domingo, 26 de marzo de 2023

CAPÍTULO 2,1-10 CÓMO DEBE SER EL ABAD

 

CAPÍTULO 2,1-10

CÓMO DEBE SER EL ABAD

 

El abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. 2Porque, en efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su sobrenombre, 3según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido el espíritu de adopción filial que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!» 4Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se desvíe de los preceptos del Señor, 5sino que tanto sus mandatos como su doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la justicia divina, 6Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la obediencia de sus discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en el tremendo juicio de Dios. 7Y sepa el abad que el pastor será plenamente responsable de todas las deficiencias que el padre de familia encuentre en sus ovejas. 8Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda suerte de remedios para sus enfermedades, 9en ese juicio de Dios será absuelto como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos, despreciándome, me desecharon». 10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo.

 

Uno de los comentarios clásicos de la Regla fue el del abad de Solesmes Dom Pau Delatte. Hace unos días que nos visitó un grupo de sacerdotes de la Diócesis de Barcelona, todos ellos residentes en la casa san José, Oriol, ya jubilados de sus servicios pastorales. Entre ellos había el sacerdote Fernando Xuclá de 98 años, que fue monje de Poblet entre 1948 y 1954 con el nombre de Gerardo. Lo cito porque tuvo la atención de regalarme un ejemplar del comentario de la Regla de Pau Delatte, impreso el año 1913, hace ya 110 años. Eran tiempos en que Dom Gueranger representaba para muchos el verdadero espíritu monástico, como escribe el mismo Dom Pau en la introducción de su comentario a la Regla. 

Es curioso leer lo que dice Dom Paul sobre la figura del abad, y como se contemplaba a inicios el siglo XX. Para Dom Paul la autoridad abacial emana de Dios, no de la comunidad, aun cuando la comunidad designe a la persona a quien estará sujeta. Viene de Dios de dos maneras: como autoridad y como autoridad espiritual. Para Dom Pau cuando hablamos de la figura del abad estamos más bien en un terreno sobrenatural, donde, por tanto, no se puede hablar más que de orden sobrenatural y de gracia de Dios. El poder del abad era para él divino, absoluto, y cuyos límites solo los podía establecer Dios mismo. Los monjes eran invitados a obedecer.

Ciento cinco años después Aquinata Bockmann en su comentario a la Regla nos habla de cuidarnos de los abades excesivamente carismáticos y venerables, con una fuerte personalidad. Lo cual aparece distante de la concepción de poder como poder divino.

¿Qué ha sucedido para este cambio tan radical?  Pues que las ideas sociales no son las mismas; lo que era normal hace un siglo, deja de serlo hoy día, lo cual afecta también a la Iglesia y a la vida monástica. La idea de fondo del Concilio Vaticano II era actualizar la vida de la Iglesia.

Tendríamos que partir de la responsabilidad personal de todos y cada uno de los monjes. El monje es alguien que busca a Dios, no hace la propia voluntad personal. Hay cosas que no han cambiado tanto o no han cambiado nada. Todo lo que san Benito pide al abad o a los monjes, difícilmente puede cumplirlo una persona humana si no es con la ayuda de Dios, que es quien nos puede ayudar a acercarnos a lo que san Benito pide al abad. Un ministerio que debe ser, sobre todo, servicio.

El Papa Francisco insiste mucho en el tema del servicio:

Ante todo, ir con cuidado con los hipócritas, es decir estar atentos a no apoyar la vida en el culto de la apariencia, de lo exterior, del cuidado de la propia imagen. Y sobre todo, estar atentos a no doblegarla a nuestros propios intereses… No aprovecharse de si mismo pasar por encima de los otros, y estar atento a no caer en la vanidad, para no obsesionarnos con las apariencias y vivir en la superficialidad. Preguntarnos: ¿nos ayudará lo que decimos, hacemos, deseamos ser mejores y ser servidores de Dios y al prójimo, especialmente a los más débiles? Estemos alerta ante las falsedades del corazón, la hipocresía, que es una enfermedad peligrosa del alma.” (Angelus 7, Noviembre 2021)

