo, Día del Señor. No es esto casual, pues la Regla quiere destacar una vez más que todo debe girar en torno a Cristo y el misterio de la Redención. Es éste un capítulo que puede parecer secundario, pero viene a reflejar la teología espiritual de san Benito. Esto no debe impulsar a tener a Cristo siempre presente en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida. Él es el modelo, y no debemos preferir nada absolutamente a Cristo que nos debe llevar a todos juntos a la vida eterna.



miércoles, 13 de noviembre de 2019

CAPÍTULO 7, 1-9 LA HUMILDAD Renovación de la Profesión temporal de fray Jurijus y fray Lorenzo

CAPÍTULO VII, 1-9
LA HUMILDAD
Renovación de la Profesión temporal de fray Jurijus y fray Lorenzo
Poblet 13 de Noviembre de 2019
Solemnidad de la Dedicación d la Iglesia de Poblet

La divina escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 2Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». 5Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.

La escala de la humildad es la escala de nuestra vida en este mundo. La podemos levantar cuando nuestro corazón se va haciendo más humilde, pero solamente Dios la levantará hasta el cielo. La humildad, el silencio, la obediencia; también el trabajo o la plegaria, no son sino instrumentos, espléndidas herramientas, como dice San Benito, cuyo verdadero objetivo es llegar a Dios, caminar hacia Dios. 

Hoy, queridos fray Jurijus y fay Lorenzo, cerráis una nueva etapa de vuestra vida monástica, de vuestra vida de cristianos, después del noviciado y de los tres años de profesión temporal.
Habéis tenido que plantearos de nuevo qué quiere Dios de vosotros, como dice san Benito en el capítulo 58. Habéis tenido que pensar de nuevo y decidir de continuar hacia el horizonte de vuestro compromiso solemne en esta comunidad, pero sobre todo, y es lo más importante, de vuestro compromiso con Cristo.

El texto que habéis elegido es un buen reflejo de los fundamentos de vuestras vidas, de dónde viene la fuerza: de la Palabra y de la confianza en Dios.

San Benito destaca en este comienzo del capítulo VII, antes de subir los diferentes grados, que la misma Escritura invita a ser humildes, nos muestra que toda exaltación nuestra es una forma de orgullo. Dios no nos pide una falsa humildad, una humildad de escaparate, sino una humildad sincera, de corazón. No se trata de decir “mirad que humilde soy, mirad lo que hago para que contempléis mi humildad. No, la humildad que nos pide Dios no se anuncia, se vive, es de corazón. El modelo es Cristo. A ser como él no llegaremos nunca, pero el deseo de llegar a ser como él es algo a lo que no podemos renunciar.

Queridos fray Jurijus y fray Lorenzo, lleváis unos años en esta comunidad. Habéis tenido tiempo de reflexionar, de discernir si perseverando en este monasterio estáis cumpliendo la voluntad de Dios; podéis saber de nuestras virtudes y de nuestros defectos…Si en algún momento os pasó por la cabeza que ésta era una comunidad de perfectos, ya habéis descubierto que no es así, pues no hay ninguna comunidad de perfectos en este mundo. Quizás habéis conocido otras comunidades y descubierto determinados arquetipos monásticos, maneras de vivir nuestra vida… Quizás también habéis descubierto que vuestras imperfecciones no se borran por el hecho de ser monjes.

Todo esto es importante, pero lo fundamental es, que siendo conscientes de nuestra realidad, no vayamos hacia atrás, sino que caminemos con buen ánimo, esforzándonos por subir los peldaños de esta escala de la humildad con sencillez, pero con firmeza, con la confianza puesta de Dios.

También nosotros hemos tenido tiempo de conoceros, y contemplar vuestra fidelidad al Oficio Divino, al trabajo, vuestra relación seria y madura con la Palabra… No bajéis la guardia espiritualmente, ya que todo esto es clave para crecer y caminar hacia Dios. Ciertamente, es un camino, en ocasiones, difícil, incluso se os puede hacer aburrido, pero en la fidelidad se vuelve apasionante porque tenemos por delante, en nuestro horizonte el encuentro cara a cara con Dios. Esta es nuestra gran y firme esperanza. A lo largo de estos años habéis conocidos a monjes con esta viva esperanza, y que hoy ya no nos acompañan, pero que. con toda seguridad estarán pidiendo por vosotros. Recordad con afecto a quienes llegaron a la casa del Padre, y que os han acompañado en una parte de vuestro camino, dejando en vosotros huella. Porque una de las riquezas de la vida monástica es la diversidad de compañeros en el camino: en edad, procedencia, tiempo de vida monástica… No entramos al monasterio para construir una comunidad de amigos, sino buscando la amistad de Dios, amigos de Cristo, y esto nos lleva a una convivencia fraterna sin prejuicios, ni exclusiones, no preferencias engañosas.

Querer alcanzar las cimas de la más alta humildad, llegar a la exaltación celestial, como dice san Benito, es lo que os tiene que mover en el día a día. Con humildad y observancia, porque no hay humildad sin observancia, ni observancia sin humildad.

Decía el cardenal Hume, cuando era abad del monasterio de Ampleforth, en una ocasión como ésta: “Si nos hemos de revestir del pensamiento de Cristo, nosotros que ya estamos incorporados a él por el bautismo, por nuestra profesión conformemos nuestras vidas a la suya. Queremos ser obedientes como él fue obediente a la voluntad del Padre; queremos ser pobres, porque él fue pobre; queremos ser célibes, porque él fue célibe. En nuestra intimidad con el Señor, en nuestra vida de plegaria, llegaremos a ver en su obediencia, en su pobreza, en su castidad, algo de secreto que fue el motor de su existencia, y que a medida que la vida avanza, debería llegar a ser también nuestro secreto”.
Que así sea y el Señor os acompañe siempre.