domingo, 25 de noviembre de 2018

CAPÍTULO 43 LOS QUE LLEGAN TARDE AL OFICIO DIVINO O A LA MESA


CAPÍTULO 43

LOS QUE LLEGAN TARDE
Al OFICIO DIVINO O A LA MESA

A la hora del oficio divino, tan pronto como se haya oído la señal, dejando todo cuanto tengan entre manos, acudan con toda prisa, 2 pero con gravedad, para no dar pie a la disipación. 3 Nada se anteponga, por tanto, a la obra de Dios. 4 El que llegue a las vigilias nocturnas después del gloria del salmo 94, que por esa razón queremos que se recite con gran lentitud y demorándolo, no ocupe el lugar que le corresponde en el coro, 5 sino el último de todos o el sitio especial que el abad haya designado para los negligentes, con el fin de que esté a su vista y ante todos los demás, 6 hasta que, al terminar la obra de Dios, haga penitencia con una satisfacción pública. 7 Y nos ha parecido que deben ponerse en el último lugar o aparte para que, vistos por todos, se enmienden al menos ante el bochorno que han de sentir. 8 Porque, si se quedan fuera del oratorio, tal vez habrá quien vuelva a acostarse y dormir, o quien, s
Laentándose fuera, pase el tiempo charlando, y dé así ocasión de ser tentado por el maligno. 9 Es mejor que entren en el oratorio, para que no pierdan todo y en adelante se corrijan. 10 El que en los oficios diurnos llegue tarde a la obra de Dios, esto es, después del verso y del gloria del primer salmo que se dice después del verso, ha de colocarse en el último lugar, según la regla establecida, 11 y no tenga el atrevimiento de asociarse al coro de los que salmodian mientras no haya dado satisfacción, a no ser que el abad se lo autorice con su perdón, 12 pero con tal de que satisfaga como culpable esta falta. 13 Y el que no llegue a la mesa antes del verso, de manera que lo puedan decir todos a la vez, rezar las preces y sentarse todos juntos a la mesa, 14 si su tardanza es debida a negligencia o a una mala costumbre, sea corregido por esta falta hasta dos veces. 15 Si en adelante no se enmendare, no se le permitirá participar de la mesa común, 16 sino que, separado de la compañía de todos, comerá a solas, privándosele de su ración de vino hasta que haga satisfacción y se enmiende. 17 Se le impondrá el mismo castigo al que no se halle presente al recitar el verso que se dice después de comer. 18 Y nadie se atreva a tomar nada para comer o beber antes o después de las horas señaladas. Mas si el superior ofreciere alguna cosa a alguien y no quiere aceptarla, cuando luego él desee lo que antes rehusó o cualquier otra cosa, no recibirá absolutamente nada hasta que no haya dado la conveniente satisfacción.

“Ergo nihil operi Dei praeponitur”
“Así, pues, que no se anteponga nada al Oficio Divino” (RB 43,3)

Estamos en la parte de la Regla llamada código penal. San Benito nos habla de la observancia, de la regularidad y de la puntualidad. Pone al mismo nivel el complimiento del Oficio y la asistencia al refectorio, pues los dos son actos comunitarios. Da el mandato, después la manera de cumplirlo y por último la motivación. Pero hay una frase principal que nos quiere transmitir cuando dice que no debemos anteponer nada al Oficio divino. Una expresión contundente que utiliza en otros capítulos de la Regla, para centrar la atención acerca de la razón de nuestra vida, que no es otra que Cristo.

La hace servir al capítulo IV acerca de las buenas obras, y en la conclusión del capítulo LXXII sobre el buen celo. En todos estos textos san Benito destaca la expresión “no anteponer nada” para decirnos que es con Cristo y por Cristo que hacemos el Oficio divino. No anteponer nada al Oficio, viene a ser otra manera de decirnos de no anteponer nada a Cristo, asistiendo con un buen espíritu, una vez sentimos la señal, dejando lo que tenemos entre manos en esos momentos, con rapidez, pero con gravedad.

