domingo, 31 de enero de 2021

CAPÍTULO 27 LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS

 

CAPÍTULO 27

LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS

El abad se preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos». 2 Por tanto, como un médico perspicaz, recurrirá a todos los medios; como quien aplica cataplasmas, esto es, enviándole monjes ancianos y prudentes, 3 quienes como a escondidas consuelen al hermano vacilante y le muevan a una humilde satisfacción, animándole «para que la excesiva tristeza no le haga naufragar», 4 sino que, como dice también el Apóstol, «la caridad se intensifique» y oren todos por él. 5 Efectivamente, el abad debe desplegar una solicitud extrema y afanarse con toda sagacidad y destreza por no perder ninguna de las ovejas a él confiadas. 6No se olvide de que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la de dominar tiránicamente a las almas sanas. 7Y tema aquella amenaza del profeta en la que dice Dios: «Tomabais para vosotros lo que os parecía pingüe y lo flaco lo desechabais». 8 Imite también el ejemplo de ternura que da el buen pastor, quien, dejando en los montes las noventa y nueve ovejas, se va en busca de una sola que se había extraviado; 9 cuyo abatimiento le dio tanta lástima, que llegó a colocarla sobre sus sagrados hombros y llevarla así consigo otra vez al rebaño.

Debilidad, enfermedad corporal y espiritual forman parte de nuestra vida. Consciente de esto, san Benito agrupa en estos capítulos un conjunto de normas relativas a la corrección de los monjes por las faltas cometidas. Que también se dan en el monasterio. No es esta presencia de la debilidad humana la que causa el mayor perjuicio al monasterio, sino la negligencia en la corrección. San Benito habla en primer lugar de los monjes ancianos a lo que se pide una mayor responsabilidad de sus actos y una mayor fidelidad a la Regla. Y a ellos dedica la mayoría de las prescripciones contenidas en estos capítulos.

En el fondo de esta legislación hay latente una gran vitalidad espiritual, pues para san Benito toda sanción persigue en última instancia la salvación del alma, a la vez que la extirpación radical del vicio concreto; por esto, habla de amputación como medida extrema. Los procedimientos se adaptan a la finalidad que se proponen, presentándose de manera mesurada, sobria y prudente, que viene a ser una excepción en la legislación de aquel tiempo, mucho más radical y sin ninguna garantía jurídica. Toda la vida social y toda legislación está condenada al fracaso si no hay sanciones que estimulen a la observancia. Aquí san Benito nos las ofrece de una manera precisa en el conjunto de la Regla. Inmediatamente después tratará de los decanos, responsables de aplicar las prescripciones del código penal.

San Benito nos habla de los monjes excomulgados, y de la solicitud que deben recibir por parte del abad y de la comunidad. San Benito nos invita a hacer una opción por los débiles, y que está debilidad se puede atemperar con la correspondiente observancia en el cumplimiento estricto de la exigencia de la Regla.

Para Aquinata Backmann este capítulo en concreto viene como un islote espiritual dentro del conjunto del código penal, fruto de una redacción posterior, como haciéndose consciente de que hacía falta en medio del dolor por el pecado la vía de la misericordia, para destacarla no solo por parte de abad sino de toda la comunidad; no lo muestra cuando habla de los ancianos que deben de ayudar, o de la comunidad que debe orar por el hermano excluido.

Destaca, sobre todo, una palabra: solicitud. La cual debe tenerse con los hermanos culpables. Hacerlo con unos medios concretos que tienen a su alcance el abad y la comunidad en general, para ayudar al hermano apartado de la vida común. San Benito hace alusión a algunos de estos medios: ancianos que consuelen y animen al retorno, intensificar la caridad, orar…

Todos, a imagen de Dios, estamos creados libres para el bien o el mal. El pecado no destruye nuestra libertad, ni nuestra capacidad de amar, sino que las paraliza, las debilita, y entonces nos lleva a querer imponernos para salvaguardar nuestro interés, y no hacer la voluntad de Dios.

