domingo, 21 de enero de 2024

CAPÍTULO 7,60-61 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO VII

LA HUMILDAD

60 El undécimo grado de humildad consiste en que el monje, cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con humildad y con gravedad, diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la voz, 61 pues está escrito: "Se reconoce al sabio por sus pocas palabras".

Este undécimo grado de la humildad se corresponde al segundo grado de la soberbia de san Bernardo, que habla de la ligereza de espíritu y de la indiscreción en las palabras. Ambos, san Benito y san Bernardo, prefieren el silencio a las palabras vanas, indiscretas y ociosas, prefieren decir poco y sensato que demasiado y con necedad; decirlo suavemente más que riendo; decirlo humildemente y con gravedad más que con estallidos de voz. En la vida del monje la Palabra tiene un papel central, la Palabra de Dios, evidentemente, y ante ésta nuestras palabras a menudo no son sino necedad y poca sensatez. Dice el libro de los Proverbios: «Con su hablar, el necio se gana palos, pero al sensato, sus palabras le protegen.» (Pr 14,3).

Para Michaela Puzicha este undécimo grado completa y profundiza los dos anteriores, el noveno y el décimo, e invita a vivir con gravedad, diciendo las palabras justas, buscando la seriedad y la dignidad que deben caracterizar la vida monástica, evitando sucumbir a los accesos de cólera, tratando de vivir con moderación, también en lo que se refiere a la voz. Nuestra sociedad es una sociedad del ruido, una sociedad que huye del silencio, en la que parece que quien más grita más razón tiene. Puede verse esta tendencia en debates donde la interrupción es la norma y donde una voz trata de imponerse sobre otra. Nuestra vida debe rehuir esta forma de hacer, esta forma de actuar, tratando, como escribe Michaela Puzicha, de no querer atraer la atención hacia nosotros, contando historias vanas, quién sabe si no inventadas o como mínimo exageradas. La sobriedad debe estar presente también, según san Benito en el lenguaje.

El Papa Benedicto XVI escribe en la Exhortación Apostólica post sinodal Verbum Domini: «La palabra sólo puede ser pronunciada y escuchada en el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que existe casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masas, aunque sólo sea por un momento. Por eso debe educarse al Pueblo de Dios en el valor del silencio. Redescubrir el lugar central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia significa también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar estancia en nosotros, como sucedió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente.» (VD, 66).

Nuestro silencio no debe ser un silencio vacío, debe ser la oportunidad de llenarlo por la Palabra, con mayúsculas. Que nuestra voz sea suave para poder oír la Voz, con mayúsculas, y ante ésta no hay otra forma de estar presentes que humildemente y con gravedad. Un silencio de la boca, que sólo podemos romper con pocas palabras y sensatas, sin estallidos de voz. Es el momento, la oportunidad de hablar con Cristo; una conversación que nos lleva a estar alegres en los momentos de desolación y descubrir cosas sensatas que decir. En los momentos de desolación, Cristo nos habla y en la meditación nos habla todavía más directamente. El silencio, las pocas palabras y sensatas nos acercan más a Cristo que los grandes gritos, los grandes estallidos de voz, ya que Él siente una especial predilección por esta virtud del silencio. Más importante que lo que decimos es lo que Dios nos dice y lo que dice a través de nosotros. Jesús está siempre más atento a presentarse en el silencio que en el ruido, en el mucho hablar. En el silencio, nosotros le escuchamos, Él habla a nuestro espíritu, y nosotros podemos escuchar su voz. Dice el salmista: «Ahora guardo silencio. No abriré la boca, porque eres tú quien lo haces todo.» (Salmo 39,10).

También el Papa Francisco, en su alocución en la vigilia de oración que precedió a la última reunión del Sínodo, decía: «El silencio es esencial en la vida del creyente. En efecto, está al principio y al final de la existencia terrena de Cristo. El Verbo, la Palabra del Padre, se hizo "silencio" en el pesebre y en la cruz, en la noche de la Natividad y en la de Pascua. Esta tarde, nosotros cristianos hemos permanecido en silencio ante el Crucifijo de San Damián, como discípulos a la escucha ante la cruz, que es la cátedra del Maestro. Nuestro silencio no ha sido vacío, sino un momento lleno de espera y disponibilidad. En un mundo lleno de ruido ya no estamos acostumbrados al silencio, es más, a veces nos cuesta soportarlo, porque nos pone delante de Dios y de nosotros mismos. Y, sin embargo, esto constituye la base de la palabra y de la vida. San Pablo dice que el misterio del Verbo encarnado estaba «guardado en secreto desde la eternidad» (Rm 16,25), enseñándonos que el silencio custodia el misterio, como Abraham custodió la Alianza, como María custodió en su seno y meditó en su corazón la vida de su Hijo (cf. Lc 1,31; 2,19.51). Por otra parte, la verdad no necesita gritos violentos para llegar al corazón de los hombres. A Dios no le gustan las proclamas y los jaleos, las habladurías y la confusión; Dios prefiere más bien, como hizo con Elías, hablar en «el rumor de una brisa suave» (1 Re 19,12), en un “hilo sonoro de silencio”. Y así también nosotros, como Abraham, como Elías, como María, necesitamos liberarnos de tantos ruidos para escuchar su voz. Porque sólo en nuestro silencio resuena su Palabra.» (30 de septiembre de 2023).