La autoreferencia siempre es un peligro para nuestra vida. El Papa Francisco advierte sobre la radicalidad del Evangelio, del servicio, de olvidarse de sí mismo ante el peligro de la comodidad y falta de honestidad, de pasear como los fariseos para darse a conocer. Dos imágenes de sacerdotes, de religiosos, macadas por la diferencia entre servir a los demás o servirse de ellos (Cfr. Homilía 6 Noviembre 2015)

Uno de los textos más bellos de nuestros padres cistercienses es La Oración Pastoral de san Elredo. La fina sensibilidad y profunda humanidad del autor del “Espejo de caridad o Amistad espiritual”, nos presenta lo que el abad, y todo monje debería pedir al Señor, consciente de sus debilidades. En este texto reconoce que solo Jesús es el Buen Pastor, y que los demás son pastores que también se angustia por sí mismo y por el rebaño confiado, y buscan la bondad. Por ello necesitan de la misericordia del Señor y no desesperar de ella. Luego, confía su miseria al Señor: ¿Por qué, entonces, oh fuente de misericordia, siendo ellos tan queridos por ti, has querido ponerlos a mi custodia, que soy tan despreciable en tu presencia?

Y continua san Elredo orando: “Esto te pido, oh fuente de piedad, confiando en tu misericordia omnipotente: que con el poder de tu Nombre suavísimo y por el misterio de tu santa humanidad perdones mis pecados, sanes mi alma, y recordando tu bondad y olvidando mi ingratitud”. Para pedir después como Salomón la sabiduría: “Uno de los antiguos te pidió que le concedieses la sabiduría para saber gobernar a tu pueblo. Era un rey, y su petición te agradó y escuchaste su voz, nos obstante que tú no habías muerto en la cruz, ni habías mostrado al pueblo tu admirable caridad”. Y acaba pidiendo al Espíritu santo: “Enséñame, Señor, a mí, tu servidor, enséñame como consagrarme a ellos y como entregarme a su servicio. Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, soportar con paciencia sus debilidades, compartirlas con bondad y ayudarles con discernimiento”.

Con el tiempo pueden cambiar las formas, maneras de ser, pero lo que no cambia son dos cosas: reconocerse pecador y limitado e implorar la ayuda del Señor en nuestro servicio a los demás, de manera que, como concluye san Elredo su Oración, perseveremos en nuestro santo propósito y alcancemos la vida eterna.

Los comentarios a la Regla podrán ser diversos, con influencias de las corrientes de pensamiento de la época, pero lo que no va a cambiar es la necesidad de todos, abad o monjes, de abrirse a la ayuda de Dios, lo cual no limita la libertad, sino al contrario nos hace ser más conscientes de nuestras debilidades para participar de la libertad de los hijos de Dios, Como escribe el Apóstol: “Cuando soy débil es cuando soy realmente fuerte. (2Cor 12,10).

domingo, 19 de marzo de 2023

CAPÍTULO 72 DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

 

 

CAPÍTULO 72

DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y con. doce al infierno, 2 hay también  un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán

unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales.6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. Se entregarán  es interesadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Dice la carta a los Hebreos: “Deseamos que cada uno de vosotros muestre siempre el mismo celo y conserve hasta el final la seguridad de la esperanza, de manera que no os volváis indolentes, sino que imitéis a aquellos que mediante una fe perseverante han heredado las promesas” (He 9,11-12)

El buen celo es el que nos da esperanza, nos ayuda a mantenernos perseverantes en la fe; en cambio el mal celo, que es amargo y aleja de Dios, nos convierte en indolentes. Perseverar o caer en la indolencia, es la disyuntiva en muchos momentos de nuestra vida  monástica. Esto del buen celo que podemos considerar que no tiene una relación con nuestra vida monástica, san Benito, cuando nos invita a practicarlo, añade a continuación que todos debemos practicarlo con un amor muy ferviente, es decir, practicarlo con paciencia, soportando las debilidades tanto físicas como morales, tanto las propias como las de los otros, obedeciéndonos unos a otros, practicando desinteresadamente la caridad fraterna, amando al abad con afecto sincero y humilde, resumiendo: temer a Dios y no anteponer nada al Cristo, para llegar juntos a la vida eterna.