Un hermano que se excomulga a sí mismo, es un hermano que piensa que ya no necesita el marco comunitario, y que es preciso recuperar la verdadera libertad, lo cual le lleva a actuar de manera impertinente, considerando que se le impide la verdadera realización personal. Entonces caemos en la tiranía de nuestro capricho, y de este modo creyéndose libres se hacen esclavos de sí mismos y del pecado.

Solamente conscientes de nuestras propias debilidades podemos mirar a un hermano que se desvía sin juzgarlo ni menospreciarlo, pues creyéndonos perfectos es el camino mejor para no alcanzar esa perfección. La herida del otro nos recuerda siempre la propia, que puede ser incluso más profunda. Se trata de salir de nuestra falsa seguridad. La reconciliación entre hermanos no es posible sin la mirada de ternura que Cristo nos enseñó con la parábola del hijo pródigo. No dejándonos tocar por la llamada a la compasión y a la misericordia herimos al hermano, a la comunidad, a nosotros mismos y Cristo.

domingo, 24 de enero de 2021

CAPÍTULO 20 LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN

 

CAPÍTULO 20

LA REVERENCIA EN LA ORACIÓN

Si cuando queremos pedir algo a los hombres poderosos no nos atrevemos a hacerlo sino con humildad y respeto, 2 con cuánta mayor razón deberemos presentar nuestra súplica al Señor, Dios de todos los seres, con verdadera humildad y con el más puro abandono. 3Y pensemos que seremos escuchados no porque hablemos mucho, sino por nuestra pureza de corazón y por las lágrimas de nuestra compunción. 4 Por eso, la oración ha de ser breve y pura, a no ser que se alargue por una especial efusión que nos inspire la gracia divina. 5Mas la oración en común abréviese en todo caso, y, cuando el superior haga la señal para terminarla, levántense todos a un tiempo.

Más de una vez algún candidato a la vida monástica, y también algún monje de otro monasterio me han confesado sentirse “vacíos”, “secos” en una plegaria, sin sentido.

El peligro de una noche oscura de los sentidos siempre está presente en nuestra vida. Esta aridez no puede sobrevenir en el contacto con la Palabra de Dios. Son los riesgos de la vida espiritual que nunca desaparecen por completo en nuestro camino.

Por esto san Benito, que nos prescribe de no anteponer nada al Oficio Divino nos habla en la Regla de la actitud en la salmodia, de salmodiar con gusto; y hoy incide todavía más al hablar de la reverencia en la plegaria; de la reverencia y la humildad. Esto supone una exigencia para nosotros. A veces se nos define como profesionales de la plegaria, pero nunca la plegaria es cosa de profesionales, pues, por su propia naturaleza, es una relación de amor, una expresión oral de nuestra relación con Dios.

Para hacerla con reverencia y humildad, lo primero a tener en cuenta es asistir, hacerlo con puntualidad y con gravedad, conscientes de que vamos a un encuentro con el Señor. Al final de la plegaria también urge una salida con reverencia, conscientes del encuentro vivido. Otras ocupaciones nos exigen otras cosas o actitudes diferentes, pero aquí es el encuentro con el Omnipotente, pero sobre todo con el Amado.

Nuestra vida de monjes, de cristianos, es cristocéntrica, tiene al Señor como centro, modelo y meta, por lo cual la plegaria, sea personal o comunitaria es un momento fuerte, principal de nuestra jornada.

Dom Jean-Charles Nault, Abat de Saint Wandrille habla de los ocho síntomas de la acedía; el tercero es la negligencia en la observancia, en el cumplimiento de los deberes monásticos; y el primero de todos ellos que puede ser afectado es la plegaria. Podemos caer en la tentación de minimalismo, donde todo parece estar de más y llevarnos a descuidar la plegaria, a estar “ausentes”, a pesar de la presencia física, pero con ausencia de la mente, y del alma (El demonio del mediodía. La acedía, el oscuro mal de nuestro tiempo) También Evagrio nos habla de que en esta situación el alma viene a ser débil y cansada, sin encontrar consuelo. (cf Antirretikos VI,38)

La dificultad en la plegaria es uno de los síntomas de la acedía. La plegaria se encuentra en el corazón de nuestra vida, es el vínculo que une todas las partes, y sin ella todo pierde sentido.