En esta escala de la humildad la relación palabra / silencio tiene un papel importante. San Benito nos habla de evitar el pecado, que es un fruto que surge rápidamente en nuestros labios. El silencio aparece como un medio poderoso para conservar la paciencia, es decir, la paz, es de ordinario el medio más indicado para ver claramente un problema, para tomar una decisión apropiada y al fin para ejecutarla. En el séptimo grado de la humildad san Benito alude a las declaraciones bien intencionadas huyendo de la altivez, declarándose el último y esperando a que los demás reconozcan nuestra santidad, si es necesario hacerlo. San Benito alerta sobre la posibilidad de conversaciones ociosas, vanas, con muchas palabras, y apuesta por aquellas que son pocas y sensatas, siempre con el propósito de edificación y en un clima de humildad.

Hoy este silencio, esta parquedad en las palabras, lo debemos practicar más allá del boca-oreja tradicional. Hoy las nuevas tecnologías, las redes sociales, los teléfonos móviles y tantos otros medios llenan y nos tientan a llenar con estallidos de voz, aunque sean virtuales, nuestras vidas. Al respecto alerta el Papa Francisco en la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere cuando escribe: «En nuestra sociedad, la cultura digital influye de forma decisiva en la formación del pensamiento y en la forma de relacionarse con el mundo y, en particular, con las personas. Este clima cultural no deja inmunes a las comunidades contemplativas. Es cierto que estos medios pueden ser instrumentos útiles para la formación y la comunicación, pero os exhorto a un prudente discernimiento para que estén al servicio de la formación para la vida contemplativa y de las necesarias comunicaciones, y no sean ocasión para la distracción y la evasión de la vida fraterna en comunidad, ni sean nocivos para su vocación o se conviertan en obstáculo para su vida enteramente dedicada a la contemplación.» (Vultum Dei quaerere, 34).

Y se insiste sobre este tema sugiriendo crear un espacio de protección para el silencio cuando en Cor Orans, instrucción aplicativa de la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere, se escribe: «Con el nombre de clausura se entiende el espacio monástico separado del exterior y reservado a las monjas, en el que sólo en caso de necesidad puede admitirse la presencia de extraños. Debe ser un espacio de silencio y de recogimiento donde se pueda desarrollar la búsqueda permanente del rostro de Dios, según el carisma del Instituto.» (Cor Orans, 161). Hay que proteger el silencio, nos lo pide también san Benito en este undécimo grado de la humildad, vaciándolo de los estallidos de voz y de las risas ruidosas, llenándolo con pocas palabras y sensatas, con gravedad y con humildad. Como escribe Dom Marie Bruno, «la abundancia de palabras produce ruido, y el ruido es uno de los grandes enemigos del hombre.» (Le silence monastique, p. 128).

 

domingo, 14 de enero de 2024

CAPÍTULO 7,35-43 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO VII

LA HUMILDAD

35 El cuarto grado de humildad consiste en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, 36 y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: "El que perseverare hasta el fin se salvará", 37 y también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor". 38 Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero". 39 Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: "Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó". 40 La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios! nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda". 41 Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo: "Pusiste hombres sobre nuestras cabezas". 42 En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos; 43 con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a los que los maldicen.

En la vida, en cualquier vida, surgen dificultades y muchas veces entramos en contradicciones. La vida del cristiano y más concretamente la vida del monje no es, ni debe ser, diferente, y en ella también nos encontramos con dificultades y entramos en contradicciones. Ante toda dificultad se presentan dos opciones: afrontarla o rehuirla. Parece que nuestra sociedad está hoy más por rehuir cualquier obstáculo que por afrontarlo, y eso provoca que la perseverancia no esté muy de moda. San Benito sabe muy bien que la vida del monje, la vida de búsqueda de Dios, la vida en comunidad no es fácil, que inevitablemente presenta dificultades, y ya en el prólogo nos pide no abandonar enseguida, aterrados, el camino de la salvación.