Practicar el buen celo no es una costumbre muy arraigada en nuestros tiempos, cuando suele prodigarse el mal. Ciertamente, cuando falta en una sociedad el amor a Dios, este es sustituido por una especie de idolatría, cuando cada persona se considera a sí misma como un dios, y que los demás deben rendirle culto. También es cierto que no podemos generalizar el mal celo, porque por todo el mundo, tanto entre creyentes como no creyentes, existe gente buena, con buenos sentimientos, que se esfuerzan por practicar la bondad, ayudar desinteresadamente… lo cual no viene a ser sino practicar el buen celo. De aquí, que debemos vigilar para que las practicas mundanas no prevalezcan en nosotros, sino más bien el buen celo, que debe ir creciendo o arraigando a lo largo de nuestra vida monástica.

Podemos correr el riesgo de caer en el mal celo cuando se apodera de nosotros un apropiarnos indebido de nuestras responsabilidades, al perder de vista la enseñanza de san Benito de avanzarnos a honrarnos unos a otros. Toda responsabilidad que podemos tener debe proyectarse en el servicio.

Hoy es bueno recordar que cuando el Papa Francisco iniciaba su pontificado decía: “No olvidemos nunca que el verdadero poder es el servicio” (19 Marzo 2013)

Es algo que podemos aplicar a nuestra vida, pues lo importante es ser buenos todos a los ojos de Dios, y a Él no le podemos engañar.

Podemos citar otra homilía de inicio de pontificado, de san Juan Pablo II: “Cristo conoce lo que hay dentro de nosotros. Sólo lo conoce Él”. (22 Octubre 1978)

Él sabe si en el fondo de nuestro corazón hay una voluntad de servicio a los hermanos, o más bien buscamos nuestro propio provecho.

Es importante analizar si tenemos, a veces, la tentación de actuar así, y no de imitar a los que han perseverado hasta el final, hasta llegar a la vida eterna, para recibir lo que se les prometió a todos.

Podemos citar otra homilía de inicio de pontificado, en este caso de Benedicto XVI: “La tarea puede parece a veces una carga, pero es gozosa y grande, pues en definitiva es un servicio que da lugar a la alegría de Dios, que quiere hacer su entrada en el mundo” (20 Abril 2005)

Servir con buen celo es, pues, también servir con alegría, practicando desinteresadamente, como nos dice san Benito, el amor y la caridad, no calculando lo que recibiremos o de quien lo recibiremos, sino gozosos de seguir a Cristo, y buscando de imitarlo.

Se pregunta Aquinata Bockmann si el buen celo está todavía vigente cuando tantas personas viven sin ideales, solamente preocupadas por su pequeño, y efímero, confort. Ante esto solo una vida marcada, “devorada”, escribe ella, por un celo ardiente, por las exigencias radicales del Evangelio y del amor de Dios y a los hermanos se puede responder a las aspiraciones del mundo contemporáneo.