“San Benito, escribe Ester de Waal, no pide al monje hacer un voto de plegaria, porque espera que la vida del monje tenga la plegaria como centro”. Dos veces utiliza la palabra “anteponer”, una referente a Cristo y otra al Oficio Divino.

San Benito nos pide que la relación con el Señor sea interactiva, y por ello mismo debemos ir a la plegaria con una predisposición y preparación, para que ésta sea un lugar y el momento de escuchar y de hablar con el Señor, poniendo los cinco sentidos. Pero esto no rige solo para la plegaria comunitaria, para el Oficio, sino también para la plegaria personal, que no la debemos olvidar ni menospreciar; quizás es más libre en cuanto al tiempo y al espacio, pero puede llegar a ser más intensa y fuerte en su relación con el Señor, que nos habla y escucha a cada uno de nosotros.

 Un compañero insustituible para esta plegaria personal es el silencio; dejar espacio a la voz del Señor, no ahogar esta voz con el ruido exterior e interior. El nuestro es un silencio activo, hacemos silencio para poder escuchar al Señor, y este silencio forma parte de la reverencia y la humildad con la que debemos acercarnos a la plegaria. La dificultar puede afectar tanto a la oración individual como a la comunitaria, de manera conjunta o alternativa. Quizás la plegaria litúrgica puede ser más activa, y la personal tener necesidad de una mayor espontaneidad, a veces más árida y laboriosa. Pero no están opuestas, sino que más bien son complementarias. La respuesta correcta está en la utilización de ambas con un contacto asiduo de la Palabra de Dios, y que deben conformar nuestra vida de plegaria día a día.

En palabra de un autor espiritual del s. XX: “La plegaria significa el anhelo de una sencilla presencia de Dios, de la comprensión personal de su Palabra, del conocimiento de su voluntad, y de su capacidad para escucharlo y obedecerlo. Por tanto, es mucho más que pronunciar peticiones de cosas ajenas a las nuestras preocupaciones más profundas” (Mertón, Tomás, El clima de la oración monástica, p.93-94)

Por este carácter toda plegaria, lectura, meditación y cualquiera de nuestras actividades han de ir acompañadas por una donación bien pura con el deseo de hallar la pureza de corazón, una abertura total al Señor para hacer su voluntad, haciendo una plegaria humilde y reverente.

 

                                 

domingo, 17 de enero de 2021

CAPÍTULO 7,51-54 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,51-54

LA HUMILDAD

El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en el fondo de su corazón, 52 humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53 «Me he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54Y también: «Bien me está que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos.

No solo con la lengua, sino desde el fondo del corazón. La vida monástica, la del creyente, seguidor de Cristo es preciso vivirla desde el fondo del corazón. No debe ser una vida de fachada, como los sepulcros blanqueados que reprobaba el Señor (Lc 11,44), sino que se ha de manifestar en todo nuestro cuerpo. ¡No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el Reino del cielo, sino quien cumple la voluntad de mi Padre! (Mt 7,21) Así, la humildad no puede ser cosa de la lengua, sino que debe nacer y ser vivida desde el fondo del corazón.

El sexto y el séptimo grado forman una unidad, como el segundo y el tercero o el noveno y el undécimo. El séptimo nos habla de la raíz de la humildad, al hablarnos de hacer la experiencia de Dios en profundidad, La humildad como experiencia mística, según comentadores de la Regla. Para algunos de estos autores la raíz está precisamente en el Padrenuestro, reconocernos deudores, pecadores, capaces de perdonar a los otros. El perdón que viene desde la vanagloria personal o desde el orgullo sería como la plegaria del fariseo en el templo, compasivo con el publicano, pero solamente de lengua, pero no desde del fondo del corazón. Dios no quiere oblaciones ni sacrificios, no apariencias sobre la humildad, sino una verdadera conversión del corazón.  

