domingo, 27 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 45 LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

 

CAPÍTULO 45

LOS QUE SE EQUIVOCAN EN EL ORATORIO

Si alguien se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, si allí mismo y en presencia de todos no se humilla con una satisfacción, será sometido a un mayor castigo 2 por no haber querido reparar con la humildad la falta que había cometido por negligencia. 3 Los niños, por este género de faltas, serán azotados.

 

Equivocarse es humano; es frecuente de una u otra manera. La mayor parte de las veces nos equivocamos por no prestar suficiente atención a lo que hacemos o decimos. San Benito nos dice que cuando salmodiemos en el Oficio Divino procuremos que nuestro pensamiento vaya de acuerdo con la voz (cf RB 19,7). No siempre es fácil; nuestro pensamiento va a veces por caminos distinto de la voz.

Nos equivocamos de pensamiento

El origen de nuestros errores está a menudo en una falta de pensamiento. Nuestra mente divaga en otras cosas, que tenemos que hacer más adelante. Nos olvidamos de las palabras de san Benito, cuando nos dice: “creemos que Dios está presente en todas partes” y que “los ojos del Señor, en todo lugar, miran a los buenos y a los malos” pero lo creemos, sobre todo, sin duda alguna, cuando estamos en el Oficio Divino. (RB 19 ,1-2)

Caer en la rutina, acudir al Oficio desmotivados, puede acabar por afectar no solo a nuestra voz física, sino, sobre todo, a la voz espiritual. Al Señor le place la plegaria, que le alabemos, pues al alabarlo con la plegaria nos la apropiamos, y nada hay mejor para nosotros que sentirnos cerca de Él. Cuando nuestra mente divaga con otras preocupaciones, es como si teniendo a Dios delante de los ojos, no le hiciéramos caso, lo cual más que un error es un pecado.

Concentrarnos no siempre es fácil, Se dice que los hermanos preguntaron a abbá Agaton:

“¿Cuál es la virtud que exige mayor esfuerzo?” Y él respondió: “Perdonadme, pero pienso que no hay un esfuerzo mayor que orar a Dios sin distracciones. Porque cada vez que el hombre quiere orar, el enemigo se esfuerza por impedirlo, puesto que sabe que solo le detiene la plegaria a Dios. Y en todo género de vida que practique el hombre con perseverancia llegará al descanso, pero en la oración es necesario combatir hasta el extremo, hasta el últimos suspiro” (Libro de los ancianos, 12,2).

Nos equivocamos de palabra

Los errores de pensamiento nos llevan a los errores de palabra. Viene a ser el resultado, la visualización o materialización de una divagación de nuestra mente que sumida en la distracción no pone la debida atención en lo que dice.

Es cierto que, en ocasiones, algún texto, especialmente patrístico, por ejemplo, puede presentar cierta dificultad de lectura, pero, si lo analizamos bien, tiene su sentido y en ocasiones profundo. Habría que decir que es necesario ponernos en el papel de quien ha escrito el texto, y por lo tanto en el papel del salmista, que en ocasiones clama, o en otras suplica, o alaba…

 

Nos equivocamos por omisión

Pero no todos los errores son por la acción; otras lo son por omisión. En primer lugar, cuando se cierra nuestra boca, y, por tanto, no oramos, no es porque nuestra mente esté ausente del texto, al contrario, está ausente por el tedio, el aburrimiento, la lejanía. Pero si nos paramos a pensar, ¿cómo podemos sentirnos lejos del Señor en momentos tan intensos como son los de la plegaria?

Si verdaderamente Cristo es el centro y el norte de nuestra vida, ¿cómo nos podemos alejar de manera consciente o negligente?

Santo Tomás distingue entre la atención a las palabras, por lo cual es preciso cuidar bien la pronunciación, y lo que debemos procurar prioritariamente, la atención al sentido, al significado de las palabras, y la atención a Dios, que es lo más necesario. (ad Deum et ad rein pro qua oratur, II-II, q. 83, a. 13)

También, algunas veces tenemos la tentación de omitir gestos, que de hecho nos ayudan a la reverencia en la plegaria.