Dice san Bernardo; “Quien ama a Dios no queda sin recompensa, aunque debemos amar sin tener en cuenta el premio. El verdadero amor no es indiferente al premio, pero tampoco debe ser mercenario, ya que no es interesado. Es un afecto del corazón, no un contrato. Brota con espontaneidad, y se manifiesta libremente. Encuentra en sí mismo su satisfacción. Su premio es el mismo amado” (Sobre el amor a Dios, VII, 17).

domingo, 12 de marzo de 2023

CAPÍTULO 65, EL PRIOR DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 65

EL PRIOR DEL MONASTERIO

 

Ocurre con frecuencia que por la institución del prepósito se originan graves escándalos en los monasterios. 2 Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de soberbia, y, creyéndose segundos abades, usurpan el poder, fomentan conflictos y crean la disensión en las comunidades, 2 especialmente en aquellos monasterios en los que el prepósito ha sido ordenado por el mismo obispo y por los mismos abades que ordenan al abad. 4 Fácilmente se puede comprender lo absurdo que resulta todo esto cuando desde el comienzo su misma institución como prepósito es la causa de su engreimiento, 5 porque le sugiere el pensamiento de que está exento de la autoridad del abad, 6  diciéndose a sí mismo: «Tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad». 7 De aquí nacen envidias, altercados, calumnias, rivalidades, discordias desórdenes. 8 Y así, mientras el abad y el prepósito sostienen criterios opuestos, es inevitable que peligren las almas por semejante discordia 9 y que sus subordinados vayan hacia su perdición, adulando a una parte o a la otra. 10 La responsabilidad de esta peligrosa desgracia recae, en primer término, sobre los que la provocaron, como autores de tan gran desorden. 11 Por eso, nosotros hemos creído oportuno, para mantener la paz y la caridad, que el abad determine con su criterio la organización de su propio monasterio. 12 Y, si es posible, organice por medio de los decanos, como anteriormente lo hemos establecido, todos los servicios del monasterio, 13 pues, siendo varios los encargados, ninguno se engreirá. 14 Si el lugar exige, y la comunidad lo pide razonablemente con humildad, y el abad lo cree conveniente, 15 el mismo abad instituirá a su prepósito con el consejo de los hermanos temerosos de Dios. 16 Este prepósito, sin embargo, ejecutará respetuosamente lo que el abad le ordene, y nunca hará nada contra la voluntad o el mandato del abad, 17 pues cuanto más encumbrado esté sobre los demás, con mayor celo debe observar las prescripciones de la regla. 18 Si el prepósito resulta ser un relajado, o se ensoberbece alucinado por su propia hinchazón, o se comprueba que menosprecia la regla, será amonestado verbalmente hasta cuatro veces. 19 Si no se enmendare, se le aplicarán las sanciones que establece la regla. 20 Y, si no se corrige, se le destituirá de su cargo de prepósito y en su lugar se pondrá a otro que sea digno. 21 Pero, si después no se mantiene dentro de la comunidad tranquilo en la obediencia, sea incluso expulsado del monasterio. 22 Mas piense el abad que rendirá cuentas a Dios de todas sus disposiciones, no sea que deje abrasar su alma por la pasión de la envidia o de los celos.

Cumplir con respeto lo que se nos encomienda, no hacer nada contra lo que dispone la Regla, o la voluntad del abad, no ser vicioso, no llenarse de orgullo… no solo lo ha de cumplir el Prior, sino todos los monjes desde el abad hasta el último novicio.

Corremos el riesgo de perder el sentido de nuestra vida, y al final deberemos dar cuenta de ella, como nos enseña Cristo en Mt 25 al hablarnos del juicio final. Lo que cuenta es dar de comer a quien tiene hambre, o de beber al sediento, vestir al desnudo…(Mt 25,31s), y quien dice esto, preparar los platos en el refectorio, atender al enfermo, responder una llamada de teléfono… cantidad de pequeñas cosas con las que nos encontramos en la vida de la comunidad. Puede suceder que cuando llevamos años en una responsabilidad comunitaria, la rutina nos haga perder de vista el sentido último y fundamental de nuestra vida que no sino seguirlos mandamientos de Cristo, buscando la paz y la caridad con todos los miembros de la comunidad.