En estos últimos tiempos vivimos momentos difíciles, convulsos, y esto da lugar a populismos, pero no pensemos que este fenómeno se limita al ámbito de la política, sino que afecta también al ámbito social y que llega incluso a la Iglesia, a las comunidades.

Quizás de tanto repetirnos “te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni soy tampoco como ese publicano”. (Lc18,11) llegamos a creernos que tenemos todos los derechos del mundo y los otros hermanos, ninguno. Llegamos a creer que tenemos el derecho de menospreciar, de mirar por encima del hombro, o criticar con impiedad… sin detenernos a pensar que en virtud de todo ello nos alejamos de Dios, ya que al practicar estas cosas solo demostramos la dureza de corazón ante los demás sino también delante d Dios.

Como escribe el Papa Francisco en su última encíclica: “Destrozar la autoestima de alguien es una manera fácil de dominarlo” (FT 52). Y con frecuencia buscamos dominar a los demás, consciente o inconscientemente.

En el antiguo monaquismo no era extraño considerarse el peor de los pecadores y considerarlo así desde el fondo del corazón. Son muchos los textos, por ejemplo, en la Vita Patrum:

“Piensa que eres inferior a todas las criaturas, por debajo de todo hombre pecador. Aquel que piensa ser algo entonces no es nada, se engaña a sí mismo. No juzgues a tu prójimo, no menosprecies a ninguno, llorad vuestros pecados.” (Vita Patrum VII, 43,2)  

Humillarse no quiere decir cubrirse de polvo y ceniza, como hacían en la antigüedad, sino asumir interiormente, en el fondo del corazón, como nos dice san Benito, la condición del hombre frágil y pecador.

Esta idea no es otra que la que recoge san Pablo en sus Cartas, y él ve siempre detrás de esta aceptación de nuestra fragilidad, un asumir, que todos tenemos. nuestras debilidades físicas y morales, y una acción de gracias a Dios. En palabras del Papa Benedicto:

“Un punto clave en el cual Dios y el hombre se diferencia es en el orgullo. En Dios no hay orgullo porque es toda la plenitud, y tiende a amar y dar la vida; en nosotros el orgullo está arraigado en lo íntimo, y requiere una constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a aparecer como grandes, a ser los primeros;  mientras que Dios, que es realmente grande, no teme el rebajarse, hacerse el último” (Ángelus 23 de Septiembre 2012)

A lo largo de nuestra vida Dios nos va dando la oportunidad de ejercer la humildad, a veces por el mismo curso de la vida, que a medida que va avanzando muestra nuestra debilidad, la pérdida de facultades, como la memoria, la movilidad, la voz, la capacidad de concentración… A veces puede ser una enfermedad, que de repente se presenta, y nos despierta la conciencia de que no somos nosotros quienes dominamos la vida, nuestra salud… sino que todo está en las manos de Dios.

En estos últimos tiempos esta sensación de fragilidad la experimentamos socialmente, en todos los países, viviendo en la incerteza, en el miedo, en la fragilidad. No somos capaces de controlarlo todo, como creíamos. No es Dios quien nos envía las epidemias u otras situaciones dramáticas, pero sí que nos convida a vivir estas situaciones como un momento de gracia, de confianza en Él, un momento fuerte para vivir la fe.

El modelo siempre es Cristo, como nos enseña san Ambrosio:

“No te conviene solo encomendar a Dios tu camino, sino también fiarte de Él. La verdadera sumisión no es vil ni abyecta, sino sublime y gloriosa, porque vive sometido a Dios quien cumple la voluntad del Señor” (Comentario Sal 36,16)

“El Señor se humilla hasta someterse a la muerte, para ser exaltado en el mismo umbral de la muerte. Contempla la gracia de Cristo, reflexiona sobre sus dones” (cf. Sal 43,75-77


                                                                                                                                                                                                                                                          

domingo, 10 de enero de 2021

CAPÍTULO 7, 1-9 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7, 1-9

LA HUMILDAD

La divina escritura, hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». 2Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de sí mismo es una forma de soberbia. 3 El profeta nos indica que él la evitaba cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4 Pero ¿qué pasará «si no he sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su madre». 5 Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6 hemos de levantar con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7 Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8 La escala erigida representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo. 9 Los dos largueros de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.