Escribe el P. Columbá Marmión: “Cuando el alma está poseída de una verdadera devoción, se postra interiormente delante de Dios, y a él se ofrece por completo con unas alabanzas magníficas que envidian a los mismos ángeles. Así mismo, inclinarse al final de cada salmo al decir el Gloria al Padre… es como un resumen y compendio de toda nuestra alabanza y devoción. Santa Magdalena de Pazzi sentía tal devoción al recitarlo, que se la veía palidecer en este momento; tanta era la intensidad que sentía en su entrega a la Santísima Trinidad. Sucederá, no obstante, que a pesar de todo nuestro fervor no veamos asaltados de distracciones. ¿Qué hacer, entonces? Las distracciones son inevitables. Somos débiles, y son muchos los objetos que solicitan la atención y disipan nuestra alma, pero si son causa de nuestra fragilidad no debemos turbarnos”. (Jesucristo, ideal del monje)

Esta distracciones voluntarias o involuntarias nos empobrecen, y, todavía más, son fruto de nuestra presunción de imponer un capricho propio por encima de las costumbres establecidas en el monasterio y en el Orden.

Las faltas o las equivocaciones no son solo propias de nuestra Orden, ni de nuestros tiempos. Escribía santa Teresa de Jesús:

“Media culpa es si alguna en el coro, dicho el primer salmo, no viniere; y cuando entran tarde se deben de postrar hasta que la madre priora mande que se levante. Media culpa si alguna presume de cantar o leer de otra manera de lo que suele hacerse. Media culpa si alguna no estando atenta al Oficio Divino con los ojos bajos, mostrase liviandad en la mente” (Constituciones, 14,1-3)

Siempre es un consuelo que santa Teresa lo considere media culpa, pero mejor no habituarse, pues la misma santa Teresa añade: “Y la que por costumbre comete culpa leve, les sea dada penitencia de mayor culpa”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 20 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 38 EL LECTOR DE SEMANA

 

CAPÍTULO 38

EL LECTOR DE SEMANA

En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura; pero no debe leer el que espontáneamente coja el libro, sino que ha de hacerlo uno determinado durante toda la semana, comenzando el domingo. 2 Este comenzará su servicio pidiendo a todos que oren por él después de la misa y de la comunión para que Dios aparte de él la altivez de espíritu. 3 Digan todos en el oratorio por tres veces este verso, pero comenzando por el mismo lector: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». 4 Y así, recibida la bendición, comenzará su servicio. 5 Reinará allí un silencio absoluto, de modo que no se perciba rumor alguno ni otra voz que no sea la del lector. 6 Para ello sírvanse los monjes mutuamente las cosas que necesiten para comer y beber, de suerte que nadie precise pedir cosa alguna. 7 Y si algo se necesita, ha de pedirse con el leve sonido de un signo cualquiera y no de palabra. 8 Ni tenga allí nadie el atrevimiento de preguntar nada sobre la lectura misma o cualquier otra cosa, para no dar ocasión de hablar; 9 únicamente si el superior quiere, quizá, decir brevemente algunas palabras de edificación para los hermanos. 10 El hermano lector de semana puede tomar un poco de vino con agua antes de empezar a leer por razón de la santa comunión y para que no le resulte demasiado penoso permanecer en ayunas. 11 Y coma después con los semaneros de cocina y los servidores. 12 Nunca lean ni canten todos los hermanos por orden estricto, sino quienes puedan edificar a los oyentes.

San Benito quiere que en la mesa, además de la comida y bebida, no falte la lectura, como alimento espiritual. Del tipo de lectura no habla en este capítulo, pero nos habla en otros capítulos de la Regla, donde sugiere que sea edificante, que debemos escuchar con gusto las lecturas santas (cf. RB 4,55), que en horas determinadas se dediquen a la lectura divina (Cf  RB 48,1); en el verano desde la hora cuarta hasta la hora de sexta (Cf. RB 48,4), en el invierno hasta la hora segunda completa, y en Cuaresma hasta la hora tercera(Cf. RB 48,14) o que el domingo se dediquen más a la lectura (Cf. RB 48,22)

Daba tanta importancia a la lectura que la equipara con la oración de lágrimas, la compunción del corazón y la abstinencia. Y no admite que se menosprecie, de manera que, si se da a lectura o molesta a otros, debe ser castigado (Cf RB 48,18).