Para mantener esta paz y caridad es preciso asumir cada uno nuestra responsabilidad en lo que se nos ha confiado. Todos tenemos unas responsabilidades comunes: no anteponer nada al Oficio Divino, trabajar nuestra humildad, no ser vanidosos, golosos o bebedores… todo lo cual debemos procurarlo viviendo en la responsabilidad concreta que tenemos confiada.

Recordemos lo que nos dice el apóstol Santiago: “Hermanos ¿de qué servirá que alguno diga que tiene fe si no la demuestra con las obras? ¿Podrá salvarle esta fe? Si un hermano o hermana no tiene vestidos y les falta alimento y le decís: ir en paz, abrigaos y alimentaros. Pero no les da lo que necesitan, ¿de qué servirán estas palabras? Así pasa con la fe, si no se demuestra con las obras; la fe sola es muerta. Quizás alguno dirá: Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame sin las obras la fe, y yo con las obras te mostraré mi fe (Sant 2,14-16)

A través de la responsabilidad que se nos asigna tenemos que demostrar con obras nuestra habilidad artesanal, nuestros conocimientos, y nuestra fe que es lo que realmente cuenta como monjes, pues no venimos al monasterio para ejercer una determinada responsabilidad en el trabajo y la vida de la comunidad, que en verdad debemos llevarla a cabo como integrantes de una comunidad, sino principalmente para vivir una vida como monjes consagrados a Dios. Ciertamente, como diría san Benito no tenemos motivos para enorgullecernos de nuestros talentos, sino ponerlos al servicio de los demás. En una comunidad, todos los miembros, aunque sean muchos, forman un solo cuerpo (cfr 1Co 12,12)  Y cada uno de estos miembros debe cuidarse de aquello de lo es responsable de cara a la comunidad, y agradecer lo que recibe del servicio de los demás.

Para asumir una responsabilidad de manera eficaz es preciso cierta autonomía. Todos somos personas con una madurez y con responsabilidades vividas antes de entrar en el monasterio. Pero el panorama es diferente y la motivación es diversa, pues la vida monástica nos pide vivir toda nuestra actividad en la comunidad en la línea de un amor a Cristo y a los hermanos. No olvidemos lo que nos dice san Benito: “Creemos que Dios está presente en todas partes y que los ojos del Señor en todo lugar miran a los buenos y a los malos” (RB 19,1)

Escribía Dom Gabriel Sortais, Abad General de la Estricta Observancia:

“Si se llaman oficiales es para que ayuden, es decir, para que examinen y den solución a los pequeños problemas que se presentan cada día en los diferentes sectores de la vida comunitaria, siguiendo siempre las intenciones del superior. Si a cada situación han de llevar sus problemas para que examine y decida, es evidentes que los subalternos son prácticamente inútiles”. (Conferencias sobre el abadiato, p.122)

Quizás el lenguaje que utilizaba Dom Gabriel no es muy actual, pero si que responde al principio subsidiario tan presente en la doctrina social de la Iglesia. Para decidir es preciso ser responsables y mirar también más allá de nuestros propios intereses.

San Benito, a lo largo de la Regla habla mucho del abad, y menos de del prior, o mayordomo…, pero lo que dice de cada uno es también aplicable al conjunto de la comunidad. No podemos escuchar estos capítulos pensando solo en lo que exige a otro, sino que hay que aplicarlo cada a sí mismo en clave personal.