Aguantar firme, no desfallecer, no echarse atrás parece fácil, siempre y cuando las cosas vayan bien o vayan, mejor dicho, como nosotros queremos que transcurran. Pero he aquí que esto no siempre es así, que inevitablemente nuestra voluntad o incluso nuestra forma de ver o de plantear las cosas entra en contradicción o bien con la visión de los demás o bien a veces incluso con nosotros mismos, con nuestros estados de ánimo.

Una contradicción habitual es la que se produce entre el decir y el hacer; y esto lo vemos siempre más en los demás que en nosotros mismos, y así a menudo tenemos en la punta de la lengua la acusación, verbalizada o planteada de pensamiento, el acusar a los demás de incoherencia. Esto no es nuevo, pertenece casi bien podríamos decir a la misma naturaleza humana, y ante esta realidad el Evangelio, norma suprema, como dice san Benito, de nuestra vida, nos previene del juicio erróneo o parcial que a menudo hacemos. Así en el Evangelio de Lucas Jesús nos dice: «¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.» (Lc 6,42). Y respecto también a la coherencia nos advierte Cristo en el Evangelio de Mateo: «Haced y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).

Aguantarlo todo por aguantarlo no es lo que nos pide San Benito; sería absurdo, no es cristiano. Hay una razón para esta perseverancia: perseveramos por el Señor, por serle fieles, muriendo cada día con la esperanza puesta en la recompensa divina, con la convicción de salir plenamente vencedores gracias a Cristo, gracias a Aquel que nos ama .

En palabras de san Bernardo: «Si en la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropezamos con cualquier clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifestarás que vives en el cuarto grado de humildad.» (Grados de la humildad y la soberbia, 47,1).

El objetivo es siempre buscar a Dios de verdad, la recompensa divina, la vida eterna, tal como dice san Benito en los capítulos 58 y 72; la metodología es la paciencia, como dice el prólogo, y el modelo no puede ser otro que Cristo, que es quien mediante su gracia nos ayuda a alcanzar ese objetivo; de hecho es Él quien sufriendo, muriendo y resucitando nos ha abierto las puertas de la vida eterna, la ha puesto a nuestro alcance.

Ser probado como la plata, ser depurado al fuego, ser cargado con un fardo insoportable, llevar a otros hombres sobre nuestras cabezas o nuestros hombros, no son tareas agradables, nadie las escogería por el simple hecho de escogerlas. Si nos toman la túnica, ceder incluso el manto; hacer dos millas cuando haciendo una tendríamos suficiente; aguantar a los falsos hermanos y la persecución y encima bendecir a quienes nos maldicen: estos no son consejos fáciles de llevar a cabo, no debemos soportarlos por sí mismos; sólo si hay una razón de peso, y ésta es Cristo. Buscando el equilibrio y nunca olvidando que todos y cada uno de nosotros somos hijos del mismo Padre, de Dios, y hermanos en Jesucristo.

Cuando el Prior de la Gran Cartuja Dom Dismas de Lassus trata de lo que él denomina el tercer grado de la obediencia, escribe: «No es sino a Dios a quien debemos una obediencia total e incondicional, tanto de nuestra voluntad como de nuestra inteligencia, porque Él es la Bondad y la Verdad absoluta. Toda obediencia a un hombre, en su contexto, está limitada por esta verdad primera. Como dijeron Pedro y los apóstoles ante el Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. (...) Hay dos límites más: por un lado, la obediencia requiere el sometimiento de la voluntad, concierne siempre una acción, lo cual significa que el superior puede pedir a un sujeto que haga algo, no puede pedirle que piense algo. El abad, por ejemplo, puede pedir a un monje que meta las sillas porque cree que mañana lloverá, pero no puede pedirle, al monje, que piense que mañana lloverá. Por el voto de obediencia prometemos el sometimiento de nuestra voluntad, no la de nuestra inteligencia.» (Risques et dérives de la vie religieuse). Necesitamos ser conscientes de a quién y por qué obedecemos.

Porque nada de todo esto, de nuestra vida de cristianos y de monjes, de buscadores de Cristo, tiene sentido si detrás no está Cristo como modelo y la vida eterna como objetivo. De ahí que la perseverancia ante las dificultades, las contradicciones, propias y ajenas, y las injusticias sea un verdadero obstáculo, muchas veces un obstáculo que se nos presenta como insalvable.