Aquí define al lector, y establece como deben comportarse el auditorio para una lectura de provecho. El lector debe servir a la comunidad a lo largo de toda la semana, como los demás servicios comunitarios y para que sea edificante, debe huir de la vanidad, y recibir la bendición y la plegaria, pues a menudo de su boca saldrán palabras santas, provenientes de la Escritura o de los Santos Padres, y debe ser consciente que es un instrumento, voz, de un mensaje para ayudar a otros. No debe elegirse al azar, lo que compromete a realizarlo lo mejor posible. Como tiene su dificultad, antes que beba un poco de vino con agua, para no hacerlo en ayunas.

Debe poner los cinco sentidos en su servicio; estar concentrado en lo que hace, como también deben estarlo los oyentes.

La lectura en el refectorio no es equivalente a un escuchar la radio o la televisión por parte de una familia reunida en su hogar. Aquí la lectura tiene una dimensión formativa, por lo que la escucha debe ser atenta. San Benito siempre nos quiere con el oído atento, en el Oficio Divino, en la Eucaristía, en la Colación, y también en el refectorio. Más que cuando leemos en privado, y más cuando se trata de la Palabra de Dios. En el refectorio no debe sentirse un ruido excesivo, lo cual es algo que deben tener presente los servidores, y evitar ruidos excesivos. Al decir que no debe sentirse ningún murmullo y ninguna voz excepto la de quien lee, san Benito se refiere a que haya un silencio absoluto, ninguna murmuración, un vicio al que san Benito se refiere en la Regla trece veces, y que define como un verdadero mal.

La tentación de murmurar sobre la lectura, si nos agrada o no, no nos abandona. Hace falta siempre un esfuerzo para centrarnos en la lectura, en su sentido, pues siempre es bueno escuchar el Magisterio de la Iglesia, o vidas que edifican, o reflexiones teológicas que nos pueden enriquecer. Nos puede agradar más un autor que otro, o un lector que otro, pero por encima de todo no debemos olvidar que la mayoría de lecturas forman parte del Magisterio o de la vida de la Iglesia, pasada o presente, lo cual siempre es un enriquecimiento cuando hacemos una  buena escucha.

Nos podría parecer que la lectura es prescindible, pero san Benito lo deja bien claro en la primera frase cuando dice: “en la mesa no debe faltar nunca la lectura”.

La lectura en el refectorio, escribe Aquinata Bockmann, es considerada en la tradición monástica como una cierta decadencia, porque en el antiguo Egipto los monjes comían en silencio, y fue en Capadocia donde se incorpora la lectura en el refectorio, para que se mantenga el silencio de los monjes, y se eviten las palabras ociosas e incluso las disputas.

No tiene, pues, un origen tan espiritual, como podemos suponer, pero de hecho la lectura se estableció para lograr un silencio efectivo. Ya san Agustín planteará la idea de las comidas como un momento de alimentación física y espiritual; alimento físico que entrar por la boca, y espiritual, por la oreja. Así dice el texto actual de la Regla de san Agustín:

“Desde que ponéis a la mesa hasta que os levantáis de ella, escuchad sin murmuraciones ni comentarios lo que se acostumbra a leer, de manera que no solo se reciba alimento en la boca, sino también en los oídos gracias a la Palabra de Dios.” (RA 4,2)

No olvidemos, nos dice Aquinata Bockmann, los signos que establecen un cierto paralelismo entre las comidas y la liturgia eucarística, el altar y la mesa. La Eucaristía y las comidas comportan determinados rituales, plegarias cantos o lecturas. La comunidad reunida en torno al altar tiene como consecuencia la comunidad reunida en torno a la mesa. La Palabra de Dios es proclamada en un lugar y en el otro; el pan y el vino están presentes en los dos momentos. En definitiva, las comidas se entienden como una obligación de la comunión vivida en comunidad, donde no debe faltar nunca el alimento de la Palabra de Dios.

sábado, 12 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 31 CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 31