Decía san Juan Pablo II:

“Si contemplamos el Evangelio, se puede decir que la vida de la comunidad responde a la enseñanza de Jesús sobre el vínculo entre los mandamientos del amor a Dios y el amor al prójimo. En un estado de vida en el cual se quiere amar a Dios sobre todas las cosas no se puede dejar el compromiso de amar con especial generosidad al prójimo, empezando por los que están más cerca, que pertenecen a la misma comunidad. Este es el estado de vida de los consagrados” (Audiencia General 14 Diciembre 1994)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 5 de marzo de 2023

CAPÍTULO 58, LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS

 

CAPÍTULO 58

LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS

 

Cuando alguien llega por primera vez para abrazar la vida monástica, no debe ser admitido fácilmente. 2 Porque dice el apóstol: «Someted a prueba los espíritus, para ver si vienen de Dios».3 Por eso, cuando el que ha llegado persevera llamando y después de cuatro o cinco días parece que soporta con paciencia las injurias que se le hacen y las dificultades que se le ponen para entrar y sigue insistiendo en su petición, 4 debe concedérsele el ingreso, y pasará unos pocos días en la hospedería.5 Luego se le llevará al lugar de los novicios, donde han de estudiar, comer y dormir. 6 Se les asignará un anciano apto para ganar las almas, que velará por ellos con la máxima atención. 7 Se observará cuidadosamente si de veras busca a Dios, si pone todo su celo en la obra de Dios, en la obediencia y en las humillaciones. 8 Díganle de antemano todas las cosas duras y ásperas  debe leer esta regla íntegramente 10 y decirle: «Esta es la ley bajo la cual pretendes servir; si eres capaz de observarla, entra; pero, si no, márchate libremente». 11 Si todavía se mantiene firme, llévenle al noviciado y sigan probando hasta dónde llega su paciencia.7 12 Al cabo de seis meses léanle otra vez la regla, para que se entere bien a qué entra en el monasterio. 13 Si aún se mantiene firme, pasados otros cuatro meses, vuélvase a leerle de nuevo la regla. 14 Y si, después de haberlo deliberado consigo mismo, promete cumplirlo todo y observar cuanto se le mande, sea entonces admitido en el seno de la comunidad; 15 pero sepa que, conforme lo establece la regla, a partir de ese día ya no le es licito salir del monasterio, 16 ni liberarse del yugo de una regla que, después de tan prolongada deliberación, pudo rehusar o aceptar. 17 El que va a ser admitido, prometa delante de todos en el oratorio perseverancia, conversión de costumbres y obediencia 18 ante Dios y sus santos, para que, si alguna vez cambiara de conducta, sepa que ha de ser juzgado por Aquel de quien se burla. 19 De esta promesa redactará un documento en nombre de los santos cuyas reliquias se encuentran allí y del abad que está presente. 20 Este documento lo escribirá de su mano, y, si no sabe escribir, pedirá a otro que lo haga por él, trazando el novicio una señal, y la depositará con sus propias manos sobre el altar. 21 Una vez depositado, el mismo novicio entonará a continuación este verso: «Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; no permitas que vea frustrada mi esperanza». 22 Este verso lo repetirá tres veces toda la comunidad, añadiendo Gloria Patri. 23 Póstrese entonces el hermano a los pies de cada uno para que oren por él; y ya desde ese día debe ser considerado como miembro de la comunidad. 24 Si posee bienes, antes ha debido distribuirlos a los pobres o, haciendo una donación en la debida forma, cederlos al monasterio, sin reservarse nada para sí mismo. 25 Porque sabe muy bien que, a partir de ese momento, no ha de tener potestad alguna ni siquiera sobre su propio cuerpo.26 Inmediatamente después le despojarán en el oratorio de las propias prendas que vestía y le pondrán las del monasterio. 27 La ropa que le quitaron se guardará en la ropería, 28 para que, si algún día por sugestión del demonio con113 sintiere en salir del monasterio, Dios no lo permita, entonces, despojado de las ropas del monasterio, sea despedido. 29 Pero no le entreguen el documento que el abad tomó de encima del altar, porque debe conservarse en el monasterio.

Toda vocación es una llamada, no tanto el inicio de una relación con Cristo, como la consolidación de esta relación.

El “venid y veréis” de Cristo (Mt 4,19-22; Jn 1,43) es una invitación a compartir el camino cuyo horizonte es Cristo y la vida en plenitud, la vida ganada por Él para nosotros en su victoria sobre la muerte.