La liturgia es la expresión privilegiada de la comunión con Dios y con los hermanos. Es donde nace y crece la verdadera espiritualidad, siendo en sí misma acción y espíritu, porque da sentido a nuestra vida, y hace que sea una entrega plena y generosa a Dios, a quien no debemos anteponer nada.

La Regla nos propone una vida litúrgica plena, marcada por la práctica intensa, pero también por el carácter de oblación y alabanza. El Oficio cumple en la Regla la función de santificar nuestro tiempo. El día y la noche marcan nuestra jornada con la convocatoria a la oración comunitaria, durante la cual creemos “estar en la presencia de la Divinidad y de sus ángeles” (RB 19,6) De aquí que a la exigencia de una puntualidad en la celebración de los oficios se le atribuya una importancia grande, otorgando al abad la responsabilidad de convocar a los hermanos, para que todo se haga a su debido tiempo (RB 47,1); y con la recomendación insistente de rezar las horas incluso en los lugares de trabajo si se está lejos del monasterio, o en viaje (RB 50), lo cual ya dice acerca de su trascendental importancia.

“Nihil amori Christo praeponere”
“No anteponer nada al amor de Cristo” (RB 4,21)

La utilización del mismo verbo “anteponer”, nos muestra que el Oficio se presenta como el símbolo de nuestra dedicación a Cristo y a su amor, como la expresión de una vida dedicada completamente al Señor, una ofrenda que eleva y consagra todos los momentos de nuestra vida a él.

El monje, en el Oficio santifica su tiempo y confiesa la presencia soberana del Señor, a quien le dedica todos sus esfuerzos. El Oficio, la liturgia, es el signo más claro de lo que es la vida monástica en todo su conjunto, no anteponiéndole nada, haciendo una opción clara y generosa por Cristo y su amor. Con el tejido litúrgico de los días y de las estaciones, la permanencia en el oratorio, la fidelidad perseverante en la plegaria y la lectura, los monjes santifican el trabajo y orientan el conjunto de la jornada día tras día hacia Dios; oramos con Cristo y por Cristo, al cual pedimos que nos conduzca todos juntos a la vida eterna. La liturgia significa en la disciplina monástica, el ejercicio concreto del seguimiento de Cristo, según el espíritu de la letra de la Regla y su carácter simbólico, proclamando la alabanza divina, transformando todo “para que en todo sea Dios glorificado” (RB 57,8)

“Cui non permitimus privata imperia praeponi”
“no permitimos que se antepongan intereses particulares” (RB 71,3)

En la vida monástica tiene una gran importancia la plegaria comunitaria. Por esto san Benito destaca el sentido de la presencia de Dios, y por ello desea que celebremos la liturgia muy conscientes de que estamos delante de Dios, salmodiando con temor y con gusto, como nos la Regla (cf  19,4). Esto no siempre es fácil, pues sucede en ocasiones que tenemos luchas interiores contra las distracciones. La perseverancia nos ayuda a no caer en el desánimo y el tedio, que nos pueden llevar a un vacío interior durante la plegaria y en nuestra vida de monjes y de cristianos. Debemos mantenernos en la fe, de que Dios está presente, y que sus ojos están abiertos sobre nosotros. (cf RB 19,1)

No es que el monasterio, la comunidad existan para el Oficio divino, sino que éste es la manifestación comunitaria más clara. Por esto la ausencia más o menos habitual y continuada del oficio comunitario, sin razón suficiente, va contra los votos que depositamos un día sobre el altar en nuestra Profesión Solemne; los incumplimos si desatendemos la plegaria, que es uno de nuestros deberes más fundamentales. La tradición monástica, desde siempre, nos muestra el carácter personal y comunitario, es decir eclesial, del Oficio divino.  Debemos esforzarnos para no alejarnos de esta obligación, para que el desánimo, la pereza o la rutina no nos desmotiven, y nuestra participación sea plena, de cuerpo y espíritu, poniendo todos nuestros sentidos en vivir la liturgia con el sentimiento de estar en la presencia de Dios.