CÓMO HA DE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

Para mayordomo del monasterio será designado de entre la comunidad uno que sea sensato, maduro de costumbres, sobrio y no glotón, ni altivo, ni perturbador, ni injurioso, ni torpe, ni derrochador, 2 sino temeroso de Dios, que sea como un padre para toda la comunidad. 3 Estará al cuidado de todo. 4No hará nada sin orden del abad. 5Cumpla lo que le mandan. 6No contriste a los hermanos. 7 Si algún hermano le pide, quizá, algo poco razonable, no le aflija menospreciándole, sino que se lo negará con humildad, dándole las razones de su denegación. 8Vigile sobre su propia alma, recordando siempre estas palabras del Apóstol: «El que presta bien sus servicios, se gana una posición distinguida». 9Cuide con todo su desvelo de los enfermos y de los niños, de los huéspedes y de los pobres, como quien sabe con toda certeza que en el día del juicio ha de dar cuenta de todos ellos. 10Considere todos los objetos y bienes del monasterio como si fueran los vasos sagrados del altar. 11Nada estime en poco. 12No se dé a la avaricia ni sea pródigo o malgaste el patrimonio del monasterio. Proceda en todo con discreción y conforme a las disposiciones del abad. 13 Sea, ante todo, humilde, y, cuando no tenga lo que le piden, dé, al menos, una buena palabra por respuesta, 14 porque escrito está: «Una buena palabra vale más que el mejor regalo». 15 Tomará bajo su responsabilidad todo aquello que el abad le confíe, pero no se permita entrometerse en lo que le haya prohibido. 16 Puntualmente y sin altivez, ha de proporcionar a los hermanos la ración establecida, para que no se escandalicen, acordándose de lo que dice la Palabra de Dios sobre el castigo de «los que escandalicen a uno de esos pequeños». 17 Si la comunidad es numerosa, se le asignarán otros monjes para que le ayuden, y así pueda desempeñar su oficio sin perder la paz del alma. 18Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, 19 para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios.

Goloso, vanidoso, violento, injusto, ligereza, pródigo… no debería ser ningún monje, sino temerosos de Dios, sensatos, maduros, sobrios… Debería cumplir lo que se les encomienda, y no hacer nada sin encargo del abad, no contristar a los hermanos, ni menospreciar… teniendo siempre presente que hemos de dar cuenta de nuestra vida en el día del juicio final. San Benito no quiere que esperemos a que nos lo resuelvan todo, ni que atribuimos culpas a los hermanos de déficits de nuestra convivencia, eludiendo nuestra responsabilidad en la marcha de la comunidad, pues todos somos responsables, cada uno en su parcela concreta.

Si el hospedero ha de acoger a los huéspedes como a Cristo, si los cocineros deben preparar las comidas con amor, el bibliotecario tener cuidado de los libros como si fueran vasos sagrados… el mayordomo debe ejercer su tarea con discreción, y según las órdenes del abad. Lo que nos dice san Benito del mayordomo se puede aplicar a cada uno de los servicios del monasterio, es decir que cada uno debe ser responsable de la tarea que tiene encomendada, y sobre todo de vivir con fidelidad y autenticidad su vocación de monje, que es a lo que nos ha llamado el Señor, lo cual no es una actividad o tarea, sino una vocación de servicio al Señor y a los hermanos.

Las tentaciones existen y a veces puede ser cierto el refrán castellano: “la ocasión hace al ladrón”. Un mayordomo puede ser goloso o vicioso, disipador del patrimonio de la comunidad en beneficio propio… La frase de san Bernardo de que “al monje lo hace la vocación y al prelado el servicio” se puede aplicar perfectamente al mayordomo, como al prior u a otros, pues todos tenemos una responsabilidad u otra.

El mayordomo no debe olvidar que es monje, que ha venido para vivir como monje, y que la mayordomía, como cualquiera otra responsabilidad es temporal y caduca. Por ello debe estar atento a no caer en la avaricia, que “genera ídolos, es hija de la infidelidad, inventora de enfermedades, profeta de la vejez, generadora de esterilidad en la tierra, y del hambre” (Juan Clímaco, Escala Espiritual)

El mayordomo debe dar razón de las cosas con humildad, ni contristando ni menospreciando, y teniendo siempre una buena palabra, que es el mejor presente, y un presente, del que, con frecuencia, todos somos remisos en darlo.