“A la humildad se la llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo, la verdad, el premio al esfuerzo” (San Bernardo, Grados de la humildad y la soberbia, I,1)

Esta escala que nos presenta san Benito, para subirla a lo largo de nuestra vida es aquella que Jacob vio en sueños, y que llega al cielo. La misma que aparece en la leyenda de la fundación de algunos monasterios, como un signo de la voluntad de Dios de establecer allí un lugar donde practicar la humildad y la observancia. Una escala con unos peldaños que se aguantan en el cuerpo y en el alma. Y la manera de subirla es muy particular, ya que por la humildad se sube, y por la exaltación se baja, todo lo contrario de lo que rige en nuestra sociedad.

A subirla nos invita la misma Escritura, y, a través de ésta, Cristo, modelo de humildad. San Benito nos dice que esta escala se apoya en el suelo, pero es el mismo Señor quien la dirige hacia el cielo, cuando nuestro corazón se manifiesta humilde.

La humildad de Cristo va estrechamente unidad a su obediencia, y ésta a no hacer sino la voluntad del Padre. No es un esfuerzo voluntarista que confía solo en las propias fuerzas para subir; más bien es gracias a Aquel que nos ama, que podemos avanzar, pues no se trata de un tratado ascético, sino de un camino de vida que nos va configurando a Cristo, nuestra voluntad a la de Dios.

Lo que necesitamos para subir, dice Cassiá Mª Just, es un gesto de pobreza, y la necesidad de ser salvados. Entonces, reconociéndonos pecadores, conscientes de nuestras debilidades, lo comprenderemos como una obra de Dios, no como la adquisición de unas virtudes, sino obra de Dios, que trabaja a largo término.

Una escalera cristocéntrica, como la imagina la abadesa Montserrat Viñas: una escala de caracol, con peldaños concéntricos de humildad, diferentes aspectos de una misma realidad. Pero siempre vinculados al eje central, que es el Cristo. La clave sería la sencillez, que desarma el orgullo, la ira o el odio, nos acerca a Dios y nos da la paz. Cuando nos domina el afán de protagonismo, quiere decir que Cristo no es nuestro centro.

El abad  Sighard Kleiner, habla de que la clave reside en no singularizarse, donando unos ejemplos y consejos sencillos, que todos podemos entender, como, por ejemplo si toca hacer un trabajo previsto en una hora determinada, no debemos hacer un trabajo que toca  para otro momento; o si vamos en fila, o salimos de la Iglesia o del capítulo, no ir a derecha o izquierda, como sorteando un obstáculo. Lo sintetiza todo diciendo que no tenemos que demostrar a cada momento que somos libres, reafirmando nuestra personalidad de una manera primitiva o infantil, con una singularización de los gestos. Más bien sería la humildad de las pequeñas cosas.

Escribe Aquinata Bockmann que existe una humildad que se presenta como una toma de conciencia del pecado y una depreciación personal, y delante de ésta una humildad entendida como un don del Espíritu y coronamiento de la vida monástica. Como un trabajo a cuatro manos, las nuestras y las de Dios, dejándonos hacer más que desear modelar nuestra vida monástica según una regla que nos hacemos nosotros mismos, y que aplicamos en todo, para hacer nuestra voluntad, buscando esa exaltación de nosotros mismos, que san Benito contempla como una forma de orgullo.