“Christo omnino nihil praeponant”
“No antepongamos nada, absolutamente a  Cristo” (RB 72,11)

Si creemos que hemos sido llamados por el Señor al monasterio, no debería suponer esfuerzo alguno, sino lo contrario, el ser puntuales cuando la campana nos convoca al Oficio. Para san Benito está claro que no se trata solamente de una primacía de cualidad; ya que todo cristiano que vive su fe con sinceridad sabe de la importancia capital de la oración en su vida. Aquí, más bien destaca la primacía efectiva de la oración, lo que le lleva a interrumpir un trabajo, una conversación por muy interesante que sea… Aunque san Benito da este principio como una regla para cada monje en particular, la forma impersonal del texto le da una proyección más general, comunitaria. El monje debe estar con el deseo de participar en el Oficio divino. No olvidemos que el celo por el Oficio divino es uno de los factores más decisivos para determinar si un novicio tiene una vocación para la vida monástica. La plegaria es el objetivo de todos los ejercicios de nuestra vida, y quien tiene pocas aptitudes para ella, difícilmente puede creer que tiene vocación. El celo del monje por el Oficio le lleva a prepararse bien y llevarla a cabo lo mejor que puede. Por ello la sanción más grave que puede recibir un monje es verse privado de participar, pues ello supone estar desconectado de la vida espiritual de la comunidad. Pero aún siendo tan importante el Oficio en la vida del monje, la celebración ritual del Opus Dei no puede considerarse el horizonte de la vida monástica, sino un medio privilegiado para lo más esencial: buscar a Dios. El Oficio, en todo caso viene a ser la concreción más explicita de dicha búsqueda, o, si se quiere, la dimensión contemplativa y comunitaria del ideal benedictino. Es cierto que la comunidad monástica se constituye y se expresa principalmente por el Oficio, pero éste siempre será expresión de la búsqueda de Dios que ha de caracterizar toda la vida del monje, no anteponiendo a él nada en absoluto.



domingo, 18 de noviembre de 2018

CAPÍTULO 36 LOS HERMANOS ENFERMOS

CAPÍTULO 36

LOS HERMANOS ENFERMOS

Ante todo, y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3 y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna.  Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito.8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre.10 Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos.

“Ante todo y por encima de todo” san Benito hace una opción por los pobres; su igualitarismo viene a ser asimétrico, para proteger a los más débiles, y entre ellos a los enfermos. En realidad, es la misma opción del evangelio, del cual cita algún texto concreto. Podemos diferenciar, ciertamente, diferentes tipologías de enfermedades: desde un resfriado a una caída, pasando por una operación concreta, las que van asociadas a la vejez, que se caracterizan porque van a peor, las crónicas que viene a ser lesiones o afecciones que tenemos que soportar durante mucho tiempo, y las enfermedades graves que tienen un ejemplo en lo que se llamaba una “enfermedad mala”, cuando uno muere a consecuencia de ella y de la que se afirma que murió después de una “larga enfermedad”. Siempre con miedo a decir las cosas por su nombre. Sea corta o larga, terminal o temporal, todos en un momento o en otro tenemos necesidad de ser atendidos por un médico. Ante la enfermedad todos somos espectadores y protagonistas de manera alternativa.

San Benito, aunque responsabilizando en último término al abad, nos habla de como debemos comportarnos tanto si somos enfermos, como si hemos de cuidar a otros. Si somos nosotros, es preciso no ser exigentes, para no angustiar a quienes nos cuidan. Y si somos cuidadores debemos hacerlo como al mismo Cristo.