Un mayordomo que se procurase para sí mismo caprichos personales, por pequeños que sean, y a la vez negara a los hermanos lo que pueden necesitar, sería un mal mayordomo. Un mayordomo que invoca el nombre del abad en vano, para quitarse de encima al hermano que le pide alguna cosa, sería un mal mayordomo. Un mayordomo que no tenga cuidado del patrimonio del monasterio, sería también un mal mayordomo. Un mayordomo que no procurase las cosas, o lo hiciera todo con altivez y retraso, sería un mal mayordomo. En definitiva, un mayordomo que escandalizase, no administrará bien, acabaría por perder la mayordomía, pues lo harían inevitables los sucesivos errores.

La tentación de pensar que son insustituibles, es algo factible. Es cierto que no somos muchos en la comunidad, y es necesario el esfuerzo de todos. Quizás sería mejor una rotación mayor en los decanatos, pero para algunos hay que tener ciertas aptitudes o conocimientos, pues de lo contrario, podría incidir en el funcionamiento de la comunidad. Pero es preciso estar alerta, pues esto no significa una impunidad en la nuestra responsabilidad, un elevarnos con orgullo y un aparcamiento de nuestra humildad que siempre debe guiar nuestra vida de monjes. Lo que siempre significa una responsabilidad, un compromiso delante de la comunidad, y sobre todo, delante del Señor, para quien todo está a la vista, y conoce nuestra inclinación más profunda en lo que hacemos u omitimos, y a quien no podemos engañar con justificaciones.

Escribe san Juan Clímaco: “Numerosos son los que me han engendrado; yo tengo más de un padre. Mis madres son la vanagloria, el amor a los dineros, la gula y muchas veces la lujuria. El nombre de mi padre es la ostentación. Mis hijos son el rencor, la enemistad, la tozudez, el desamor. Cuando mis adversarios, quienes ahora me tienen preso, son la mansedumbre y la dulzura. Y la que pone la trampa se llama humildad” (Escala Espiritual, 8º grado)

El mayordomo se debe dejar aprisionar por la mansedumbre y la dulzura; y ha de caer en el paraje de la humildad, pues, solamente así podrá ejercer su servicio con el temor de Dios. Y lo que vale para él, vale para el abad, para el prior, para los decanos y para cada hermano de comunidad.

domingo, 6 de noviembre de 2022

CAPÍTULO 24, CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

 

CAPÍTULO 24

CUÁL DEBE SER LA NORMA DE LA EXCOMUNIÓN

Según sea la gravedad de la falta, se ha de medir en proporción hasta dónde debe extenderse la excomunión o el castigo. 2 Pero quien tiene que apreciar la gravedad de las culpas será el abad, conforme a su criterio. 3Cuando un hermano es culpable de faltas leves, se le excluirá de su participación en la mesa común. 4Y el que así se vea privado de la comunidad durante la comida, seguirá las siguientes normas: en el oratorio no cantará ningún salmo ni antífona, ni recitará lectura alguna hasta que haya cumplido la penitencia. 5Comerá totalmente solo, después de que hayan comido los hermanos. 6De manera que, si, por ejemplo, los hermanos comen a la hora sexta, él comerá a la hora nona, y si los hermanos comen a la hora nona, él lo hará después de vísperas 7 hasta que consiga el perdón mediante una satisfacción adecuada.

 

Una sociedad sin leyes o bien sería una sociedad ideal, donde nadie atentaría contra los derechos individuales o colectivos de los otros, o bien sería una sociedad donde imperaría la ley del más fuerte.

Pensemos como nos presenta la Escritura este punto. Todo empieza con una sola norma: no comer del fruto de un determinado árbol. El hombre incumple la ley y la pena se entiende a toda la descendencia. Después Dios establece con Moisés un Decálogo, que luego el pueblo no cumplió fielmente. Esta vivencia deficitaria de la Ley divina marca toda la Historia de la Salvación. Jesucristo establece dos nomas basadas en el amor a Dios y a los hermanos. San Agustín recordando estas normas escribirá: “ama y haz lo que quieras”. Si cumplimos esta sugerencia haremos el bien y no el mal.

Para que una ley se cumpla es preciso penalizar su no cumplimiento. Esto no es un invento de la sociedad moderna. Sin penalización por el incumplimiento, la ley no serviría de nada.