Todo ello nos hace fijar la mirada más en la piedra de tropiezo que tenemos ante los ojos que en la meta, la finalidad, el porqué de todo. La única razón de todo es Cristo, sin Él nada tiene sentido, por Él y con Él todo adquiere coherencia.

Como escribe Dom Dismas de Lassus: «La obediencia religiosa, en el ejemplo de Cristo, es la sumisión libre de una voluntad libre iluminada por una inteligencia libre. Todo lo demás no tiene valor religioso.» (Risques et dérives de la vie religieuse). 

domingo, 7 de enero de 2024

CAPÍTULO 4, CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS

 

CAPÍTULO 4

CUÁLES SON LOS INSTRUMENTOS

DE LAS BUENAS OBRAS

 

Ante todo, «amar al Señor Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», 2y además «al prójimo como a sí mismo». 3Y no matar. 4No cometer adulterio. 5No hurtar. 6No codiciar. 7No levantar falso testimonio, 8Honrar a todos los hombres. 9y «no hacer a otro lo que uno no desea para sí mismo». 10Negarse sí mismo para seguir a Cristo. 11Castigar el cuerpo. 12No darse a los placeres, 13amar el ayuno. 14Aliviar a los pobres, 15vestir al desnudo, 16visitar a los enfermos, 17dar sepultura a los muertos, 18ayudar al atribulado, 19consolar al afligido. 20Hacerse ajeno a la conducta del mundo, 21no anteponer nada al amor de Cristo. 22No consumar los impulsos de la ira 23ni guardar resentimiento alguno. 24No abrigar en el corazón doblez alguna, 25no dar paz fingida, 26no cejar en la caridad. 27No jurar, por temor a hacerlo en falso; 28decir la verdad con el corazón y con los labios. 29No devolver mal por mal, 30no inferir injuria a otro e incluso sobrellevar con paciencia las que a uno mismo le hagan, 31amar a los enemigos, 32no maldecir a los que le maldicen, antes bien bendecirles; 33soportar la persecución por causa de la justicia. 34No ser orgulloso, 35ni dado al vino, 36ni glotón, 37ni dormilón, 38ni perezoso, 39ni murmurador, 40ni detractor. 41Poner la esperanza en Dios. 42Cuando se viera en sí mismo algo bueno, atribuirlo a Dios y no a uno mismo; 43el mal, en cambio, imputárselo a sí mismo, sabiendo que siempre es una obra personal. 44Temer el día del juicio, 45sentir terror del infierno, 46anhelar la vida eterna con toda la codicia espiritual, 47tener cada día presente ante los ojos a la muerte. 48Vigilar a todas horas la propia conducta, 49estar cierto de que Dios nos está mirando en todo lugar. 50Cuando sobrevengan al corazón los malos pensamientos, estrellarlos inmediatamente contra Cristo y descubrirlos al anciano espiritual. 51Abstenerse de palabras malas y deshonestas, 52no ser amigo de hablar mucho, 53no decir necedades o cosas que exciten la risa, 54 no gustar de reír mucho o estrepitosamente. 55Escuchar con gusto las lecturas santas, 56postrarse con frecuencia para orar, 57confesar cada día a Dios en la oración con lágrimas y gemidos las culpas pasadas, 58y de esas mismas culpas corregirse en adelante. 59No poner por obra los deseos de la carne, 60aborrecer la propia voluntad, 61obedecer, en todo, los preceptos del abad, aun en el caso de que él obrase de otro modo, lo cual Dios quiera que no suceda, acordándose de aquel precepto del Señor: «Haced todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». 62No desear que le tengan a uno por santo sin serlo, sino llegar a serlo efectivamente, para ser así llamado con verdad. 63Practicar con los hechos de cada día los preceptos del Señor; 64amar la castidad, 65no aborrecer a nadie, 66no tener celos, 67no obrar por envidia, 68no ser pendenciero, 69evitar toda altivez. 70Venerar a los ancianos, 71amar a los jóvenes. 72Orar por los enemigos en el amor de Cristo, 73hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. 74Y jamás desesperar de la misericordia de Dios. 23 75Estos son los instrumentos del arte espiritual. 76Si los manejamos incesantemente día y noche y los devolvemos en el día del juicio, recibiremos del Señor la recompensa que tiene prometida: 77«Ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni pasó a hombre por pensamiento las cosas que Dios tiene preparadas para aquellos que le aman». 78Pero el taller donde hemos de trabajar incansablemente en todo esto es el recinto del monasterio y la estabilidad en la comunidad.

 

 

Escribe Dom Paul Delatte que san Benito, que ha hablado de la estructura jerárquica de la comunidad, ahora empieza a hablar de la espiritualidad del monje.

