CAPÍTULO
46
LOS
QUE INCURREN EN OTRAS FALTAS
Si alguien, mientras
está trabajando en cualquier ocupación en la cocina, en la despensa, en el
servicio, en la panadería, en la huerta, en un oficio personal o donde sea,
comete alguna falta, 2 o rompe o pierde algo, o cae en alguna otra falta, 3 y
no se presenta en seguida ante el abad y la comunidad para hacer él mismo
espontáneamente una satisfacción y confesar su falta, 4 si la cosa se sabe por
otro, será sometido a una penitencia más severa. 5 Pero, si se trata de un
pecado oculto del alma, lo manifestará solamente al abad o a los ancianos
espirituales 6 que son capaces de curar sus propias heridas y las ajenas, pero
no descubrirlas y publicarlas.
Leemos en san León
Magno: “entiende bien cuál debe ser tu conducta y el premio que se te
promete. El que es la misericordia quiere que seas misericordioso; el que es la
justicia que seas justo, porque el Creador quiere verse reflejado en su
criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón
humano, mediante la imitación que tú llevas a cabo de las obras divinas”
(Sermón sobre las Bienaventuranzas).
Esta imagen de Dios que
llevamos dentro la desfiguramos cuando pecamos, dejando de ser justos y
misericordiosos.
Parece que san Benito
establece una graduación de nuestras culpas, que son siempre fruto de nuestras
debilidades físicas o morales, y aunque hay fallos muy graves y graves, lo más
habitual es que caigamos en faltas leves, pequeñas cosas, que de alguna manera
nos alejan de Dios.
Este sentirse siempre
en presencia de Dios, de lo que nos habla san Benito, es preciso mantenerlo en
todo lugar y estar atentos a no cometer ninguna falta. Inevitablemente las
cometemos, y entonces es importante reconocerlo y dar satisfacción; no se trata
de una especie de humillación pública, como el ser conscientes de la falta,
paso ineludible e imprescindible para un propósito de enmienda y seguir
avanzado hacia Cristo. San Benito destaca la espontaneidad del reconocimiento
de la falta, superando la tentación de esconderla, o de atribuirla a otro.
Errar es humano,
reconocerlo es profundamente cristiano. Pero es positivo reconocerlo para
rectificar, para no caer en la tentación de preocuparnos por mantener nuestra
imagen idealizada y acabar por ser intolerables a cualquier crítica o
desaprobación. La clave es reconocer nuestro fallo y no esperar a que lo
descubra otro, pues así mostramos que no desesperamos de la misericordia de
Dios.
San Benito hace
distinciones, pues hay faltas y faltas; algunas afectan al secreto del alma,
que nos provocan heridas que no se curan haciéndolas públicas, sino con una
ayuda espiritual. Es preciso ser prudentes en cuanto a descubrir las faltas de
otros, no sea que nos lleve a sentirnos superiores, a la vez que nos negamos a
hacernos responsables de nuestros propios errores.
No debemos perder de
vista que lo que buscamos reconociendo una falta propia, o descubriendo la del
hermano puede ser un buscarnos a nosotros mismos: destacar nuestras cualidades,
una visión idealizada de nuestra persona, pensando en merecer un trato especial
que nos hacemos a nuestra medida, y que en la práctica nos lleva a censurar,
difundir, las faltas de los otros, y a disimular las propias.
Lo que debemos buscar
es avanzar más y más hacia Dios, mirar de recuperar la imagen divina que hay en
nosotros, y que olvidamos de cuidar. No podemos descansar de Dios si queremos
que nuestra vida de cristianos, de seguidores de Cristo, sea auténtica. Es lo
que nos sugiere san Benito. Siempre somos seguidores imperfectos de Cristo, nos
debemos mirar en él, y siempre atentos a curar tanto las heridas propias como
las de los otros.
Iniciamos hoy el tiempo
litúrgico de Adviento como preparación a la celebración del Nacimiento del Hijo
de Dios. El hecho de la Encarnación de Dios que se hace hombre nos muestra el
realismo del amor de Dios. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las
palabras, sino que se sumerge en nuestra historia y asume la limitación y el
peso de la vida humana.
El Hijo de Dios se hizo
verdaderamente, nació de la Virgen María en un tiempo y espacio determinado,
creció en una familia concreta, formó un grupo de discípulos para continuar su
misión, y acabó su camino aquí en la Tierra en la cruz. Esta manera de obrar de
Dios es el modelo para preguntarnos sobre la realidad de nuestra fe, que no debe
limitarse al ámbito del pensamiento, de las emociones, de las palabras, sino
que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, tocar nuestra vida diaria
y orientarla en la práctica; no podemos vivir una fe de fachada. Dios no se
quedó en palabras, sino que nos indicó como vivirla. La fe es un aspecto
fundamental que afecto no solos a la mente y al corazón sino a toda nuestra
vida. (cfr, Benito XVI, Audiencia General 9, Enero 2013)
Nuestro obrar si somos,
si queremos ser realmente imitadores de Cristo, no se ha de limitar a las
palabas se ha de concretar en cada momento de nuestra vida. No es fácil, la
tentación de ser cristianos en el horario laboral, en hacer vacaciones,
descansar de Cristo… Si realmente Cristo es el centro y el objetivo de nuestra
vida, si estamos enamorados de Él, lo tendremos siempre presente. Parece una
tarea imposible, pero solamente con la ayuda del Espíritu lo podemos hacer
posible, en cada momento de nuestra vida, allá donde Dios nos llama en cada
etapa del camino hacia Él.