Santo Tomás de Aquino, considera la humildad como el fundamento de toda la perfección y que viene a ser la consecuencia de la soberanía de Dios sobre nosotros. En la filosofía aristotélica, la humildad no tiene un papel destacado, por la razón de que esta virtud especial se refiere a la relación personal con Dios. Ya nos advierte san Benito que el camino no es fácil, a veces áspero, que es preciso agarrarnos bien a los peldaños para evitar el descenso de la escala. Subir poco a poco, pero con firmeza, para no retroceder.

Escribe san Bernardo: “El que promulga la ley da también la bendición; el que exige la humildad, llevará a la verdad… Esta ley que nos orienta hacia la verdad, la promulga san Benito en doce peldaños. Y tal como los diez Mandamientos de la Ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce peldaños se llega a la verdad” (Los grados de la humildad y la soberbia II,3)

domingo, 3 de enero de 2021

CAPÍTULO 2, 11-22 COMO DEBE SER EL ABAD

 

CAPÍTULO 2, 11-22

COMO DEBE SER EL ABAD

Por tanto, cuando alguien acepta el título de abad, debe enseñar a sus discípulos de dos maneras; 12 queremos decir que mostrará todo lo que es recto y santo mas a través de su manera personal de proceder que con sus palabras. De modo que a los discípulos capaces les propondrá los preceptos del Señor con sus palabras, pero a los P 27 Mar 29 Jun 1 er Oct. 3 Ene. 14 duros de corazón y a los simples les hará descubrir los mandamientos divinos en lo conducta del mismo abad. 13Y a la inversa, cuanto indique a sus discípulos que es nocivo para sus almas, muéstrelo con su conducta que no deben hacerlo, «no sea que, después de haber predicado a otros, resulte que el mismo se condene». 14Y que, asimismo, un día Dios tenga que decirle a causa de sus pecados «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en lo boca mi alianza, tú que detestas mi corrección y te echas, a lo espalda mis mandatos?» 15Y también: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? » 16No haga en el monasterio discriminación de personas. 17 No amará más a uno que a otro, de no ser al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia. 18 Si uno que ha sido esclavo entra en el monasterio, no sea pospuesto ante el que ha sido libre, de no mediar otra causa razonable. 19Mas cuando, por exigirlo así la justicia, crea el abad que debe proceder de otra manera, aplique el mismo criterio con cualquier otra clase de rango. Pero, si no, conserven todos la precedencia que les corresponde, 20 porque «tanto esclavos como libres, todos somos en Cristo una sola cosa» y bajo un mismo Señor todos cumplimos un mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos». 21 Lo único que ante él nos diferencia es que nos encuentre mejores que los demás en buenas obras y en humildad. 22 Tenga, por tanto, igual caridad para con todos y a todos aplique la misma norma según los méritos de cada cual.

Palabras hechos y acepción. Las palabras de acuerdo con las obras, con hechos sin hacer acepción de personas. Estas podrían ser las ideas fundamentales de este párrafo del Cap. 2º de la Regla. San Benito las aplica al abad, pero pueden ser extensivas a cualquier monje o cristiano. Jesús enseñaba refiriéndose a los maestros de la ley y a los fariseos: “haced y observad como os dicen, pero no actuad como ellos, porque dicen y no hacen” (Mt 23,3), pues les agradaba estar siempre en el candelero, anunciando sus buenas obras al sonido de la trompeta, y ser reconocidos como santos y ser honrados por la gente. En este reconocimiento ya reciben la recompensa, que no merecen a los ojos de Dios. Porque decir y obrar debe estar motivado por la humildad y el reconocimiento de nuestras debilidades, así como la necesidad permanente de hacer camino hacia el Señor, huyendo de la vanagloria y avanzando en la humildad.

Escribía Lanspergi, autor espiritual del  s,XVI que la vanagloria se alimenta de todo, posee una vida larga y muere por asfixia, es decir, por el silencio al pasar desapercibidos. Debemos tener mucha atención con respecto a lo que hacemos o dejamos de hacer, buscando siempre que esté precedido de una recta intención, no buscando nuestra voluntad sino la de Dios. La finalidad última debe ser buscar la caridad como estímulo para desear, y buscar, en todo, la voluntad de Dios.