Hoy nuestra sociedad tiende a esconder o maquillar aquellos hechos que enfrentan de manera radical a una realidad no deseada, como es la enfermedad o la muerte, temiendo que perturben nuestra supuesta paz interior o la rutina de nuestra vida. La atención a los enfermos, en los hospitales o en casas de reposo, por un lado supone estar mejor atendidos, pues en este sentido la sociedad ha avanzado mucho. Pero, por otro lado, a veces, puede ser una decisión tomada por la voluntad de no querer ocuparnos personalmente del enfermo.

La dignidad de los enfermos, que un día u otro será nuestro caso, es atendida y respetada en nuestro entorno. Lo contemplamos cuando algún hermano nuestro ha estado hospitalizado, viendo la manera como el personal sanitario lo atiende. También en nuestra casa los hermanos son atendidos correctamente por unos servidores solícitos; y atendidos espiritualmente por la mayor parte de los sacerdotes de la comunidad. Ciertamente, no siempre conseguimos que nuestros hermanos pasen las últimas horas de su vida en el monasterio, dado que las circunstancias y atenciones médicas lo impiden. La muerte no se puede prever con una certeza absoluta, pero procuramos hacer el servicio lo mejor que podemos para que se sientan acompañados y atendidos.

San Benito llama la atención sobre la negligencia ante las exigencias, y la debilitación de la disciplina regular. Es algo válido, pues no utilizamos una enfermedad no grave como excusa cuando ya nos hemos restablecido, para evitar el régimen de la vida cotidiana regular. San Benito nos habla en concreto de los años y de la carne en la comida, pero se puede extender a otros aspectos concretos.

Cuidar, servir, soportar… so algunos de los verbos utilizados. Los sujetos son Cristo, los enfermos, el abad, el mayordomo y los enfermeros. En definitiva, toda la comunidad. San Benito nos dice que debemos ver a Cristo en los huéspedes, en los hermanos, y muy especialmente en los enfermos y en los débiles.

El paso de la salud a la enfermedad se produce al atravesar una frontera muy débil. Un diagnóstico del médico puede representar de un día para otro un cambio de rumbo en nuestra vida. Desde nuestra experiencia de cristianos, como monjes, debemos afrontarlo de una manera concreta, viviendo también nuestra fe que debe hacerse presente en todas las circunstancias de la vida, haciendo verdad en nuestra vida la expresión de Job: “¿Aceptamos los bienes como un don de Dios, y no aceptaremos los males?”  (Job 2,10) No quiere decir esto que Dios quiere nuestra enfermedad, o nuestro sufrimiento, pero sí quiere que lo sintamos a él junto a nosotros en estos momentos más difíciles de la vida, pues un enfermo puede tener la sensación de que la tierra se hunde bajo sus pies, y de ahí el deseo de tener a Cristo acompañándole.

Dice el Papa Francisco que “la enfermedad, sobre todo cuando es grave, pone siempre en crisis la existencia humana y nos plantea interrogantes. La primera reacción puede ser de rebeldía: ¿por qué me sucede precisamente a mí? Podemos sentirnos desesperados, pensar que todo está perdido y que nada tiene sentido. En esta situación, por un lado, la fe en Dios se pone a prueba, pero a la vez manifiesta toda la fuerza positiva. No porque haga desaparecer la enfermedad, el dolor o los interrogantes que plantea, sino porque ofrece una clave para descubrir el sentido más profundo de lo que estamos viviendo; una clave que nos ayuda para contemplar la enfermedad como un camino para estrechar nuestra relación con Cristo, que camina junto a nosotros con su cruz. Y esta clave nos la proporciona María, su Madre, experta en este camino”. (Mensaje para la XXIV Jornada Mundial del Enfermo, 2016)  

El centro de este capítulo es el enfermo, el débil, de quien hay que cuidar, que es más que caridad, compasión y atención, y que hay que manifestar, sea en la enfermería, sea en la celda, o acompañando al médico… viendo siempre en él a Cristo. Al mismo Cristo por encima de todo.