San Benito nos presenta en este capítulo una condensación de la vida monástica, como también de la vida cristiana.

Enumerar los principios de la vida espiritual es un elemento presente en las reglas monásticas anteriores a san Benito y en la que se ha inspirado, además de su propia experiencia, para escribir su Regla.

 

El capítulo comienza por referirse a los dos grandes mandamientos que sintetizan toda la ley: amor a Dios y al prójimo. Así leemos en san Lucas:

 

“Un maestro de la ley se levantó, y, para poner a prueba a Jesús, le hizo esta pregunta: “Maestro ¿qué debo hacer para poseer la vida eterna? Jesús le respondió: ¿qué hay escrito en la ley? ¿qué lees? Él respondió: ama al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y con todo el pensamiento, y ama a los demás como a ti mismo” Jesús le dice: “Has respondido bien, haz eso y vivirás” (Lc 10,25-28)

 

Después, siguen los principales mandamientos de la Ley, el Decálogo, y comienza la parte más directamente dirigida a los monjes, partiendo también de los dos grandes preceptos.

Negarse a sí mismo para seguir a Cristo, y no hacer a los otros lo que no quieres que te hagan a ti. De aquí parten una serie de mandamientos concretos destinados a mantener la salud espiritual interior y la exterior, es decir la relación con Dios y con los otros.

 

Esta lista de 74 puntos concluye con el gran precepto: No desesperar nunca de la misericordia de Dios, que debería de servir, cada día, para nuestro examen de conciencia. Como también otro punto a tener siempre presente en nuestra vida es el de Cristo, que se ha de manifestar en nuestro amor, en el amor a Dios y al prójimo.

 

Estamos en manos de Dios y a Él debemos amar y acudir en la dificultad para pedir su ayuda. “El bien que ve en él que lo atribuya a Dios y no a sí mismo; el mal, en cambio siempre es cosa de uno mismo”. Escribe Sor Micaela Puzicha, que todo gira en la vida del monje alrededor de Cristo, con Él todo es posible, sin Él no tenemos nada que hacer.

 

La lista de estos 74 puntos no debe hacernos olvidar el colofón del capítulo donde san Benito nos viene a decir el “como”, “donde” y el “por qué” seguir estos preceptos. Es preciso hacerlos nuestros cada día; la mirada siempre puesta en el día de juicio, llamados a la presencia del Señor, donde tendremos necesidad de acogernos a la misericordia del Señor. Dios ama a todos, pero nosotros debemos de corresponder a este amor, y cuando dejamos de cumplir alguno de estos 74 puntos mostramos que nuestro amor al Señor no es totalmente regular y gratuito.

 

De modo semejante al maestro de la ley que en Lucas le plantea a Jesús quién es su prójimo, Jesús le responde con la parábola del buen samaritano. Aquí san Benito nos dice bien claro donde hemos de practicar estas cosas y cómo practicarlas

Debemos practicarlas con diligencia, y en el espacio del monasterio viviendo fielmente nuestra estabilidad.

 

La paciente perseverancia es una de las características de la vida monástica, a través de la cual participamos de los sufrimientos de Cristo. La perseverancia pide equilibrio, un equilibrio que comprender múltiples aspectos: plegaria comunitaria y personal, contacto con la palabra y el descanso, comer y beber con equilibrio, sin caer en la embriaguez; también en las relaciones interpersonales dentro y fuera de la comunidad, mirando de no hacer acepción de personas.

Hemos hecho la opción de una vida concreta, que no quiere decir desarraigada, pero tampoco vivir como si no hubiéramos hecho unos votos concretos, que nos lleva a centrar nuestra vida en Cristo.

 

San Benito lo formula claramente: “Apartarse de la manera de hacer del mundo”.

Estabilizarse, en el sentido monástico es comprometerse en un proceso de crecimiento sin fin y la estabilidad en un lugar es, solamente, un punto de partida. La estabilidad que se prometa en la profesión consiste, sobre todo en perseverar. Se la misma manera que nos dice Jesús en el evangelio: “el que mantendrá firme hasta el final se salvará (Mt 10,22)

La estabilidad en la comunidad hasta la muerte, de la que nos habla san Benito, merecedora de premio, no es otra cosa que el cumplimiento de las palabras mismas de Jesús:

“Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en los momentos de prueba, y así como mi Padre me ha concedido la realeza, yo también os la concedo a vosotros. Comeréis y beberéis en mi mesa en mi reino (Lc 22,28-30)

Que así sea, y lleguemos todos juntos a la vida eterna.