Todos tenemos dones y talentos, que deben ser una oportunidad para la humildad, no para la soberbia, de modo que no nos venga a hacernos abominables ante Dios, al buscarnos a nosotros mismos. Nos lo recuerda el Apóstol: “que os parece; ¿quiero ganar el favor de los hombres, o el favor de Dios? ¿Me diréis que busco agradar a los hombres? Entonces, ya no sería servidor de Cristo” (Gal 1,10). Debemos intentar mirar a los demás con la mirada de Cristo, lo cual nos pide ser compasivos con los débiles, tentados y fatigados, despreciados por el mundo, pero amados y escogidos por Dios, “porque Dios ha escogido a los que no son nada para anular a los que son algo. Así nadie puede gloriarse ante Dios” (1Cor 1,27s)  No debería sorprendernos cuando nos vemos indignados contra el prójimo, porque no saben cantar o predicar, o no tienen buena voz… pues son dones que Dios concede gratuitamente a quien quiere.

Por ello no debemos menospreciar a quien tiene éste u otro don, que ha recibido de Dios. Esto no quiere decir que seamos mejores, sino que debe poner en nosotros la exigencia de que esos dones den un fruto positivo en nuestra vida, pues recibir unos dones de Dios supone que también Dios nos exigirá más.

Todo esto nos debe ayudar a no hacer en acepción de personas; a no dar lugar a las críticas del prójimo. El ver la debilidad o el pecado del otro no debe llevarnos a tener una actitud displicente, ni caer en la murmuración, sino que, como escribe Lanspergi,  “Señor, ¿qué somos? Todos te ofendemos cada día y tu te muestras con una paciencia infinita. Pobre de mí, que he pecado más gravemente y a menudo, que éste, y si tu gracia no me sostuviera qué haría sino pecar. Temo caer en cualquier momento, mientras él se levanta”.

Nuestra actitud debe ser la de no juzgar al prójimo, pues ya existe un Señor que nos juzgará a todos. Si en nuestro corazón se levanta la tentación de disgusto, impaciencia, ira… vigilemos nuestros pensamientos y nuestra voluntad con diligencia, de manera que controlemos nuestros sentidos y nuestra lengua. Porque, al final, qué transcendencia tiene en nuestra vida el que tengan una excelente opinión de nosotros, o qué mal puede hacernos que nos consideren de poco valor, cuando las opiniones de los hombres son inestables, y frágiles, y ante Dios ni nos condenan ni nos exculpan.           

 Tengamos presente que hay defectos en nosotros que solamente son conocidos por Dios. En palabras del Papa Benedicto, muchas veces nos identificamos con una comunidad porque amamos poco, y entonces somos muy hábiles para descubrir sus defectos, que son también el espejo de nuestros propios errores, de nuestras faltas. Llegamos a pensar que la comunidad no nos merece, cuando, en realidad es que no nos hacemos merecedores de ella. Las preocupaciones, los intereses humanos y las inclinaciones a todo lo que es fugaz, o bien la tendencia a encerrarnos en el círculo impenetrable de la autosuficiencia, que pone toda la fuerza y la confianza en un reconocimiento humano, puede acabar por impedirnos la abertura a Dios.

Nuestro esfuerzo debe dirigirse a romper este círculo de vanagloria y autosuficiencia, para encontrar en Cristo el verdadero camino hacia la vida eterna. Hablando, obrando y sin acepción de personas. Son los verdaderos valores que deben presidir nuestra vida.

En este sentido nos habla san Agustín en su Tratado del Evangelio de san Juan: Él es nuestra luz, nuestra aurora, aquella luz que no sale ni se pone, porque permanece para siempre.

Él, Cristo, en expresión del Papa Benedicto XVI es la Palabra que no solo se puede sentir, no solo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos contemplar: Jesús de Nazaret (cf Verbum Domini, 12)