La enfermedad física, pero también la espiritual, no ha de considerarse un bien en si misma, ni una herramienta para matar el cuerpo, como si éste fuera malo. Debe cuidarse por los medios a nuestro alcance para curar el cuerpo, así, con paciencia y entrega. Ver en ella la ocasión propicia para crecer en lo más profundo de nuestro ser, un crecer en el amor y en el espíritu. La enfermedad puede ser ocasión de un servicio a la vida, en el enfermo y en nosotros mismos. También es una entrega de amor que solamente algunos alcanzarán a comprender. La enfermedad nos pone a prueba física y espiritualmente, como actores principales o secundarios, pero a todos nos coge como protagonistas, incluso cuando debemos atender a nuestros Padres y familiares fuera del monasterio. En todo lugar será necesario considerar que hacemos un servicio como si fuesen realmente  Cristo. 

domingo, 11 de noviembre de 2018

CAPÍTULO 29 SI DEBEN SER READMITIDOS LOS HERMANOS QUE SE VAN DEL MONASTERIO


CAPÍTULO 29

SI DEBEN SER READMITIDOS
LOS HERMANOS QUE SE VAN DEL MONASTERIO

Si un hermano que por su culpa ha salido del monasterio quiere volver otra vez, antes debe prometer la total enmienda de aquello que motivó su salida, 2y con esta condición será recibido en el último lugar, para probar así su humildad. 3Y, si de nuevo volviere a
salir, se le recibirá hasta tres veces; pero sepa que en lo sucesivo se le denegará toda posibilidad de retorno al monasterio.

Estamos en la parte de la Regla llamada Código penal. San Benito, siempre tan realista, sabe que, a pesar de todo, tenemos faltas y que algunas de estas faltas pueden afectar a toda la comunidad. Por esto, en casos puntuales, extremos podríamos decir, se puede producir el abandono del monasterio. Pero, ni en casos así san Benito cierra la puerta a la vuelta, un retorno condicionado por dos factores: en primer lugar, la corrección de lo que hizo que el monje se marchara, y, en segundo lugar, aceptar el último lugar para comprobar su humildad.

El capítulo se refiere a dejar la comunidad por la propia culpa, y después de un proceso de arrepentimiento pedir el retorno. Ciertamente, no la cita pero podría hacerse un paralelismo con la parábola del capítulo 15 del evangelio de san Lucas: marchar, arrepentirse y volver con el mismo pensamiento del hijo pródigo: “volveré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15,18-19). Entonces, pide a la comunidad la generosidad del padre de la parábola para acogerlo de nuevo. La falta cometida puede ser muy diversa, y ausentarse después de uno de los procesos descritos por san Benito en los capítulos anteriores. Dios quiera que no necesitemos nunca, después de las exhortaciones, la prevención de la excomunión, de la plegaria o el castigo de los azotes. En cualquier caso, el apartamiento de la comunidad aparece como medida extrema y reversible, habiendo la posibilidad del indulto, de la vuelta, condicionado a un propósito de enmienda, e incluso hasta tres veces.

Dejar una comunidad no es algo generalizado, pero tampoco es algo infrecuente en la vida de las comunidades. Una marcha siempre hace daño, y todavía más si es por un motivo que tiene una relación con la comunidad.

En nuestra sociedad todo se contempla como provisional, un matrimonio se contrae muchas veces con la idea de que “dure lo que tenga que durar”, como también un empleo, u otras muchas cosas. Cómo vivir hoy nuestra vocación, y concretamente la estabilidad hasta la muerte en medio de una sociedad relativista, es un reto. Si partimos de la base de que es Dios quien nos llama, ¿cómo pensar que nos llama solo para un tiempo concreto, con una fecha de caducidad?  Se ha hablado muchas veces de si sería posible un monaquismo temporal, por unos meses o unos años. Pero si volvemos a la raíz que debe tener nuestra vocación, la llamada de Dios, ésta se corresponde con una relación de amor; nos enamoramos de Dios, y esto tiene poco de racionalidad. De la misma manera que en el enamoramiento en la vida de una pareja. Si hay amor, éste, por definición, tiene una vocación de perdurabilidad, hasta la muerte, que en el caso de Dios va más allá de la muerte, porque más allá creemos que podemos gozar de manera plena de la proximidad del amor de Dios, si nos encontramos entre los salvados por su gracia. La temporalidad no conviene a este tipo de relación que pedimos vivir en una comunidad concreta. Nos enamoramos de Dios y no de una comunidad, esto es cierto, pero nos comprometremos a vivir esta relación de amor en un lugar concreto, con unos votos y compromisos bien concretos.