Todo esto, san Benito que va a Roma a estudiar leyes, en un periodo de profunda crisis del Imperio, ya es consciente de ello a la hora de redactar la Regla, y le sale esta vena de jurista, a la vez que la dimensión comunitaria. Tiene también en cuenta otro principio del derecho, como es la proporcionalidad de la pena respecto al delito o a la falta cometida. Por esto nos habla de excluir de la mesa por faltas leves en ocasiones, o excluir del oratorio e incluso de la comunicación con los hermanos por las faltas graves.

Así deja claro que hay faltas graves y leves, y que no está dispuesto a dejarlas pasar. Pues es consciente que, a fuerza de cometer faltas leves, nos podemos acostumbrar a no darles importancia, y llegar a banalizar las graves. O sea, venir a caer en una conciencia laxa. Debeos tener presente ante quien somos responsables de nuestras faltas. ¿Delante de Dios y de la historia? Es bien cierto. Todos somos responsables delante de Dios, además Dios nos tiene siempre presentes, lo cual ya nos asegura que no podemos escapar del juicio de Dios.

El pueblo escogido, Israel, aprovecha que Moisés ha subido a la montaña, para fabricar un ídolo, lo cual no escapa a la mirada divina. Como dice la Escritura: “No hay nada que no llegue a revelarse, ni escondido que no llegue a saberse” (Mt 10,26) Y ser conscientes de que, con nuestras faltas, las que sean el principal perdedor somos nosotros mismos, cuando no las cumplimos.

Pero san Benito deja entrever otro de los principios del Derecho romano, origen del nuestro Derecho: una falta de un miembro o de un colectivo, de una comunidad perjudica al conjunto de la comunidad. Por ello es por lo que san Benito nos habla de excomunión, de una exclusión total o en parte de la comunidad.

El Papa Francisco subraya a los participantes en el Capítulo General de los Cistercienses: “tampoco para nosotros es fácil caminar en comunión y, sin embargo, no deja de sorprendernos y de alegrarnos este regalo que recibimos de ser Su comunidad, de modo que, tal como somos, no perfectos ni uniformes, sino convocados, implicados, llamados a estar o caminar detrás de Él, nuestros Maestro y Señor” (17 Octubre 2022)

“Excomunicar” es una expresión dura, aunque no se suele aplicar con frecuencia, pero sí que podemos decir que, en ocasiones, practicamos la excomunión. En este proceso podemos entrar poco a poco, paulatinamente, para acabar cayendo del todo. ^Por ejemplo: un primer paso, llegar tarde al Oficio Divino, después dejo de asistir a alguna de las horas de plegaria comunitaria, y así voy regularizando mi ausencia, hasta que llega a ser una excepción el día que asisto. Faltas leves, en un principio, que es tornan en falta grave. Grave, no solo porque va contra la Regla y porque afecta a toda la comunidad, sino porque me excomunico.

Como nos dice el Papa francisco a los miembros del Capítulo General estar en comunión es “un caminar juntos detrás del Señor, para estar con Él, escucharlo, observarlo”.

Observar a Jesús. Como un niño observa a sus padres, o a su mejor amigo. Observar al Señor, su manera de ser, su rostro ple de amor y de paz, en ocasiones indignado delante la hipocresía y la cerrazón.,. y este observa vivirlo juntos, no individualmente sino en comunidad. Cada uno con su ritmo, con su propia historia, única e irrepetible, pero todos juntos. Como los Doce que estaban siempre con Jesús e iban con Él. Ellos no se habían elegido, sino el mismo Jesús. No siempre era fácil estar de acuerdo, había diferencias, durezas de corazón, orgullo… También nosotros somos así. (17 Octubre 2022)

Ciertamente, para nosotros la dureza como el orgullo, la hipocresía, la cerrazón, son enemigos de la comunión, son en realidad excomumión. Procuremos en lugar de regar estas malas hierbas, cuidar la buena semilla de nuestra vocación. Miremos de evadirnos de la tentación de caer en las faltas leves, para evitar las más graves… Que el Señor nos ayude; pues solo en Él encontramos la eficacia y el amor total, absoluto-