Dios tiene siempre la iniciativa en una vocación, que es una llamada a vivir la felicidad de un encuentro con el Señor. Por ello la vocación tiene algo de irracional como es una relación amorosa.

Cuando se pregunta a un joven porque ama a una muchacha concreta seguramente no tendrá otra respuesta que decir “que le agrada”, igual que un monje a la pregunta de “por qué monje” sería decir que esta vida le agrada, le gusta buscar a Dios. Si en un proceso vocacional partimos de las limitaciones de la razón no dejamos espacios al amor o a la acción de Dios. Dejarse llevar por este amor, hoy no es fácil, pues seguir la llamada de Cristo es dejarse llevar por su amor, confiar en él.

Toda vocación debe ser una relación abierta y generosa con Dios o no tiene futuro. Podrá llegar a vivir en un monasterio pero no será una vida monástica, sino una vida vacía, sin sentido, ya que se deja aparcado el punto esencial de esta vida: la búsqueda de Dios.

Para vivir una vida monástica hay un punto de partida que es la llamada individual a cada uno. Dios siempre es el primero en amarnos y es fuente de todo amor. Es fundamental que una comunidad tenga el conocimiento cierto de esta llamada de Dios y de la correspondencia a esta amor de Dios, lo cual no viene a ser fácil, dado el individualismo dominante en la sociedad, que lleva con frecuencia a buscar un lugar de realización que no tiene mucha relación con la búsqueda de Dios.

Escribe Luis Bouyer: “¿Cuál es el sentido de la vida monástica? Esta pregunta es primordial. Uno elige el monaquismo como un camino. Comprometerse sin saber hacia donde conduce sería perderse en un laberinto ¿A qué has venido? Si esta pregunta no se plantea en todo momento con un espíritu de monje, o si éste no es capaz de darle siempre una respuesta que nazca de un alma sincera, su esfuerzo será en vano. Según la palabra del Apóstol sería combatir dando golpes al aire” (El sentido de la vida monástica, p.23)

Toda vocación es una llamada a ser vivida en comunidad, la vocación sacerdotal en una iglesia particular o diocesana; la matrimonial en una familia; la religiosa, en una comunidad religiosa. Este punto comunitario es esencial en la vida monástica.

La segunda particularidad es buscar a Dios en la comunidad y no a pesar o al margen de la comunidad, por lo que se ha de tener claro que no hay que buscar la vida en el monasterio por afinidad personal con un miembro de la comunidad, o el abad, o por el lugar… sino principal y fundamentalmente por buscar a Dios y buscarlo con otros que también lo están buscando.

San Benito considera dos elementos fundamentales para un discernimiento. En primer lugar, un cierto número de cualidades espirituales: capacidad de obediencia, de soportar humillaciones, superar dificultades… En segundo lugar, el marco temporal donde desarrollar esta vocación.

Nuestra sociedad padece la enfermedad de la prisa; pero la vida monástica es una carrera de fondo, en donde es preciso medir las fuerzas, no sea que en breve se nos agoten las fuerzas para el resto del camino. No hace a uno “ser monje” el desearlo, la mera voluntad, tampoco el hábito, o la profesión… Más bien el monje se va “haciendo” paulatinamente, dejándose “modelar” por Cristo, con el resto de la comunidad, con la que inicia el tiempo o el camino de conversión.

Quemar etapas es peligroso, pues puede convertir en “cenizas” una supuesta vocación, y así quedar descalificados a mitad o al inicio de la carrera, lo cual sería un reflejo de esta sociedad que quiere las cosas al momento. Más bien, se impone gozar paso a paso del progreso de nuestra vida en la experiencia de Dios, un ir descubriendo con más nitidez el rostro de Cristo que llama, lo cual viene a ser una verdadera delicia espiritual.