Podemos ser infieles a este compromiso de amor con Dios vivido en una comunidad abandonando el monasterio con el deseo de no volver más, ir a otro monasterio, con la intención de no volver a la comunidad donde profesamos; o de volver después de un tiempo, motivado seguramente por el deseo de encontrar un lugar mejor, movidos de un cierto romanticismo.

Escribe el P. Agustín Roberts de la abadía Azul en Argentina, que el monje inquieto cree que ha de cambiar de lugar para ser más perfecto, pero quizás, al final, solo viene a mostrar su infecundidad en la comunidad a la que pertenece, y si no ha dado fruto y cree que la solución es cambiar de escenario; quizás también es el mismo monasterio quien actúa en el fondo sobre él para motivarlo a marchar, y entonces se puede  producir una situación crítica con el riesgo de perder la vocación, o incluso el sentido religioso de su vida.

Para el beato Guerric, el deseo de cambio viene dado por la impaciencia, la inquietud o las ilusiones que solamente son fruto de nuestra imaginación.
San Bernardo escribe: es una temeridad dejar lo que es cierto y conocido por lo dudoso y desconocido… Desconfío de la ligereza siempre que nos lleva a soñar en lo que no tenemos, a la vez que rechazamos lo que tenemos. Pues a la vez deseamos algo y lo rechazamos ligera e irracionalmente (El precepto y la dispensa, 46)

También podemos ser infieles interiormente. En una especie de exilio o exclaustración interior, apartándonos de la plegaria comunitaria, en toda o en parte, del contacto con la Palabra, del trabajo, o manteniendo una apariencia de vida monástica en las formas, pero vaciándola de todo amor que no sea lo referente a nosotros mismos, a nuestros caprichos; en definitiva, desenamorándonos de Dios.

El objetivo de una comunidad es la transformación en Cristo de cada uno de sus miembros; buscando el bien común y no otro distinto; que todos vayan arraigando en la búsqueda de Dios, de quien nos hemos enamorado todos juntos y cada uno en particular. No es esto el producto de un egoísmo individualista, sino que debe ser consecuencia de una vocación al servicio de Dios. No unimos a un grupo de personas con un mismo enfoque de vida, y en este marco debemos encontrar el equilibrio justo entre la dignidad personal, siempre irrenunciable, y la sociedad estructurada en que vivimos; entre nuestra vocación a una relación íntima con Dios y los deberes hacia los hermanos. Llamados individualmente por el Señor, para hacer camino en un monasterio concreto, perseverando en el amor a Cristo y a la comunidad, y también a los que no perseveran o a los que salen del monasterio. Quizás, hemos de pensar también que podemos ser nosotros, por la falta de caridad o dureza del corazón, o el mal ejemplo un factor de estabilidad o inestabilidad de los miembros de la comunidad.

Es necesaria la fe y la humildad para aceptar nuestra propia situación y la de la comunidad, con las debilidades de los demás y las nuestras, con las imperfecciones humanas inevitables. Pero será siempre necesario vencerlas con la plegaria, el trabajo, el contacto con la Palabra. Nos dice san Benito en el Prólogo de la Regla:
“¿Qué cosa más dulce para nosotros, hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? Mirad como el  Señor, en su bondad nos muestra el camino de la vida“(Pr. 19-20